martes, 25 de abril de 2017

  



EXCURSIÓN A LA LOMA DE LOS ROBLES


El timbre de la puerta del piso perturbó su siesta. Aún sobresaltado, pretendió escuchar el bisbiseo entre Eulalia y el visitante, pero sólo pudo oír pasos que se dirigían hacia la salita del recibidor. Se incorporó y cuando se encaminaba hacia el perchero en busca de la bata elegante que usaba para recibir visitas, Eulalia abrió la puerta del despacho y dijo:

--Es tu amigo Ramón Ledesma. ¿Te ayudo con la bata? -- Eulalia se la extendió por detrás, le auxilió a pasar los brazos y le dio unas palmaditas cariñosas al terminar.-- ¿Le hago pasar?

--Desde luego.

Cuando Ramón entró se admiró  al ver las paredes del despacho forradas con estanterías llenas de libros. Enseguida los amigos se fundieron en un abrazo palmeándose las espaldas. Ramón se sentó en el pequeño sofá situado frente al escritorio e Ignacio en la butaquita de al lado.

--Chico, ¡qué lujo!

--¿Es que no tienes libros?

--Mi mujer me permite  unos doscientos, más algunos dedicados y los de valor. Dice que lo demás es morralla porque o bien  los leí, o no los leeré y sólo ocupan sitio.

--Puede que tenga razón --sonrió Ignacio preguntando luego-- ¿Y qué te trae por aquí?

--Pues verás, lo primero saludarte porque hacía tiempo que no nos veíamos, y lo segundo comentar una cuestión que me tiene intrigado. El otro día pasé por la Casa del Libro y vi tu último de narraciones. Lo compré y una vez en casa, al ojearlo, observé que uno de los relatos se titulaba Excursión a  la loma de los robles, el mismo título del cuento que  yo  incluí en mi libro Recuerdos, que es anterior al tuyo. Es más, cuando lo estuve leyendo me  pareció que salía de la misma fotografía que, probablemente, ambos tenemos de aquella vieja excursión a la loma que hicimos tú y Linda, yo y Karen; los cuatro estábamos recostados por parejas en un par de robles. Claro, entonces teníamos ventipocos años y ahora ya no cumplimos los cincuenta. Además, creo que tus descripciones y las mías se parecen muchísimo…

--Pero Ramón, habla de las semejanzas que quieras porque, efectivamente, ambos estuvimos en la loma de los Robles en la ocasión que aludes, pero tu cuento  y el mío son relatos distintos.

Ramón, que iba a proseguir, se quedó con la palabra en el aire, mirando para Ignacio entre descreído y asombrado.

--¿Cómo dices?- acertó a preguntar

--Que tu cuento y el mío se titulan igual y se parecen en algunas descripciones porque ni tú ni yo podíamos cambiar la realidad de la excursión, pero son distintos, completamente distintos. Tu historia se centra en que a ti te gustaba Karen y tú también a ella, pero aquel día íbais a pasar el examen de sus dos hermanos quienes, por cierto, se presentaron en la excursión  sin que nosotros les hubiéramos invitado, al menos yo. Te estuvieron examinando de cabo a rabo, de cómo te comportabas con ella tu proceder cuando comías, la manera de relacionarte con los demás, etc., etc.; tu relato da cuenta puntual de lo inseguro que estuviste a causa de la fraternal presencia y lo mal que lo pasaste mientras Linda, yo y la misma Karen  lo pasábamos genial, pero por razones distintas.

--Sí, pero…

--Déjame acabar. En mi cuento no hay ningún examen sino un relato de deseos, los míos pensando si Linda y yo íbamos a ir más lejos en nuestra relación, algo que parecía interesarle  a ella, pero no tanto a mí por mi carácter de no sujetarme a nadie. ¿Entiendes?

--Todo eso es cierto, pero también hablasteis de nosotros y en términos parecidos a lo que yo escribí.

--Mira, si lo que quieres decir es que yo te copié, pues  no. La fotografía es la misma, las palabras descriptivas se pueden parecer, el marco, incluso algunas frases, pero lo tuyo iba en serio y lo mío, no, y tampoco podías imaginar mis pensamientos mientras nosotros presumíamos que aprobarías el examen de los hermanos de Karen.

--Hombre, a ti no te iban los problemas; en aquella época sólo pensabas en llevar al huerto a cuantas ligabas.

--Eso no viene a cuento y poco me conoces, Ramón, poco me conoces. Tener a Linda era como tener un Mustang de 1964, preciosa, elegante, versátil, lúcida, espectacular y tema de conversación para los demás, pero el día de la famosa excursión yo ya estaba en guardia porque había tenido tres fallos conmigo.

--¿Fallos?

--Pues sí, no por su importancia, sino por ser indicativos de su carácter. Un par de meses antes de la excursión, cuando murió su abuela materna le di el pésame, mis palabras eran sinceras, pero Linda me salió con esto: “¿Y tú porqué ibas a sentirlo si no la conocías y ni sabes que lo que significaba para mí?” Me quedé sin respuesta, haciendo capiruchos en mi cerebro. --Y aleteó sus manos de manera expresiva--. La segunda ocurrió cuando Camilo José de Cela visitó nuestra universidad. Como el gallego estaba hasta las narices del cóctel que tenía lugar en la casa de la profesora Mirta, recordarás que nos arrastró al  jardín con los demás jóvenes españoles que estaban allí y nos pusimos a libar y cantar como cosacos. Cuando llegó la hora de irse,  Linda me preguntó intencionadamente: “¿Y por qué cantabais cosas que no sentíais? No veo el motivo ni la razón.” Pensé que igual estaba molesta porque la había abandonado entre  los que  libaban de pie en el living de la casa, pero ya me fastidió que no comprendiese que un puñado de españoles viviendo en USA podíamos pasarlo muy bien cantando A Rianxeira, Asturias patria querida o alguna jota navarra. Vamos, que me fastidió.

--Te entiendo.

--La tercera metedura de pata sucedió la primera vez que ella y yo, los dos solos,  fuimos a la loma de los robles. Se me ocurrió decirle que los montes cercanos se parecían a los que me habían enamorado del paisaje de Villafranca del Bierzo. Pues Linda se puso como una fiera: “Ya estamos con el me parece, el me recuerda a esto o lo otro de España, son cosas como las de allá, etc. ¡Cuándo se te meterá en la cabeza que son montañas de aquí, norteamericanas, y te gustan o no te gustan por lo que son, ¿te recuerdo yo a alguna chica de España también?” Le respondí que de ninguna de las maneras, pero por dentro me cabreé y mucho por su incomprensión a entender que uno ni se adapta inmediatamente a su nueva residencia ni deja de amar nunca los recuerdos de su patria, pero si algo me enervaba más fue su tendencia a criticarme  por esto o lo otro. 

--Mira, no pensaba que Linda fuera así.

--Que protestara no me hubiera enfadado, pero su tendencia a criticar sí; otro suceso  ocurrió a final del curso, cuando recibimos las notas por nuestros trabajos sobre la novela española del 98. La había ayudado muchísimo a escribir el suyo, pero el profe le puso una B y a mí una A-. El suyo y el mío trataban sobre Azorín, pero Linda no admitía razones por las cuales su  trabajo tuvo una nota inferior, aunque sólo fuese porque mi español era el de un nativo y, la verdad, sabía más de Azorín que ella, ¡hasta le vi una vez en el Ateneo de Madrid! Deduje que me estaba acusando de no  haberla ayudado lo suficiente o bien creía que el profesor, al fin y al cabo español también, prefería a los de su tierra.

--¿Y por eso rompiste con  Linda?

--Esos acontecimientos prepararon  el camino. Ella decidió viajar al extranjero con una amiga y sus cartas, llegadas de tarde en tarde y con detalles de amistades y de los encuentros que hacía por el camino, no contribuyeron a nuestra relación. Cuando volvió, estaba sustituida.

Ramón le miró sonriendo y al poco dijo:

--Y así  iniciaste tu carrera de relevos femeninos de 100, 200  o 400… -- provocando una carcajada hilarante de su amigo hasta que Ignacio  preguntó:

--¿Y qué me cuentas  de Karen?

--Sabías que nos casamos, ¿no? Pues, seguimos juntos. Pese al tiempo transcurrido continua siendo una preciosidad de cara y de cintura para arriba, o a mí me lo parece,  pero engordó. Lo peor no fue eso sino cuando aparecieron sus migrañas cuáqueras. Decía que en España era imposible frecuentar gente de sus ideas, a sus iguales. Y ahora regresa a Pensilvania cada año por periodos que a veces duran hasta siete meses a lo peor; el resto me lo dedica.—Y Ramón inclinó la cabeza haciendo una mueca.

--¿Y tú estás conforme?

--Pues sí, porque a pesar de todo nos llevamos y, quiero creer, que esos distanciamientos temporales ayudan; la verdad es que no pienso lo contrario.

--¿Y qué haces cuando estás de Rodríguez?

--Aprovecho para escribir.

--Ya.

Cayeron en un silencio largo. Ramón pensó que la visita había terminado, que nada más tenían que hablar. Pero su amigo le preguntó:

--¿No crees que de aquella famosa fotografía  queda sólo la imagen de cuando éramos jóvenes?

--Puede que sí. De todos modos –dijo Ramón pausadamente-- y como Cortázar recuerda en uno de sus relatos, “Nadie sabe nada de nadie, y no es una novedad.”
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sábado, 25 de febrero de 2017



BLASCO IBÁÑEZ:
LA SOCIEDAD RURAL DE LA BARRACA


La barraca[i] es una novela que ayuda a conocer la España rural de finales del s. XIX en los comienzos de la Restauración.  Por entonces, una mayoría de personas trabajaba o arrendaba tierras de otros para sustentar a sus familias, situación que derivaba del atraso agrario de la nación, pues,  los propietarios –en su mayoría pertenecientes a la burguesía financiera y terrateniente-- ni arriesgaban ni tenían interés en el cultivo eficaz de sus tierras. [ii]

La sociedad agrícola valenciana se dividía –de manera parecida a otras regiones de España-- en dos clases: la de los arrendadores, sencillamente identificados en la figura del amo, y los pescadores de la Albufera o del Mediterráneo, los huertanos, y los que trabajaban en los servicios y los artesanos pobres. Nada quebraba el muro que dividía ambas clases que otros definían con sutileza y brevedad como el mundo de los señores educados en castellano y el de los analfabetos que hablaban valenciano.

En La barraca los amos están representados por don Salvador, sus herederos o  la señora cuyas tierras arrendaba Pimentó. Viven en los barrios nobles de la ciudad y acuden al campo para subrayar su condición de propietarios, exigir lo suyo y disponer de vidas y haciendas según sus intereses. Don Salvador avisa a Barret que no consentía su empeño en cultivar tierras más extensas que sus fuerzas, “Y como le habían hecho proposiciones de nuevo arrendamiento, avisaba a Barret de que  dejase los campos cuanto antes.(p.27) Mientras fue útil, el aparcero dispuso de las tierras, al dejar de serlo tiene que salir. Los huertanos procurarán que nadie viva y trabaje los campos que fueron de Barret, pero los herederos del amo los rentarán por casi nada a un foráneo, Batiste, con el propósito de doblegar la resistencia de los huertanos.

La huerta es el espacio de los de abajo; tiene apariencia de paraíso debido al sudor de los trabajadores que, sin embargo, viven en barracas miserables; sí las barracas tienen un mirar, es gracias a la disposición de las mujeres y de algunas flores. El huertano es un proletario más entre las gentes que acuden a la ciudad a ganar el sustento: “Animábanse los caminos  con filas de puntos negros y movibles, como rosario de hormigas, marchando a la ciudad.(p. 11/12) También viven en barrios marginados o, como Rosario, en el prostíbulo; de alguna manera siempre al servicio del rico.

Blasco Ibáñez, como antes Pérez Galdós, había observado que cada clase --incluida la más insignificante-- se jerarquiza y unos individuos marginan a otros en cada una. La familia de Batiste será marginada por haber rentado las tierras de Barret: “Los vecinos burlábanse de ellos con una ironía que delataba su sorda irritación. ¡Vaya una familia! Eran gitanos como los que duermen debajo de los puentes. (p.41)  Al no ser originaria de la huerta, la familia de Batiste se convierte en el enemigo a batir cuando debía estimarse como una igual en la lucha por la vida.

Las clases superiores tienen instituciones como la justicia y la Guardia Civil para mantener reducidas a las inferiores: “Los dueños de las tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la Guardia Civil fueron a recorrer la huerta, a apostarse en los caminos, a sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito. (p. 37) Cuando el anteriormente dócil Barret sabe que el juzgado procederá en su contra embargando cuanto tiene en la barraca para el pago de sus deudas y echarle de sus tierras, se convertirá en la figura de El Libertador: “agarró la vieja escopeta que tenía siempre cargada detrás de la puerta, y echándosela a la cara plantóse bajo el emparrado, dispuesto a meterle dos balas al primero de aquellos bandidos de la ley que pusiera el pie en sus campos(p. 28) El arma le será arrebatada por Pimentó y las mujeres de la casa, pero Barret segará la vida del amo blandiendo la simbólica hoz del abuelo y, aunque será indultado, “salió de la cárcel hecho una momia y fue conducido al presidio de Ceuta, para morir allá a los pocos años” mientras su familia “desapareció como un puñado de paja en el viento(p. 35).

El tema de la educación  también juega un papel en la vida de los huertanos.[iii] Don  Joaquín es un maestro oficioso; desempeña el papel por voluntad propia y como una manera, diríamos pícara, de ganarse el sustento. Nadie le expulsa porque el Estado, interesado en la formación de las clases superiores, se despreocupa de las inferiores. Por eso la escuela es una barraca vieja, sin apenas luz, con paredes de dudosa blancura: “unos cuantos bancos, tres carteles de abecedario mugrientos, rotos por las puntas (…) Libros, apenas si se veían tres en la escuela; una misma cartilla servía para todos. ¿Para qué más?...Allí imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas.” (p. 77) Las ideas no se desplomarán sobre las cabezas de los discípulos, pero sí una caña larga correctiva.

Don Joaquín llena el vacío del Estado; en realidad no puede educar porque ni sabe enseñar ni es capaz de inspirar amor al estudio. Su esfuerzo no sirve para reducir el analfabetismo dominante del huertano y, en consecuencia, el huertano que no sabe leer desconocerá sus derechos. Lo refleja Barret cuando manifiesta miedo hacia los papeles del juzgado, a los oficios, la letra impresa. Por el contrario ese miedo no lo tienen sus iguales al Tribunal de las Aguas: “La ausencia de papel sellado y del escribano aterrador era lo que más gustaba a unas gentes acostumbradas a mirar con miedo supersticioso el arte de escribir, por lo mismo que lo desconocen(p. 50), porque es un tribunal que se conduce  en valenciano y sólo por medio de la palabra aunque Batiste lo estime como el monstruo de las siete cabezas (p.53).

Privados de la educación, viviendo como en una colonia al servicio del amo, la sociedad de la huerta revela su primitivismo. Sus mejores armas defensivas son la violencia contra el amo opresor y la solidaridad al estilo de Fuenteovejuna. Cuando Pimentó está a punto de ser preso por una agresión,  “todo el distrito desfiló ante el juez afirmando la inocencia de Pimentó (p. 36). Se dice que las tierras de Barret “eran el talismán que mantenía íntimamente unidos a los huertanos (p. 37) y que Rosario estaba muy agradecida porque habían impedido que otros entrasen a trabajarlas. 

Cierta solidaridad aparente funciona cuando muere Pascualet, el Obispillo, pero sólo puede estimarse como auténtica y sin doblez en el caso de Pepeta, que le amortaja; el resto de los huertanos visita la casa de Batiste impulsados por un sentimiento de culpa, nunca porque la familia del muerto pertenezca al clan: “Algo se había enfriado el afecto que mostraron todos los vecinos al enterrar al pequeño.  Según se amortiguaba el recuerdo de aquella desgracia, la gente parecía arrepentirse de su impulso de ternura, y se acordaba otra vez de la catástrofe del tío Barret y la llegada de los intrusos.(p. 115)

El primitivismo que aflora en la malevolencia de Pimentó o en las palabras sibilinas del Tío Tomba también se manifiesta en la manera que el huertano tiene de matar el tiempo libre. Su ocio ni es creador ni reparador; su espacio es la taberna de Copa, “la cueva de la fiera”, “la rojiza boca que despedía el estrépito de la borrachera y la brutalidad.(p. 64) La taberna engendra el machismo de los vagos, los matones y los borrachines, valentones que pasan el tiempo chismorreando, jugando a los naipes, bebiendo aguardiente y metiendo miedo a las jóvenes que transitan por el camino al atardecer; sin embargo, la sociedad de la huerta estima su fuerza y brutalidad y les convierte en ídolos cuyos atributos no son las virtudes, sino la arrogancia, el menosprecio del trabajo, el buen ojo con la escopeta y la lengua viciosa. En la Copa se desencadenará la tragedia que conduce a la muerte de Pimentó y al fracaso de Batiste, obligado a irse a otro lugar para ganarse la vida.

La mujer vive escondida en los pliegues de esa sociedad conociendo que su posición es inferior a la del hombre. Su destino es el trabajo parecido al de la mula de carga. En el primer capítulo de la novela avistamos a Pepeta muy de madrugada recorriendo las calles de la ciudad para vender  hortalizas y después la leche de la vaca Rocha mientras Pimentó permanece arrebujado en el camón  de su barraca. Pepeta es joven, pero su belleza marchita a causa del trabajo y no es feliz. (pp. 13/21) La mujer arrastra el destino de su hombre, pero si a él le es dado –cuando menos-  el derecho a protestar, la mujer está obligada a estar siempre ante los hombres con los ojos bajos. De hecho, no depende de un hombre en concreto, sino de todos, como Rosario a quien los demás han desposeído de su identidad transformándola en Elisa, la prostituta.

En La barraca todo combina conforme a los esquemas naturalistas del determinismo, sobre todo, la presión que el medio ejerce sobre el ser humano, condicionandole. A modo de conclusión podemos decir que coincidimos con quienes piensan que el Blasco de las primeras novelas también fue un escritor de origen naturalista. En La barraca puso de relieve que el ser humano privado de bienestar y de  posibilidades desde la cuna se afana inútilmente en escapar de los condicionantes  de una religión que no le consuela, de un Estado que ni le enseña ni  protege sus derechos,  de una sociedad que le condena a vivir reducido y dependiente.

La barraca narra la vida de unos campesinos de la huerta valenciana, pero su regionalismo innegable no impide la proyección universal que ese espacio  y personajes adquieren, convertido uno y otros en una alegoría formidable de la lucha por la vida, tema del 98, modernismo al que la novela también se emparenta, y jamás reducida al costumbrismo regional que algunos han pretendido.

La  barraca es un testimonio del vivir, pero seríamos injustos con Blasco Ibáñez valorándola sólo desde una perspectiva social. El escritor hurgó en la entraña misma del ser humano y, a través de imágenes literarias, sí de raíz naturalista, pero de modulación impresionista, ofreció una dimensión sincera y sobrecogedora del homo homini lupus  de Plauto, “el hombre es el lobo del hombre”, al que Thomas Hobbes se apuntó  siglos después.



 NOTAS:



[i]  Vicente Blasco Ibáñez, La Barraca, con ‘Notas de un ensayo de Federico de Onís’, más unas palabras ‘Al lector’ del autor escritas en Menton (Alpes Marítimos) en 1925.  Las Américas Publishing Company, New York s/f.

[ii] Vicente Blasco Ibáñez dijo en el artículo Alma Valenciana: “no hay provincia española que tenga tantos propietarios como Valencia. La agricultura esta subdividida hasta lo infinito. Cada labriego es dueño del pedazo de suelo que cultiva. Unos son propietarios por la ley: los mas tienen la tierra en arrendamiento, transmitiéndose su posesión por herencia, dentro de la familia, desde hace siglos, sin que el verdadero dueño que reside en la ciudad ose intervenir en estas donaciones ni aumentar el arriendo que aún se cuenta por libras y sueldos como en tiempos de los reyes de Aragón. La escopeta, compañera inseparable del huertano desde que entra en la pubertad, y el fraternal y enérgico apoyo que se prestan todos los trabajadores de la vega, son los sostenes de este derecho tradicional del que extraje la trama de mi novela La Barraca.” Vicente Blasco Ibáñez, “Alma Valenciana” en Alma Española, Año IIº,  nº 11, 17 de enero de 1904, pp.10-12. Este artículo se puede leer en Google.

[iii] Juan Oleza,  en una muy interesante conferencia de noviembre de 1998, dijo: “La barraca atestigua la barbarie de unos labradores ignorantes, entre los que un miserable maestro rural trata de inculcar rudimentos de cultura - “¡Pobre gente - exclama - ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie les saca de su condición?” - y atestigua sobre todo la lucha de clases entre aparceros y rentistas, hasta aquí el lado sociológico del determinismo del medio, pero sobre esas tierras malditas pesa también una especie de fatalidad telúrica, que emana de la tierra misma, del clima, de la violencia salvaje de los hijos de la huerta, que aspiran desde niños con delicia el humo de la pólvora, que “sienten un completo desprecio por la vida de un semejante”, y que tienen un pasado reciente de guerras encarnizadas y hechos sanguinarios, como evoca complacido el tío Tomba.“ Juan Oleza, “Novelas mandan. Blasco Ibáñez y la musa realista de la modernidad.” Debats. València. 1999. Nº 64-65. 95-111. El texto se puede leer íntegro en Google. En 1981 Miguel Delibes publicaría Los santos inocentes, excelente novela que también se llevaría al cine tres años después reflejando temas paralelos a los de La Barraca aunque más actuales y situados en una hacienda extremeña en los años 60 del siglo pasado.

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domingo, 15 de enero de 2017



La Iª Guerra Mundial de John Dos Passos,
La iniciación de un hombre, 1917[i]

Corrían los primeros años del siglo pasado. El joven John Dos Passos (1896/1970) tenía dos pasiones, la arquitectura y la pintura; cultivó la primera en sus estudios y en sus viajes –varios a España-- trabajaría la pintura –en especial la acuarela-- hasta el final de sus días; ambas tuvieron influencia en su literatura.

Estudio arquitectura en la Universidad de Harvard graduándose en 1916. Siguiendo la costumbre escolar de buscar experiencias al finalizar los estudios, quiso apuntarse al servicio de ambulancias de la Iª Gran Guerra. La muerte de su madre, persona amada y clave en su vida, le asoló;  su padre, un ser distante que había rechazado su disposición a servir en la guerra, murió meses después de la madre en 1917. El suceso permitió a John unirse al Norton-Harjes Ambulance Group. De sus experiencias en Francia –y también en Italia-- resultaría la novela autobiográfica La iniciación de un hombre, 1917 (One Man’s Initiation, 1917) que vamos a comentar.

Un buque zarpa de un muelle neoyorquino entre el revoloteo de pañuelos, aires hawaianos, la sirena silbando agudos. El narrador inicia su trabajo acoplando la historia al punto de vista del personaje Martin Howe que va de pie en la popa. Martin y sus conmilitones de viaje pertenecen a la edad del Jazz, según el escritor Scott Fitzgerald, jóvenes que carecen de pasado, parecen no tener futuro y aprecian vivir en una fiesta inagotable; no representan nada, pero gustan de adquirir experiencias extremas. Se han apuntado a la guerra sin idea de lo que representa -- es “una ocasión que nadie debe perderse” afirmaría uno de los personajes de Faulkner.

En las primeras páginas asistimos a la reunión que transcurre en el salón de fumar del buque; la atmósfera es de total despreocupación: “El humo del tabaco y el olor a cerveza y champaña espesan el ambiente(p.9). Los jóvenes celebran y parecen felices, confiados y dispuestos a acabar con los alemanes; el icono del Tío Sam se impone en algunas de sus canciones, otras se dirigen  contra  el kaiser Bill (el emperador alemán).

Hablamos de una novela que suma narraciones episódicas, modalidad criticada en USA --pero excelente en mi opinión-- para reflejar primeras impresiones sobre la experiencia caótica de la guerra donde los sucesos son continuos aunque diversos y tienen una naturaleza inesperada. Además,  la novela guarda un cierto orden: se parte para la guerra en verano y concluye en el otoño; se estructura en capítulos y estos en cuadros creados por un artista de pincel y pluma aunque no siempre ligados salvo en lo principal: se trata  de la 1ª Gran Guerra y por ella corre el conductor de una ambulancia captando sensaciones, mayormente tragedias y minutos de coñac, champaña y amistosas charlas con otros combatientes.

El lector enfrenta un aluvión de imágenes desde el comienzo: “Amarillos-rosáceos y púrpura-amarillentos, los edificios de Nueva York se aglutinan formando una pirámide  que se eleva por encima de oscuras manchas de humo que flotan en el agua(p.8); se formarán ramilletes de diversas tonalidades mutando en colores y palabras descriptivas. Welford Dunaway Taylor de la Universidad de Richmond[ii] escribió que para Dos Passos era tan natural expresarse pintando acuarelas como con las palabras porque eran su medio de expresión natural. Usaba las técnicas modernistas y la influencia de las cubistas se puso de manifiesto al escribir Manhattan Transfer o la trilogía USA. El Dr. Taylor recordó que la combinación pluma/pincel no era ajena a su generación como lo atestiguan las obras de Sherwood Anderson  y de Faulkner.

Martin es un personaje para quien ni el pasado ni el futuro representan nada; carece de sentimientos hacia su hogar y de prejuicios hacia la guerra, si bien, va a someterse a experiencias radicales. El y los demás jóvenes del barco revelan una situación parecida a la de Ulises: vivirán su aventura sabiendo que algún día desean regresar,  pero… ¿triunfantes como el héroe clásico?

El grupo que parte feliz de Nueva York, en cierto momento escucha palabras maléficas que alteran ligeramente su estado de ánimo: el gas --“Te corroe los pulmones como si estuviesen podridos dentro de un cadáver (p.11)—, palabra conjurada por otra contundente: el odio al enemigo: “Siempre he sentido odio por los alemanes, su lengua, su país, todo lo que se refiere a ellos(p.12) dice alguno mientras  Martin, reflexivo,  se pregunta “si será todo verdad (p. 12).

Llegados a Burdeos continúa el ambiente de fiesta y las preocupaciones se circunscriben a las  bebidas y a las mujeres. Una presentación bucólica de la naturaleza no tardará en mudar. Los recién llegados no esperan que el porvenir sea de rosas. En el ambiente empieza a crecer la inquietud motivada por los aviones de los boches, tan temidos por los conductores de ambulancias. Martin  observa un  desfile sobre el barro; los rostros de los soldados son como de niños “tiernos y sonrosados(p.29). La mujer de un maestro comentará después: “¡Oh los pobres muchachos, vimos subir a tantos…! (…) y jamás vimos regresar a ninguno de ellos”. (p. 30/31) Cuando Martin y su amigo Tom van por una carretera hacia el hospital, el pincel del narrador contrasta el olor y la humedad que aspiran y respiran, la muerte y la vida. Más tarde y como un fogonazo aparecerá otro hombre que quiere matar a todo el mundo para detener la guerra (p. 49).

Romanticismo y modernismo fluyen de la paleta del autor; por ejemplo cuando Martin contempla una abadía que “se erguía  como una torre de fantástica perfección sobre una velo de brumas a escasa altura, haciendo que el valle pareciese un lago bañado por la resplandeciente luz de la luna(p.49),  una abadía que al convertirse en su visión favorita también simbolizará –al ir destruyéndose-- la evolución de su conciencia sobre una guerra que le va alienando: “¿Dios mío!, si por lo menos existiese algún lugar adonde uno pudiera huir de toda esta estupidez, de la hipocresía de los gobiernos, de  esta terrible reiteración del odio, este odio asfixiante…” (p. 52) 

En las pausas de la guerra se canta La Madelon y se bebe Chartreuse o champán. París es una fiesta de amor para el grupo de soldados entre los que encuentra Martin y también su camarada Tom Randolph empecinado en la busca de preservativos. La imagen femenina recurrente es la de las mujeres-objeto que aparecen y desaparecen rápidamente de la narración.

La guerra adquiere una presencia visual y auditiva características. A inicios del capítulo Vº se dice que “los obuses estallaban en pequeñas nubes de algodón”; aparece una escuadrilla de aviones franceses acosados por los antiaéreos y las ametralladoras mientras “la majestuosa bóveda añil del cielo del mediodía se llenaba del distante rugido de los motores”; un tren chirriante llega a una estación y los licenciados “con sus repletas musettes balanceándose en sus caderas, corrieron hacia la plataforma”… (p.59)

Mientras, París continúa como espacio de fiesta para el grupo de soldados de Martin y Tom; desean desprenderse del fango y del aburrimiento por medio de la gula y el amor vicario. En otras imágenes aparece la muerte: “¿Has visto alguna vez un rebaño de reses conducido al matadero en una espléndida mañana de mayo?” (p.85) se pregunta alguno como si adivinase el pensamiento de Martin. La situación real que les sobrecoge es la de estar esperando un ataque enemigo; simbólicamente, el narrador utiliza otra imagen: la columna de humo que produce una bomba al caer se alza como un ciprés (p. 87).

La guerra varía los pareceres; los aguerridos soldados que ayer desfilaban marchando al combate bajo el peso del armamento y de los cascos, ahora “parecían fatigados, descoloridos y cadavéricos(p.89). Las imágenes cosificadoras emergen: “Las cabezas de los hombres tenían un aspecto fantasmal, con extraños y grandes ojos, y pedazos de hule gris en lugar de semblantes(p- 96). En contraposición, la naturaleza se humaniza al estar tan herida como los combatientes: “El terreno está repleto de cicatrices, con tierra revuelta como heridas abiertas, y los brazos inclinados de las pequeñas y agolpadas cruces de madera, con alguna que otra corona torcida y un ramo de flores mustias.“(p.123)

En la parte final se expresa la desilusión que padecen los soldados y el anti belicismo aflora: “Y para esto habían estado luchando durante siglos y siglos de civilización. Generaciones enteras habían consumido sus vidas en minas, fábricas, fraguas, capos y talleres, afanándose, tensando más más sus mentes y músculos, puliendo el espejo de su inteligencia…para esto. ¡Todo para esto!(p-130). La muerte del prisionero alemán que  ayudaba transportando camillas refleja que el deseo de matar alemanes ha mutado, al menos en Martin, y se evidencia al recoger su cuerpo: “Era como si su propio cuerpo participara de la agonía de aquel hombre. Por fin todos los odios y mentiras estaban siendo purificadas con sangre y sudor. No quedaba más que la serena amistad entre seres semejantes provenientes de diferentes rincones del universo, eternamente semejantes.(p.131).

Martín ha sido el testigo principal de cuanto sucede a lo largo de la novela. Participa en la guerra  conforme a su cometido de  conductor de ambulancia o de camillero, pero su implicación coge vuelo cuando el proceso de la guerra le alcanza y entonces reflexiona. Contemplando el mar que se extiende a lo lejos, confiesa a su amigo Tom: “¡Pobre vida! –exclamó-- ¡Y yo que esperaba hacer tantas cosas con ella!(p. 139); ambos reirán, pero con cierta amargura. Piensa  que su participación en la guerra ha sido una tragedia precisamente porque no  sabían lo que era; los americanos en casa tampoco lo sabían. En otro momento dice: “Yo solía creer en la libertad(p. 143) porque se ha pasado la vida luchando por ella, pero ahora “no estoy seguro de que exista tal cosa.(p. 144)   Martín recuerda el ondear de las banderas en América, un país guiado por la prensa y se pregunta: ¿quién la rige? Y cavila sobre las fuerzas ocultas que les sobornaron hasta que decidieron ir “cegados y amordazados, a la guerra” para concluir: “Somos esclavos del talento adquirido, unos esclavos consentidores(p. 145).

La visión política del drama se enfatiza con el soldado Merrier al sentenciar: “Todo lo que sucede hoy en día no es más que la lucha de clases…” (p.147) André Dubois estima que ellos son parecidos a las ovejas, que siempre hubo una ley para el señor y otra para el esclavo: “Somos esclavos. Estamos ciegos. Estamos sordos (…) Ahora sólo sabemos aquello que nos dicen los dirigentes. ¡Oh mentiras, mentiras (…) que están asfixiando la vida! (…) Debemos alzarnos desesperada, cínica y despiadadamente, para demostrar, al menos, que no vamos a consentirlo (…) ¡Oh, hemos sido engañados tantas veces! ¡Hemos sido tan ingenuos, tan ingenuos!(p.152) Los jóvenes que en uno de los cuadros de la novela brindan por la Revolución saben que la guerra es su principal enemigo y cuando Martin se pregunta si lo creen realmente, el soldado Dubois asegura que son simples intelectuales, pero el poder lo detentan los otros, y el soldado Lully reduce las expectativas: “Sólo podemos combatir las mentiras(p. 156).

Los últimos cuadros de la novela son devastadores: los camaradas mencionados anteriormente, Merrier, Dubois o el anarquista Lully están muertos; se lo participa a Martín el soldado herido cuyo rostro “adopta el aspecto macilento de la muerte.(p. 164) Algún crítico ha recordado que uno de los poemas más conocidos de la época tenía por título “They are dead”  (Ellos están muertos)     
        
Lejos de sentir lo mismo que en su juventud –ya no era el izquierdista radical de antaño-- Dos Passos comentó en la primavera de 1969 a David Sanders para  The Paris Review[iii], que los jóvenes que en su tiempo estaban o salían de Harvard, tenían un pensamiento liberal, ideas independientes, pero con una suerte de ética protestante tras ellos. Él no congeniaba con sus  camaradas, pero al cabo del tiempo mejoró su opinión porque habían estado sometidos  a la presión social que era favorable a los aliados y la contraria y anti-germana que les habían vendido. Cuando la guerra estalló en el verano de su segundo año de universidad, desaprobaba la guerra como actividad humana, pero ansiaba ver cómo era. Y cuando fue, la Iª Guerra Mundial se convirtió en su universidad. Expresó que desde una ambulancia se podía tener un punto de vista más objetivo sobre la guerra porque el espíritu de combate que conduce a los soldados de infantería es distinto al de quienes van recogiendo los deshechos de la refriega. Evidentemente, todo esto inspiró y quedó reflejado en La iniciación de un hombre: 1917.

Opino que  Dos Passos estaba entre los que consideraban que el héroe ya no se sobreponía a la aventura y triunfaba como Ulises, sino que quedaba asolado asistiendo al triunfo de  los intereses sociales que le manipularon.

La primera edición de esta novela se publicó en Londres y el autor debió aportar 75 libras. No parecía una novela para darle fuste, sin embargo, ha envejecido como los buenos vinos hasta convertirse en una de las novelas más estimables sobre la Iª Guerra Mundial pese a que un trabajo posterior de Dos Passos tocase parecidos temas con alarde más profesional.  Debemos felicitar a Errata Naturae y a la traductora  Elena Sánchez Zwickel por habernos acercado libro tan notable mientras se celebra el centenario de la 1ª Gran Guerra.





NOTAS

[i] John Dos Passos, La iniciación de un hombre: 1917,Traducción de Elena Sánchez Zwickel, Errata Naturae, Madrid, 2014.

[ii] University of Richmond Museums. John Dos Passos and His World, September 26 to December 07, 2003, Marsh Art Gallery, Universityof Richmond Museums. Richmond Virginia: University of Richmond Museums, 2003. Folleto de la Exposición (El texto mencionado se puede leer en Google)

[iii] David Sanders, “John Dos Passos, The Art of Fiction No. 44”, The Paris Review. Se puede leer en Google.