sábado, 28 de febrero de 2009

FARMACIAS Y FARMACÉUTICOS

Se dice que las reboticas surgieron durante el Renacimiento, posiblemente en Florencia; que en ellas los médicos trataban a los enfermos que aguardaban a ser atendidos sentados en un banco. Los médicos diagnosticaban y decían al boticario qué sustancia, pócima o ungüento y qué cantidad debían emplear antes de proporcionar al paciente su medicamento. Terminaron por convertirse en lugar de tertulia en la que participaban personas ilustres, políticos, y también, intrigantes y agitadores. Tales tertulias existieron hasta finales del siglo XIX o comienzos del XX, cuando las tertulias se trasladaron definitivamente a los cafés.

En mi memoria, la rebotica era un lugar de encuentro y tertulia con farmacéuticos familiares que me apreciaban.

Mi tío Emilio Alonso era un hombre bajo de cara redonda desde la que irradiaban unos ojos grandes, esplendentes, y un bigote que guardaba un parentesco lejano con el de Pancho Villa y que atusaba de continuo. Tenía poco pelo, pero lo llevaba bien peinado y, de carácter, parecía un castizo de Madrid cuando nació en la capital de la maragatería --como los otros dos cuñados de mi madre—donde la guasa es atributo natural de la gente natural de Astorga. Algo le salió mal conmigo. Me hizo socio infantil del Real Madrid, pero meses después me llevo al Metropolitano en tarde insólita: los colchoneros del Atlético arrasaron al modesto Alcoyano. Como los niños se apuntan a los triunfadores y el Madrid adorable de Bañón, Ipiña, Narro y Barinaga no era de los mejores, tomé la trágica decisión de cambiar de chaqueta. Solía visitar la farmacia de mi tío algún jueves por la tarde y en vacaciones. A veces le acompañaba a cobrar recibos; me interesaba sobre manera un colegio de frailes cuyo ecónomo solía llenarme los bolsillos de paciencias o me daba una bolsa llena de ese dulce tan parecido a las garofetas del Papa de Tortosa.

Su farmacia estaba situada a comienzos de calle Serrano. Su rebotica era amplia con una especie de mesa-laboratorio en el centro, pero no se vinculaba al Art Decó o neoplateresco de otras farmacias. En la del tío contrastaban las maderas oscuras de los anaqueles con el blanco ilustrado del botamen atrayéndome el nombre en latín de las sustancias. Tal alcurnia iba de la mano con la clientela, aristócratas de gran, medio o disimulado pelo que, por lo general, abusaban del apúntame... cuando no dejaban deudas y pufos. Era el Madrid de posguerra. Años después cambió su farmacia por otra situada en uno de los barrios proletarios de Madrid donde la gente llevaba recetas de la Seguridad Social de cobro no inmediato, pero seguro. Mi tío sólo tenía un vicio, tomarse entre quince y diecisiete cafés al día. El café le permitía salir de la rebotica, airearse y gastarse unas chuflas con la gente conocida. Pero el café hizo que un día le fallara el corazón.

D. Julio Rodríguez era el farmacéutico de Villamayor (Piloña, Asturias). Su mujer, tía Lidia, era prima carnal de mi abuela materna. En los veranos, de niño e incluso de mozo solía bajar desde Miyares a visitarles. El aprecio y cariño que les mostraba era, sin duda, influjo de mi madre. Mamá adoleció siempre de falta de apetito y habiéndolo sufrido en una época de manera preocupante, mi abuela decidió dejarla una temporada con la tía Lidia y el tío Julio para ver si la leche y la singular alimentación asturiana la restituían. Yo encontraba en mis tíos conversación además de cariño, pues no era corriente que los mayores se interesaran en las andanzas y pensares de un adolescente, cuando la visión y experiencia de la vida es menguada, fantasiosa y a veces disparatada. Vestía don Julio, un inolvidable sobretodo color crema; atendía a los muy escasos parroquianos y, sin casi dejar de mirarnos, trazaba rutas a la cháchara de los tres. Al despedirme, la tía Lidia me daba unas galletas de nata redonditas, hechas por ella y tan deliciosas que la empinada subida de vuelta a Miyares me resultaba un placer. Nunca he podido olvidarles.

Mi abuelo paterno fue varias veces alcalde de Villafranca del Bierzo. Cuentan, no sé si de él o de otro, que su adversario político principal era uno de los farmacéuticos del pueblo, bien que eran parientes y se respetaban. El alcalde era progresista y decidió instalar los primeros urinarios públicos de la ilustre villa, pero se construyeron frente a la farmacia de su oponente. Cuando el farmacéutico ganaba las elecciones cerraba los urinarios o mandaba trasladarlos de lugar hasta que su predecesor regresaba a la alcaldía y vuelta a empezar.

La carrera de Farmacia es una de las más difíciles y de las que exigen mayor nota de entrada a los estudiantes que solicitan estudiarla. Largos años de instruirse en materias complicadas con cátedros exigentes, para luego, si no eres hijo de farmacéutico, vértelas y desearlas para hacerse con una botica en algún lugar de España.

Hay farmacéuticos que han tenido un éxito enorme en la vida pública. Estoy pensando en Julio Rodríguez Villanueva, el hijo de mis tíos Lidia y Julio, doctor por la Universidad de Cambridge y de la de Madrid, Rector de la Universidad de Salamanca, académico y, sobre todo, formador de una de las escuelas más importantes de microbiólogos y bioquímicos del país. Estoy pensando en Federico Mayor Zaragoza quien también ha sido Rector en Granada, ministro y Director General de la UNESCO. Pienso en el Doctor Vicent Beguer, senador y alcalde de Tortosa durante dieciséis años, o en D. Mariano Artés, catedrático y Rector de la UNED.

Sin embargo, no es lo corriente. La inmensa mayoría de los que pueden ejercer su profesión y tienen farmacia utilizan el mortero menos cada vez y se dedican más a expender las medicinas que atestan sus anaqueles; el botamen, más que menos, parece un adorno histórico que sólo imprime carácter ¿No hay desproporción entre su actividad y los conocimientos adquiridos en su carrera? Puede que ganen dinero en compensación, pero hay mucho talento desaprovechado por la sociedad, si bien los ciudadanos de a pie, sobre todo los que tenemos resquemor a los médico, acudimos a ellos y ellas esperanzados en lograr un consejo certero, como suele ocurrir
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miércoles, 11 de febrero de 2009

JUAN JOSÉ ARREOLA[i]

Hace tiempo comencé a escribir un estudio sobre la obra de Juan José Arreola. Sus cuentos me habían dejado un sabor mágico y, por entonces, me hacía muchas preguntas. Por ejemplo, me intrigaba saber por qué ese escritor de tanto talento no escribía novelas, por qué su obra no era suficientemente conocida y estudiada fuera del nativo Méjico.

Si buscamos en dos de los tratados docentes y más populares de literatura hispanoamericana de los años sesenta, encontramos lo siguiente: Fernando Alegría, al juzgar la obra de Rulfo en su Breve historia de la novela hispanoamericana (1959) decía: “Lo que en Juan José Arreola y Carlos Fuentes constituyó un ejercicio en el arte menor de Kafka –el de sus aforismos y palabras breves--, en Rulfo es ahora épica tentativa de manejar el símbolo de proyección universal
[ii]. Anderson Imbert, decía en la telegrafía esforzada aunque jugosa de su “Historia de la literatura hispanoamericana (1954): “Juan José Arreola (1918), con preferencias por el cuento fantástico o de juegos intelectuales ricos en humor, en problemas y paradojas. Confabulario total (1962). Publicó una farsa teatral, La hora de todos (1954) en la que satirizó con escenas movidas y novedosas, la vida de un potentado.”[iii]

Por suerte, la primera ocasión de saber cuanto quería, me la proporcionó el mismo Arreola en una conferencia que pronunció el 5 de mayo de 1966 en la Universidad de Texas (Austin) con el título sustancioso de ”Los años de mi vida y mis horas de escritor”. De conferencia no tuvo nada, pero fue una de las charlas más improvisadas, sugerentes y graciosas que escuché en mi vida. ¿Se imaginan a un mejicano de Jalisco, picante como el chile jalapeño, con una revolera de cabellos grisáceos sobre un rostro donde, asomando la presencia de la enfermedad, garbeaban dos ojillos colibríes? Con un perfil de bailarín de goyescas, dijo que de niño fue gordo y sus huesos podían sostener una humanidad de volumen al cubo, pero que se había quedado en eso: “Soy puro hueso”.

Arreola creció en el seno de una familia artesana: “Yo mismo aprendí a tornear la madera y los metales. De ahí viene una voluntad artesana con respecto al lenguaje”. Comenzaba una vida de azar y enfermedad en medio del olor de las virutas de la carpintería y del hierro ardiente. “Mi primera infancia discurrió todavía en la cola del ciclón revolucionario”. Alcanzó a ver y vivir, con recuerdo imborrable la contrarrevolución de los cristeros que le produjo los primeros quebrantos del espíritu, aunque “por fortuna o por desgracia no he alcanzado el paraíso de la locura”.

La enfermedad que le acompañaba desde los cuatro o cinco años le familiarizó con las alucinaciones y las figuras fantasmales. De niño se echó de la cama para palparlas. De mayor, los fantasmas le visitaban cuando estaba postrado. Arreola, siempre cortés, se incorporaba en el lecho y les daba la mano; un día que le sorprendió la esposa, dijo: “Sé que son fantasmas, pero si me dan la mano...”

Arreola no sabía de donde le vino la afición literaria. En la escuela tuvo un maestro, José Ernesto Aceves, abogado provinciano, que en dos horas extra de lectura, dejó las semillas fertilizantes de Baudelaire, Walt Whitman, Cervantes, Gorki... en la despierta sensibilidad de Juan José. Pero lo que leyó de un tirón fueron los dieciocho volúmenes de la obra completas de Freud que tradujo Gregorio López Ballesteros.

El jovencito Arreola se había convertido en el recitador de la comarca; de sus labios salían los poemas que atesoraba la flor de la imbecilidad poética hispánica. Su triunfo era colosal cuando declamaba “El brindis del bohemio”, quizás el mismo Día de las Madres... El trasiego del mal verso a la lectura de Ada Negri, Papini, Manzoni, Gautier y Marcel Schwob fortalecieron su sensibilidad de modo que un día pudo proferir la perogrullada de la que dijo estar enamorado: “sólo hay dos literaturas, la buena y la mala. Yo no puedo suscribir ni sustentar la mala literatura”. Esta certidumbre, sin embargo, le impidió escribir diariamente y le dejó en el dique que le acongojaba hasta cierto punto: “No he podido entender de dónde me vino la vocación literaria, que ha sido real, pero que he desperdiciado, destruido, desperdigado...”

Arreola dijo que no había planeado nada en su vida, que se sentía horrorizado ante el curso de una literatura mundial entregada al recetario –“el negocio editorial es un negocio de embutidos”—donde lo sexual predominando en la conducta humana producía una cochambre que los pseudonovelistas llamaban personajes, olvidando la belleza del ser, que son los instintos y la voluntad erótica. Esta literatura de recetario le dejó, según él, en la quebrada del que escribe poco; sabiendo desde joven qué era la buena literatura, no quiso ser poeta y de mayor sólo llegó a novelista mediano.

Amaba la vida y la literatura, pero le faltaba la idea que le arrastrara a escribir la obra que pretendía. Por eso, ante un compromiso editorial llegó a escribir, según él, la mala novela, aunque escritor honrado, tomó las tijeras y cortó y recortó hasta dejar el manuscrito en una serie de cuadros sobre la realidad mejicana. Esa novela se tituló La feria
[iv] y apareció en 1963.

Afirmando su voluntad de estilo, creyendo en la literatura manierista –“creo que hay un lenguaje que se puede componer de fuera adentro”--, Arreola concluyó su conferencia pidiendo un nuevo humanismo salvador. Nada más ni nada menos pedía el excelente escritor de Jalisco ante una asamblea regocijada, a veces perpleja, de estudiantes y profesores, en una universidad situada a muy pocas millas del rancho de Lindon B. Johnson.

El hormiguero humano

Dijo que le asustaba el presente porque el futuro se perfilaba monstruoso; amenazaba la bomba, nos animalizábamos, la dicha se perseguía en vano. Ahí estaban para confirmarlo los hombres de “La parábola del trueque
[v], cuyo temas es la convivencia, buscando desesperados al mercader que les cambió las esposas viejas por nuevas y les prometió placer y felicidad.
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El hombre pretende situarse por cima de su animalidad divinizando su condición de ser social; entonces se inventa una vida y termina poniéndose una máscara, al admitir la inutilidad del esfuerzo. El hombre es como la hormiga de “El prodigioso miligramo”, obstinada en defender la genial existencia de su descubrimiento: el absurdo miligramo que le singulariza sobre el género y la especie. Pero el hallazgo de ese descubrimiento inútil despierta la envidia y la codicia de quienes terminarán por usurpar el descubrimiento. El miligramo es el símbolo del genio vacío, la intuición de lo sobrenatural que no alcanzamos porque no logramos lo sencillo: esclarecer nuestra situación en el mundo. Sucedió con Don Quijote y con Einstein, de quienes escogimos el símbolo de la locura disolvente y el símbolo de la destrucción total: la bomba atómica.

La crisis universal de las hormigas de Arreola es la crisis universal del hombre: “Olvidando sus costumbres, tradicionalmente prácticas y utilitarias, se entregan en todas partes a una desenfrenada busca de miligramos. Comen fuera del hormiguero, y sólo almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan como especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes”. Bajo el símbolo de las hormigas, Arreola llega lejos anunciando la desaparición del hombre también como especie zoológica. Ya en el primer cuento del Confabulario total, “Alarma para el año 2000” avisaba espeluznado: “¡Cuidado! Cada hombre es una bomba a punto de estallar”.

Manierismo y poesía

Arreola obtenía la materia literaria de sus cuentos en las imágenes que surgían de su reflexionar simbólico e imaginativo sobre la historia y la realidad; contadas veces lo hacía reflejando en directo la última. Cuidaba la transformación estética de esos materiales porque sabía que traían radiaciones telúricas excesivamente peligrosas al darles forma y precipitarlas en el lenguaje. Escudándose en el humor, el manierismo de Arreola, su maniobrar de fuera adentro, ese predisposición a escribir con cuidado, alfareando las palabras que se entrañaban de manera mágica en la hora de la creación, para dar como resultado esas pequeñas, pero maravillosas obras de arte que son la mayoría de sus cuentos.

Partía de los linderos de lo irreal con la idea germinal que le obsesionaba o impresionaba su mente, encadenando imágenes, frecuentemente superrealistas y con la lógica pertinaz y paradójica de la asociación de ideas. Veamos cómo la idea de su infelicidad llega a uno de sus personajes: “Como un meteoro capaz de resplandecer con luz propia a medio día, como un joyel que contradice de golpe a todas las moscas de la tierra que cayeron en un plato de sopa, la mariposa entró por la ventana y fue a naufragar directamente en el caldillo de lentejas”. Así comienza el cuento “Metamorfosis” de apenas 22 líneas, cuya anécdota queda resumida en lo siguiente: “La sopa y la vida conyugal se enfriaron definitivamente”.

Lo poético alimentaba su lenguaje en grandes dosis, lo que servía para multiplicar los niveles de significación de sus cuentos e iluminar los espacios borrosos que pudieran presentarse a la clarividencia de un lector común. Prosista maestro, de la poesía tomaba las imágenes, si se quiere, el mecanismo que las produce y encadena, y se atenía a la estructura peculiar e íntima de la prosa para situarlas en la frase.
Veamos como ejemplo de lo dicho el cuento titulado “Corrido”. El lugar de la acción se describe así: “Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testarazo partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz”. El drama es presentado verticalmente en el cuarto párrafo: “La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo por la ancha calle que se parte en dos” (...) “El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro les estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero” (...) “Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo” (...)”Esta fue la merita señal” (...) “De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro”. Muertos los dos, la voz del corrido concluye; “Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó”. He escogido las frases esenciales para demostrar que el drama del cuento converge en la imagen del cántaro, la imposibilidad del amor –uno de sus temas favoritos-- encarnando ambiente y protagonistas humanos. El cántaro distribuye oración tras oración los hilos de la tragedia que sobreviene. Lo poético está en el repique de esa imagen en el contexto de cada frase y cada párrafo donde el vocablo, aparentemente, es un elemento simple de la estructura, pero no hay palabra que resuene más. Y es así, porque el destino simbólico del cántaro ha sido preferido estéticamente al de los protagonistas humanos. De esta manera queda la historia del lance amoroso acuñada sobre una imagen que el pueblo recogió con su buen oído en su sonsonete peculiar.

Arreola y sus coetáneos

El año 1959, hace justo medio siglo, reunía a dos maestros de la narración breve. Julio Cortázar publicaba Las armas secretas revalidando una excelente carrera de cuentista; para Arreola, que había publicado la mayor parte de sus cuentos reunidos en el Confabulario total es el año del Bestiario
[vi]. A partir de entonces, ambos probaron fortuna en la novela con distinta suerte.

La prosa hispanoamericana modernista y la de los primeros cuarenta años del siglo XX, se había orientado mayormente hacia lo social o lo testimonial; encontrar sustancia artística en la denuncia no siempre fue posible --un ejemplo son las últimas novelas de Miguel Ángel Asturias—y quizás por eso, se incluía a sus mejores prosistas en la tendencia escapista. Pues bien, Borges, Arreola y Cortázar –quien dijo del mejicano que era un árbol de palabras-- también integraron el contingente de escapistas para un sector de la crítica, aunque, ¿se debía llamar escapistas a escritores que miraban al hombre adánico y denunciaban la actitud corruptora al que la sociedad le sometía? Se puede si hubiera una razón artística convincente, porque luego resultará que aquellos alejandrinistas –para emplear el término más apropiado de Amado Alonso—han terminado por testimoniar de su época con mayor profundidad que los escritores sociales.

Se suele decir de los escapitas que todos suenan lo mismo, pero resulta que Arreola y Cortázar tenían lenguajes diferentes para sus lectores porque sus oídos también eran diferentes. Sabemos que estamos en Méjico cuando dos tipos se pelean como gallos por una muchacha, cuando Hilario habla a don Pancho de las tuzas que mató en ese cuento formidable titulado “El cuervero”; estamos en Méjico por el cómo suena la lengua y el cómo se dice, un son no muy lejano al de otro escritor de Jalisco, Juan Rulfo, el grandísimo amigo de Arreola. El Cortázar de 1959 ponía sus protagonistas en París; de la ciudad se dice que hay “un olor a limpio, a pan caliente”, pero el personaje Laura tiene acento argentino mientras Cortazar podría estar detrás de Johnny, el artista de jazz. El oído argentino del escritor aún sería más notorio en la novela Los premios de sólo dos años después.

A Arreola se le conceptuó de misógino, pero su misoginia no se relacionaba con el mito de La Malinche tal como Octavio Paz lo describió. Ante la mujer que nos pierde, Arreola dice: “En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso, hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta”; era Don Quijote. La misoginia arreoliana no es vulgar, caprichosa, ni romántica –como en el fondo son todas las misoginias--, sino que va contra la mujer que originó el castigo del paraíso perdido; la otra mujer que canta Arreola, es amor, es Peronelle, la hermosa joven que amó al sesentón y decrépito Guillermo de Machaut.

Arreola no se ejercitaba en el arte menor de Kafka como también se dijo, sino en una tradición literaria que se remontaba más allá del barroco y se iniciaba en las alegorías, fábulas, apólogos y bestiarios medievales tan amigos de representar los defectos humanos a través de los animales. Arreola hablaba de Baltasar, Gerard, Guillermo de Machaut, Ronsard y del epistolario de Góngora con la misma facilidad que de Sinesio de Rodas o de la bomba atómica; se trataba de viejos amigos, tipos curiosos, con temas increíbles que traía a la tertulia con zumba, amor, detalle y socarronería. Si algún parentesco tenía con algún coetáneo podría ser Borges; parientes lejanos, casi políticos; el argentino culto, elíptico e irónico, el mejicano moralista con gracia. Reían los dos, pero nosotros reímos más abiertamente con las caricaturas de Arreola capaz de tornar heroica la historia de un cornudo como sucede en “Pueblerina”. Borges dijo de Arreola que no se había afiliado a ningún ismo: “Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos.”

Cada cuento, fábula o parábola de Arreola tiene una expresión diferente, demostrando que la narración breve puede ser uno de los ejercicios literarios más ricos y originales. Mientras el mejicano necesitaba de pocas líneas para expresar cuanto deseaba decir, Cortázar precisaba de espacios más amplios para sus ficciones. Por eso en aquel año de 1959, hace medio siglo, había un gran novelista en potencia que era Julio Cortázar y un Juan José Arreola que no triunfaría en la novela, pero se afirmaba como uno de los cuentistas más ricos, extraños y singulares de los que escribieron en nuestro idioma.


NOTAS.:

[i] Revisión y actualización de mi artículo “La Maestría de Juan José Areola” publicado en Insula, nº 240 (Noviembre, 1966), pp 1 y 15.
[ii] Fernando Alegría, Breve historia de la literatura hispanoamericana, “Manuales Studium”, Ediciones De Andrea, (México, 1959) p. 243
[iii] Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura Hispanoamérica, Tomo IIº, 4ª edcn, F.C.M, (México, 1964) p.330.
[iv] J.J.Areola, La feria, Ed. Joaquín Mortiz, (México, 1963)
[v] J.J. Arreola, Confabulario total (1941-1961), 3ª edcn.,, Fondo de Cultura de México. (México, 1962) De este libro hay una versión inglesa editada por la University of Texas Press, con el título de Confabulario and other inventions, Austin, 1964. Se trata de una edición excelente, lo mismo que la introducción, que se deben al profesor George D. Schade, a quien estaré eternamente agradecido por haberme puesto en contacto con la obra de Arreola y la de los otros grandes escritores mejicanos. Entre nosotros destaco la edición de Carmen de Mora que bajo el título Confabulario definitivo escoge relatos de Varia Invención (1949) y Confabulario (1952) junto con otros textos, libro editada por Cátedra, (Madrid, 1986) Carmen Mora añade una Introducción de 62 páginas
[vi] Carmen de Mora recuerda que en la edición definitiva de las obras de Arreola publicadas por Joaquín Mortiz en 1971, el mismo autor, al explicar el criterio seguido en la ordenación de los volúmenes, dice: “Por azares diversos, Varia Invención, Confabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. Ahora cada uno de estos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio”