viernes, 7 de diciembre de 2018


Las historias de Sonso


DON AMANDO LASTRES,
JURISTA Y POETA


Cuando nos pasaba por delante, mi padre decía: “¡Mira, hijo! ¡Ahí va el gran hombre! Gran jurista, grandísimo poeta, ¡el mejor!” Y cabeceaba reafirmando. Ese hombre era mayor y avanzaba los pies de una manera tan peculiar como descoordinada. Llevaba sombrero, le protegía un abrigo verde oscuro algo tronado y ocultaba las manos en sus bolsillos.

Padre le conocía de cuando la Facultad estaba en la calle San Bernardo y era su profesor de Derecho Civil, Familia y Sucesiones, además de magistrado. Por entonces siempre iba hecho un pincel. Los alumnos le adoraban porque sus Apuntes formaban un texto reducido y bien escrito que se leían como una novela y en sus exámenes daba muchas opciones, mientras que el titular de la otra cátedra era inaccesible y sus cuestionarios de exámenes salían de la letra pequeña de su Manual.

Por entonces, don Amando era un hombre feliz sin duda. Estaba casado con una gallega bellísima de aspecto espiritual que le había dado dos hijos. Si jamás la vieron por la Facultad, ella nunca se perdía un recital del marido pudiéndose decir que los adornaba.

Pero con el tiempo, doña Marta comenzó a hacer cosas raras como la de quedarse abstraída sentada ante una camilla mientras golpeaba un cigarrillo infinitas veces contra el cenicero. Preguntaba con frecuencia al marido quién era él, incapaz de reconocerle. Tenía como prontos y salía apresurada a la calle cruzando sin mirar para el tráfico que iba o venía.

Los médicos diagnosticaron un cáncer cerebral, quizás una metástasis del pulmón. En aquellos tiempos la diagnosis era como una sentencia de muerte porque España carecía de especialistas y sólo don Sixto Obrador podría, quizás, haber remediado el curso de la enfermedad. Pero no llegaron a él; la pobre mujer falleció un mes después del primer diagnóstico.

El mazazo fue descomunal para don Amando; su ánimo se hundió. El abatimiento y el desconsuelo fueron quebrándole de tal modo que comenzó a ser un profesor rutinario; incluso se sintió incapaz de poner al día los Apuntes que escribió en épocas mejores. Sólo la poesía reflejaba su desesperación y desaliento; los versos brotaban de continuo y trascendían una tristeza infinita. Se aficionó a leer el Miércoles de ceniza de T.S. Eliot y, pensando en Marta, repetía el verso “Porque no tengo esperanza de volver otra vez” infinitas veces.

Por entonces la calle San Bernardo estaba colmada de bares donde estudiantes y algunos profesores entretenían ocios tomando un vino o una cerveza, incluso un bocadillo de calamares si la gazuza punzaba.

Mingote evocó la costumbre y la moda existencialista del momento en un chiste de ABC. Dibujó un bar con el escaparate atiborrado de bocadillos de calamares y un humillo a fritura del cefalópodo fluyendo hacia la calle; pintó a un joven transeúnte –un existencialista como recién llegado del barrio latino parisién-- cuya nariz había sido atrapada por el olorcillo excitante provocándole esta frase iluminada: “¡Huelo, luego existo!”.

El piso se vino encima de don Amando cuando Palmira decidió relevar a su difunta hermana en el cuidado de los críos. Se infiltraba en el piso durante el día provocando en su cuñado el deseo de permanecer lo menos posible en él. Se acostumbró a desayunar mal para hacerlo después a capricho en alguno de los bares existentes en el trayecto a la facultad y, al salir de sus clases, se aficionó a tomar algún vino con los estudiantes, dos o tres si se terciaba. Comía en casa frugalmente, para luego ir de nuevo a cualquier bar a leer, preparar lecciones, escribir o corregir poemas, pasando del café al vino si hacía tertulia con otros parroquianos. El objetivo era llegar a su piso cuando Palmira hubiera marchado al suyo.

Volviendo al principio diré que la devoción de mi padre por el profesor-poeta se encendió cuando un semáforo en rojo nos detuvo a su altura en uno de los  cruces de Alberto Aguilera. Padre se le quedó mirando hasta que don Amando, un tanto sorprendido, preguntó:
--¿Nos conocemos?
--Yo a usted, sí, pero usted a mí no –contestó mi papá-. Fui estudiante suyo, ahora soy procurador de los tribunales y usted un grandísimo jurista y mejor poeta entre otras cosas.
--¡Vamos, vamos! - balbuceó el jurista como avergonzado-. Así que más o menos somos de la profesión.

Se liaron a hablar indiferentes a las mutaciones del semáforo. Finalmente cruzaron, pero daba igual porque se detenían y continuaban dialogando, y cuando mi padre recitó de memoria uno de sus poemas, don Amando casi le abrazó emocionado y lo hizo también cuando padre le dedicó estos versos de Borges: “Tus alegrías, tu triunfo y tus éxitos no son míos. / Pero disfruto sinceramente cuando te veo feliz.” Después, le pidió que intercambiaran sus tarjetas de visita. Al leer la de mi padre, el gran poeta exclamó asombrado: “¡Pero si vivimos al lado!”. Pues sí, resultaba que residía dos edificios arriba del nuestro y añadió tras el descubrimiento: “¡Tengo que visitarle y celebraremos este encuentro!”

Una semana después llamó a nuestra puerta. El hombre sonreía y llevaba bajo el brazo algo envuelto en una bolsa de papel. Pasaron al cuartito de estar y se sentaron junto a la camilla. “Mire, para celebrar nuestro encuentro del otro día he traído una botella de tequila Cuervo. Un elixir que descubrí en uno de mis viajes a Méjico, una bebida que expande el alma y atina el juicio de los hombres justos como nosotros.”

Padre miraba para la botella con ojos de preocupación, pues, lo más alcohólico que había bebido en su vida pudo ser un trago de Agua del Carmen. Confesó su falta de hábito con timidez, a lo que el otro respondió: “¡Ah! No se preocupe, usted se toma un café y a mí, si me trae un vaso con hielo, pasaremos la tarde tan ricamente“. Y allí quedaron los dos, platicando de las cosas de los juzgados y, sobre todo, de poesía.

Las apariciones de don Amando ocurrían una o dos veces al mes, siendo más frecuentes en los meses fríos. Cuando entraban en nuestro cuarto de estar yo desaparecía de oído que no de cuerpo, pues, lo que hablaran ni me interesaba, ni me concernía, ni lo iba a entender. Me dedicaba a lo mío, estudiar o entretenerme, aunque en los momentos -¿cómo diría yo?- sublimes de su charla, sí que prestaba atención.

Una de esas tardes llegó muy nervioso y se sirvió de la botella que traía apenas padre le puso el vaso. El asunto que escuché me dejó sorprendido: “Anoche cuando llegué al piso mis hijos ya estaban acostados, pero había luz en mi dormitorio. Al cruzar la puerta la encontré allí, de pie y de espaldas, completamente desnuda, y entre sus manos un camisón de mi señora. Quedé boquiabierto porque su cuerpo era como el de mi difunta Marta, las mismas piernas largas y finas, el terciopelo de su piel provocándome. Fue su cara, la lujuria que exhalaba la que me quitó el tino e hizo huir y refugiarme en el primer cuarto que encontré, curiosamente el váter del servicio, y allí permanecí hasta que oí cerrar la puerta de la calle. Pero esta mañana fue como si lo ocurrido la noche anterior hubiese sucedido únicamente en mi imaginación. Mi cuñada era la de siempre, dedicada a mis hijos y a las tareas de la casa.”

Supe tiempo después que los sustos nocturnos se repetían con el resultado final previsible. Palmira se adueñó finalmente de la casa, de los hijos y de él. Don Amando pasó por estados de vergüenza a otros que reflejaban un entusiasmo sensual que trascendía en sus versos nuevos, apareciendo por nuestro piso sólo cuando quería compartir sus poemas con papá.

Y mi padre decía que eran poemas inspiradísimos aunque nada líricos; ya no fluían como arroyo primaveral y eran difícil de entender; él decía: “Me he dado cuenta de que fuera del amor hay poco que celebrar; la realidad está manipulada por quienes mandan y no la entienden. Hace muy pocos días cogieron a un joven con unos apuntes de álgebra y la policía le encerró creyendo que eran poemas subversivos en clave”. Cuando la política solapaba a la poesía, sus tertulias con papá se hacían interminables.

Pasaban los años y don Amando menguaba en su abrigo; también caminaba más lento e inseguro. Sus ojos debían brillar hasta el mediodía; luego, el alcohol los empequeñecía y abotargaba. Sus hijos pasaron de zangolotinos a jóvenes díscolos que terminaron arrojando a Palmira de la casa. Consentían a su padre por la necesidad económica, pero haciéndole culpable de sus males, reales o imaginarios.

Don Amando se consumía al mismo tiempo que prosperaban lenguas en su contra, las mismas que detuvieron su carrera profesional porque cierto día se enemistó públicamente con la jerarquía al lanzar como dardo el refrán “Allá van leyes do quieren reyes”. También dejaron de oírse las voces que alabaron su lirismo de antes y ahora manifestaban desdén hacia su nueva poesía progresista y su amistad con Blas de Otero.

Entonces sobrevino la tarde aciaga. Había visitado a un amigo que vivía en la Ciudad Lineal. Gustándole el paisaje de la zona se puso a recorrerla sintiéndose inspirado. Anda que te anda llegó a una zona alejada donde los chalets aparecían desperdigados cuando, de pronto, le rodearon varios perros de no pequeño tamaño ladrándole con malas intenciones. Se hizo con la rama de un árbol y se defendió de las embestidas girando su cuerpo en circular, pero el acoso no cesaba. Una mujer salió de un chalet cercano para ver qué sucedía y él pidió ayuda, pero la mujer no entendía o no quería entender. Gritó que era un magistrado y no un delincuente, pero la mujer miraba desconfiada y seguía sin ayudar. Sólo cuando don Amando voceó que solicitara la ayuda de la policía, la mujer chistó a sus perros que desaparecieron con ella dentro de la casa.

Después, don Amando huyó; no se recobraba del susto. Deambuló sin rumbo hasta abandonar  la Ciudad Lineal y anduvo luego por multitud de calles hasta llegar  a nuestra casa en un estado lamentable. Relató su aventura y dijo: “Me tienen que perdonar, pero me voy a tumbar la botella que traigo conmigo”. Y mientras hablaba de cosas que debían tener sentido para él, mientras hablaba de los motivos esgrimidos por los hijos para echar a su cuñada, mientras decía que casi nunca tuvo palabras con Palmira, pero había sido la obsesión de su carne, mientras decía que sus hijos apenas le podían ver, mientras hablaba pestes de sus compañeros, de la justicia y de los poetas que habían sido amigos y ya ni le saludaban, se bebió la botella entera.

Estaba claro que debía irse, pero apenas se sostenía. Aunque mi padre no era de los fuertes, dijo que lo acercaría a su casa y lo hizo.

Regresó irritadísimo. Contó que cuando llegaron --no sin dificultades, apoyándose en árboles y paredes de la calle y luego que respondieran desde el piso por el interfono para abrir la puerta del edificio-- don Amando pidió que papá le acercara al ascensor, que bajaba, y cuando la puerta se abrió salió un joven que apartó a mi padre de manera muy grosera y, agarrando a don Amando, le empujó de manera airada adentro del ascensor; el cuerpo de don Amando rebotó en una de las paredes cayendo de bruces al suelo. Lo que le irritó a mi papá, aparte de los modales del joven, fue que le tomara por un compañero de juergas cuando iba completamente sobrio.

Al día siguiente, las páginas interiores de los periódicos y en pequeñas columnas, daban la noticia de que don Amando Lastres, magistrado y poeta lírico reconocido en otra época, había fallecido de un ataque al corazón y dejaba dos hijos. Mi papá lloró al conocer la noticia y a mí me dio como una sacudida de rabia.
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