viernes, 24 de junio de 2011


HISTORIA DE SANDALIO


Sandalio estaba harto de aquella hembra gordísima que roncaba a su lado. Le había dado cinco varones y una chica y ya no servía para más. Además, tan grande era que empequeñecía la habitación donde se apretujaban todos como cerdos. Charo le repugnaba como una alcantarilla, un troncho de sepia gigante podrida, como una verruga inmensa. No se parecía a Mariana en nada.

Sandalio se levantó de la cama y el somier pareció aliviarse. Se guió hacia el ventanuco por donde se escurría la luna encima de la niña dormida en su catre. Sandalio miró por el ventanuco que semejaba un ojo de buey y después se agachó para verla. Mariana tenía flores blancas y rosadas de malvavisco en el pelo; la tarde anterior había ido al monte en su búsqueda. La niña toda olía a malvavisco y ese olor complacía a Sandalio. La estuvo mirando un rato y decidió echarse a su lado. No tardó en dormirse como un bendito.

A la mañana siguiente. Mariana despertó asustada al notar la barba crespa del padre junto a sus mejillas. La verdad es que no parecía el invariable hombre feroz. Pero no pudo pensar mucho más. La Charo --que también había despertado-- empezó a dar gritos terribles haciendo que los chiquillos espabilaran y también Sandalio, pensando todos que iba a tener el soponcio de costumbre. Sin embargo, Charo salía de su cama mirando hacia el marido y gritando:

--¡Perro bestia negra! ¡Qué le has hecho a esta criatura? ¿No te basta andar con cualquier pelandusca y buscas en casa? ¡En tu propia casa, bicho, con tu propia hija!

Sandalio no entendía bien la razón de la bulla. Miraba para Mariana y se miraba a sí mismo. Los chicos corrieron hacia un rincón adivinando lo que iba a pasar. Charo empezó a hacer espavientos y al poco echaba un hilo de baba por la boca. Sandalio se levantó y le dio una patada tremenda. A la mujer se le cocía dentro del cuerpo el mal de San Vito, pero sólo pudo gemir muy quedo, sin atreverse a más cuando el marido le dijo:

--Desde hoy dormiré siempre con Mariana. Ella huele bien. Tú, como una chota.

“¡Castrarlo!” sentenciaban las mujeres del pueblo pensando en Sandalio. Pero sólo pensaban, porque nadie se aventuraba. Ni siquiera el herrero, capaz de alzar la pila bautismal de la iglesia que pesaba quinientos quilos y llevarla diez metros como quien lleva una pota. Lo más, se atrevían a sentenciar: “Esa niña está echada a perder por su propio padre. ¡Quién lo diría!”. Los amigos de Sandalio, un buhonero y el campanero de la iglesia, también estaban tocados por lo que la Charo fue corriendo de lengua a lengua.

Mariana, de quien la gente se apartaba como si estuviese endemoniada, tomó miedo. Charo la cogió un día que Sandalio estaba en el campo y le largó una andanada de bofetadas; después le soltó el trapo de los insultos. Mariana se sobaba las mejillas, lloraba, pero no entendía cuando su madre preguntaba: “Y a ti, diabla, ¿te gusta acostarte con tu padre?”. Y la seguía pegando e insultando siempre que podía.

Resultó que Mariana descubrió que su padre era la única persona que no la trataba mal y, aunque le daba el mismo miedo que a todos, el momento más tranquilo del día sin ser vejada o maltrecha era por la noche, cuando él se acostaba a su lado.

Ya no se oían los ronquidos de la Charo antes que los del marido. Los chicos también acechaban. Los del pueblo hacían apuestas. También velaba Mariana. Pero unos y otros no tardaron en cansarse de la espera y al cabo de un mes los duermevelas se extinguieron en el pueblo.

Pero un día Mariana soñó que su padre la estaba buscando, que estaba desnudo y que iba a atraparla como a los pajarillos que Sandalio vendía los lunes en el mercado. Asistía como a la revelación de un sueño oscuro y terrorífico y gritó. Charo se tiró de la cama y vino hacia ellos, pero Sandalio le arreó una trompada que la dejó medio sin sentido. El miedo había enmudecido a Mariana. Temblaba como un sauce al viento cuando Sandalio la sacudió por los brazos mientras la camisola se le escurría y él parecía como si fuera a echarse sobre ella. Gritó al fin, y tan fuerte, que Sandalio se paró. Ese fue el momento que Mariana aprovechó para salir a trompicones por la puerta. Sandalio se recuperó y salió en pos de Mariana. La niña corrió hacia el molino, caía y se levantaba blanca por la harina que había dispersa en el suelo. El padre quiso cogerla cerca de la acequia, pero Mariana logró desasirse y saltó al agua.

Charo había montado tal escándalo que algunos vecinos asomaron; otros, de manera cautelosa, se acercaron al observar que Sandalio permanecía como una estatua, los brazos sobre un barandal cercano a la acequia. Mariana en el agua ni pedía socorro. Auxiliarla resultaba difícil por lo cerrado de la noche y el temor que Sandalio inspiraba. El campanero fue quien dio con Mariana y la sacó medio ahogada. La niña tenía los ojos del través. Parecía una muñeca rota y bizca. El campanero y el buhonero la subieron a la casa. Pusieron el cuerpo de Mariana en el catre mientras Charo gritaba repetidamente: “¡No, no! ¡No!“, gritos de espanto que sajaban los oídos. Sandalio llegó al rato. Tenía los ojos brillantes y los fijó en la niña. Entonces la Charo tuvo otro ataque y el campanero y el buhonero salieron de la estancia con penas en el alma. Los del pueblo no daban crédito a lo que se contaba. Por fin llegó la Guardia Civil y sacó a un Sandalio entontecido de la casa.

                                           ***

Te contaré, amigo mío, que le llevaron a Lebico donde le instruyeron la causa y se celebró el primer juicio. No pudieron sacarle ni media. Sandalio se había quedado como aojado desde el suceso. La vida es muy fuerte; jamás compite con ella lo que se dice en los cuentos. Pero ocurrieron cosas extraordinarias. Durante el proceso, el fiscal llamó a la Moños porque Sandalio había frecuentado su casa. La Moños aseguró que no le veía como corruptor de menores, que no venia al caso. Al fiscal le molestó esa afirmación y quiso saber si el Sandalio había hecho salvajadas en su casa de citas. La Moños dijo que ninguna, pero el fiscal arreció con ella poniéndola tan irritada que decidió no responder palabra a cuanto le preguntaba. El juez la reprendió y entonces ella, muy chula como sabes que es, se paró y le dijo:

“—Mire, Señoría, que la cuestión no va con usted. Que a mi lo que me hace mal es que el señor fiscal me llame la Moños a cada paso porque una tiene nombre de pila y sus apellidos.

“El señor juez comentó de manera conciliadora:

“--Pero mujer, usted sabe muy bien que en este pueblo todos la conocemos por el apodo y no debe creer que el señor fiscal tiene mala intención al pronunciarlo.

“--Muy bien, Señoría –puntualizó la Moños-- pero en mi casa llamamos al señor fiscal “El Carajo pimpante” y aquí le llamamos señor fiscal.

“La salida de la Moños se celebró mucho en el pueblo y sirvió para quitar azufre del juicio de Sandalio, quien permaneció hipnotizado, según se dijo, durante toda la vista. Del juicio en sí nada se podrá olvidar. A Charo la visitó el mal de San Vito de nuevo con el episodio acostumbrado de movimientos involuntarios y bruscos de las extremidades y se descompuso toda. Ocho días después la enterraron. Llevaron a los niños al Hogar de Auxilio Social y a Mariana la recogieron las monjas hospitalarias de León. De Sandalio sólo te puedo decir que, tras juicio en la audiencia, pienso que le salieron treinta años y un día, que iba a recurrir y que si no ha muerto, andará Dios sabe por algún penal del país.“












jueves, 9 de junio de 2011

LA CURIOSIDAD DE SIMÓN MELGAR



Me aburría leyendo los trabajos de mis estudiantes. Mis ideas, fruto de años de lecturas e investigación, de experiencia, habían quedado mal sepultadas en aquellos papeles. Ningún interés provenía de tales garrapatos. La letra saltimbanqui de Cox brincaba ante mis ojos confundiéndome. La de Coster me pareció finísima porque su boli se habría estado gastando al escribir; tampoco decía nada. Miss Grant añadió al texto tres caricaturas de personajes inescrutables que se me escapaban…

Me cansé y me puse serio; era un examen sorpresa. El jueves les sorprendí. Me miraron aterrorizados hasta oír que no pretendía averiguar si habían leído o no la bibliografía del curso. Les dije: “Detallen lo que les impresionó más de lo leído y explicado sobre Tiempo de silencio o cualquiera de las otras novelas del curso. Si se atreven, hagan también una reflexión personal”. Se relajaron y escribieron sin parar.

Como dije antes, mis expectativas se fueron al suelo leyendo aquellos palimpsestos. Obviedades, frases inertes, por ejemplo, Cela escribe imitando al Lazarillo… Francisco Ayala tiene una mirada desintegrante… En La moneda en el suelo de Ildefonso Manuel de Gil el tiempo abraza como un pulpo a los personajes… Anderson Imbert proclama que para entender una novela hay que leerla dos veces por lo menos…Nada sobre Tiempo de silencio. Chester añadió con intención o sin ella un comentario majadero: “Eso de leer llevo haciéndolo yo muchos años, Simón” (Simón, dicho sea entre paréntesis, soy yo, y me apellido Melgar)

Llegué al ejercicio de Madison. Se sienta en la primera fila y a mi derecha en clase. Casi siempre lleva un traje estampado. Nunca me ha llamado la atención, ni siquiera cuando está ausente. Una alumna gris, oculta tras una melena y unos fríos ojos azules. Ha escrito: “Nuestra tarea crítica es deshacer la novela y rehacerla con la imaginación hasta que tenga sentido…Como en la vida.” La frase me ha intrigado, pero después me pregunto. “Si deshace novelas y las rehace, ¿se dedica a vivirlas? ¿Qué querrá decir como en la vida?”. Todo un hallazgo para un profesor solitario, aburrido y tenido por raro, aunque si cuento en el comedor de profesores de la universidad que una de mis estudiantes vive novelas, no pararán de reír a mi costa. Pero me he propuesto conocer como piensa la Bonner.

Pese a mi fama de roñoso –defecto muy de la profesión, digan lo que digan-- caí en la cuenta de que el curso concluía y todavía no había invitado a mis estudiantes a casa según la costumbre de la Escuela Graduada del Departamento de Románicas de la Universidad de Texas en Austin. Son ocho y, suponiendo que alguien tenga la mala idea de venir acompañado, serán diez como mucho. Por lo que sé, las chicas ejercen un control bastante riguroso sobre sus tres compañeros solteros y se ronronea que dos de ellos son el corazón dulce de dos de ellas.

Mi presunción no pudo salir peor. Se presentaron catorce y faltaba la Bonner. Vinieron con lo puesto, así que las dos cajas de cerveza Falstaff que había comprado apenas aguantaron una hora y cuarto de libación colectiva y tuve que salir a por más y comprar pretzels, patatas fritas, coca-cola y el ginger-ale favorito de los no alcohólicos, un olvido en mi lista previa. Encima la Bonner llamó para disculparse; le habían surgido cuestiones personales ineludibles y no podía acercarse. Me estaba bien empleado por pretender lo que no debía. No obstante, la fiesta había acabado para mí sobre las nueve. Saqué mi botella de ginebra y les preparé leche de pantera –bastante azúcar y suficiente canela sobre la leche y la ginebra- que les afectó rápidamente y les largó de mi apartamento más pronto que tarde.

Al lunes siguiente encontré a Madison en los pasillos de nuestro edificio de Románicas. Reiteró sus excusas, pero aproveché para decir: “Bueno, mujer; ya que no vino a la fiesta y me gusta conocer mejor a mis graduados, no me negará el placer de comer o cenar un día de estos conmigo, ¿puede ser? Tengo unas preguntitas que hacerle.” Quedamos para cenar el sábado. Faltaban cinco días durante los cuales estudié a fondo el interrogatorio al que la pensaba someter: “Bueno, ¡y usted porqué escribió esa frase tan enigmática?”. Pensé que a la pregunta le faltaba tacto. “¿Tiene usted problemas?”. Mi indagación resultaría entrometida. “¿Cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta encontrar un final convincente?”. Me dirá que sí y entonces le preguntaré: “¿Y en relación con la vida? ¿Cree usted que se aplica esa misma norma a la vida?”. ¡Por ahí, por ahí Simón! ¡Por ahí vas bien!

Habíamos quedado en un punto intermedio de la calle Guadalupe, pues, vendría de la biblioteca de la universidad. Como no me atreví a llevarla en mi viejo Chrysler Imperial LeBaron de 1958 --conocido entre mis alumnos como El apestoso porque echa nubes negras al arrancar-- alquilé un taxi cuyo contador compitió con el pájaro correcaminos. La llevé al restaurante The Yellow Swiss Barn en las afueras de Austin. Madison vestía una blusa azul muy simple y una falda color caramelo; nada que ver con el traje estampado de costumbre. Desde mi punto de vista, el traje lucía mejor. Pero no iba yo a polemizar con mis gustos porque estaba ligeramente bonita. Se había maquillado, la melena parecía recién lavada y le caía suelta sobre los hombros con gracia.

The Yellow Swiss Barn semeja un granero por fuera. Es un negocio muy bien montado. Entras y te meten en un bar que remeda un salón del viejo oeste donde te hacen esperar casi media hora. Hay un piano y, por supuesto, un pianista. Pegado a tu mesa hay un banquillo con probetas larguiruchas y estrechas llenas de cerveza que puedes bambolear hacia ti. También te distraen con una joven muy sonriente, ligera de ropa y sentada en un trapecio a buena altura balanceándose de un lado a otro del local.

Madison miraba indiferente al pianista, a los parroquianos asidos a sus probetas y a un grupo de jóvenes que jaleaban el vaivén de la trapecista, como si las morisquetas que ella devolvía les hiciesen cosquillas de felicidad.

Bebimos pausadamente y hablamos sin entusiasmo del curso, del ensayo final que debía escribir y de la vida en Austin. Para cuando llegamos a la mesa –una vez elegido el tipo de filete deseado y visto su braseo inical-- teníamos ultimada la típica y sosa conversación de campus entre conocidos. Por suerte una camarera trajo un queso enorme, bollitos suizos recién hechos y un vasito de vino rosado, y me distraje cortando lonchas del queso, retrasando el interrogatorio que había previsto la noche pasada.

Finalmente, llegaron los filetes que aquí llaman T-bone steaks por la forma del hueso que llevan, la patata asada a la americana con crocantes de bacon, el pan de ajo y el cuenco de ensalada. Metidos en el yantar, pregunté:

--¿Usted cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta que encuentre un final convincente?

--Bueno, eso depende.

Marchábamos mal. Resulta que la Bonner estaba instruida y trató de desmenuzar sus ideas literarias -- mientras los T Bone steaks, las patatas y los panes de ajo desaparecían a irresistible velocidad, asomando los cafés. La conversación se deslizaba pendiente abajo. Cuando Madison terminó de destripar a Joyce y sus procedimientos, machacó a Huxley y sus contrapuntos, encontré un hueco para hacer la gran pregunta:

--Y la vida. ¿Cree que esas mismas normas rigen la vida?

-- No sé adónde pretende ir. ¿Qué normas?

--Me refiero a eso de hacer y deshacer hasta alcanzar un final estimulante.

Madison enmudeció y en mi interior proferí un grito de victoria. Esperé la respuesta anhelante.

--De la vida no hablemos, profesor. La mente del novelista organiza la novela disponiendo los elementos a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.

Madison tenía una mirada como helada al hablar. Pero no hice caso. No quería soltar mi presa. Pensé que se refería a alguna cuestión personal y se deshacía en frasecitas para tapar algo.

--Pero, ¿cómo es que siendo tan joven parece tan pesimista?-Pregunté.

--No es pesimismo; es experiencia y conocimiento de la realidad – replicó mirándome muy sosegada.

Nunca me gustó que respondiesen a una pregunta mía hablando de experiencia y conocimiento de la realidad, y menos en aquella ocasión porque mi interlocutora era joven.

Mi orgullo intelectual me aupó sobre su respuesta, pues, si ella era cultivada, yo más. Me remonté a Aristóteles, seguí curso por Curtius, hasta llegar a Stevick, pero era tiempo de irse… porque Madison miraba el reloj intencionadamente. La camarera llegó con la cuenta. El nuevo fracaso me había costado diecinueve dólares con veinticinco centavos más los taxis y, para colmo, Madison me pidió que no la dejase en su casa sino en la de una compañera que vivía en el campus.

Días después llegaba la última clase del curso e hice el último intento. Extendí mi dedo anular sobre las cabezas de mis alumnos –gesto de comediante que siempre intriga—y dije: “Mientras estuve explicando el significado de los protagonistas de Tiempo de silencio estoy seguro de que algunos de ustedes habrán encontrado semejanzas con sus propias experiencias. A comienzos del curso les enseñé que tenemos la tarea de deshacer y rehacer la novela contemporánea para entenderla. Eso lo dije yo, pero una compañera de ustedes reflexionó lo siguiente: “El escritor organiza la novela disponiendo las cosas a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.” Miré a Madison, quien permanecía impasible. Entonces añadí: “En el ensayo final que deben entregarme comenten esa afirmación y, si son valientes, respondan a esta pregunta: ¿Hay que deshacer y rehacer la vida como en la novela para hallar un final estimulante? Como siempre, mejor si dan ejemplos, y los admito personales”. Mis estudiantes me miraron con una cara rarísima. Como permanecían indecisos, les dije: “Vamos, vamos. La literatura se hace con el material de la vida.”

Aquella misma tarde busqué su dirección entre las fichas del curso y mi coche tardó muy poco en enfilar hacia el este de la ciudad. Austin empezaba a dormirse. Sólo cuando crucé la calle San Jacinto vi alguna animación gracias a los estudiantes que frecuentan sus tabernas. Cuando entré en el este de Austin empecé a ver gente de color; estaba en otro territorio.

Las casas eran viejas y estaban hacinadas, sucias. Había perros vagabundeando que, aun no teniendo nada que defender, parecían hoscos hacia mí. Algunos transeúntes me miraban con interés, otros con ironía. Varios jóvenes fumaban arrimados en los escalones de alguna cosa medio derruida. Les pregunté cómo llegar a la dirección de Madison. Estaba en el corazón del barrio negro. Las casas se extendían como una tela de araña abandonada, se oían gritos secretos, dramas nada silentes en algunos televisores. Una trompeta dejaba escuchar su sonido desafiante a lo lejos.

Por fin llegué frente a la casa. Salí del automóvil y me oculté detrás de una acacia. Desde allí estuve espiando las ventanas abiertas en la calurosa noche de mayo. Entonces escuché el llanto compungido de un niño y la voz de Madison. También me pareció oír la voz de un hombre, pero no estaba seguro. El niño calló y durante un rato no hubo más ruidos hasta que encendieron el televisor.

Un montón de preguntas aturdían mi mente. Traté de recordar si había visto un anillo de compromiso o de matrimonio en las manos de Madison y me dije que no. Claro que eso no impedía que estuviera casada o tuviera un compañero. Pero entonces, ¿por qué vino a cenar conmigo? ¿Y si el niño fuera de un hermano y no suyo? Sentí unas ganas tremendas de dar dos zancadas y acercarme a la puerta. Pero, ¿qué decir? Sobre todo si había otro hombre en la casa. Sonó un teléfono y bajaron el volumen del televisor. Crucé la distancia que me separaba de la casa y me agazapé debajo del ventanal que parecía del living. Escuché a Madison decir No susurrando, repetidamente. Entonces, a uno de mis costados, se abrió la puerta de entrada y apareció un niño como de cuatro años que me miró con curiosidad sostenida. Era negro y me sentí estúpido y sin saber qué hacer dado lo ridículo de mi postura. Madison había dejado el teléfono y llegaba corriendo en busca del chico.

--Parece que vino a averiguarlo todo, ¿no?- Se me quedó mirando sorprendida-. ¿Quiere pasar?

Madison alzó la criatura, se la puso en los brazos y la seguí. Luego me ofreció una silla y algo de beber, pero rehusé. En mi rostro se había agolpado la vergüenza que sentía. Madison dejó al chico en el suelo y se acercó sentándose en otra silla a mi lado.

--Hace seis años me enamoré de Alfred, un chico de color –dijo despacio-. No podíamos casarnos porque lo impedían las leyes de Estado so pena de cárcel. Cuando iba a tener al niño pensé que lo mejor sería irnos a California, pero Alfred no quiso porque tenía aquí su trabajo y a toda su familia.

--No siga, por favor; me siento muy mal. Soy un entrometido-. Balbuceé, pero ella continuó como si no me hubiera oído.

-- La familia de Alfred desconocía nuestras relaciones y al saber que íbamos a ser padres se enfureció. Alfred pensó que lo mejor para todos era que abortara, pero me enojé y me opuse. Estuvimos un tiempo de relación indecisa hasta que le llamaran al ejército; los negros jóvenes van todos al Vietnam. Tuve al niño. Entre los blancos no podía vivir y, para mi sorpresa, la gente de color fue más considerada. Los padres de Alfred me dejaron su casa, pero se marcharon a la de otro hijo. Si quiere saber si me voy a casar con mi chico, no le puedo responder. Es una historia como otras muchas de este barrio con la salvedad de que es en blanco y negro y, desde luego, no es una novela.

--Sí; dijo usted que la vida es un desarreglo continuo a nuestra costa…Ahora entiendo porqué escribió la frase.

--Hace un rato me llamó un chico que me quiere; incluso está dispuesto a adoptar al niño. Es absurdo, porqué sé que la vida puede deshacerte, pero ¿la puedes recomponer luego? Los negros no me quieren, pero me respetan porque di a luz un crío que estiman de los suyos y continúo a su lado, queriéndole. Al niño le tratan bien; de alguna manera es una conquista de su raza. Respecto a mí, algún día acabaré el doctorado y entonces me iré a enseñar a alguna universidad. Igual me caso con Alfred, o con el otro, u otro. Ahora que lo sabe todo… únicamente le pido que sepulte mi secreto en el mayor de los olvidos.

--Sí, sí ¡desde luego! Y perdóneme, por favor.

--¿Por qué? ¿Por curioso? La curiosidad no mata, pero puede desquiciarnos, Sr. Melgar. No se pierda por ella.

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