miércoles, 26 de agosto de 2015




ENTRE SEPTIEMBRE Y OCTUBRE


NOTA

Entre septiembre y octubre” transcurre en paralelo al homenaje dedicado al  general Franco por sus 35 años al frente del Estado que tuvo lugar el  1 de octubre de 1971 frente al Palacio de Oriente. Se centra en torno a una familia burguesa de Madrid y a un español que vive en el extranjero. Sobre todo se historian  años de juventud de la generación nacida al concluir la Guerra Civil, la misma que el Sr. Carrero Blanco quiso sacrificar y, sin embargo, protagonizaría la transición. Eliminé vivencias puntuales como la presencia de algunos jóvenes universitarios en la AECE (Asociación Española de Cooperación Europea) y las acciones que facilitaron la integración entre los alumnos  la Facultad de Derecho de un personaje que después sería importantísimo para nuestra democracia. La historia también refleja las frustraciones de aquella juventud. Las primeras páginas, intencionadamente casposas, son tan testimoniales como el desarrollo y el final. “Entre septiembre y octubrese escribió en el año 1971 y refleja modos, costumbres malas y buenas, el lenguaje y aspectos de esa época. Era una novela larga que mi desmedida afición a corregir ha dejado en su mitad quedando en historia completa.

ÍNDICE

Capítulo 1.  pág.01     Capítulo 4, pág.19   Capítulo 7, pág.48                                       
Capítulo 2. pág.05     Capítulo 5, pág.26     Capítulo 8, pág.58

Capítulo 3, pág.11       Capítulo 6, pág.39     Capítulo 9, pág.62



Capt. 1º


--Niña, trae el postre.

Marcela se levantó de la mesa y fue a la cocina en busca de las manzanas asadas. Las colocó en los platillos de postre y éstos en la bandeja. Luego llevó las manos a sus sienes y las frotó con suavidad. Le dolía la cabeza y estaba aturdida, no tanto por aquella interminable conversación acerca de Carmela como por la impresión recibida esa misma tarde. Se acercó a la ventana y miró furtivamente 

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a través del patio hacia el cuarto de enfrente. Había una luz encendida y se oía la música de un gramófono. Marcela creyó ver el bulto de una persona y se ocultó apresuradamente. En eso oyó la voz de su madre:

--¡Niña! ¿Es que te las estás comiendo?

Marcela recogió la bandeja y regresó al comedor; sirvió a cada uno y tomó asiento junto a su hermana, quien se precipitó a devorar la manzana mientras su madre hablaba de Antonio, de la boda próxima, de la fiesta del día siguiente.

--Te repito, Carmelita, que la boda debe festejarse de otra manera; en eso estamos de acuerdo sus padres y nosotros. Las moditas nuevas están bien en las películas, pero hija, eso de casarse a las siete de la mañana, de corto, sin más celebración posterior que un desayuno para familiares y amigos contados, en mis tiempos y en los de hoy, huele a boda de penalti. El padre de Antonio es un abogado famoso y tu padre un industrial solvente y conocido; las dos familias tenemos muchas relaciones y hay que cumplir, porque si no, ¿piensas en lo que dirá la gente?

--Sí, mamá -contestó Carmela-, pero Antonio lo quiere así y, ¡pásmate!, dice que, de lo contrario, no hay boda-. Carmela concluyó la frase dando un golpecito con la cucharilla en su platillo del postre.

--¿Has oído, Luisito? -preguntó la señora justo cuando el cónyuge peleaba con el corazón de la manzana tratando de afanar carne donde no la había-. ¿Has oído el ultimátum? ¡Virgen María! Perdona, Carmelita, pero tu novio es un pendejo.

--Un mentecato -apostilló don Luis mientras escupía algunas pepitas en su cucharilla.

--¿Dejaréis a Antonio en paz? - avisó Marcela.

El padre, pleiteando con las gotas de almíbar que se resistían a ser arrebañadas, comentó:

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--Está visto que si queremos verte con la alianza...

--... y no vistiendo santos, tocan a callar. Me sé la copla, maridito, pero la música no me gusta.

Doña Aurora había hecho el comentario al tuntún, pero a juzgar por las miradas criticonas del marido y de Carmela, había metido la pata. Todos permanecían callados. Marcela había empalidecido, aunque tratando de no darse por aludida, preguntó:

--¿Os gustaron las manzanas?

--¡Riquísimas! ¡Riquísimas! Ese almíbar... ¡delicioso! - exclamó el padre.

--¡Asas bomba! - añadió Carmela.

--Muy buenas, aunque, si hubieran sido manzanas del Soto, habrían quedado mejor. ¡Claro, que de eso tú no tienes la culpa! - enmendó la madre.

--Me alegro, y ahora perdonad, me duele la cabeza y quiero ir a la cama. Carmela, ¿te importará recoger por mi esta noche?

--De ningún modo, hermanita; que descanses y te alivies.

Marcela besó a todos y cuando hubo abandonado el comedor, don Luis exclamó:

- ¡Mujer, mira que te pasas a veces!

--Pues culpa tuya -respondió ella-. Me diste pie con la copla famosa de esta casa. Además -prosiguió-, Marcela está picada con la boda de Carmelita.

-- ¡Tonterías, mamá! -soltó Carmela censurando a su madre-. Debes cuidar lo que dices porque hieres cuando menos viene a cuento.

--La chica tiene razón -dijo don Luis-. Te pasas la vida zapicando sin ton ni son lo que amargaría a cualquiera que no tuviese el aguante de Marcela. Bastante desgracia la de no tener novio para recordárselo constantemente.

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Doña Autora no aceptaba el proceso al que estaba siendo sometida:

--Venga, dejaros de pamplinas y, en cuanto a ti, Carmela, como me pierdas el respeto otra vez, te atizo un soplamocos-. Repuesta su autoridad, sacó un nuevo tema de conversación-. ¿Sabéis que ha vuelto Claudio?

--¿El chico de al lado? -preguntó don Luis interesadísimo.

--El mismo.

--¿El que andaba por América? -interrogó Carmela.

--El mismo. Creo que es profesor o algo así.

--O sea, que no es ingeniero como su padre - puntualizó don Luis.

--Pues lo menos hace diez años que no viene por Madrid – comentó Carmela.

--Por ahí, por ahí -asintió la madre-. Llegó esta tarde; le vi desde el balcón. Tiene un coche que provoca, inmenso, aunque debe estar de paso porque apenas subió equipaje.

- -El piso de al lado es la fonda de esa familia –arguyó el marido.

Carmela escuchaba atentamente la conversación de sus padres y, cuando pudo, dijo:

--Quiero recordar que Claudio fue uno de los grandes amigos de Marcela.

--Sí que eran amigos, ¡pero de eso hace cantidad de tiempo y esas cosas se pasan! –exclamó doña Aurora quedándose pensativa-. Claro que ahora me explico lo silenciosa que estuvo esta tarde.

--Pues no veo la relación de una cosa con la otra -dijo el marido.

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--Ni yo – se sumó Carmela.

--Porque sois ciegos.

Doña Aurora no quiso argumentar. Bastaba con que ella viese claro. Hablaron de cosas intrascendentes por un rato. De pronto llegó de la calle el ruido de un motor potente, un coche poniéndose en marcha. Instintivamente, doña Aurora se levantó y fue hacia la ventana; corrió el visillo y miró con avidez. Luego llamó a los suyos:

--¡Mirad! ¡Mirad! --Padre e hija corrieron a su lado. Un coche americano empezaba a deslizarse por la calle Narváez--. Menuda vida llevará ese con el dinero que tiene - apostilló doña Aurora mientras tintineaban las once de la noche en el reloj del comedor.


Capt. 2º

Marcela escuchó el reloj. El dolor de cabeza remitía, pero no conciliaba el sueño. Las voces del comedor habían llegado débiles, aunque lo suficiente para confirmar sus sospechas: Claudio estaba en Madrid y no sabía si alegrarse o sentirlo.

Temía a los recuerdos, los del verano sobre todo y, en particular, el de la tarde aciaga del guateque en casa de Polita. A los amigos comunes se les había metido entre ceja y ceja que Claudio y ella se hicieran novios antes de que él marchara a América y convinieron que ningún chico la sacaría a bailar ni dejarían que Claudio se arrimara a otra chica. Sólo le hablarían de Marcela, de lo estupenda que era, de lo guapa que estaba.

¡Guapa! Marcela sonrió en la oscuridad de su cuarto. Guapa no lo fue nunca. Tenía, sí, una hermosa melena castaña y unos ojos almendrados enormes; era muy delgada y su piel la envidiaba incluso Carmela, pero nada más. Ahí estaban sus manos, deformes por aquella tontería de jugar al baloncesto en el colegio durante los años en que hasta las monjas fomentaban el espíritu deportivo. Disimular aquellas manos suponía un calvario cuando salía, salvo en invierno porque podía enguantarlas.

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La figura andante de Marcela era peculiar: estiraba mucho las puntas de los pies al caminar, los brazos cruzados sobre el pecho, el jersey grande que, sin ella pretenderlo, reforzaba su aire deportivo. Tampoco se enorgullecía de las piernas pese a la opinión contraria de Carmela; eran delgadas, pero el deporte había restado el aire femenino. Sin embargo, gustaba. Lo adivinaba en las miradas disimuladas de los chicos. Algunas amigas eran más bonitas que ella, pero Claudio decía que no tenían duende. Marcela era atlética y no necesitaba enfajarse ni disimular grasas que no tenía; su carne era tersa y los músculos sostenían con cierta gracia sus miembros y hacían airoso el pecho breve. Sin embargo, Claudio no se declaró en el guateque de Polita y marchó a Bilbao y después a América. Todo quedó en el aire, como tantas cosas.

Marcela se matriculó en Filosofía y Letras por apremio de su madre. Parecía la carrera más femenina y más propicia, según la señora, para pescar marido. "Pero no vayas a pescarlo en Filo porque allí no hay más que muertos de hambre. Un ingeniero naval sería la bomba. ¡Con lo que me gusta la mar!". Y Marcela, que había perdido voluntad y se había vuelto indecisa desde la marcha de Claudio, por no contrariar, se matriculó en Filo. Poco atraída hacia el estudio, prefirió frecuentar el bar de su Facultad al que acudía una copiosa turba de estudiantes desocupados, especialmente de Derecho. Sin embargo, los navales no asomaban o Marcela no era el lince que los divisara.

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Entre los estudiantes de Derecho y los de Filosofía había polémicas continuas. Aquellos, tenían un complejo de superioridad que manifestaban en su forma altanera y engolada de hablar, en los ademanes y en el vaivén de sus inevitables corbatas; los otros, con frecuencia maestros que ambicionaban mejorar de tarima, vestían como podían y se atrincheraban en una pedantería latina tediosa e impertinente. Entre diatriba y diatriba, algunos intimaron y formaron una pandilla que hacía tertulia casi perenne en el bar de Filosofía. Marcela, dejándose llevar por su amiga Polita, se agregó para matar el tiempo, aunque la distracción no le salió gratis, porque los de Derecho habían establecido la norma de pagar las consumiciones a la catalana y, habida cuenta de la penuria económica de los filólogos, cuyo peculio pillaba el rigor mortis con excesiva frecuencia, las chicas de Filo tenían que socorrerles con la misma excesiva frecuencia.

Marcela fue iniciándose así en la vida. No llego a fumar Peninsulares, pero abandonó las sodas por el vino, escuchó un montón de chistes y de rumores políticos. Bailó en los guateques y pasó sofocones a gusto y a disgusto. Asistió a sesiones de jazz y a las representaciones del Teatro Español Universitario. Pasó alguna Nochevieja en el apartamento de mozos hispanoamericanos donde las doce campanadas producían estampidas de besos y promesas de felicidad que no se cumplieron. En junio se aprobaban las asignaturas más fáciles y en septiembre las difíciles; alguna se arrastraba como un mal dolor de cabeza.

En la pandilla destacaba Joaquín, un chico alto, no mal parecido, muy seguro de sí; destacaba por ideas que no eran precisamente las comunes de la pandilla. Joaquín defendía la jerarquía del clero, la milicia, y la diferencia de clases; decía que España estaba configurada así desde su nacimiento y destruir esa estructura traería el caos. Su héroe era Donoso Cortés y sabía páginas enteras de su obra de memoria. Cuando los amigos se le echaban encima, Joaquín recitaba alguna página de Donoso sin importarle la hilaridad que provocaba. Como Marcela jamás le censuraba, la consideró aliada y la puso bajo su protección, aunque Polita advertía:

--No te fíes. Nunca te comerás una rosca con un muchacho así.

--Hay mujer, tu siempre pensando en lo mismo - contestaba Marcela.

--Hija, que una es avanzada. Imagínate vivir con un hombre que ya tiene el futuro cuadrado, porque él lo ha dicho –e imitaba la voz de Claudio: “Cuando termine la carrera entraré en el bufete de mi padre que, como bien sabes, es uno de los tres o cuatro abogados más prestigiosos de Madrid. Luego a la política, a hacer España” –Volvía a recuperar el tono de su voz - Mira, chica; un plasta, que te lo digo yo, un plasta.

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--No creas; piensa especializarse en materias fiscales. Dice que los Planes de Desarrollo producirán un estirón en la industria que beneficiará la especialización de la abogacía; el chico piensa.

--No seas ilusa; con sus ideas y la preeminencia actual de las mismas, lo de Joaquín atufa a pestilla nacional gloriosa.

Con sus credenciales, Joaquín tardó lo mínimo en franquear la puerta de los Marco. Doña Aurora estaba impresionadísima con los fundamentos cristianos y la finura del joven, quien siempre, al entrar, besaba su mano.

--Lo que tiene Joaquín es un empacho de normativismo agudo -avisaba Polita-. Si no andas lista te convertirá en posesión suya.

Además de las lecciones histórico-político-religiosas con las que entretenía los paseos de la muchacha, empezó a entrometerse en sus asuntos personales y llegó a pedir lo impensable. Un día Polita, nada más verla, se tapó la cara con las manos:

--¡Pero qué te ha hecho ese infame!

--Me pidió que me cortase el pelo porque a él le gusta así.

--¡Narices!

--Bueno, para que estuvieses menos provocativa.

--¡Pero si era de lo más femenino que había en ti! ¿Y tu madre? ¿Qué ha dicho tu madre?

--Que debía complacerle.

--¡La otra inquisidora! Te han hecho el auto de fe y sólo falta que te corran por las calles y te emplumen.

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Marcela no respondió. Le angustiaba recordar el momento en que los copos de su hermosa cabellera caían al suelo del cuarto de baño. La madre daba unos tijeretazos formidables animados por un solo pensamiento: la satisfacción que el novio se llevaría al verla así.

--¡Pero si no es tu novio! - gritaba Polita.

--Ya, pero mi madre cree que lo es.

--Hija, si yo tuviera una madre como la tuya, ya me habría dado de baja.

--Polita, no te pases.

La tiranía de Joaquín se hizo más intensa a medida que se acercaban al final de la carrera. Le exigía mejores notas, ficalizaba sus gastos, sus salidas... la obligó a deshacerse de algunas amistades femeninas que consideraba perniciosas, e intentó alejarla de una Polita que se reía de sus manías y compadecía a Marcela en público. Cuando Marcela concluyó las etapas del camino de perfección trazado por el muchacho, se hicieron novios formales. Entonces los dos se alejaron de la pandilla porque Joaquín dixit: "un noviazgo ni crece ni madura en compañía de muchos", frase chusca que alguno apuntó e hizo célebre en la ciudad universitaria.

Marcela se veía menos con Polita, pero hablaban por teléfono y Polita notó que a su amiga le había cambiado el tono.

--¡Oh, bailar! Nunca me lleva a bailar.

--No me digas que te lleva a las novenas.

--Pues mira, sí; hemos ido a Medinaceli y tiene planeada una caminata a San Nicolás; también vamos a los museos.

--¿Qué museos?

--La casa de Lope de Vega, el Museo Sorolla...

--Y seguro que a ver los santos del Prado.

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--Exacto.

--Oye, ¿y es rumboso?

--Los domingos por la mañana tomamos el vermut con patatas fritas en la calle Serrano; por la tarde nada, porque ya sabes que es socio del Madrid y va al partido.

--Chica, menos mal que lo tomas con resignación.

--A ver.

Así concluyeron los años de Marcela en la universidad, trabajándose una ironía que la defendía de un vivir monótono que moldeaba un carácter gris, apacible, pero carente de iniciativa en la apariencia. En casa o al lado de Joaquín suprimía las emociones, los deseos, los caprichos, pero cuando estaba a solas evocaba imágenes de su antigua libertad y por las noches siempre se le aparecía Claudio, unas veces parecido, otras inventado, y daba rienda suelta a las urgencias de su juventud. Las mañanas que se levantaba ojerosa y luego se encontraba con Joaquín, con su plan de costumbre, le odiaba; y todavía más las tardes de primavera cuando paseaban por los pinares cercanos a la Facultad y en vez de comerse a besos como las parejas que deambulaban por allí, él se ponía a criticarlas y anatemizarlas. Marcela, entonces, ansiaba la llegada del verano, los únicos meses en que se libraba de él.

Joaquín cumplió sus sueños, entró en el bufete de su padre y Marcela pasó a verle menos, aunque eso sí, estaba más galante y menos normativista; además, iba hecho un príncipe. Al parecer, el trabajo le pulía. Doña Aurora iba adquiriendo el ajuar y planeaba secretamente la boda. Mientras tanto, Marcela, se aburría; pasaba el día en casa entregada a tareas domésticas y la lectura de revistas insípidas. Pretendió sacar provecho de su flamante licenciatura trabajando en un colegio. Joaquín, sorprendentemente, aprobó la idea, pero doña Aurora se opuso; le parecía de mal tono que su hija trabajara.

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Poco a poco Joaquín llamaba y venía menos por casa. Pretextaba una cantidad de trabajo enorme, viajes, exigencias del bufete. Finalmente tuvo la valentía de confesar la verdad; se había enamorado de una compañera del bufete que además era baronesa y él quería que Marcela le desempeñara la palabra. Ella tuvo un pronto de ira por el tiempo perdido, pero no se apenó; al contrario, sintió la copiosa alegría de la libertad de nuevo lograda.

La ruptura del noviazgo sentó fatal a Doña Aurora. Culpó a su hija de floja para medírselas con el cabestro -Joaquín pasó a la posteridad con ese título en casa de los Marco- y de inepta para defender sus derechos.

--Incluso pudiste ir a los tribunales si hubieses querido, ¡a ver!


Capt. 3º

Por entonces Carmela cumplía los diecisiete años. Era una muchacha preciosa, alegre y extrovertida. Doña Aurora juró que no repetiría el fracaso de la mayor y, prohibiéndole el camino de la universidad, odiada ya para siempre, la lanzó a cazar marido con la determinación de una madre terca asistida por el dinero copioso de un padre que no quería problemas. La hizo socia de los mejores clubes, la obligó a frecuentar las cafeterías de moda, la exhibió como una porcelana finísima sólo asequible al mejor postor. Carmela se dejaba mangonear; en principio porque lo pasaba chipén y, después, porque aun tomando a guasa el empecinamiento de su madre, intuía que nada inconveniente saldría de aquella cacería organizada.

La pieza se cobró, dicha sea la verdad, de manera poco espectacular. Ocurrió en una boda a la que los Marco fueron por compromiso. Por allí circulaba aquel ingeniero colocado envidiablemente en la Comisión de Energía Nuclear y con un futuro tan prometedor que hasta se iría becado a los Estados Unidos. Restando una verruga sobre el labio superior que, doña Aurora pensó, desaparecería bajo la discreción de un bigote, era apuesto y sobrado en lo principal, tenía mucha pasta y, además, hijo único. “¡Ni de tómbola, Carmela!", que dijo su madre.

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Carmela y Antonio se gustaron y quisieron al tolondrón, y doña Aurora, lagarta baqueteada en las encrucijadas de la vida, se conchabó con los Antúnez, padres del novio, para que la boda se celebrase antes de la marcha del muchacho a los Estados Unidos donde, según las revistas y el comentario alarmante del propio don Luis, había unas rubias pistonudas.

--Como para marear al más templado -asentía doña Aurora.

Lo penoso era aquella pamplina de la hora, pues propinaba al bodorrio los síntomas de un casamiento de penalti. Se pasaría si por ello había que pasar, pero las lenguas, pensó doña Aurora, ¿quién aquietaría a las lenguas?

Con el noviazgo de su hermana, Marcela quedó desplazada en la casa, situación que le permitía vivir pasando casi desapercibida. Por de pronto volvió a buscar trabajo. Su madre ya no se oponía y hasta fomentaba la idea porque un salario permitiría a la chica atender sus necesidades dejando a los padres correr con los enormes gastos que Carmela originaba.

Enseñar resultaba casi imposible y tampoco quería encerrarse en el negocio de su padre por mucho que él insistiera. Gracias a su amiga Polita, relaciones públicas en la editorial de un pariente, logró un puesto de correctora de pruebas, oficio más a tono con sus estudios que el de vender aspiradoras. También le agradaba estar cerca de la única amiga de colegio y de carrera que Joaquín le había dejado.

Paulatinamente recobraba la vitalidad. Se llevaba bien con los compañeros de trabajo, algo más sofisticados, aunque menos pedantes y vanidosos que los de la universidad, al menos en apariencia. Sentía, sobre todo, la satisfacción de trabajar, de ser útil. El sueldo, además, le procuraba una independencia que jamás había conocido y, al no ser una carga en casa, podía ir y venir sin que le pidiesen demasiadas explicaciones.

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Una tarde al salir del trabajo entró con Polita en una cafetería.

-¿Sabes? Estoy ahorrando para dejar la casa de Narváez.

--¿Vas a dejar a tus padres? ¡No me digas!

--Lo tengo bien pensado. Estoy depositando la mayor parte de lo que gano en una cuenta de ahorros. Sólo gasto en ir al cine y poco más porque de libros, como comprenderás, estoy hasta las cejas, y ya sabes que no tengo la obsesión de los trapos como mi hermana.

Y lo intentaba. Se dejaba aturdir por las luces psicodélicas y la ginebra y los discos y las voces y el humo que se adueñaban del piso de Polita, pero si bailaba, cambiaba de pareja enseguida a excepción de los días en que, extrañas sensaciones, urdían en su cuerpo y estaba más dispuesta a dejarse abrazar y sentirse cariñosa. Cuando ocurría, no tendría que coger el autobús para regresar a casa; siempre algún muchacho se brindaba a escoltarla en taxi o en su coche.

Uno de los compañeros de trabajo, José Antonio, estaba al tanto de las variaciones en el carácter de Marcela; el joven oficiaba de gran macho cabrío en las fiestas de Polita:

--Las chicas se pirran por mí en razón a dos méritos que ninguno de vosotros tenéis: una piececita estrenada con éxito en un café-teatro y que soy así de guapo –. Y los amigos reían…

Se dedicaba a todas y más o menos todas le correspondían, pero se estrellaba con Marcela, lo que provocaba las ironías de sus amigos hiriendo su orgullo.

--Os juro que esa niñata remilgada caerá en mis brazos y luego la hundiré en el pozo de mi listín de teléfonos - prometía.

Llegó el verano de 1971. Marcela aún no tenía derecho al mes de vacaciones, pero Polita lo arregló con su pariente y pudo disfrutar de unos días de permiso. Carmela y sus padres estaban en la Costa Brava, veraneando cerca de la familia de Antonio; la invitaron, pero Marcela prefirió ir con Polita y un grupo de amigos a Fuengirola. Con ellos iba José Antonio.

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Alquilaron dos apartamientos, uno para las chicas y otro para los chicos. Pasaban el día en la playa, bañándose, jugando, bebiendo cervezas, leyendo un sinfín de revistas, organizando bailes, o haciendo excursiones a los bellísimos pueblos cercanos. A medida que unos y otros intimaban y aumentaban las pulsaciones de los corazones surgían esos amores que entretenían como nada las vacaciones estivales.

El yodo del mar, el ejercicio y la vida al aire libre, hermoseaban a Marcela cuya figura atlética destacaba sobre la de sus amigas. Nadie como ella a la hora de jugar al balonvolea, el bádminton o de zambullirse en el agua. No se preocupaba ya de sus manos. Los tiempos de Claudio estaban lejos y su melena flotaba en la brisa y agraciaba sus movimientos mortificando los deseos de José Antonio, que la sitiaba con empeñado sigilo a fin de no perder el interés de las otras chicas, gallo de su corral.

José Antonio, conchabado con sus amigos, había urdido un plan de conquista. Una tarde propuso jugar a las parejas. Se trataba, según explico, de un juego importado de Londres en exclusiva para la Costa del Sol, algo escabrosillo, pero divertidísimo y destinado a superar el subdesarrollo mental de la juventud española. Polita, que estaba algo enfurruñada con José Antonio, dijo despectiva:

--Será alguna de tus cochinadas.

--Polita, no seas malpensada; juro que te gustará, ¡vamos! A ti, la que más de todas.

--No me fío de un tipo como tú.

--Ni yo de una chaparrita tan requetebién como tú - respondió dándole un azotillo que enfureció a la chica.

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--¿Serás asqueroso? ¿No ves que estoy en traje de baño?

--¡A ese hábito de clausura le llamas… traje de baño? -dijo él al tiempo de bloquear las manos de ella, atraerla hacia él y darle un sonoro beso en la frente.
Los demás sabían que Polita estaba, muy a su pesar, coladita por José Antonio. Una de las amigas terció:

--Venga, venga; basta de discutir y aclara eso del juego de las parejas.

--Si me dejan, chica. Aseguro que se trata de un juego pistonudo. Veréis; aquí andamos emparejados casi todos, pero nadie apalabrado, al menos que yo sepa - José Antonio miró intencionadamente a Polita.

--Vamos, que aquí nadie es novio de nadie -aclaró un chico muy alto y delgadísimo al que llamaban Manzanedo.

--Elemental, poeta, elemental –Hubo risas-. Puede ocurrir, por ejemplo, que a Polita le guste Manzanedo...

--¿Qué a mí me guste ése? -Polita miraba espantada para el chico pariente lejanillo de Don Quijote mientras los demás se desternillaban de risa.

--Como decía, podría ocurrir que a Polita le gustase Manzanedo, pero podría suceder que si Polita cierra los ojos y alguien le besa en los labios, entendámonos, casta o platónicamente, entonces tenga la revelación de que gusta a otros y el besucón le puede gustar a ella, ¿estamos?

--¡Estamos! - coreó la mayoría muy animada.

--Ahora bien; imaginaros que a Polita no le besa un chico, sino todos los varones que estamos aquí.

--¡Mira que eres asqueroso, José Antonio! ¡Déjame en paz o te acordarás de mí, porque ya está bien! ¿No?

--Un momento, Polita, que luego me lo agradecerás. ¡Sigo! Estamos imaginando 

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que a Polita no la besa un chico sino cuantos estamos aquí por turno, y estamos imaginando que esta monada, esta preciosidad de chavala, tiene los ojos cerrados y va recibiendo ósculos en sus labios. Ella va contando... uno... dos... tres... cuatro... cinco... seis... siete... ocho... ¡se acabaron los besos, fin de la película! Entonces Polita, siempre con los ojos cerrados, dice: "Me gusta el número tres", porque ella es pitagorista, ¿verdad? Y el Caballero Nº Tres coge a la gallina ciega y la lleva a donde quiera ¡por media hora solamente! Y durante ese tiempo Polita tiene que tener los ojos cerrados a no ser que, besito a besito, adivine la identidad del caballero, lo que puede ocurrir en un minuto. ¡Ojo! Las reglas de oro son, por ahora, que la chica no puede hablar nada, ni una palabra ni quitarse la venda ni hacer por burlarla.

--¿Y palpar? ¿Se puede palpar? -preguntó Manzanedo provocando el pitorreo de los demás.

--Sobre eso no hay nada escrito siempre que se haga con consideración- dijo José Antonio de manera casi inaudible para proseguir-. Cuando Polita crea estar segura y pronuncie el nombre de su acompañante, si acierta, dispondrá de él por otra media horita y, durante ese tiempo, le mandará cuanto se le antoje excepto el suicidio, el asesinato o marchar de Fuengirola; pero si no acierta, el Caballero tomará la mano de su gallina ciega y la traerá aquí, desapareciendo a continuación sin dejar rastro.

--¡Es un juego bárbaro, pistonudo! -gritó Manzanedo en el colmo del entusiasmo.

--Necesitamos un juez -dijo José Antonio-, ¿algún voluntario?

Contra pronóstico lo hubo. Perucho, precisamente el jefe de Marcela, director de la Colección Libros de Misterio; se ofreció porque era alérgico y solía estornudar con frecuencia, y ello le delataría. Inmediatamente José Antonio hizo concesiones:

--Por supuesto; todas las chicas serán besadas por el juez al partir y al regresar. Recordar que es un juego de damas y caballeros, por eso recomiendo a los segundos que se laven la boca, sobre todo si han comido cebolla o ajoaceite, se afeiten quienes se lo ahorraron esta mañana, disimular los granos, que no quede rastro de identidad. ¿Se hace o no se hace?

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Se aprobó casi por aclamación, aunque las chicas más cohibidas habían puesto reparos y hubo que hacer más concesiones: la investigación sobre el galán se abrevió a quince minutos, si bien, el periodo de castigo seguía en media hora; se prohibió ir más allá del beso bajo pena de severísimas sanciones tales como la de sufrir represalias con puntazos de alfiler, pagar una cena después de un manteo con chapuzón marino a la luz de la luna y posterior ducha de agua fría en la playa, más otras inconveniencias que también alcanzarían a las chicas si burlaban la venda.

Sorteado el orden por el que las damas entrarían en el juego y comenzado el besuqueo y las elecciones, fueron saliendo parejas entre las risas contenidas y disimuladas de los que aguardaban turno. Polita eligió al autor del beso número tres creyendo que José Antonio le había insinuado una contraseña durante la explicación del juego, pero el galán resultó ser Manzanedo. José Antonio lo había amañado todo; elegido o no, a él le correspondería Marcela.

Se dejó guiar. Subían y supuso que caminaban por algún lugar de los acantilados. Sentía la mano áspera y velluda de José Antonio, pero no decía nada; una curiosidad extraña la sobreponía a un nerviosismo incipiente. De pronto sintió que se paraban y él la hacía retroceder hasta que sintió su espalda contra la frialdad de algo como un muro. Notó el aliento que se acercaba y la sensación excitante de una lengua que exploraba en sus labios. Después el cuerpo de José Antonio basculó hacia ella. Sintió miedo y pronunció su nombre.

--Chica; acertaste -dijo él con mal disimulado disgusto-. Ahora mandas tú.

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Marcela se quitó la venda. Miró los cabellos alborotados, los labios todavía húmedos y la sombra de aquellos ojos como dos carbones quemando su piel. Su mirada se fue enturbiando a medida que él se aproximaba de nuevo y sus manos se alargaban y la atraían, mientras su boca cubría la suya. Marcela intentaba controlar las sensaciones que él despertaba al acariciar su cuerpo y desnudarla, pero no podía. Su fuego la penetraba y empezó a restregarse contra él entreabriendo las piernas, pero justo cuando su placer era más intenso, José Antonio se apartó y le dijo:

--Chica, tú eres virgen y yo no quiero esa responsabilidad.

Sonreía cínicamente. Marcela, cuyos labios temblaban, ocultó el rostro y empezó a llorar nerviosamente.

--Déjame -apenas pudo decir.

--No seas necia. Te hago un favor.

--¡Déjame! ¡Vete! -gritó ella.

José Antonio, viendo que el llanto de Marcela arreciaba, meneó los hombros y se alejó hacia la playa. Al poco vio a Manzanedo dando saltos. Rompió a reír y le comentó:

--¡No me digas que Polita te descubrió!

--¿Con lo largo y flaco que soy? Lo tenía fácil. No veas como está contigo; estoy pagando por ti; me ha mandado recorrer tres cuartos de playa dando saltos de rana. Y tú, ¿qué tal?

--Bien, bien; ocurrió lo previsto, pero Marcela me caló enseguida y me dio libertad para que no la molestase.

--Pues Polita ha dicho que mañana repetimos el juego, pero al revés; nosotros con la venda.

--Esa lagarta busca venganza.

A la mañana siguiente Marcela marchó de Fuengirola sin despedirse de nadie. Tampoco regresaría al trabajo; no quería tropezarse con José Antonio. Sentía una vergüenza inmensa, pero también la incómoda sensación de un fracaso muy distinto al que tuvo con Claudio.

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Sus padres no habían regresado de la Costa Brava todavía. Se entretenía en cualquier cosa con tal de olvidar. Iba al cine, leía novelas de Hemingway, cuyas heroínas admiraba.

Los suyos llegaron a primeros de septiembre. Lo habían pasado muy bien. Nadie dio importancia al hecho de que Marcela se hubiese quedado sin trabajo; tampoco se interesaron por su escapada a Fuengirola. De hecho, ni le preguntaron si se había divertido. Su gente sólo estaba entregada a la boda de Carmela que se celebraría enseguida. Otra novedad era que la interina, olfateando la acumulación del trabajo, dejó de venir. Paulatinamente Marcela vio aumentadas sus obligaciones caseras. A veces, oía unos golpecitos en la puerta de su cuarto; eran las siete de la mañana:

--Niña, por favor, ¿puedes ayudarme con el desayuno? Papá tiene que salir temprano y yo tengo hora en la peluquería.

Llamadas como ésa se fueron haciendo frecuentes.


Capt. 4º

El Ford se desliza por la calle Narváez con majestad perezosa. Con un Ford se pueden hacer muchas cosas y si es un LTD, más, pero si no te acompaña un amigo a las once de la noche… "Debería llamar a Ramón y liberarle; igual se está metiendo un kilo del Castán".

Con un Ford LTD se pueden hacer muchas cosas, por ejemplo, quitar las ganas de torear coches a los alegres peatones nocturnos; es mucha boca la de un Ford. Lo mejor es que aplastas el machismo enano de los 600, la presunción chata de los 850 Súper, la pedorrera de los 1430 y le quitas al Dodge las pretensiones que ha echado en España.

Con un Ford, y a las once y cinco de la noche, sólo puedes hacer una cosa, pasear los recuerdos. Lo demás es hacer el lelo y gastar gasolina. ¡Menuda boca la del Ford! “Torzamos por Sainz de Baranda. Mario y yo entreteníamos una nena por aquí. ¡Qué mentirosa era!".

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Una lástima lo de los amigos. No resisten el batacazo de los treinta. Se los traga la vida, el bufete, la mujer, los críos, la suegra. Y peor si viven en provincias. “¡El Chema! Nadie podía sacarle de los futbolines o de los billares. Con estudiar quince días tenía bastante; disfrutaba de una mina de fósforo puro en su cerebro. Y ahora, ni un 600...”

El Ford LTD va por libre, como debe ir un coche del que no hay que presumir porque presume él solo. Sube por Menéndez Pelayo, cruza O'Donnell; le detiene el semáforo. “¿No estaba por aquí una cafetería que se llamaba Pelayo?".

Y Chema en Barcelona. "De mí no cuento nada, ni si he triunfado, ni de lo otro, porque los amigos, cuando no estáis delante y andáis aburridos, lo suponéis todo y os inventáis a uno". Chema estaba hecho un globito y exhibía un bigote partido como dos plumas de sombrero tirolés. Por la noche subió al Ford y le entró la llantina. Le iba mal, se había casado con una guarra, tenía cinco hijos y era representante de una fábrica de jabones; estaba harto de peinar España de aquí para allá. Chema no sirve ya para casi nada. Según él, ha perdido el centro de la verticalidad. Despedía un halo nada espectacular a cerebro muerto, pero aceptó diez mil pesetas.

El Ford dobla por Goya, tuerce por no sabe la calle, pero entra majestuoso en la calle de Alcalá.

Tampoco ha sabido nada de Ángel. Menudo futbolista; menuda manera de darle al balón. A los curas se les caía la baba diciendo: "Este chico llegará a la Primera División", porque los curas querían que todos los chicos del Colegio fuéramos de Primera División, ministros, financieros, deportistas o gentes de puro. Cuando nuestros padres iban al cole buscando plaza para nosotros, eran conducidos por el Hermano Alonso al pasillo donde se exponían las orlas de las distintas 

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promociones y el hermano, golpeando con un puntero sobre los cristales, recitaba su letanía: “Éste ingeniero de caminos y jefe de la Junta de Aguas de Madrid….; el eminente psiquiatra Molinero…; Juanjo Méndez, el conocido actor…; aquí Tomás Alba, el amo de la SER; Pepe Linaje, Magistrado y Presidente de la Territorial de Madrid…” A los padres se les caía la baba admirando los frutos dorados de un colegio tan prometedor que algún día sus vástagos podrían elegir carrera con un muestrario por delante.

"Este chico llega a la Primera División", pero Ángel no llegó. Dejó aquella novia que le esperaba a la salida del colegio o fue abandonado por ella. Estudió para perito agrónomo hasta que un día conoció a una californiana que se lo llevó al supermercado de su padre. Y los sábados de todos los inviernos, Ángel comentará con su suegro las jugadas más impresionantes del American Football y se pondrá nerviosísimo cuando el eterno George Blanda del Oakland Raiders, se disponga a salvar a su escuadra con uno de sus patadones infalibles al balón ovoide en los últimos segundos del partido.

El Ford LTD se arquea por la Puerta de Alcalá cortejado por una multitud de chiquicoches que transportan a las ansiosas pandillas de la noche, como diría Chema.

Ramón es otra cosa. Seguro que tiene aplazado el casquetazo de los treinta. Ramón prepara su oposición a Registros con una fidelidad platónica. El día que la saque, si llega ese día, se tirará a la bartola. Cierto que se daba otra alternativa, la de robar un cuadro del Museo del Prado, y justificaba: "Chico, lo difícil es hacer el primer millón". Ramón vive un futuro de paseos en góndola por Venecia, excursiones a los Fiord, atardeceres con geishas en Tokio, noches en el Lido de París, y reclusiones místicas en su adorada Galicia. Mientras tanto guarda fidelidad a los Registros y hace lo que puede en la vida.

Atravesar La Cibeles con un Ford es un hecho importante si triunfas en la sociedad de consumo, pero Claudio conduce sumido en otros pensamientos cuando rebasa la tarta nupcial del Palacio de Comunicaciones. Piensa en la 

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fotografía que, alrededor de 1959, le envió Ramón. Esa misma Cibeles en cuyas aguas brincaba y chapoteaba una pandilla de indios haciendo lo propio bajo un cartel que decía: "El movimiento se demuestra andando". Había escrito con entusiasmo en el respaldo de la fotografía: "Febrero. Paso del Ecuador de Derecho. Entramos en Sepu y besamos a las dependientas. Logramos que un guardia de la porra nos dejara el casco y, cuando quiso darse cuenta, se lo habíamos llenado de vino. Nos bañamos y meamos en la fuente de La Cibeles. Carlos López Flaño, vestido de Napoleón y montando en su caballo, cruzó el arco principal de la Puerta de Alcalá. Según la costumbre cruzamos el Ecuador en el estanque del Retiro”. La última promoción de Derecho que, celebrando el Paso del Ecuador, atravesó las calles principales y algunos monumentos de Madrid. Hazañas heroicas de una juventud que, viajaba en el coche de San Fernando o haciendo el Pepe en los tranvías, que daba los menos posibles palos al agua. A partir de 1960 vino el estirón en los estudiantes, en los edificios, en los millones... en todo y en casi nada.

El coche de Claudio se mete por Infantas y dobla a la izquierda en no sabe qué calle. Va de memoria y estaciona con dificultad. "¡Esto no es un 600 sino un submarino!" que dijo un Chema impresionado en Barcelona.

Claudio soslaya las miradas de tres o cuatro busconas. "No tienen gazuza éstas -que también decía el Chema en Barcelona-, una gazuza mortal de necesidad".

Busca el pequeño bar de los pinchos de jamón. Cuando estaban en Preu y había pelas se citaban en él y empezaban una peregrinación que ganaría el jubileo en la calle Barbieri y la indulgencia plenaria en la calle San Marcos.

Claudio se admira. Es como si un mago hubiese ensanchado las paredes, añadido metros al mostrador, cambiado el menaje y multiplicado los camareros; del pasado sólo quedan los pinchos de jamón. En la barra hay un movimiento 

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de ola cantábrica. No tarda en averiguar que el negocio ya no son los pinchos, sino los platos combinados. "Pepito de ternera o lomo, huevo frito y patatas fritas: 30 pesetas". Claudio se siente hechizado. Abandona la idea del pincho de jamón y pide un combinado y media jarrita de vino que le sirven enseguida. El pepito está bien; el filete no es como para indigestar, pero la carne es blanca y sabe bien; el huevo es pequeño, pero hace la vez; las patatas se tragan sin complicaciones; el vinillo es lo más flojo, pero lo normal es que el vinillo sea flojo en Madrid. Con el último bocado llega la pregunta eficaz del camarero: “¿Hace un postrecito? Pruebe el arroz con leche, especialidad de la casa". Y por quince pesetas te ponen un buen plato arroz con leche. De pronto le golpean unos remordimientos absurdos; los apacigua pidiendo un pincho de jamón y un chato de vino ante la perplejidad del camarero. Cuando abona la cuenta tiene la sensación de haber caído en una trampa. No son las cuatro pesetas del chato y las tantas del pincho y las treinta del combinado y las equis de la jarrita y las quince del arroz, sino setenta en números bien redondos, más la propina. "Con setenta pesetas hacíamos diabluras aquí. Bueno, al fin y al cabo, poco más de un dólar". Y Claudio sale a la calle para continuar la peregrinación del pasado en solitario.

Sube por Barbieri. No es que la gente abunde en las aceras; es que las aceras son pequeñas y no te puedes salir; los retrovisores de los coches las invaden y casi tienes que aplastarte contra las paredes.

Se acerca a Las Meigas y evoca las tacitas de ribeiro con las que Chema se ponía morado. Entra y pide una. En el local sólo hay un par de hombres y un matrimonio. La mujer tiene una criatura en los brazos. El camarero, que es calvo, le pregunta a la señora el tiempo del bebé y, al saberlo, comenta con escepticismo: "Este en dos meses ha echado más pelo que yo en cincuenta 

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años", Los dos hombres ríen la salida del camarero. Uno tiene pinta de cantaor y el otro podría trabajar de extra en las películas. El cantaor también tiene un nene de dos meses, "Así es como más me gustan". El extra comenta: "Es majo sí". Luego da unos golpecitos en el hombro del padre de la criatura y le dice: "Deberían llevarlo a casa. Se va a enfriar". El extra se lleva los dedos a la nariz; el otro entiende, sonríe y pide la cuenta.

Claudio bebe el ribeiro con parsimonia, se diría con una lentitud oriental. Es lo propio de quien está solo y se ha liado a dar vueltas por el mundo. Es lo malo de tener los ojos a revoltijo sobre el escaparate de la vida. También es culpa del dinero. Cuando lo tienes, todo da igual. "Ahora me apetecería comerme una sardina, pero es igual". Sin embargo, en Bilbao no era igual. Su padre se las hacía comer con tripas y todo, hasta que le fue indiferente.

Más arriba de Las Meigas está El Tablao. Va a entrar, pero recuerda que la pandilla jamás lo hizo porque nunca tenían el dinero suficiente. Cruza la calle, camina algo, y se mete en La vendimia Jerezana. "Lo de siempre, Palo Cortado y pescaditos". El camarero le mira con curiosidad, “¿Lo de siempre?" y se queda dudando porque no recuerda al cliente. Claudio echa una ojeada al salón; siguen ahí los taburetes retacos, las cubas donde los clientes ponían los vinos, pero en el local sólo están el camarero y un limpia que parece fuera de servicio. El camarero trae la media botella de Palo Cortado y los pescaditos. Claudio se arrepiente al ver la ración, pero empieza a comer y a trasegar. El limpia enciende un Celtas y le dice:

--Vaya amigo, se va a poner usted bueno.

--¿Le hace? - invita Claudio.

--¡Ca! Esos peces los tengo yo en la guinda de la garganta. Vamos, mi cena de a diario. Yo en cuanto me fume el cigarro y me enderece la copa, a casa a dormir.

--Parece que esta calle ha perdido ambiente, ¿no?

--Lo suyo, ¡toma! -puntualiza el limpia-. Ahora todo guizque se recoge temprano. ¡Culpa de la televisión! Dicen que si la gente trabaja más y se levanta más temprano. Pa mí, culpa de la televisión.

--También está todo más caro.

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--Psche. Es que cambian los gustos de tronar la pasta y se ha perdido el de la conversación. No vienen más que puntos, gente extranjera y algún despistado, ¡digo!, mejorando lo presente. Es el Desarrollo. Años atrás, ¡no había feria en esta calle, digo, si parecía un colmado! Ahora, ná; por la atardecida si acaso. -El limpia guiña un ojo y pregunta-. ¿De jarana?

--Algo por el estilo.

--Pues como no vaya al Tablao. Hoy los jóvenes se meten en las discotecas y en los cafés-teatro, o se van a Barajas y por esos caminos. Por aquí ya ha visto el ganao que anda suelto. ¿Es de afuera el señor?

--Como de Madrid; pasa que he vivido varios años en el extranjero.

--Habrá encontrado cambiado la Capital, ¿eh?

--Mucho, sí; no parece la misma.

--Ni en fotografía. Menudo convento de gentes y de coches nos ha salido, y el desmoche de los edificios viejos. ¿Lo ha visto?

--Sí, ya me di cuenta.

--Esto no hay quien lo pare. Tó el mundo se viene a Madrid y los de Madrid tendremos que irnos fuera.

El limpia se ríe. Después tira la colilla, apura la copa, saca unas monedas del bolsillo y paga. Luego poniéndose serio, distante, se despide del camarero y le espeta a Claudio:

--Abur; que le vaya bien.

--Adiós, adiós.

Claudio ya no puede ni con los pescaditos ni con el Palo Cortado que calienta el estómago y la cabeza, pero se mezcla mal con otros vinos. "No me vayan a dar bascas". Paga y se va.

Le da por recordar a Mario y aquella preciosa cordobesita que se parecía a la Cardinale y decía que estudiaba corte y confección. Una hora tratando de ligarla 

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hasta que se le escaparon varios jolines y algún no seas saborío por su boquita preciosa. Mario, que era un experto, dijo que nada de corte y confección, una marmota fina a más no poder. “¡Este Palo cortado! Lo que debo hacer es llamar a Ramón y tomarnos un trago largo. Seguro que le doy la sorpresa porque… ¡la noche es joven!, decíamos entonces."


Capt. 5º

(Este capítulo lo dedico a mi amigo Luis Aller; parte de cuanto decía en sus cartas le convirtieron en coautor del mismo)

La Gran Vía está atiborrada y continuamente llegan autobuses de línea repletos de gente que canta o curiosea el movimiento de las aceras. Abunda la boina y el blusón negro, las camisas azules y las busconas que picotean el suelo con sus tacones de aguja. La noche va cerrándose; una brisa fresquita llega de la sierra, pero no afecta aún al ambiente de fiesta. También hay mirones y algunos comentan entre sí:

--Los isidros no pierden oportunidad de darse una vuelta por los madriles.

--A pan bobo, ¡usted dirá!

--Me gustaría saber dónde dormirán esta noche.

--El que no se acomode con una fulana o no pueda pagarse una pensión, seguro que en el Parque del Moro.

--Ya, ya...

--Fíjese, ¡un autobús de Mondoñedo!

--Recién vi otro de Gandía.

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--De todas partes. La manifestación de mañana promete. ¿Irá usted?

--Como está mandao.

Ramón espera en la puerta de la cafetería Manila. Es un tipo alto, flaco y desgarbado, pero su perfil resulta elegante y trasciende a nobleza. Al encontrarse con Claudio, se miran un momento de frente y luego se abrazan.

--Vamos al piso de arriba –propone Ramón-. Estaremos mejor.

Sube por delante, nervioso y rápido. Claudio lo hace tranquilo, muy derecho y dice con ironía:

--Veo, Ramón, que conservas ese aire de patricio romano del que alardeaste siempre.

--Por supuesto. Además no olvides que soy un genio sin publicidad.

Se sientan en una de las pocas mesas libres. El camarero acude enseguida y toma nota de las consumiciones. Ramón se escandaliza.

--No te absuelvo de la cochinada de beber Coca-Cola. Pudiste pedir leche.

--¿Y qué tienes contra la Coca-Cola?

--No soy un entusiasta de la leche, pero la tomaría siempre a falta de vino; Coca-Cola ni aunque me abriesen en canal. Es el invento típico de los americanos; bebida de farmacopea. Aquí en España, como sabes, los cursis la mezclan con alcoholes.

--Pero vamos, ¿nunca bebiste un cuba libre?

--Bebidas políticas, ¡jamás! Cada día siento menos simpatía hacia los licores sin perjuicio de tal o cual libación excepcional. Lo que me emociona, enciende y subyuga es el vino, al que suelo aplicar los adjetivos que el gran San Francisco, mi santo favorito, dedicaba al agua.

--No me digas que no sales del vino.

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--Sólo ocasionalmente. Yo, en la actualidad, estoy hecho un clásico de tomo y lomo. Jamás bebo tinto del frasco de las tabernas. Aunque se resienta mi bolsillo, bebo siempre caldos selectos, con etiqueta de origen, sabor a gloria celestial y hadas en el fondo de la copa. Conozco el Madrid vinícola de punta a cabo; uno de mis saberes, no te quepa la menor duda.

Callan al sentir la presencia del camarero, que sirve con prontitud y se aleja. Los amigos brindan, aunque Ramón muestra su repugnancia a chocar la copa de vino con el vaso de Coca-Cola.

--Te perdono porque tienes muchas cosas que contarme. Habla por ese pico.

--Sigo en Michigan, como sabes.

--Ganarás mucho, cada vez más.

--Bastante, aunque los impuestos federales y estatales se llevan un pellizco.
--¡Quéjate!

--No me quejo, pero es así.

--¿Y qué haces en España?

--Disfruto de medio año sabático, hasta finales de diciembre.

--Entonces llevas un tiempecito en la patria. ¿Por qué no llamaste antes?

--Fui directamente de Barajas a San Sebastián, con la familia y después a Barcelona. Llevo a cabo un estudio para justificar la sabática. Por cierto que en Barcelona me topé con el Chema.

--Enrique también, hará cosa de un año, pero como si Chema le quisiera evitar. Le dijo tres o cuatro cosas ininteligibles y le pidió dinero prestado. Enrique dijo que se lo daría por la tarde, que le buscara en el hotel y ¡nunca más se supo! Enrique cree que está pirado.

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--No lo está. Tiene líos; la mujer, cinco bocas que alimentar y un trabajo poco glorioso de representante de una fábrica de jabones -aclaró Claudio.

--Distinto de hacer las Américas, ¿no?

--Pues mira, sí.

--¡Quéjate!

--No me quejo.

--¿Y ese estudio que te traes entre manos?

--De marketing; no creo que te interese.

--¡Por supuesto! Esas cosas de nombre obtuso me son tan inalcanzables como el tiro y la topografía en el campamento de las milicias universitarias -afirmación que Ramón rubricó vaciando la copa de vino de un sorbo.

--Los estudios de marketing -–replicó Claudio-- son muy útiles, aunque apenas se practican en España. Con ellos aconsejas al empresario que venda su producto de una manera distinta, se lo ejemplificas y demuestras con estudios de mercado, diagramas, publicidad y demás parafernalia; se asusta, cree que le pretendes timar y, además, tocarle los cojones.

Ramón rio y volvió a llenar su copa.

--¿Cuánto tiempo estarás por Madrid?

--Dos días, a lo sumo tres; he sabido que mañana, bueno, ya hoy, cierran a causa de la manifestación.

--Sólo de once de la mañana a cuatro de la tarde, pero dime, ¿no piensas quedarte en España? Con la cábala esa del marketing, el negocio familiar y lo bien que vivimos aquí, yo no me iría así lo recomendara el Nuncio.

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--Aquí no se vive bien, se vegeta muy bien. Conoces mis ideas de sobra, gallego. Sin libertad no hay futuro; cuando la tengamos, quizás logre una cátedra y me quede. Mientras tanto, seguiré en Michigan.

--Temo por ti --aseguró Ramón-- porque Estados Unidos corrompe a la gente. Todos los cerebros europeos que emigran para allá se desbaratan; de América no retorna nada bueno.

--¿Estás de broma?

--Mis ideas acerca de USA provienen, claro está, de la lectura. Tengo un libro de sociología de dos americanos; se llaman algo así como McIver y un tal Page; el libro desalienta por su pragmatismo desolador. Es un conjunto de páginas de estadística, opiniones ajenas, conceptos aparentemente claros y bien trabados los unos con los otros... pero sin dar una idea acerca de las cosas. En América no hay espíritu científico y si sigues allí, perderás el que tienes.

--El rioja te vacila.

Ramón prosiguió como si no le hubiera oído.

--La sociología de McIver es curiosa; cuando habla de Europa lo hace lleno de respeto y de unción, pero creyendo que somos la supervivencia de algo monstruoso y medieval, que la verdad y la actualidad son cosas que se cuecen entre California y Washington y que aquí, en Viena, Roma o París viven unos enanos bastante inteligentes, pero llenos de maldad.

--Hombre –intervino Claudio-, no te extrañe después de las dos guerras mundiales que nos montamos y ellos tuvieron que solucionar.

--Puede que razones bien --concedió Ramón-- y tengamos ideas parciales sobre ellos, pero a mí nadie me quita de la cabeza que todo americano es un poco del Ku-Klus-Klan, que desprecia al negro, al latino, al católico, al europeo y al 

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asiático. En mi opinión, nacer miembro del Ku-Klus-Klan, anglosajón y tener bisabuelos irlandeses no te hace superior nunca. Además, para los americanos Boston es algo así como nuestro Palacio Real y los barrios latinos o negros de Nueva Orleans la equivalencia de las cuevas granadinas.

--¿Ves? Ya encontraste parecidos, aunque disparatados.

--Dirás equivalencias topográficas, no vayamos ahora a comparar el jazz con el flamenco.

--De acuerdo, pero tu idea de los americanos apesta a leyenda negra. No niego que haya tipos como los descritos por ti, pero su relevancia es menor cada día. Las nuevas generaciones, Ramón, crecen en comunidades donde el aire esté limpio y la naturaleza no peligre, exploran los océanos y la luna; exigen que finalice la desigualdad de los sexos; que el indio recupere sus territorios, el negro salga del suburbio y el chicano tampoco sea un ciudadano de segunda clase; detestan al hombre del traje gris y por eso visten como los pioneros, el pelo y la barba pobladas, y ellas no se pintan...

--Ni se lavan y están todos drogados, pero ¿qué me estás contando? Macho, tú estás mal. La Coca-Cola te ha sentado mal. Mientras te recuperas voy a cambiar el agua al canario.

Claudio está asombrado de la perorata que acaba de soltar. “¿Me estaré americanizando como insinúa Ramón? De un tiempo a esta parte hablo más de lo que sucede en América que de las cosas de España, pero hablando de estas cosas perdemos el tiempo como antiguamente, discutiendo por discutir, exorcizando la cruda realidad, la que manda bajar de las nubes para lograr el plato de lentejas de cada día.”

Ramón regresa con una sonrisa amplia y frotándose las manos.

--¡Bueno, bueno, bueno...! Esto es entrar en razones -da una palmada en el hombro de su amigo y le felicita por haber pedido otra media botella de rioja y dos copas limpias--. Ahora sí que brindaremos como es debido.

Más que brindar se desean suerte. Luego, Claudio pregunta:

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--Y a España, ¿cómo la ves?

--Como siempre. Los españoles tenemos que adaptarnos al mundo y al tiempo en que vivimos. Y esto no sé cómo, ni por dónde se puede hacer; pero hay que hacerlo. El gobierno vive pertrechado en el inmovilismo. La oposición carece de calado ideológico y de programa; se la tragan dinamiteros asturianos, vascos y catalanes folklóricos. Manda un marxismo trasnochado, incrustado de vacuidad profesoral y el sempiterno anarquismo que llevamos en las venas. El marxismo, aquí, entre la gente joven, ha logrado interesar a casi todos y desquiciar mucho. Acá, Marx está más de moda que en Rusia. Como los españoles no quieren trabajar ni estudiar, pues, discuten de esas cosas y ves que se han vuelto marxistas, ¡asómbrate!, hasta niños de Serrano, todos ellos vagos, alcohólicos y cuasi analfabetos, incapaces por nacimiento de entender el marxismo o el capitalismo, dos cosas absolutamente serias y respetables. Sobre el futuro, cualquier opinión es puro acertijo; me parece, por lo que observo en la gente más seria y responsable, que no se logrará nada firme ni estable. Carecemos de horizonte.

--También carecíamos de horizonte en 1959 o 1960. ¿Recuerdas la conferencia que Rof Carballo dio en tu Facultad de Derecho y me comentaste por carta?

--La España de los 70, sí. Vaticinaba que el país pasaría a depender de nosotros, los que nacimos al concluir la guerra, justo en esta década.

--Todavía carecemos de horizonte, pero podríamos hacer un montón de cosas, ¿no te parece?

--Me parece una situación atractiva para los titanes, al menos para los hombres fuertes –afirmó Ramón--, pero a Gómez Llorente le echaron para Salamanca, a Pascual le finaron antes que al Che y, del Moro, ¿qué se sabe del Moro? ¿Volvió a Sevilla o sigue predicando pegado a la guitarra de Javier Pradera? A nuestra edad uno no puede resignarse al papel de espectador, pero a mí todo me da miedo. 

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Aparte razones egoístas e íntimas, no tengo fuerzas para predicar en el desierto porque la actitud del protagonismo histórico trasciende a manicomio. Será mejor que dejemos la política.

--Será mejor. Anda, háblame de ti y de los amigos, del temible círculo de los juristas.

Ramón echó un trago largo y con la mirada algo turbia recomenzó el discurso.

--Hoy por hoy, la mayor parte del tiempo me la absorbe la preparación del programa de registros, oposición que espero aprobar antes de un año. La profesión está francamente bien; se trabaja poco, se gana bastante, es un oficio digno, muy de nuestra época y tiene consideración social, aunque a mí esto último me importa un bledo.

--Luego en un año, registrador.

--Con todas las recomendaciones que me procure hasta el examen, que serán varias, lo que yo estudie y la bendición de la suerte, me independizaré de la familia que, verdaderamente, compite con Job por lo que lleva esperando mi profesionalización.

--¡Tendrás cara!-- ambos rieron.

--Mario y Enrique fueron los primeros en casarse. Renuncio a contar el detalle de ambas solemnidades salvo que a Mario le casó un monseñor que, a la hora de enfrentarse con los alimentos benditos, el champán y la ginebra, dio todo un espectáculo. Monseñor trincaba como Taras Bulba y ornó la liturgia postconciliar, ya de suya pintoresca, con eructos imprevistos y bendiciones a destiempo. El caso es que Mario quedó casado. En esta boda sólo Enriquillo hizo la competencia al monseñor; aparte de zancadillear camareros, agredir a la gente y recibir un tortazo de no sé quién, Enrique se portó bien. En su propia boda tuvo un comportamiento estricto. Se casó en Zaragoza. Tuvimos la humorada de presentarnos en la estación en el momento en que los esposos subían al tren y

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 les regalamos una raqueta de tenis comprada ad hoc, una raqueta que los recién casados no sabían dónde meter ni para qué les iba a servir, porque jugar, lo que se dice jugar al tenis, a eso no iban a jugar. Pepe Luis también se casó, en Valencia. Todos se casaron bien, con muy buenas mujeres. Enseguida se metieron en sus casas a hacer méritos en pro de la paternidad y, como es lógico, no tardó en haber moros por todas las costas.

--¿Y qué sabes del bueno de Antonio? ¿Acabó Derecho?

--No, hombre. Habrá estado por Oviedo estos días, copiando o intentando copiar los exámenes de Derecho Civil y recuperándose en las fiestas de San Mateo.

--Supongo que Mario continuará ejerciendo la carrera.

--Supones bien. Está más calvo, más patriarcal, más bonachón, más pesado y más lento que nunca. Arrastra un abdomen prominente y balbucea extrañas frases jurídicas de contenido cabalístico. Gana mucho dinero y se pasa el día cogiendo taxis porque tiene varios empleos y anda de cabeza tratando de simultanearlos y compatibilizarlos con la ginebra. Además, es padre. ¿Te lo imaginas?... Yo tampoco. Tiene un despacho cuya finalidad no acabamos los amigos de comprender. Empezó con Alejo.

--Le recuerdo; otro buen tipo.

--Alejo es inspector de trabajo y su actividad actual consiste en llevar emigrantes a América. Los emigrantes van en tercera y él en primera, todo pagado. En el barco se pasa la mayor parte del día cerca de la piscina y en bañador; por la tarde se pone una camiseta deportiva y el pantalón vaquero, agarra un paquete de Celtas y baja a la bodega para ver cómo marcha su tropa. Los que van con la ilusión de hacer las Américas, de maravilla, y los que vuelven, más o menos emocionados con el regreso a la patria, tampoco ponen pegas.

--Caramba con Alejo.

--Un tío listísimo, pero deja que eche un trago y te cuento una anécdota de cuando tenía el bufete con Mario. -A Ramón le entra una risa floja que levanta la expectación de Claudio-. No puede decirse que estuvieran esperando al primer 

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cliente porque precisamente sólo tuvieron uno. Un despido de obrero que insultó a su patrón. Se morían de risa al contarlo. El juicio, según Alejo, echó por tierra las teorías de Carnelutti. En la conciliación, el obrero, que era de armas tomar, se estrenó llamando cabrón al abogado del empresario. Visto el panorama, el magistrado exigió al obrero que dijera uno por uno los insultos que había proferido y éste, ni corto ni perezoso, afirmó que no había derecho a lo que estaban haciendo con él, porque al margen de mentarle la madre al patrón y de giñarse de vez en cuando en su padre, sólo de vez en cuando, no había hecho nada de particular. Vuelta a sulfurarse el patrono, a reírse el magistrado mientras Alejo y Mario se echaban las manos a la cabeza. Era un caso perdido que ni el abogado más zorro habría ganado, pero como debut no fue lo que se dice feliz. Menos mal que habían desengañado al cliente de la posibilidad de recuperar el trabajo y trataron de conseguirle una indemnización en vano; tampoco le cobraron nada porque les indemnizó sobradamente el jocoso rato que pasaron con él.

--Y Enrique, ¿también ejerce?

--Es el que más Derecho sabe de nosotros, pero la semana pasada perdió cinco pleitos seguidos, uno por culpa del abogado de la parte contraria, el otro porque se le pasaron los plazos y los demás porque eran causas perdidas. No da una en los tribunales, pero arregla lo que puede en las tabernas, donde reúne a demandados y ofendidos, les emborracha, y cuando compadrean, Enriquillo saca papel del Estado y pluma y les aviene sin más. Antes los bares hacían negocio con él y ahora él lo hace con los bares. Distinto a Pepe Luis, que está de notario en uno de esos pueblos trágicos y solitarios de España donde, al parecer, aún hay gente que testa. Los que no testan se fueron a Alemania. Debe ser angustioso comprobar que no hay negocios entre vivos, de comprar y vender y sólo se hacen cosas que trascienden a cadáver. Claro que Pepe Luis no lo verá así porque al margen de los testamentos dedicará sus ratos libres a sorprender bandos de codornices, a pergeñar sonetos y elegías. Será feliz; poeta, notario, cazador y casado; creo que tienen jabalíes por esas regiones.

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--¿Continúa escribiendo poesías?

--Publicó un libro hace poco, donde rima pajarillos y fuentes, y en el que hay un puñado de nanas fabulosas; un libro de poeta puro como no hay dos en España.
--¿Y tú? ¿Continúas escribiendo aquellas cosas pesimistas, blasfemas, tremendas e impublicables de cuando éramos estudiantes?

--Amigo mío, sigues empeñado en creer que tengo el alma avinagrada cuando realmente la tengo un tanto cascabelera. Soy de las pocas personas que van quedando con el corazón limpio. Esto no es un autoelogio; es, como comprendes, una autodefinición. Pues sí, sigo escribiendo. De hecho concluí una novela tremenda, pero no tiene título. Ni siquiera a Pepe Luis se le ocurrió uno satisfactorio. De los doce que yo tenía, nuestros amigos rechazaban todos y se morían de risa con el que más me gustaba, "El regodeo y las tinieblas". Comprendo que es inadmisible y que mi obra no puede tener un título impersonal como ese, pero tampoco es para tomarlo a pitorreo.

Se van apagando algunas luces, señal de que hay que marchar. Claudio llama al camarero y pide la cuenta, pero Ramón se empeña en abonarla. Los amigos salen a la calle, la conversación rota por el frío y los reclamos para asistir a la manifestación. Claudio sigue con dificultad los pasos largos y ligeros de su amigo; demasiado vino; perdió la costumbre, mezcló y parece que no le está sentando.

--Mira que nos quieren los isidros -dice Ramón-. Se plantan en Madrid al menor pretexto, como el del pasquín que han pegado por todos los sitios: “¡Esta vez porque sí! Un día por toda una vida".

Bajan por Gran Vía y se detienen en los escaparates de Sánchez Rubio. Mientras Claudio prende los botones de su chaqueta, Ramón masculla:

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--Vaya precios, ¡oh Diógenes! El harapo resultará elegante pasado mañana.

Cruzan Alcalá. Claudio compra tabaco a la viejita que, desde su puesto cercano al Banco de España, se queja del frío y del viento que desciende por Alcalá y Gran Vía perpendicularmente hacia ella.

--No hace tanto frío, abuela -dice Claudio-. Es que se está usted quieta ahí. Debería marchar a casa.

--Hijo, ¿y mañana qué como?

--El negocio del día ya lo habrá hecho.

--Eso quisiera, hijo; eso quisiera.

Claudio deja una buena propina y Ramón le susurra que por ahí se corre que esa mujer es Rosario La Dinamitera. Los amigos cruzan a la acera de la iglesia de San José. Se meten por Barquillo, recorren Infantas y no tardan en llegar al lugar donde quedó estacionado el coche de Claudio. Al verlo, Ramón exclama:

--¡Menudo capitalista estás hecho! Marchando a Blasco de Garay.

El Ford se pone en movimiento y el paisaje urbano se llena de siluetas y de luces fugaces.

--Y mañana empieza octubre, ¡qué digo!, ya es octubre -se corrige Ramón.

--Sí; octubre.

--Preparando la oposición, se me pasan los días olvidado. Me conservo como las momias.

Bajan del automóvil un tanto tristes. Claudio enciende un cigarrillo. Ramón, sintiendo frío, flexiona los hombros.

--Lástima de visita tan corta. Lo digo porque les vieras.

--¿Tenéis alguna tertulia?
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--No; la vida familiar y el haber llegado a la treintena impone ciertos alejamientos, aunque de vez en cuando nos vemos todos, con menos pelo y menos ascuas en el corazón. Charlamos, recordamos y tenemos el pensamiento evadido, puesto en las cosas cotidianas y en otras horrendas como los pleitos y el fútbol que son la negación de la vida. Yo también espero casarme cuando gane la oposición. Y espero, para ello, ciertos detalles también horrendos que me arrebatan el pensamiento, mientras vivo con mis amigos, mi familia, mi novia y mis libros, mis papeles…Vamos que no vivo porque tengo que vivir; casi como Santa Teresa, macho.

Intercambian una sonrisa cómplice. Claudio mira la punta de su cigarrillo y lo tira; luego clava los ojos en los del amigo y dice:

--Depende de las gestiones que debo hacer, pero si no es mañana, a la vuelta os veré. -Los dos amigos se abrazan-. Hasta pronto.

--Cuando quieras y sé buen chico.

Ramón desaparece en el portal de su casa y Claudio entra en el automóvil, que pone en marcha con desgana. Los recuerdos le asaltan, sobre todo el de una carta de su amigo que le impresionó: “Nos vemos todos con cierta frecuencia, pero el nuevo estado civil de la gente se nota. Cada uno se cree un rebelde lleno de inquietudes, pero a la hora de la verdad resulta que no hay más que burguesitos comodones, tristones y conformistas que sólo trasnochan del bracete de su legítima. Hoy como ayer seguimos hablando de política y exhibiendo ideas progresistas, mal digeridas de lecturas pobres y periódicos severos, pero si ayer arreglábamos España alrededor de unos chatos de vino, hoy lo hacemos vistiendo corbatas de seda, camisas limpias y tomando copas de cincuenta duros. Todos educaremos a nuestras hijas en las Clarisas. Es nauseabundo... pero somos buenos chicos y conservamos casi intacto el buen humor. Menos mal".

"Menos mal" repite Claudio para sí. De pronto siente un malestar creciente en el estómago. Detiene el Ford, se tira rápidamente hacia el asiento de su derecha, abre la portezuela y vomita contra el escalón de la acera. La mujer a la que había comprado tabaco y se quejaba del frío contempla la escena moviendo la cabeza.

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Capt. 6º

Le despertaron los correteos de doña Aurora entre el dormitorio, el cuarto de baño y la cocina. Mientras se desperezaba oyó decir: “¡Virgen! ¡Las ocho y media y tengo hora para las nueve en la peluquería!". D. Luis se levantó y subió la persiana; la luz inundó el dormitorio.

--Luisito, la leche está caliente; si no te importa, te preparas el desayuno. Las galletas y el nescafé están en el aparador del comedor. Levantaría a Marcela, pero como anoche no se sentía bien... ¡Tengo apuro! -La mujer le besó de refilón en las mejillas-. ¿Vas a la manifestación?

--Pues claro. A propósito, ¿dónde está la camisa azul?

--Huy, hijo; se te hubiera ocurrido ayer que tenía asistenta y podía bajarla. Está en una caja marrón en el maletero del cuarto de baño del servicio; también los correajes y lo demás. ¿Y por qué te la vas a poner?

--Mujer, ¿no es hoy un día indicado?

--Allá tú, pero nuestro vecino del principal izquierda, el que fue subsecretario de Hacienda, ya no la lleva para nada.

--Pues yo,  sí.

--¿Y también la corbata negra?

--Claro.

--Vaya, el uniforme de gala al completo, ¡digo yo!

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--Otra cosa. Si me encuentro con algún camarada y sale lo de ir a comer, pues...

--Ya, ya, que no vienes. Haz lo que te apetezca, pero avisa y recuerda que el cóctel en casa de los padres de Antonio empieza a las seis y media y viven lejos, así que ojo con las copas, que cuando os juntáis tres o cuatro...

--Mujer, a mis años.

--A tus años, mangas verdes; como si no te conociera. En fin; todo sea por estos treinta y dos años de paz. –Dª Aurora besó a su marido de nuevo-. ¡Me voy corriendo, no me pisen la vez, que las hay listas! Oye, que las niñas cuando se levanten hagan el favor de hacer las camas y arreglar la casa un poquito. Dile a Carmela que baje a la mercería y compre las cintas que necesitamos para los vestidos. Adiós, adiós.

--Adiós, Aurora.

Después de desayunar entró en el cuarto de baño. Se duchó tranquilamente. Luego de secarse y frotarse el cuerpo con alcohol hizo algunos ejercicios de brazos y flexiones de piernas. Lavó sus dientes con parsimonia, la misma que empleó con la rasuradora eléctrica.  Se aplicó el desodorante y, alzando la mano derecha, dirigió el vaporizador de la colonia hacia el cuerpo y lo apretó dibujando círculos y aspas. Cuando quedó satisfecho, se puso el batín y fue en busca de la famosa camisa azul.

Una hora después salía a la calle hecho un pincel. El día era espléndido. Los rostros de los transeúntes reflejaban la alegría propia de las jornadas no laborables, aunque la de aquel día lo fuera sólo en parte. Se vestía de fiesta, se caminaba despacio, los niños asidos a las manos de los padres. Se veía a muchos flechas y scouts presumiendo el uniforme, aunque las boinas flotaran ridículamente sobre sus melenas desmandadas.

Todo el mundo parecía llevar la misma dirección. Cuando don Luis entró  en la boca del metro de la Avenida de Felipe II sufrió la primera contrariedad del día al toparse con una cola impresionante para adquirir los billetes. Dudó si coger un taxi, pero se sintió invadido por un extraño sentimiento gregario  generado por la ilusión, la tranquilidad, la sonrisa y el parloteo de los allí congregados.

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Los vagones del metro iban atiborrados, pero ni al entrar ni al salir se producían los empujones ni los malos modos de otros días. D. Luis sonreía sin saber por qué. Sonrió menos cuando al bajarse en la estación de Opera tuvo que ascender por la empinadísima escalera.

Conocía  la plaza de memoria porque la oficina central de su cadena de electrodomésticos estaba cerca del Real. Cada mañana, y él era madrugador por costumbre, tropezaba  al salir del metro con la muchedumbre que venía de la calle Felipe V.  Allí empezaban y terminaban ruta algunas líneas de autobuses de los barrios nuevos y apartados.  Luego,  la muchedumbre se bifurcaba hacia la calle Arenal o desaparecía en la boca del metro -por la que acababa de salir- junto a los chiquillos y jóvenes que se dirigían al Conservatorio.

En la plazuela arenosa de Isabel II había siempre tipos inconfundibles: viejos mirones; lectores de periódicos; zangolotinos que perdían el tiempo lanzando pelotas de papel u objetos de plástico sobre la rejilla de la ventilación del metro y reían alborotadamente cuando el aire saliente frenaba la caída de los objetos; niñeras asediadas por  los bigardos de la Policía Militar, altos, achulados, empeñados en ligárselas y que, cuando las chicas marchaban, se ungían de un poder cancerbero y atemorizaban  a los soldados que venían de Campamento.

Los lunes por la tarde se divertía más. Cruzaba el paso de cebra de la calle Arenal para contemplar,  junto al pretil de la calle Escalinata, el jubiloso follón que organizaban una pandilla de críos y el hombre que, desde la ventana de un primer piso, preguntaba  a gritos si el Real Madrid había perdido el partido recién jugado.  Los arrapiezos vociferaban las pifias de los madridistas y  comentaban jocosos los goles encajados. El hombre parecía muy satisfecho con

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las noticias que le daban, desaparecía un momento y reaparecía con un cartucho de monedas que colocaba en hilera en el pretil de la ventana para luego golpearlas con el pulgar, una por una, enfilándolas hacia la pequeña multitud.

Pero lo que llamaba más la atención de don Luis cada día al atardecer, sobre las seis, eran las chicas tan vestidas, serias, que esperaban junto a la boca del metro sin mirar el reloj nunca. Raro, rarísimo que tanta mujer esperase cachazudamente al enemigo íntimo, calificativo que el Padre Angulo aplicaba a los hombres modernos en los sermones dominicales que, el Sr. Marco junto a su legítima, oía en la iglesia de los Padres Sacramentinos.

Pero aquella mañana la Plaza de Isabel II lucía distinta. Extraños y misteriosos altavoces situados en incognoscibles alturas emitían himnos militares, pasodobles y canciones regionales sobre una multitud apiñada que cegaba los pasos de las calles Felipe V, Carlos III y otras afluentes de la Plaza de Oriente. D. Luis llegaba tarde para lograr un sitio en primera línea, aunque los presentes habían improvisado un sistema de mensajería  mediante el cual, los cegados por el ataúd neoclásico del Palacio de la Opera, se enteraban de cuanto sucedía al frente de la manifestación: "Los árboles y los semáforos están copados..." "Se han tenido que plegar algunas pancartas para que la gente  pueda ver..." "Girón y Solís están en la primera fila..." De pronto se produjo un ruido ensordecedor de vítores y aclamaciones; los altavoces enmudecieron. El eco, como resaca de una ola devuelta por quienes bullían detrás de la Ópera, quedó desbaratado por el silencio que se produjo automáticamente en los del frente cuando una voz delgada prendió en los altavoces y fue en busca de los allí congregados. La  voz desaparecía de vez en cuando entre explosiones de entusiasmo para renacer desde las ignotas alturas.

D. Luis no podía reprimir la emoción y se le humedecían los ojos. Allí había niños, jóvenes y viejos, aunque la mayoría eran mujeres y hombres maduros como él. El antiguo entusiasmo renacía, se recuperaba el ardor guerrero, los cuerpos crecían, la piel y los músculos se estiraban, los pechos sobresalían, los estómagos se hundían…

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Las manos se alzaron y estiraron con energía cuando el Himno se alzó majestuoso por los aires. Se escucharon ovaciones y vivas. Alguien gritó: "¡Sale otra vez!". Luego, todo se desmontó rápidamente. Parte de la marea humana se sepultó en el metro y la otra parte enfiló por la calle Arenal hacia la Puerta del Sol. Había un rumor colectivo, se sonreía y, sobre todo, se comentaba: "Está claro; seguirá hasta el fin. ¡Qué hombre!"

El Sr. Marco se sentía rejuvenecer. Podía ir a la oficina y aguardar allí hasta que la circulación despejase, pero deseó caminar junto a todos. Buscó entre la multitud la presencia de algún viejo camarada; en realidad, todos eran camaradas, guerreros, mujeres o hijos de guerreros. Él también había sido un tío en la guerra. Se había jugado el tipo en el Alto de los Leones. Su buena estrella no permitió más que una cicatriz cobrada al saltar sobre la alambrada que protegía una ametralladora enemiga, máquina que el camarada que le precedía había hecho  volar por los aires. Por supuesto que también lució la camisa azul en el Alto de los Leones, pero no como aquellos muchachitos de Valladolid que sólo iban  a  sacarse la foto. Años terribles, pero se había luchado por las ideas con gallardía inaudita. Ahora era distinto. Ya no había hombres de pelo en pecho como los que saltaban sobre las trincheras, sino tipos como Antonio, mucho alferecito de la I.P.S. y todas esas vainas, despotricando de la situación, aunque ganando buenos duros a expensas de lo que hicieron los padres y gachós como su futuro suegro.

Entró en una cervecería de la Puerta del Sol y pidió un doble de cerveza. Tenía sed y bebió con avidez; repitió. Para el Sr. Marco la vida era muy simple; todo consistía en situarse; por supuesto, cada uno de acuerdo con sus luces y méritos. Lo demás, sencillísimo si se respetaba la familia, el municipio y los sindicatos. Bueno, ¡éstos últimos  le traían a él sin cuidado! Cierto que la familia tenía sus latas. Ahí estaba Aurora. Cuando la conoció con aquel uniforme de enfermera y

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aquel espíritu y ganas de vivir en perpetua vanguardia, ¡uf! A Aurora le sobraba amor al prójimo. Se daba como el pan caliente, que el noviazgo tuvo que ser corto porque de lo contrario... Pero después, cuando nació Marcela y los negocios empezaron a marchar, cambió.  A pensar sólo en las hijas y en la casa y dejó el hospital y se metió a sargento de criadas y a dilapidar los duros en tonterías y en veraneos disparatados en la Costa Brava cuando aquello era un lujo y lo que a él le gustaba era ir al pueblo.

Además, Aurora se había ajamonado demasiado pronto, vamos, que había doblado las hechuras y perdido aquella silueta y aquel desparpajo... bueno, seguía llamando al pan pan y al vino vino, pero en plan severo, y cuando lo del servicio se puso fatal, con las hijas ya crecidas, le entró un mando en la casa que no se diga, que nadie se atrevía a rechistar, ni él mismo. Y con lo del mando vino lo otro de meterse en la iglesia más de lo necesario, lo que trajo sus más y sus menos en la vida matrimonial. Excusas a las que se resignaba  para no hacer las cosas peor. Un hombre es un hombre y más cuando se mete para arriba de los cincuenta. Es más hombre, está como en el solsticio de la vida. Cierto que hubiera pasado por todo si no hubiese tenido los cascos calientes aquel día.

Sucedió como quien dice sin comerlo ni beberlo. Había echado el cierre a la sucursal de su negocio en la calle Fundadores y se metió en El Tiburón a tomar un vinito. Sabía perfectamente que en esa calle habitaba un racimo de mujeres extraordinariamente guapas cada una con un pisito pagado por algún fantasma que muchos conocían, pero no ubicaban. Lo sabía porque también frecuentaban la taberna contigua a El Tiburón y allí pasaban cosas muy raras, que lo contaba el propietario - con el que discutía mucho porque Marcel había sido y seguía siendo un rojo descarado.  Cuando entraba Chuchita Mendiola a pedir una botella de vino verdaderamente venía a que los parroquianos le dijeran cosas, la sobaran, que ella se dejaba, e incluso la muy cachonda decía: "Al que suba conmigo y me acompañe, le frío un par de huevos con chorizo". Ya, ya... ¡huevos con chorizo! ¡Si desfloró al mocito de los recados que tenía Marcel, apenas trece años de chaval!

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Pero aquel día vio la bodega tan llena y tanto cacareo en torno a Chuchita que se metió en El Tiburón. Allí se estaba bien; los parroquianos parecían más tranquilos. También estaba Maribel; sabido era que había despachado al comerciante de ultramarinos que la tutelaba. Él mismo presenció la pelea definitiva. Maribel hecha un basilisco y el viejo hecho una lágrima mientras Maribel le ponía de vuelta y media. Los que estaban en contra mascullaban que la leona había ahorrado lo suficiente para conseguir su independencia y largar al viejo. Los que estaban a favor  susurraban que la pobre era una desgraciada que había aguantado la situación por no pasar hambres y añadían que estaba verdaderamente enamorada de un futbolista del Rayo que la despreciaba por la vida que llevaba... En fin;  ya se sabe cómo es la gente y lo que lía. Pero desde que entró en El Tiburón notó que Maribel le miraba con mucho interés y que le entraba un no sé qué, que no podía resistir aquellos ojazos ni aquellas palomas que aleteaban dentro del escote.

Bebía su bebida favorita, la Margarita, echando unas miraditas que lograron la merced de una sonrisa, luego un cruce de piernas muy estudiado y,  después, la ocarina, porque el cuerpo soberano se alzó y vino a su lado. ¿Qué decir? Las fórmulas utilizadas en su juventud estaban apolilladas y tampoco se sentía capaz de decir una litrada. Pero resultó fácil, porque Maribel se puso a hablar del tiempo obligándole a recordar los pronósticos leídos por la mañana en el Ya, y por ese hilo sutil, la conversación prolongada, pudo invitarla a unas copichuelas. El encuentro de aquel día quedó ahí. Pero hubo continuación, la charla más viva -hasta que se habló de lo caro que se estaban poniendo los huevos-  y, como diera la casualidad de que al tener que irse también Maribel se iba, la acompañó hasta el portal, donde hubo un apretón de manos delicioso. A la tercera va la vencida, se suele decir, y así sucede casi siempre. En el tercer encuentro notaron que las palabras rateaban, que estaban casi agotadas, que los ojos se movían más que los labios. D. Luis sentía una ternura sofocante y Maribel exhalaba aromas 

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embriagadores. Ambos sintieron la necesidad perentoria de aproximarse. Aquella tarde, don Luis mudo, don Luis ciego, se cogió de la mano de Maribel, quien le sirvió de lazarillo hasta las oscuras profundidades de un cine de barrio; fue arrastrado hacia dos esquinadas y angulosas butacas donde intercambiaron caricias hasta darse un beso de fuego. Liado estaba don Luis con las emociones que deparaba su aventura, pero no su lazarillo que, invitándole a dejar el cine, le condujo por extraños y complejos laberintos hasta dar en un  lecho florido donde el mudo y ciego perdió la razón.

D. Luis se bajó en la estación de Ventas y salió a la Plaza de Roma. "Todos los caminos conducen a Roma” dijo tratando de hacerse la andariega gracia. No sentía los pies muy firmes, pero sí gazuza en el estómago y pesadez de cabeza. "Avisaré que no voy a comer", rumió entre dientes. Caminó aprisa por el Paseo de Ronda y entró en el Bar Diamante, siempre  atestado. Introdujo la ficha en el teléfono público y enseguida habló con Carmela. Que no iba a comer, que estaba con unos amigos, que regresaría tarde y justo en ese momento, un camarero bocazas gritando  “¡Bote!" y, de respuesta, el trallazo del “¡Gracias!" coreado por los colegas de la barra... “¡Que es el bar del restaurante!... que la ficha se acaba, que no hace falta que se ponga tu madre, que un beso e iré pronto...” ¡Hecho! Y se frotó las manos. Luego miró el reloj: casi las dos.  Le apetecieron unos calamares y los acompañó de una cerveza; su debilidad; cuando los comía recordaba el dibujo de Mingote en el que  un existencialista se aproxima a un bar del que sale un humillo a calamares fritos y dice: “Huelo, luego existo”. De pronto le asalta la duda de si Maribel estará en casa. "¡Qué tontería!". Recuerda que almuerza a las tres de la tarde cuando está sola; dice que así se acompaña de los chicos del telediario. También mala suerte que la visita coincida con el maldito cóctel porque lleva una semana sin verla. D. Luis se encontró en la calle Fundadores junto a un portal de mármol blanco. Entró y, como de costumbre, no utilizó el ascensor.

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          Dª Aurora salió de la peluquería echando fu como el gato. Estaba roja a causa de la maquinita de la permanente, pero también de ira. Había llegado a las nueve en punto; mejor dicho, sobraban cinco minutos, ¡pero le habían pisado la vez! No había posibilidad de peinarse en otra parte y  el cóctel era aquella misma tarde; de todos modos la atendieron a pesar de la manifestación, pero ella, lo que se dice ella, a la peluquería de Jorge Juan no volvía, ni aunque se lo pidiesen de rodillas. Después de tantos años, ¡hacerle una faena así!... Tan enorme que apenas disfrutó de Ama, ni de Miss o Mundo Joven, con los chismes interesantes que traían... Y ahora a ver si tenía tiempo para comprar las agujas de ternera en la pastelería Anacar, porque igual no quedaban.

Dª Aurora llegó al cruce de Jorge Juan con Narváez. Al punto estaba estacionado un Volkswagen y, dentro, una chica llorando. La miró de reojo; seguro que algún disgusto con el novio, alguna cochinada; una chica tan joven, con el pelo así de rapado y metida en un coche de rico... problemas. Cambió la luz del semáforo y doña Aurora cruzó, siempre alerta, porque no se fiaba de los conductores; a ver, a doña Herminia casi la dejaron seca en un paso de cebra; le cascaron la cadera y no la mataron de milagro. Y lo peor es que no pidió indemnización. Si hubiera sido ella... Están podridos de dinero, pero mira que no reclamar nada al conductor del autobús...

Entró en Anacar y pidió cuatro agujas. Barruntaba que Luisito igual no venía a comer porque ya se sabe cómo aprovecha los acontecimientos patrióticos y las reuniones de negocios. Pagó y salió de la pastelería. Estaba rendida de calor y le molestaban los humos del tráfico. Notaba que de un tiempo a esta parte le escocían los ojos y lo atribuía a la circulación. Que no se debe permitir. Tragas al día lo mismo que si fumaras una cajetilla de tabaco.  Lo leyó Antonio en una revista americana, y así debía ser, porque... ¿de cuándo acá ella tosía tanto? A ver, la maldita contaminación, que en la calle Narváez está imposible: A diario se

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sacaba un dedo de carbonilla de la barandilla del balcón. También maldita la suerte de vivir en un piso bajo. Claro que, cuando lo alquilaron, poquito después de la guerra, la casa estaba casi en las afueras y no presentaba los problemas de ahora. Entonces todo eran ventajas; el piso estaba fresquito cuando empezaban los calores y,  por el invierno, la calefacción llegaba muy fuerte mientras se quejaban de lo contrario en los pisos de arriba; ahora se quejan de que el agua les llega muy floja. A ver, con tantos electrodomésticos...

Dª Aurora cruzó Duque de Sexto con muchísimo cuidado. La idea de perecer bajo las ruedas de un coche le ponía la carne de gallina, que ya le había pasado a doña Herminia, ¡mira que no pedir la indemnización!... Duda si comprar fruta en Alfaro, pero desiste pensando que el asunto de los supermercados se está poniendo de pena; con los empaquetados y demás porras te inflan los precios, que la fruta está por las nubes y dicen que se pudre en las huertas. “Estaban muy buenas las manzanas que Marcela preparó ayer por la noche y eso que la pobre….  No lo trasluce, pero lo de Carmela tiene que afectarla.  Está  ida. Ahora, lo que no aguanto es que se casen a las siete de la mañana con todos los síntomas de una boda de penalti. No se puede aguantar. A ver, ¿qué pensará la gente? Pensaría lo mismo que yo. Eso hay que arreglarlo esta misma tarde.”


Capt. 7º

Carmela no podía aguantar las ganas de contar el notición a su hermana y entró en el dormitorio, sorprendiéndose al verla despierta.

--Chica, ¿pero no estabas roque?

--Me despertaron las radios del patio.

--Menudo guirigay. Imagínate la Plaza de Oriente; hasta papá ha ido.

--¿Y mamá?

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--En la peluquería. Quiere estar despampanante para el cóctel; sabes como es. Pero vengo a darte una buena noticia. ¿Imaginas quién preguntó por ti? - Carmela se sentó en el borde de la cama.

--Ni idea.

--Claudio, el chico de al lado.

Marcela se ruborizó ligeramente.

--¿Claudio?

--No permitió que te despertara; dijo que vendría a buscarte a las siete de la tarde, si estás disponible.

--Me hubieras avisado.

--¿Te habría gustado recibirle oliendo a plumón, aturdida y sin arreglar?

--Tienes razón.

--Oye, está de fábula. ¡Cómo viste! ¡Cómo habla! Unos ademanes… de actor de cine.

--Si te oye Antonio, te pela.

--¿Antonio? - dijo Carmela en tono burlón.

--¿Es que hablasteis mucho?

--Un poquito, pero de ti, tonta; te conserva el cariño y la amistad.

--¿Y preguntó si tenía novio?

--Pues, sí; lo preguntó.

--¿Y qué respondiste?

-Que lo tuviste y le plantaste por botarate.

--¡Pero qué chismorreos son esos?

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--¡Anda ésta! Hay que darse importancia, demostrar que una sabe tomar decisiones, que ya ha sido promocionada, que no va de aprendiz por la vida.

--Pareces mamá.

--Mujer, se lo dije por tu bien.

Marcela sonrió y se alzó para dar un beso a su hermana.

--Eres muy buena; seguro que has limpiado la casa y tampoco me despertaste para eso.

--¡Bah! Hice las camas y pasé el paño a los muebles y rincones donde mamá se fija, ¿para qué más? Ojalá... -Y se cortó antes de añadir lo que estaba pensando-. Me voy; tengo que comprar unas cintas o me pela. ¡Va a ser un día!... La batalla entre mamá y Antonio promete ser pistonuda.

--¿Y por qué quiere Antonio casarse tan temprano?

--Te lo cuento si guardas el secreto.

--Prometido.

--Los amigos le apostaron que si era capaz de casarse a las siete de la mañana le regalaban dos billetes de avión a los países escandinavos en clase preferente, ¡billetes abiertos! ¡Imagina que luna de miel! Antonio y yo ni lo pensamos. Además, ha sacado dinero a su padre para bajar luego a Italia. ¡Y después a disfrutar de la beca en América!

--Por eso pediste una ayudita a papá, ¡mira si sois bandidos! - exclamó Marcela riéndose.

--La ocasión la pintan calva y a vivir que son dos días; lo que importa es pasarlo bien. Si las cosas se ponen a huevo, como dice Antonio, no hay nada como casarse a las siete de la mañana.

--Caramba, y yo creía que Antonio era un… -- Carmela no la dejó terminar.

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--Hace el paripé. Se lo advertí: "A mamá la saludas y le hablas siempre muy compuestito, tímido y con mucha educación, o te da el olivo". Es un vivales, Marcela, que si me dejo, la boda sale de penalti.

--¡Mujer, qué cosas dices!

--Mi situación no es la tuya. No tengo carrera y mamá siempre creyó en la infalibilidad de los viejos métodos para cazar novio, ¿recuerdas?, ser niña bien, de iglesia, modosita y tal, cuando hoy sólo atrapas novio si le alborotas el gusanillo de la entrepierna y, aun así, muchas veces tocata y fuga, que son otros tiempos, Marcelita. ¡Y ahora a por las cintas, o me mata!

Marcela cerró los ojos y la imagen de Claudio sustituyó a la de su hermana. Había pasado tiempo desde la última vez. Instintivamente deslizó las piernas fuera de las sábanas; luego las alzó, arqueándolas con delicadeza, moviendo sus tobillos mientras el camisón blanco se escurría y, a la vez, sus manos se estiraban sobre los muslos desnudos. Las radios del patio se oían con más estrépito que antes. Marcela suspiró y continuó relajándose. Luego, saltó de la cama y miró por su ventana hacia la del piso de enfrente a cuyos cristales no llegaba ni un rayo del sol que andaba en los altos del día. La mañana debía ser hermosa. Lamentó no haber madrugado. Fue al cuarto de baño. Decidió que se ducharía a la tarde y hundió el rostro en las manos llenas de agua fría.



Llegaron sobre las dos menos cuarto. Doña Aurora había encontrado a Carmela en el portal. La casa se puso en revolución. Había que hacer un montón de cosas y preparar la comida. Hubo más que palabras al ver que don Luis no llamaba. ¿Se echaría o no se echaría una trucha más a la sartén? Al fin llamó; que había encontrado cuatro camaradas y comería con ellos; estaría en casa sobre las cinco menos cuarto. Carmela preguntó si hablaba desde un bar, por el bullicio. Respondió que estaban tomando el aperitivo en el bar del restaurante y que no hacía falta que se pusiese su madre porque no tenía más monedas y el teléfono 

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se iba a cortar. "Caramba con papá. Mira que si se enchufa y monta la película en casa de Antonio; tendría gracia". A doña Aurora no le hacía ninguna. “¿Te ha dicho que a las cinco menos cuarto? ¡Será mandria!". Hizo un paréntesis y pidió a Marcela que friese las truchas para evitar que Carmela y ella se atufaran con el humazo; luego comentó:

--A ver si con cuatro camaradas o con lo que yo me aviento.

--Pero si es un panoli; quiero decir, un buenazo -rectificó Carmela ante la mirada irritada de su madre.

Comieron en un periquete. Mientras Marcela recogía la mesa y lavaba los platos, las otras dos mujeres daban puntadas en el cuarto de estar, ponían cintas a sus trajes de ceremonia y de vez en cuando se ahuecaban el pelo ensayando el rito de las tardes y noches de fiesta. A las tres de la tarde, doña Aurora mandó poner la televisión. Quería ver el telediario. Se trasladaron con sus vestidos, sus cintas y el cesto de costura de nuevo al comedor. Doña Aurora remitió en su afanosa labor para alzar los ojos hacia la pantalla y comentar:

--¡Qué hombre! La paz que nos ha dado. Si no fuese por la peluquería hubiese ido con vuestro padre. Se lo merece.

--A mí el que me chifla es el joven; vaya facha - dijo Carmela.

--Fíjate en lo que ha dicho -prosiguió la madre-. Todo atado y bien atado. Así se hacen las cosas y no como por esos mundos de Dios que no salen de una revolución para entrar en otra. ¡Da un miedo pensar en que falte!...

--¿Y por qué?- preguntó Carmela.

--Porque en España se vive como en ninguna parte. Aquí puedes andar por la calle y nadie se mete contigo y hay religión y lo que debe haber.

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--Pues Antonio dice que aquí también hay gente que se muere de hambre, pero no está permitido comentarlo en los periódicos - replicó Carmela sabiendo que mortificaría a su madre.

--¿Eh? ¿Morirse de hambre? Los gandules, de los que hay muchos. Cuando la República sí que moría la gente de hambre. Dímelo a mí. Y sólo había tiros por las calles. Ese Antonio de un tiempo a esta parte me da que pensar, ¿no será comunista?

--Es broma, mamá -Carmela se desternillaba de risa y añadió-, por picarte.

--Pues pica, pica, que te llevarás un morrón de los buenos.

Marcela no estaba en la conversación. Aunque miraba al televisor, su pensamiento estaba lejos de la Plaza de Oriente; de hecho en el piso de al lado. ¿Estaría Claudio? Y cuando apareciese, ¿qué se dirían? ¿Conversarían en casa? ¿Irían a una cafetería? Siempre hicieron una buena pareja, pero mejor no recordar. Pasear y meterse en una cafetería. La voz de su madre la sacó de su ensimismamiento.

--O sea que tú definitivamente no vas al cóctel-cena.

--No, mamá; ya cumplí cuando la petición de mano y estaba decidido que hoy no iría.

--Pues te lo pierdes; habrá otros chicos, te relacionarías.

Carmela se echó a reír y dijo:

--Pero mamá, ¿por qué la pinchas ahora que tiene una cita con Claudio?

-- ¿Qué Claudio?

--El chico de al lado.

Dª Aurora suspendió la labor y miró intrigadísima a sus hijas aguardando más información.

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--Vino esta mañana preguntando por mí. Yo estaba acostada y habló con Carmela.

--Y me dijo que a las siete vendría a buscarla - añadió la hermana.

--¡Ah!, pues mira, un detalle. Parece que no se ha olvidado de ti. Y por nosotros, ¿preguntó?

--Claro y me encargó saludos.

--¿Qué planes tienes? - preguntó la madre a Marcela.

--No sé. No he hablado con él.

--¡Pues qué van a hacer! Dar una vuelta y charlar de sus cosas - dijo Carmela.

--Lo malo es que si viene por poco tiempo, dudo que sea un plan para ti, hija.

--No es un plan, mamá; es un amigo al que hace mucho tiempo que no veo; tan sencillo como eso.

--¡Uy, hija! Ni que te hubiese ofendido. Haz lo que quieras.

Y doña Aurora volvió los ojos hacia la pantalla del televisor que mostraba una masa enardecida y un balcón desde el que saludaban unas personas que luego hacían mutis.



A las cinco menos cuarto, como un clavo, don Luis entró en el recibidor de su casa. Sus pasos no eran lo firmes de a diario, pero procuraba mantenerse derecho con más pasión que de costumbre. Venía pálido, ojeroso, pero entró en el comedor frotándose las manos. Carmela le recibió con algazara, Marcela le dio un beso y doña Aurora le inspeccionó mientras le llamaba marido fresco y descastado al detectar un perfumillo sospechoso, pero no quiso sacar las cosas de quicio. Sabía que sus palabras, como en otras ocasiones, se estrellarían contra la impoluta pechera de un hombre que, aseguraba, sólo había cumplido deberes de patriota y de fidelidad a la amistad.

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Le preguntaron qué había comido y se despachó con un menú nacional; mira por donde también se había ventilado una trucha, pero a la navarra. De los amigos, resucitó al de siempre, trasladó a Madrid a otros dos desde remotos puntos de España y el cuarto resultó el amigo fraternal que nunca había existido, pero tenía muy bien inventado. Sermoneó cariñosamente a tarabillas tan mal pensadas, pues, mientras sus amigos planeaban una juerga de campeonato en la sobremesa, lo suyo fue mirar el reloj, apurar la copichuela, pegar un brinco y venir a casa para cumplir con sus deberes paterno-filiales con la mayor puntualidad. Rieron las hijas, la señora se sintió satisfecha y todos, menos Marcela, pasaron a sus respectivos cuartos a fin de engalanarse y rematar el día con un eco de sociedad de importantísima trascendencia para sus vidas: asistir al cóctel en honor de don Pascual, padre de Antonio, a quien habían otorgado una medalla distinguida al Mérito Civil.

El reloj, implacable, se comía los cuartos de hora con una voracidad que producía espanto a doña Aurora. El pasillo de la casa se convirtió en una pasarela donde la familia se exhibía a la carrera, primero en bata y, al final, luciendo vestidos pretenciosos llenos de floripondios.

A las seis menos cuarto Marcela estaba en la puerta del piso recibiendo besos de despedida. Suspiró aliviada y fue a su cuarto dejándose caer sobre la cama. “¿Tendré suerte esta tarde? Suerte es una palabra que suena a mamá”, se reprochó. Pensamientos y emociones se debatían adentro y no conseguía soslayar unos ni otras.

“Debo tenerla aquí”. Abrió el cajón bajero de la mesita de noche y sacó un álbum de fotografías. Buscó una de Claudio y, hallándola, trató de recordar los pormenores de aquella excursión al Guadarrama. Desde luego estaba guapísimo. Se quedó pensativa. Después, cerró el álbum, meneó la cabeza y contrajo nerviosamente su mano derecha. “¡Ha pasado tanto tiempo que ya no somos los mismos!”. El reloj del comedor dio seis lentas campanadas y Marcela saltó del lecho como impulsada por un resorte.

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Se desnudó, dejando las prendas descuidadamente sobre la cama. Después entró en el cuarto de baño para ducharse. Mientras se ponía el gorro pensó que la tarde podía ser interesante. El choque del agua, más fría de lo previsto, la estremeció y la obligó a maniobrar en los grifos. El agua empezó a despedir un ligero vapor y a medida que se calentaba empezó a sentirse bien. Sus manos, enjabonaban o aclaraban cadenciosamente; al tocarse los senos notó que se estaba poniendo rematadamente sensual.

La imagen del Claudio que recordaba volvía a su mente. Había sido su primer amor, pero también una idea obsesiva. Apenas recordaba rasgos de su carácter, pero sí la fuerza de aquel primer beso y el calor de las contadas caricias que ella admitía, porque entonces era una mojigata, una mojigata rematada. Marcela rebobinó sus recuerdos a los chicos que le gustaron cuando era colegiala, aturdidos por las emociones que ellos mismos se despertaban. Después llegaron los chicos mayores, los que querían acostarse con ella, la perturbaban y le daban miedo. También recordó el episodio con un adolescente la semana pasada en el cine. Apenas le vio parte del rostro, pero sintió su aliento y su mano temblorosa y no fue capaz de rechazarle y hasta le animó juntando su rodilla a la suya y abriendo sus piernas para facilitar que sus inexpertas manos entraran por el hueco de la minifalda. Casi de seguido le sorprendió con un beso antes de levantarse e irse apurada.

Marcela salió de la ducha. Caminó de puntillas hacia la alfombrita que su madre, por costumbre, alejaba del baño para que no la ensuciaran. Contempló su cuerpo atlético y proporcionado reflejado en el espejo del armarito. La pena eran sus manos y las escondió impulsivamente en un rebozo de la toalla; la avergonzaron siempre. Se consoló pensando que su rostro, si no era tan bello como el de Carmela, tenía aquellos ojos grandes, almendrados... La melena se esparció al quitarse el gorro de baño. Recordó cuando Claudio pretendía acariciarla y ella respondía con estúpidos manotazos. Marcela hundió el cepillo en sus cabellos y lo movió lenta y repetidamente; pensaba en peinados adorables hasta que tomó conciencia de la hora y fue a vestirse.

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Abrió el ropero sin idea de qué ponerse. Por primera vez en muchos meses notó que su armario estaba atiborrado y que la presión de los trajes entre sí había arrugado la mayoría. Decidió probarse un niqui anaranjado y una falda de dibujos, pero la falda estaba pasada de moda. Fue pasando perchas trabajosamente hasta que descubrió uno de sus predilectos; simulaba un dos piezas, jersey amarillo y falda escocesa, pero no hacía frío como para llevarlo. Tropezó luego con el traje minifaldero de organza que llevó al cine cuando su aventura con el adolescente. Buscaba y buscaba comprobando con tristeza que la mayoría de sus vestidos estaban anticuados. Sintió ganas de llorar y no pudo reprimir un pensamiento de ira hacia su madre por abandonarla en favor de Carmela. ¿Carmela? ¡Qué idea! Tenían casi la misma estatura y no era la primera vez que usaba sus prendas.

Corrió al dormitorio contiguo y al gigantesco armario que, al abrirse, desprendió una fragancia agradable. Allí todo estaba ordenado, las sedas con las sedas, el popelín con los popelines… los trajes según colores y gamas; sobresalía el marrón --todavía de moda-- en una hilera de blusas, chaquetas, faldas y vestidos. Marcela miraba asombrada; las perchas se deslizaban entre sus dedos mientras su imaginación evocaba el milagro de la Cenicienta. Se probó un jersey fino, marrón, y una minifalda del mismo color; creyó que el conjunto le sentaría, pero una vez puesto observó que el jersey le hacía pliegues en el pecho “Carmela tiene más”, se dijo. Probó después un traje sencillo, negro, pero carecía de gracia y aparecían los pliegues del anterior. Miró su reloj; faltaba un cuarto de hora como mucho. No había tiempo que perder; tenía que decidirse y apostó por el jersey y la minifalda.

Regresó a su cuarto. Estaba tan decidida que quiso resistir la tentación de mirarse en el espejo, pero lo hizo. Le disgustó lo que vio. No podía apartar los ojos de aquellos muslos al aire ni el recuerdo de la mano temblorosa del chico ni el pensamiento del reloj acercándose a una hora que comenzaba a odiar. El 

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espejo le devolvía una imagen de mujer vulgar, hasta sus cabellos parecían caer lacios sobre los hombros. Cuando pensó que todo mejoraría si se ponía unas medias negras y una cinta del mismo color en el pelo, sonó el timbre de la puerta. Marcela crispó los puños, pero se quedó quieta, desesperadamente quieta. El timbre volvió a sonar repetidamente. Escuchaba con lágrimas pugnando por salir. Luego no oyó nada. Sintió una tristeza profunda. Se aproximó a la ventana de su cuarto y miró la de enfrente, los cristales opacos, oscuros. Repentinamente se encendió una luz. Claudio estaba allí. Se apartó de la ventana y, lentamente, se desvistió. Estuvo un rato largo como inerte, sin reaccionar. Después se puso lo que su madre llamaba el uniforme de Marcela, una falda gris y una blusa blanca. Luego, se echó un púligan azul marino sobre los hombros.


Capt. 8º

Claudio entró en su piso. El día estaba siendo de aúpa. Primero las visitas, esperas y dilaciones a fin de conseguir la documentación necesaria para su estudio. Luego la comida con un colega español que llegó al restaurante con casi media hora de retraso. Habían convenido hablar sobre la traducción y publicación en España de un libro norteamericano sobre marketing, otro de los motivos de la estancia de Claudio en Madrid, pero el colega, una vez instalado en la mesa y disfrutando del güisqui, los saladitos y demás pecadillos, inició un parloteo incontrolado sobre lo desabrida que se mostraba la vida con él.

Constituía la cumbre de sus mortificaciones lo difícil que resultaba circular por Madrid con su Morris perla, adquisición reciente que, por si fuera poco, le estaba originando algunos problemas con las chicas. ¡Oh, sí! Llegaba el consomé esparciendo humillos de néctar jerezano cuando el ilustre profesor inició el relato de sus amoríos con discípulas ansiosas de liberación y no concluyó hasta que el rodaballo a las finas hierbas fue ultimado junto a un buen sorbo de Alella Marfil Blanco.

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Cuando un camarero con pinta de Valentino jubilado sirvió el asado de cordero y el Marqués de Riscal, el sátiro que apareaba ninfas en los aledaños de la universitaria y en el Morris perla de tan difícil circulación como fácil estacionamiento, fue interrogado por su compañero de mesa acerca de la traducción proyectada, pero lo hizo justito cuando el guiso del cordero navegaba en grandiosos barquitos hacia la boca bloqueando las habilidades lingüísticas del acreditado profesor. La pregunta fue reiterada y, entonces, los dedos de este, gordezuelos, asidos al tenedor, alzaron un corte del simbólico y pacífico animal hasta la guarida de sus adiestrados caninos. Y sabido es que no se habla con la boca llena.

La actividad laboriosa del comensal se apaciguó cuando el doble de Valentino dejó sobre la mesa dos copas de helado italiano y la liberalidad provocativa del Dom Perignon burbujeó en dos copas de cristal labrado. “¿Y del libro qué?” volvió Claudio a preguntar. Del libro nada; no había tiempo; además, Claudio debería saber que el negocio editorial del marketing no estaba en la traducción; consistía en leer unos cuantos textos norteamericanos nunca vertidos al español, extraer los capítulos y párrafos más notorios, barajarlos y refreírlos hasta que formasen un tratado suficientemente consistente para que la crítica especializada pregonara las excelencias de lo que no entendía, porque magro asunto si entendía; luego, a venderse como rosquillas a los estudiantes.

Ese era el negocio, nunca el de traducir a un norteamericano famoso que, por si fuera poco, percibiría derechos de autor y tronaría el prestigio de los libros españoles sobre la materia en circulación. "Hay que vivir y dejar vivir, Claudio" sentenció. Añadió, sin que viniera a cuento, que la universidad estaba imposible, llena de reformas laberínticas que premiaban poco la investigación, resultando obligado dedicar la mayor parte del tiempo a permanecer en la palestra para no ser marginado y, sobre todo, practicar las leyes del bien-me-arrimo, única forma de que cayera la golosina de algún cargo que rentaría lo suyo antes del cese.

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Cuando el Valentino de pega sirvió el café y las copas de Napoleón, el ilustre profesor enumeró las tesis que dirigía, habló de una conferencia que sus ayudantes le preparaban y pronunciaría en el Círculo Catalán, de la comunicación para un congreso a celebrar en Londres y del fastidio de las clases que no podía pasar a sus auxiliares. Entre sorbito negro y sorbo imperial, preguntó a Claudio si cuando regresara de América la próxima vez le podía traer una buena raqueta de tenis, deporte que tenía recomendado para reducir su abdomen y Claudio, tras decir que sí, sintiendo la cabeza como una jaula de grillos, miró el reloj, hizo que se asombraba, habló de otra cita, forcejeó sobre el asunto trascendental de quién había invitado a quién, pagó a satisfacción del Valentino en ruina, y dejó al joven y no obstante célebre profesor haciendo vainas con las puntas de su bigote.

Eran las siete cuando pulso repetidamente el timbre del piso de Marcela sin obtener respuesta. "A lo mejor Carmela se olvidó…" -pensó- "Debí telefonearla"... "Igual tenía otro plan"... y también "O no quiere verme y deja el mensaje de que entre nosotros dos no queda nada de nada” Tenía presente que Marcela no había tenido noticias suyas desde su estancia en París, aunque tampoco ella contestó a su única carta. Recordó su belleza, que estaban como locos el uno por el otro, aunque a veces le hastiaba por aquella manía de darle manotazos cuando se ponía estrecha. Pensó que Marcela hoy sería distinta, físicamente y en el modo de pensar, que en España se puede pasar de la amistad al amor, pero, al revés, resulta difícil.

Él también había cambiado. Al comienzo de su estancia en América la imagen de Marcela se interponía cuando se sentía atraído por otra mujer. Marcela y España eran un binomio indestructible hasta que Ellen se enfadó un día y le gritó que aquel paisaje, aquellas montañas y aquellos árboles no tenían que recordarle nada de España porque eran americanos y tenían nombre inglés. "Deja de comparar. Son de aquí y tienen belleza propia". Ella también.

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Se repantingó en el sofá del cuarto de estar. Fumaba un cigarrillo que dejaba un olor muy fuerte como a cuerda quemada por toda la habitación, pero le hacía bien porque levantaba su espíritu. Se oían las notas suaves de un Adagio de Albinoni. Tenía los ojos fijos en la reproducción de un cuadro de S. D. Chavda que representaba a dos campesinas hindúes de camino al mercado. Había mirado muchas veces el cuadro, pero sólo en aquel preciso instante percibió que la campesina de color oliváceo caminaba con esfuerzo porque la cesta que llevaba sobre la cabeza era mayor que la de su compañera. Se sintió invadido de simpatía hacia aquella mujer que, a pesar del esfuerzo, marchaba ágilmente, con el ojo izquierdo visado, significando el diálogo con su amiga. Dio otra pifada al cigarrillo y exhaló el humo con lentitud en dirección al cuadro; creyó ver que se enredaba en los troncos de dos árboles y que entonces lucía más el perfil de la mujer bronceada con su gran ojo blanco. Le pareció que Chavda había utilizado las ramas de los árboles para dimensionar el cuerpo de aquella mujer tan esbelta, atlética, joven, tan alta como el árbol, vertical como era el árbol que tenía al costado, que aquellas ramitas y pájaros ausentes contrastaban con la mágica desnudez de la mujer que no era casada. Abrió mucho los ojos porque tuvo la impresión de que las dos campesinas seguían su camino fuera del cuadro y marchaban ahora por la pared y el misterioso escenario se trasladaba con ellas, haciéndose infinito. Se sentía bien, se sentía a gusto porque él se incorporaba y las perseguía y se alejaban riendo, hasta que él se cansaba y ellas hacían descender los cestos de la cabeza y le esperaban. El encanto se rompió de improviso. El cigarrillo estaba aplastado en el cenicero y el vaso de güisqui reposaba aún sin apurar. Restregó los ojos tratando de hacerse con la realidad. Sonaba el timbre de la puerta.

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Capt. 9º


No dejaban de mirarse, las manos enlazadas. Por fin la hizo entrar y, al cerrar la puerta, Marcela se aproximó ofreciendo sus labios. Claudio los tomó con suavidad para luego oprimirlos mientras la abrazaba. Ella se estremeció. Sintió que no quería separarse de su boca, de aquellos besos entrecortados, como desesperados. Permanecieron así un buen rato hasta que después él la llevó al dormitorio. Se desnudaron lentamente, sin dejar de mirarse y, abrazados de nuevo, se echaron sobre la cama. Los muslos y las pelvis se aproximaron. Sintieron que piel y músculos comunicaban. La boca de él se hundió en los pechos de ella, que besaba sus cabellos mientras las manos favorecían sensaciones y encuentros que terminaron sublimándoles. Agotados, se quedaron de espaldas mirando el techo de la habitación. Después, Claudio dijo:

--Hace tanto… – dejó la frase sin terminar.

--Lo deseaba.

--¿De verdad? --arriesgó a preguntar al tiempo de besarla en un hombro.

--Sí; te deseé siempre.

--Pues cuando éramos novios no habrías hecho el amor conmigo de seguro y, si lo hubiera intentado, me habrías escaldado a manotazos.

--No sé. He olvidado muchas cosas, pero nunca el ansia que me producía la proximidad de tu cuerpo aunque fingiera rechazarte. – Él fue a hablar, pero Marcela le puso la mano en los labios y continuó-. Pasa que no fuimos novios de verdad, por eso nunca contesté tu carta de París. Creí que entre nosotros había sólo atracción, deseo, carnalidad... aunque también hubiese camaradería.

Claudio no respondió. Marcela se había incorporado y recogía sus prendas.

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--¿Tomas una copa? - preguntó él.

--Sí; gracias.

Mientras ella iba al cuarto de baño, Claudio se vistió y fue a preparar las bebidas. Recordó que le entusiasmaba el gimlet. Al rato, Marcela volvió sonriendo; parecía tan bella como segura de sí misma. Claudio le pasó la bebida y alzo la suya haciendo un gesto de brindis que ella devolvió.

Se sentaron en el sofá del cuarto de estar. Marcela había imaginado la pieza muy distinta. Era sombría; en particular la colección de búhos que llenaban una repisa. Le agradaba el cuadro de las hindúes desnudas y la música que salía del gramófono.

--Es el Adagio en C Menor de Albinoni, un amigo de Vivaldi –comentó él-. En América hace furor entre los melómanos. Han descubierto el barroco.

Marcela, como por decir algo, pidió que le contara cosas de su vida, pero se concentraba en mirarle y apenas le escuchaba. Él contó que de Bilbao marchó a París porque su padre quería que estudiase economía y perfeccionara el francés. Tomó a pecho lo segundo más que lo primero y el barrio latino llegó a ser su segunda casa. Le descubrieron y papá le mandó a Harvard, a completar su formación de economista y mejorar su inglés. Después empezó a enseñar y ahora lo hacía en Michigan. Acabó diciendo que había escrito algunas cosas y logrado una miaja de prestigio aunque, por supuesto, se le ignoraba en España más allá del círculo universitario.

Al concluir, Claudio preguntó:

--Dime la verdad, ¿había otro hombre cuando recibiste mi carta de París?

--Lo hubo después y mejor no le hubiera conocido. Uno de esos chicos que conoces en la Facultad y tienen la desfachatez de programarte la vida. Cuando terminó la carrera y empezó a ganar dinero, me dejó por otra. –Marcela bajó la cabeza y continuó--. No comprendí a tiempo que si existía la posibilidad de una

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relación libre entre tú y yo resultaba una idiotez sustituirla con ese noviazgo, pero la familia y la vida social española no aprueban que las mujeres salgamos del guion, de la meta mediocre programada a nuestra vida, la de llegar a un altar. Mirado al revés tuve suerte porque me libré del tipo y quizás haya quedado para vestir santos, pero soy libre. ¡Oye! Este gimlet está muy fuerte -dijo cambiando la conversación-. No recordaba que se me subía.

Claudio bromeó:

--Pues iba a prepararte otro.

--Ni lo pienses.

Tuvieron la impresión de que habían agotado la conversación. Sus pensamientos estaban más en lo sucedido entre ellos. Claudio preguntó:

--Mañana o pasado regreso a Bilbao, pero volveré a Madrid. ¿Nos veremos de nuevo?

Ella le miró a los ojos y después contestó:

--Si estoy, sí.

--¿Es que piensas irte?

--Si tengo la oportunidad de dejar Madrid, me iré, pero si vuelves y estoy, si quieres verme…

Marcela se levantó e hizo el gesto de que se debía irse. Él preguntó con la mirada algo que ella no quiso responder. Se dieron un beso largo de despedida y Marcela cruzó el rellano de la escalera.



Los autobuses que vinieron de provincias ponen rumbo a Levante, Extremadura, Galicia, Andalucía y algunos puntos de la provincia de Madrid. Sus viajeros miran por las ventanillas, empinan la bota sin entusiasmo, repasan la historia de 

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dos días excitantes, o dormitan. Un viejecillo ríe entre dientes alguna ocurrencia mientras apoya la barbilla en el puño del bastón que sostiene derecho entre las piernas. El conductor ajeno al pasaje, vigila el camino mientras las luciérnagas mecánicas resbalan al costado izquierdo del autobús; de vez en cuando tiene el deseo de encender un cigarrillo, pero crispa los labios y aprieta el acelerador.

Detrás, las calles de Madrid van quedando vacías de peatones aunque el tráfico sigue intenso y multicolor. Es la hora en que algunas puertas se abren despidiendo a los trasnochadores, la misma en que otras se cierran para los que deciden ponerse a resguardo.

Antonio, después de algunas maniobras complicadas estaciona el Seat 850. Los caballeros salen del automóvil e inclinan hacia delante los respaldos de los asientos delanteros. Antonio aguanta con firmeza la mano de Carmela, que sonríe, está alegre y, nada más salir, se pone a cuchichear con él. Dª Aurora pone su mano muy alta, con una dignidad que pierde cuando don Luis tira de ella de manera menos delicada, pero la mujer no rechista porque está mirando de reojo a la pareja y diríase que está disgustada, aunque lo disimula. Su marido se ha puesto a dar pasitos en torno al Ford que ha dificultado el estacionamiento de Antonio; curiosea y hace exclamaciones para sí solo.

--Bueno, Antonio -dice doña Aurora-. Muchas gracias por traernos y haz el favor de reiterar a tus padres nuestro agradecimiento por la invitación.

Antonio, que le estaba diciendo a Carmela algo en secreto, se compone y responde muy educado:

--Nosotros somos los agradecidos, señora; sin la presencia de ustedes... -A doña Aurora se le sube el pavo sin querer.

--¡Qué tonterías, Antonio! ¡Qué tonterías! Bueno, ale, regresa a casa que te vas a enfriar.

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--¡Uy, mamá! --interviene Carmela, molesta de que le avienten al novio-. Si hace un calor como para ir a tomarse una copa.

--¿Después del Ruinart, una copa? No, no. A casita, a casita. ¿Tienes la llave del portal, Luis?

--Pienso que sí.

--Pues ale.

El matrimonio se dirige al portal e interpreta el último papelón del día. La mujer le había advertido al marido en ocasión célebre, “conviene que los tortolitos se expansionen un minuto mientras les damos la espalda”. Doña Aurora aguza el oído y detecta un “¡Estás de chupete!" desconcertante que, tras analizar el conjunto de las dos palabras, le parece una desvergüenza. Quien lo pasa mal es don Luis. Hacerse el longuis le pone muy nervioso. Le disgusta que Antonio se tome libertades con Carmela a sus espaldas, porque el condenado seguro que se las toma. La llave aparece después de una busca tan febril como torpe por los bolsillos.

--Vaya, al fin, vaya. –dice avisando a los tortolitos para que finalicen el presumible beso locomotora. Ahora pueden volverse y despedir a Antonio. Unos se meten en la boca negra del portal y el joven, a buen paso, se dirige a su automóvil. Mientras don Luis busca la luz de la escalera a ciegas, su mujer murmura, verdaderamente acongojada.

--Esto no puede ser, no hay quien lo aguante. ¿Qué se ha creído Antonio? -y repite dirigiéndose a su hija- ¿Qué se ha creído?

--Pero mamá -replica Carmela-. ¿No puedes dejar el asunto en paz? Te dije que Antonio jamás daría su brazo a torcer. La boda se celebrará como él quiere, a fin de cuentas lo sabemos las dos.

--¡A las siete de la mañana, hija!

--Pues a las siete de la mañana; no le des más vueltas. Sus padres, ya ves, se han hecho a la idea.

--¿Y qué quieres decir con eso? ¿Es que tu padre y yo no contamos?

--Por supuesto que contáis, faltaba más, pero se trata de casarse, ¿no, mamina? ¿No es lo que tú querías?

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--Hija, ¿qué me reprochas que no te entiendo?

--Yo nada, mamucha. Quise decir que al fin y al cabo nos casamos, y nos casamos nosotros, ¿no lo entiendes?

--Vamos, vamos, que no son horas de dar voces en la escalera - reprende don Luis.

Se callan. Suben apoyándose en el pasamano hasta llegar al rellano del primer piso. Doña Aurora se acerca a su puerta y suspira.

--A eso le llamáis casarse. ¿Os habéis preguntado, siquiera una vez, qué dirá la gente? No; no os lo habéis preguntado. Me vais a matar a disgustos.

Don Luis introduce la llave en la cerradura. Al abrir se hace a un lado y cede el paso a las dos mujeres. Luego entra y cierra la puerta despacio.


FIN

Año 1.971



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