domingo, 11 de abril de 2010

TAXI CON GASÓGENO

Cuando vivíamos en Madrid, una tarde mi abuelita me dijo: “Ponte el abrigo y acompáñame. Vamos a ver al tío Fernandito.” Nuestro taxista de siempre, Teodoro, aguardaba junto a su viejo automóvil unido a un carrito donde tenía instalado el gasógeno. Una vez acomodados, bajó la bandera del taxímetro y arrancó.

Apenas había circulación, así que tardamos poco en llegar a la Red de San Luis. Al descender por la Avenida de José Antonio vimos grandes cartelones con anuncios que distraían y escondían los edificios destruidos. “Había que ver esta Gran Vía lo que era, un mírame y no me toques, y en lo que quedó. La gente la bautizó como La Avenida de los Obuses cuando la guerra; había sacos terreros por todas partes, pero el resultado es el que se ve” comentó Teodoro mientras meneaba la cabeza de un lado a otro. “Pues sí”, asentía mi abuela.

Ya estábamos en carretera cuando el taxi dio como dos tirones y quedó parado. “¡Maldita sea! --gruñó Teodoro--. Un momento, que miro el gasógeno.” Salió del automóvil mientras yo me volvía y ponía de rodillas junto a mi abuela para fisgar por la ventanilla de atrás. Vi que Teodoro abría el maletero, sacaba un saco del que extraía carbón y luego parecía echarlo en algún lugar del gasógeno. También me parece que anduvo agachado y sacando ceniza, hasta que se aupó y permaneció con los brazos en jarras mirando hacia la chimenea del artefacto; cuando echó algunas volutas de humo volvió a su asiento. “Perdone la señora, pero el repostaje lleva casi un cuarto de hora por cada hora de trayecto entre que limpias la ceniza, echas el carbón, enciendes y ves que ha prendido. Además no conseguí leña de brezo para que ese trasto deje de parecer un fogón de castañera y tire como es debido.”

Se ve que Teodoro tenía ganas de hablar porque no tardó en preguntar: “Y usted, Señora, ¿conoce la leyenda del loco del manicomio?Como mi abuela respondiera negativamente. Teodoro empezó a contarla pausadamente: “Pues parece ser que una noche se escapó el tipo más loco y peligroso de los que había en Ciempozuelos y justo esa misma noche, una pareja de novios ya prometidos para casarse, regresaba de una juerga celebrada en un lugar vecino, cuando se les terminó la gasolina a dos kilómetros de su casa. Esperaron a que alguien les socorriese, pero como nadie aparecía, el novio decidió acercarse a la gasolinera del pueblo con una lata, quedando su novia a la guarda del coche. Pasaron dos horas desde que el joven había marchado cuando su novia empezó a escuchar unos golpetazos secos, fuertes y repetidos en el techo del automóvil. Asustadísima, salió corriendo y, cuando consideró que estaba alejada, giró la cabeza y observó que un hombre daba los golpes y los daba con la cabeza de su novio.” Mi abuela se llevó los dedos a la boca después de repetir “¡Jesús! ¡Jesús!“ Teodoro concluyó la historia: “Cogieron al loco, pero la chica no tardó en ingresar en el mismo manicomio.”

Me iba aterrorizando a medida que Teodoro contaba su historia y me dieron unas ganas enormes de orinar, pero no quería bajarme del taxi para evitar que la historia se repitiese conmigo. Me dijeron que estábamos a punto de llegar, que aguardara, pese a que el miedo me estaba dejando, además, sin respiración y sin saliva.

El edificio de ladrillo se presentó ante nosotros sin inspirarme confianza alguna. Llegué a los lavabos temblando porque las sombras empezaban a adueñarse del lugar e imaginé que ocultaban a una pandilla de locos dispuesta a rebanar mi cabeza. Salí disparado y cuando pude asirme a la falda de mi abuela respiré hondo y aquieté mi corazón que hasta ese momento había brincado como un garbanzo friéndose en una sartén.

Nos sentaron en una salita y no tardó en aparecer una monja llevando del brazo al tío Fernandito a quien mi abuela abrazó. La monja también saludó mostrando gran familiaridad al ser de nuestro mismo pueblo; un rato después dijo: “¡Ay doña Luisa! Ni se imagina lo que Fernandito nos hace padecer. El lunes de la semana pasada se quedó dormido fumando un cigarrillo y casi prendió fuego a la cama, claro, con él adentro.

Fernandito miraba a lo lejos sin decir nada. Llevaba una gorra de visera a cuadros y un mono de color mostaza que daba a su rostro un color ictérico poco saludable. Además, aquel día no debían haberle afeitado o él no se había afeitado, ¡a saber! Las dos mujeres continuaron hablando de él y de las gentes del pueblo hasta que la monja se despidió. Entonces la abuela pasó a decirle cosas, pero Fernandito no se inmutaba aunque parecía escuchar.

Aquel hombre tan decrépito y de mal color no era el descrito en casa como capaz de los dislates mayores a realizar por ser humano alguno; por ejemplo, pasear desnudo por la gran balconada de nuestra casona de verano avergonzando a las mujeres mayores y provocando el curioseo de las jóvenes, pues dicen que era muy apuesto además de bien dotado... Cierto día, enfadadísimo con la familia por censurar su noviazgo con Ágata, bajó por la carretera que lleva al río a más de ciento veinte kilómetros por hora en su motocicleta y, al trazar la curva del final, dio con moto y huesos en el río estando a punto de matarse... Y lo peor es cuando murió la Tancreda --como maliciosamente llamaban mis familiares a la madre de Ágata, una mujer tan pequeña como convencida republicana-- Fernandito se empeñó en que tenía que ser enterrada en nuestro panteón familiar por tratarse de su suegra, lo que logró porque mi abuela no hizo oposición y tenía opinión principal sobre sus hermanos, quienes nunca le hablaron más.

Ágata era la hija del peón caminero que cuidaba un trozo de cinco kilómetros cerca de Lebico, realmente una belleza sin competencia en toda la región, y tío Fernandito se había casado con ella y malvivido, más por sus vicios que por otros motivos. El lío empezó cuando tía Ágata amaneció una mañana sin un pelo derecho en su cabeza; Fernandito la había rapado por la noche con tijeretazos a desmano, pero sin hacer ruido. Al día siguiente apareció un lagarto en el cocido y nadie dudó que había sido él. Otra mañana, las gallinas del corral yacían con la cabeza separada del cuerpo y el gallo correteaba y aleteaba sin rumbo muy afectado por el desmán inferido a su harén. Tiempo después, la tía buscó en su armario ropa que ponerse y halló que no tenía nada de nada; Fernandito la había dejado en la iglesia para los pobres y cuando ella preguntó el motivo, él respondió mirándola fijamente: “¿Pero no te habías muerto?” Cositas como estas dieron que cavilar y hubo miedo pensado en la mujer y en el hijo; cositas así dieron con él en Ciempozuelos. Sólo mi abuela veía a Fernandito y se ocupaba de los gastos de su estancia y cuidados.

Cuando montamos en el taxi para regresar a Madrid, mi abuela pidió a Teodoro que hiciera un alto en la Puerta de Alcalá. Llegados allí nos dirigimos a un edificio que tenía a su derecha una pequeña tahona-pastelería y a su izquierda una librería. Subimos al tercer piso donde estaba la pensión de tía Ágata cuando venía a Madrid. La abuela era el único miembro de la familia que mantenía contacto con ella. A mí también me gustaba la tía por un buen motivo; cuando mi abuela la visitaba para dar noticias de Fernandito y se disponían a hablar de sus cosas, tía Ágata me daba unas pesetas preguntándome: “¿Serías tan bueno de ir a la pastelería de abajo y subirte seis merengues de los que dos serán de fresa y otros dos de café y los otros dos los escoges tu?

Bajaba contentísimo porque sabía que dos de los merengues serían para mí y además caería otro porque la abuela jamás tomaba más de uno. Compre, subí y me concentré en mis delicias mientras ellas seguían charloteando de sus cosas hasta que los dulces pasaron a mejor vida. Para entonces mencionaban a Nando --el hijo de la tía Ágata y del loco-- a quien alguna vez había visto por nuestra casa. Mi abuela le tenía un cariño enorme y aunque sabía que era un donjuán y se lo pasaba pipa ejerciendo pese a estar casado, la abuela se lo perdonaba todo porque era muy cariñoso y la hacía reir como nadie relatando sus trapacerías .

Pero aquella tarde las dos mujeres terminaron poniéndose muy serías. “Te tengo que contar...” dijo tía Ágata. Parece que Nando había tenido un hijo con diphallia o algo así, una anomalía por la cual el crío nació con dos penes. Un desorden rarísimo y añadió: “Quienes lo sufren tienen riesgo de duplicación renal, anorrectal y de espina bífida entre otras cosas. Los penes son iguales de tamaño y el crío puede orinar por uno o ambos y ¡fíjate! –exclamó tía Ágata-- tener erecciones con los dos...” Agregó que era posible que no viniese más por Madrid, pues Nando se había vuelto muy raro y “temo que le pase lo mismo que a Fernandito.”

Teodoro nos acercó a nuestra casa de Narváez en un satiamén y se puso muy contento con la propina que recibió de mi abuela, y tan contento estaba que tuvo el detalle de mostrarme el gasógeno de frente, un gran cilindro de hierro que tiene chimenea y una pequeña mirilla por la que se ven llamas que crean gas a partir de la combustión incompleta de materia orgánica, una cosa bárbara, ¡pistonuda! “Es como un infierno en pequeñito” me dijo Teodoro.

lunes, 22 de marzo de 2010

EL CINE EN EL TERRITORIO DE LA FICCIÓN.


Se dice del cine que es el séptimo arte. Las artes interpretan el mundo, la vida, mediante una serie de recursos para reflejarle, imitarla o interpretarles. El cine, además, comparte con la literatura el gran territorio de la ficción.

Pero el cine está sometido a un enemigo poderoso: los fallos circunstanciales originados por descuido o desidia de los directores y guionistas, y los condicionantes que surgen --sobre todo cuando el presupuesto escasea-- y hacen que las películas concluyan fallidas, desbaratadas...

Una película como El tercer hombre (1949) nos quita el respiro al verla, pero también se lo quitó al personaje Harry Limes que interpretó Orson Welles. Las escenas famosas de la persecución fueron rodadas en dos escenarios distintos, en las alcantarillas de Londres y en las de Viena; en las de Viena oímos respirar al personaje, pero no en las rodadas en Londres. Cuando Martins (Joseph Cotten) acude al funeral y pregunta de quien se trata, se ve una tumba negra detrás de él; cuando luego camina y se sitúa junto a Anna, la tumba negra sigue apareciendo detrás, pero se ha corrido y aparece a la derecha de ella. Al parecer fueron escenas filmadas en los estudios de Shepperton donde sólo se disponía de unas cuantas tumbas falsas para rodar... y había que aprovecharlas.

Utilizar la historia y practicar el anacronismo ocurre a menudo. En la película 55 días en Pekín (1963) se supone que la acción tiene lugar hacia 1900, pero en determinado momento los marines norteamericanos usan una ametralladora que se estrenó en 1917 durante la Iª Guerra Mundial. Antes de la escena de la batalla de 1846 en Gangs de Nueva York (2002), el cura Vallon recita una oración a San Miguel diciendo más o menos: “San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla. Sé nuestro protector contra la debilidad y las mañas del diablo”... palabras prestadas de una oración escrita por el Papa León XIII en 1888.

En las películas de Woody Allen hay misterios gratuitos. Por ejemplo en Match Point (2005); cuando los personajes de Tom y Nola juegan al ajedrez, la cantidad de vino en el vaso de Nola sufre altibajos tan dispares entre escenas como para preguntar a Woody si toca a ver visiones.

La reciente polémica catalana sobre los toros me recordó que tenía entre mis vídeos Sangre y arena en la versión de la novela de Vicente Blasco Ibáñez que se estrenó en 1941. Me apeteció verla y la sorpresa fue enorme porque la película de Rouben Maumolian trasluce considerables dosis de españolidad en las interpretación de los personajes, en la fotografía de exteriores e interiores, la música aportada por Alfred Newman -- memorable el pasodoble bailado por Rita Hayworth y Anthony Quinn—todo bastante convincente, lo que explica la resistencia del film al paso del tiempo.

Sangre y arena recibió merecidamente un óscar por la fotografía. La cámara retrata objetos y personas adornándoles con unas colores impresionantes entre los que predominan azules, rojos y amarillos sorprendentes; los colores sirven para subrayar el acento dramático o amoroso de las escenas; por ejemplo, los colores se miman a tal punto en la escena de la muerte del torero Nacional que parece un cuadro, y cuadros parecen otras escenas. Sin embargo, el dinero debió acabarse antes de tiempo porque el final de la película acumula despistes; a diferencia de la muerte antes citada, la de Tyrone Power plantea incógnitas: no sabemos si el toro le ha corneado por delante o por detrás, y el traje de luces del torero yacente está tan impoluto y el protagonista tan aseado y limpio que, más que a morir, parece a punto de levantarse para ir a otra corrida.

Arte o artesanía, el cine resulta un usuario del territorio de la ficción sorprendente. En las escenas finales de Recuerda (1945), nuestros ojos van a la misma velocidad de Ingrid Bergman y Gregory Peck deslizando sus esquís por la pista donde él recuperará su memoria. En la realidad, ambos personajes están en semicuclillas mientras Hitchcock proyecta a sus espaldas un paisaje nevado para practicar esquí alpino. No importa que la postura de la Bergman sea forzada y se escore a su izquierda en ocasiones de manera que no cuadre bien con el supuesto manejo de los esquís o con la posición del compañero. El suspense nos tensiona y ciega al engaño. Como dice uno de los personajes de Alfonso Ussia
[i]: “Si usted cree en las películas, le parecerá normal que aparezca por la puerta el pato Donald y se siente a cenar con nosotros.”


[i] Alfonso Ussia, El diario de mamá, Editorial Planeta, Barcelona, 2009, pág. 242.

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viernes, 5 de marzo de 2010

SONSO

Sonó el timbre de la puerta y Sonso fue a abrirla. Al hacerlo quedó como petrificado. Marta, su antigua novia, le miraba entreabriendo los labios con media sonrisa. “¿Me invitas a pasar?” El, todavía sorprendido, dijo:. “¡Oh! Sí, sí” y se hizo a un lado para después guiarla por el pasillo que conducía al saloncito contiguo a su despacho.

Ni escuché sus saludos. No hacía más que mirarla impresionado por los cambios que el tiempo se había cobrado. Había perdido aquel maravilloso brillo de sus ojos que ahora parecían hundidos y tristes. Las mejillas se habían desplomado y su nariz había dejado de ser respingona para abultarse, enrojecerse y acopiar granillos rosáceos en las paredes externas de las fosas nasales. Su cintura también había ensanchado. Y el pelo, que recordaba tan largo y liso, parecía una masa de estopa de la que sobresalían algunas canas. A Marta, el tiempo la había borrado la juventud; estaba claro.

-- Tu dirás-- diijo el hombre un tanto nervioso.
-- Me comentaron que tu padre había fallecido.
-- ¡Ah, sí! Hace dos meses. Gracias por venir, aunque no tenías porqué.
Marta se apretujó los manos nerviosamente mirando al suelo
-- Apreciaba mucho a don Tadeo, tú lo sabes, pero.....
-- Muchas gracias de verdad; es ley de vida. No era necesario que te molestaras.

Dijo que apreciaba a mi padre. Que recuerde, jamás le había visto. Nunca estuvo en casa. Pero no era el momento de corregir. De cualquier forma, fue un detalle el de venir a darme el pésame, sobre todo después de tanto tiempo sin vernos”.

Se miraron como si ya nada tuvieran que decirse y desviaron los ojos hacia las librerías que guarnecían las paredes a sus espaldas.

-- ¿Qué tal Julián? – peguntó él por preguntar.
-- Supongo que bien.

Me chocó la respuesta. Julián, su marido, fue nuestro mejor amigo hasta que Marta se decidió por él y me dejó. Nos habíamos conocido en la facultad de Letras. Éramos uña y carne hasta que Julián empezó a jugar sucio. Si lo miras, fue más bien una trapisonda, como una puñalada trapera. Ocurrió el día que salimos tarde de un examen. Caminábamos para coger el autobús que nos subiría a la Moncloa cuando de pronto dijo a Marta que puesto que era tarde y ambos vivían cerca y en dirección opuesta a la mía, le ofrecía ir en taxi con él. Y Marta, ante mi asombro, dijo que sí. La historia se repitió en los días siguientes. Y lo peor es que desde entonces les encontraba juntos cuando llegaba a la universidad o cuando acudía al bar de Filosofía. Tampoco se me escapaba el bochinche que aumentaba entre ellos cada día. Pese a todo, Marta todavía salía conmigo los domingos, pero como si lo hiciera obligada a ir en una procesión y casi siempre callada, callada...”

-- Nos hemos separado hace tres meses y lo probable es que nos divorciemos.
-- No lo sabía.
-- ¡Hombre! ¿Por qué ibas a saberlo si no nos vemos desde los tiempos de la facultad?
-- Sí, cuando me dejaste—se atrevió a replicar.
-- Esa es otra historia - susurró ella

Lo de Marta hacía lustros que estaba olvidado. Luego, los dos me tuvieron sin cuidado, pero la visita de Marta empezaba a mortificarme, el que viniera a remover historias.”

-- Hace tiempo que necesitaba confesarte algo que desconocías. --Comentó ella mientras bajaba la cabeza--. Te ocultamos algo entonces, Sonso. ¿Recuerdas que jugábamos a la lotería primitiva? Julián decía que nos haría ricos. Nosotros éramos unos descreídos totales, pero le dábamos dinero y él rellenaba los boletos para comentar cada vez: “No ha tocado nada de nada. Los millones tendrán que esperar”. También recordarás aquel día que me fui con él en taxi. No fuimos a casa, no; me llevó a un restaurante del barrio y allí me confesó que había jugado unos boletos distintos de los nuestros y le había tocado un premio multimillonario, tan grande, que ni se lo había comentado a los suyos porque primero–-Marta vaciló antes de proseguir--, quería saber si yo estaría dispuesta a comprometerme y casarme con él. Me resistí un tiempo, pero me presionaba y me hacía regalos tan magníficos, que torció mi voluntad. Lo demás ya lo sabes.

“¡Torció su voluntad! ¿Habrase visto cara más dura? Y yo entonces la creía íntegra...”

--En todo caso –-comentó él de manera algo brusca--, las cosas del amor... Fueron cosas vuestras.
Permanecieron en silencio hasta que ella dijo:
--Hay algo más. Nunca supe si el boleto premiado fue el que compartía con nosotros. Puede que no lo fuera –él lo aseguraba así-, pero no dejo de hacer suposiciones.
--¿Sospechas o lo crees? – preguntó Sonso mirándola fijamente. Ella volvió a bajar los ojos.
--La verdad es que no lo sé.

Ni me importa. Jamás me dieron explicaciones de nada; simplemente desaparecieron. Debieron pensar: Con su pan se lo coma. Pero es igual. Las cosas, las personas, las tienes hoy y mañana las pierdes, y yo he vivido sin necesidades y sin convivir con una Marta que, de haberse casado conmigo, estaría apenada por no haberse ido con él. Pero, ¿a qué ha venido esta mujer? ¿A alterarme la vida de nuevo?"

--Lo siento mucho de veras, Sonso. – Marta se alzó para salir. Sonso la acompaño hasta la puerta y la despidió sin palabras y sin darle la mano.
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domingo, 21 de febrero de 2010


JOSÉ VENEGAS



Mi hija Virginia gusta de curiosear en las librerías de lance de Montevideo y en una de ellas encontró el libro Andanzas y recuerdos de España de José Venegas que adquirió y me regaló las pasadas Navidades. El libro se imprimió en la imprenta Ferrari Hermanos de Buenos Aires y lo editó la Feria del Libro de la capital uruguaya en 1943. Es un ejemplar de segunda mano, pero bien conservado en su estructura al haberse impreso a base de cuadernillos cosidos a mano y seguramente unidos al lomo con goma alemana permitiendo que sus hojas se abran y pasen perfectamente extendidas.

No sabía nada acerca de José Venegas y las palabras preliminares del autor tampoco prometían una biografía personal porque, según él, la vulgaridad de la misma “no interesa a nadie fuera de mi círculo privado”. Sin embargo, encontré un relato fascinante de la vida española entre 1920 y 1939.

Empieza describiendo el periodismo y a los periodistas que trabajaban en el importante diario El Liberal de aquellos años; incluye no pocas chanzas y bromas de mejor o de peor gusto, mientras descubre al paso una realidad española que iba nublándose poco a poco. Junto a los gacetilleros que Baroja habría asimilado al golfo arquetípico que llamó Superhombre con ironía, desfilan verdaderos superperiodistas y personajes como Unamuno, Baroja, Valle Inclán, “Tono”, no pocos políticos amigos o adversarios, y hasta La Argentinita – protagonista de notable anécdota por cierto.

El capítulo Elecciones en Huesca de 1923 retrata el caciquismo y el clientelismo como motores de la vida política en torno a las actas de diputado en provincias. Deja anécdotas sabrosas como la del abogado y candidato catalán José María España que suscita el ¡Viva España! de sus seguidores, pero también el ¡Viva España con honra! de sus antagonistas.

Retrata personajes como Diego Martín Veloz, militarista de origen cubano a la espera de su medalla Laureada, poseedor de casas de juego y diputado que fue descrito por don Miguel de Unamuno –según Venegas—con la siguiente frase: “Antes se emborrachaba con ginebra, pero ahora se emborracha con el Espasa, y es muchísimo peor”. Veloz fue presidente de la Diputación de Salamanca del 28 de julio al 1 de agosto de 1936... Un error de Venegas consiste en decir que su amigo murió al frente de una patrulla franquista en el Guadarrama, cuando parece que falleció en su casa de Salamanca rodeado de los suyos.

Tampoco es menos fascinante el dibujo que traza del periodista y sindicalista peruano César Falcón, quien salió de su país junto a José Carlos Mariátegui y Félix del Valle para vivir en España entre 1919 y 1939. Hombre caracterizado por la seguridad en si mismo, el oportunismo y el aprovechamiento de las amistades hasta constituirse en un parásito de muchas. Venegas deja un retrato que linda en lo pintoresco, pero Falcón era un tipo original: marxista capaz de vivir una aventura romántica como la de raptar a la jovencísima Irene, hija de un judío alemán y de una española, ayudante de Ramón y Cajal, a quien años más tarde –ya separada del peruano cuyo apellido había adoptado- se conocería como Irene Falcón, amiga íntima y confidente de Dolores Ibárruri, La Pasionaria.

Escribe todo un capítulo en torno al curiosísimo padre Chumillas --pariente en cierto modo del San Manuel Bueno unamuniano, de cuya juventud hay referencias en la novela Mala hierba de Baroja, amigo suyo y sobre todo de Azorín --, que ejercía el sacerdocio para poder comer. El padre Chumillas también sirve a Venegas para explayar sus opiniones sobre la religión y su influencia en la vida española.

El capítulo sobre el final de la IIª República contiene algunas de las reflexiones más perspicaces que he leído. Venegas fue un socialista de base recio en sus creencias, pero fiel a sus amigos y protectores aunque no compartiesen su ideología. En Venegas funcionaba una independencia de criterio que pocas veces se encuentra en memoriales de unos y de otros sobre lo acontecido en aquellos años. Pluma ágil, muchísimas veces simpática, testigo de las vicisitudes de políticos y literatos y, sobre todo, de aquellos veinte años anteriores a la Guerra Civil.

Celebramos que el libro de José Venegas López haya sido rescatado del olvido y publicado de nuevo --con un prólogo del profesor Eugenio Pérez Alcalá-- en la colección Biblioteca del Exilio por el Centro de Estudios Andaluces y la Editorial Renacimiento en octubre de 2009.





viernes, 5 de febrero de 2010

Confidencias sobre mi libro 
HistoriaS de EspañA


En julio del año pasado empecé a publicar  el libro HistoriaS de EspañA en mi blog finalizado hace cosa de medio mes. Me parece oportuno hacer  algunas confidencias acerca de su contenido.HistoriaS de EspañA acontece en tres espacios, dos  reales –Madrid y Tortosa- y otro ficticio –Lebico-- que también lo fue de mi libro Historia de mi pueblo. Llamo historias a su contenido porque cuentos y narraciones similares lo son para mi, como lo fue alguna tan brevísima como el “Corrido en Dallas” donde narré, como si se tratase de un corrido en son tejano-mejicano,  el asesinato de John Kennedy. (Ver mi entrada del 23 de enero de 2009)

La fecha que doy a cada una de las historias indica que sucedió efectivamente en tal año, siendo dudosa la de “La visita”, pues, pudo suceder años antes o después, aunque –si se me permite la chanza- antecedió al euro con seguridad.

De niño contemplé al viejo médico evocado en “Don Leandro” leyendo en voz alta las noticias del periódico que podían mortificar a los guardias civiles que pasaban bajo su balcón  camino del cuartel. El hijo muerto que se rememora era el mejor amigo de juventud de mi padre. 
Sin embargo, resulta inútil descubrir más personajes de la realidad en los protagonistas porque  se historian 65 años de vida española y de españoles en sucesos espaciados --de los que fui testigo casi siempre—protagonizados por entes de mi fantasía. El Napoleón de las novelas, a fin de cuentas, nada tiene que ver con el de la realidad.

“Entre septiembre y octubre” historia años de juventud de mi generación nacida al concluir la Guerra Civil, la misma que el Sr. Carrero Blanco quiso sacrificar y, sin embargo, protagonizó la transición. Orillé vivencias como la presencia que tuvimos algunos jóvenes universitarios en la AECE (Asociación Española de Cooperación Europea) y las acciones que facilitaron la integración en la Facultad de Derecho de un personaje que después sería importantísimo para salvar nuestra democracia, pero si quise reflejar la frustración que, 
antes o después,  alcanza a todas las generaciones. “Entre septiembre y octubre”era una novela larga, pero la poda apuntada y mi desmedida afición a corregir, la dejó en su mitad.

El tío Jacobo” historia a un tío de mi madre (q.e.p.d.) en tiempos que ella era niña y cuya historia parcial trasladé nada menos que al 23-F para significar los aprietos que trajo a los españoles acontecimiento tan célebre como tragicómico.

La visita” es un tributo a mis 51 años de vida universitaria y a la ciudad tortosina donde vivo desde hace casi 35 años. Salió de un tirón pese a las vueltas del hilo narrativo, sin embargo, corregirla me llevó tanto tiempo que doy por tentativo el año en que aconteció.

Lo relatado en “La tertulia” sucedió en lugares tan dispares como mi antigua casa de la calle madrileña de Narváez, en Austin (Texas) y en Tortosa..., por eso congregué los sucesos en el espacio ficticio de Lebico y en ese lugar reuní también a los personajes que protagonizan esa verdadera historia. Si la narración hubiese sido un capítulo de mis memorias y hubiese cometido la indignidad de descubrir a los protagonistas que se esconden tras los entes de ficción, daría pie a un cotorreo en el mundillo literario y traicionaría mi intención de escribir historias.
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NB.:

Las  historias se pueden leer en las siguientes entradas:

Don Leandro (07/11/15)
Entre septiembre y octubre (26/09/15)
El 23-F del Tío Jacobo (25/10/15)
La visita (04/10/15)
La tertulia (25/11/15)

domingo, 19 de julio de 2009

Del libro HistoriaS de EspañA


Año 1.945

DON LEANDRO
Leer este relato corregido en la entrada que corresponde al 7 de noviembre de 2015.

sábado, 4 de julio de 2009

LA PESTE QUE NOS LLEGA

El gobierno de Canadá avisó al mejicano que uno de sus ciudadanos había disfrutado de sus vacaciones en un determinado lugar de Méjico y contraído una especie inusual de gripe.

El mal no era una gripe aviar sino porcina que había mutado y, en algún momento, se había transmitido a algún ser humano. Para el 25 de abril de 2009 se contabilizaron 943 afectados y 16 muertes; 13 vivían en el Distrito Federal mejicano que cuenta con 13 millones de habitantes. Se supo, además, que el virus afligía a jóvenes y personas de mediana edad y no tanto a niños y ancianos por lo general vacunados contra otras cepas - por lo que disponían de mayor protección.

Hubo consenso casi universal en convertir a Méjico en origen y difusor del mal. Todo el que hubiera estado en Méjico estaría contaminado y se consideraría portador a su gente viajera y a sus visitantes. Las televisiones mostraban la caza obsesiva de mejicanos llevada a cabo por los chinos, también imágenes irónicas de mejicanos limpiando con detergentes los toldos de unas cafeterías y restaurantes cerrados al público. Se quería resaltar la chusca improvisación y la falta de barreras sanitarias.

Pero la gripe aparecía en un gran número de países, en personas que no habían estado en Méjico y resultó que el número de afectados en los Estados Unidos superó con creces al de Méjico donde se detenía el progreso del mal. De otra parte, Wall Street se convulsionaba y más las compañía aéreas y los hoteles...

Pudo ser el momento de Obama echando su cuarto a espadas para justificar la tan discurseada extensión de la seguridad social a los ciudadanos menos favorecidos de su país, pero la Organización Mundial de la Salud (OMS) fue quien intervino, primero y sobre todo, para cambiar el nombre de una gripe que ya no podía llamarse mejicana a secas.

La denominó Gripe A –lo mismo que no decir nada-, Influenza A(H1N) o Influenza A subtipo H1N1 –que es como oír la misa en latín con propina de cantos gregorianos- y hasta gripe capitalista en los países y cenáculos políticos que se consideran diferentes.

La gripe mariachi –como la llamaba mi prima Marisa— dejó de ser noticia y se pautaron las informaciones hasta anestesiarlas por no decir olvidarlas.

Silencio tan creciente me llevó a informarme un poquito sobre la gripe porcina. Supe que los chanchos pueden sufrirla en forma clínica hiperaguda, subaguda o crónica.La morbilidad y mortalidad es tremenda en la forma hiperaguda. Los cerdos sufren de congestión y edema pulmonar, congestión del hígado y del tracto gastrointestinal, alcanzan los 41º de fiebre y mueren alrededor de los cinco días después de contraer la enfermedad.

Llegarán a los 15 o 20 días si padecen la enfermedad en su forma subaguda. La mortalidad oscila entre el 30 y el 100% dependiendo de las cepas y del estado de inmunidad de la población. Los cerdos padecen abatimiento e inapetencia, abundancia extrema de sangre en una parte del cuerpo, pero disminuyen sus leucocitos; sufren hemorragias internas, padecen temblores constantes y se hacinan cuando están en libertad; llegan a los 42º de fiebre, se paraliza su tercio posterior y terminan por echarse de lado moviendo sus extremidades como si estuviesen remando.

La mortalidad se modera en la modalidad crónica, pero tiene importancia epidemiológica porque origina otras formas del mal como las erisipelas y crea animales portadores inaparentes del virus que lo mantienen dentro de la población.

¿Y esa enfermedad animal ha mutado para introducirse en el género humano? La peste es un mal de existencia inmemorial como atestigua el Éxodo (9.5) en donde se habla de “tumores apostemados así en los hombres como en las bestias”. Pasó de achacarse a la cólera divina, al estado pútrido de la atmósfera por la descomposición de la materia orgánica debido a los grandes calores (Galeno), e incluso imputarse a los judíos tachados convenientemente de envenenadores en ciertas épocas.

Pulgas y piojos infectados al convivir con las ratas negras enfermas procedentes de la India serán los encargados de circular la gran peste por todo el planeta. Si la plaga amarilla afectó a Inglaterra en la primera mitad del siglo I, la peste negra bubónica y neumónica del s. XIV sería la primera pandemia que afectó a la población mundial. En China murieron trece millones de personas, la mitad de los habitantes en la India y un cuarto de la población europea, unos veinticinco millones.

Pero si dejamos a un lado las diversas plagas, las estadísticas, las sintomatologías, y buscamos una mirada al sentir de los afectados no la encontraremos en los organismos públicos de sanidad, ni en la OMS, ni siquiera en la prensa. Habrá que recurrir a la literatura, a Defoe, Poe y sobre todo a La peste (1947), la novela magistral de Albert Camus.

La novela se inicia a mediados de un mes de abril en un año de 1.94... del siglo pasado en la ciudad de Orán, aislada del resto del mundo por una epidemia de peste bubónica. Anota la reacción de sus habitantes que pasan de la despreocupación inicial al temor y los efectos de la constatación del mal, pues unos se resignan, otros quieren escapar, hay quien ayuda en el cuidado de los enfermos y también quien negocia con la plaga, actitudes que caracterizan a cada uno de los personajes.

El narrador cuenta lo que oye, ve, o bien lee en el diario de su amigo Tarrou. Utiliza la tercera persona para proporcionar a su relato la mayor objetividad posible. Sin embargo, no analiza sentimientos o pensamientos.

El doctor Bernard Rieux, quien ha sido el principal combatiente del mal, ve morir a su amigo Tarrou y entonces descubre que es el autor de la historia y su deseo de que, la crónica de los sucesos que ha escrito, sirva para revelar algo que se aprende cuando se ha vivido en medio de todas las pestes:”que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

Hasta llegar a esa concienciación ha sido un médico enteramente dedicado a su profesión, un dechado de precisión y de objetividad en sus dos tareas –sanar y escribir--, actuando como una OMS individual, pero como la institución citada, a distancia del sufrimiento particular de los afectados, quizás porque el doctor Rieux intuía que su lucha contra el mal fracasaría ante la muerte.

La novela acontece un siglo después de que Orán fuera colonizada por los franceses y acaeciera una peste que mató a una buena parte de su población, evento que se repitió en otras ocasiones, por ejemplo en 1.944 aunque entonces falleció un numero menor de personas del reflejado en la novela.
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La peste conduce a una reflexión sobre la condición humana. Constata que la vida es irracional.  La información sobre las plagas se sintetiza h
oy en día en lugares geográficos, número de afectados, si hay vacuna o se construye el edifico para elaborarla... Camus hace ver la peste con toda su crudeza, sus efectos sobre las personas, y llega al fondo cuando muestra que los cambios que se han originado en nuestras vidas son los que, a fin de cuentas, han originado la peste, un mal que pasa y regresa. Nada de eso aparece en las informaciones de la OMS y muy poco en la prensa. No se quiere alarmar y, si algún ministro inglés se pasa al figurar el posible número de afectados, se le contradice. 


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martes, 26 de mayo de 2009



BAROJA: ESPACIO E IMAGENES ESPACIALES EN "lA LUCHA POR LA VIDA"[i]

Madrid, a caballo de dos siglos
[ii]. A él llega un Manuel mocito en La Busca; por él va y viene en las dos primeras novelas de la trilogía y en él se asienta, ya veinteañero, en Aurora Roja. Es un Madrid convulso por el crimen de la calle Fuencarral (1888), la pérdida de Cuba (1898), el debut de la Chelito (1900) y la coronación del rey (1902), sucesos del tiempo histórico que se proyectan sobre la novela para apoyar su estructura y servir de contraluz a los avatares de los personajes.

El 3 de marzo de 1903, la revista El Globo hacía publicidad de la obra que publicaría en breve: "Baroja, sin prejuicios morales, sociológicos, ni literarios, con absoluta independencia, ha entrado en el infierno de la miseria y el hampa madrileñas, pintando en La Busca la terrible vida de los miserables y los tristes". Decía bien, sin prejuicios literarios, porque Madrid no iba a tener en La Busca la visión más o menos pintoresca de buena parte de los escritores del siglo XIX, sino que iba a ser reinventado en un espacio de ficción sólo comparable en grandeza literaria al Madrid de Benito Pérez Galdós en Misericordia. Por eso Mariano Rodríguez Rivas no reconoció a Madrid en la trilogía barojiana y censuró que el vasco no describiera la ciudad afirmando que el "telón de fondo madrileño está más dibujado y coloreado" en La horda de Blasco Ibáñez
[iii]. Baroja no tenía nada que ver con esas pinturas realistas. Cuando el Lazarillo llega a la insigne ciudad de Toledo no encuentra las grandezas imperiales que cabía suponer, sino la casa lóbrega y oscura donde nunca comen ni beben y el anónimo autor coció el espacio de su obra bajo esa visión. Quizás Baroja, que se estimó discípulo de los maestros de la picaresca, tuvo en cuenta el precedente al elaborar el Madrid por el que transitaría Manuel Alcázar.

Baroja dijo que sus novela le eran sugeridas por un tipo o un lugar; sugeridas, porque los personajes, el espacio donde deambulan y el tiempo novelesco que se superpone al histórico, son invención del artista. Como aglutinador siempre el tema que, en La lucha por la vida está representado por la imagen de la busca; ella impulsa a los personajes a moverse por un espacio cambiante; que se detengan o no, depende del hallazgo. La primacía del movimiento hace que la estructura de la trilogía sea clásica; la del viaje. El camino presenta avatares y dificultades al personaje que debe afrontar para realizarse; y el camino facilita el encuentro con otros caracteres que, o deambulan por rutas propias o están asentados en espacios concretos, aunque el ritmo de la acción les deja casi siempre atrás, permitiendo al autor establecer nuevas y constantes situaciones novelescas que entretejen la trilogía.

De lo dicho con anterioridad concretaremos que en la trilogía: 1º.: Hay un espacio donde conviven personajes que buscan y personajes que no, al menos de una manera consciente. 2.: La busca hace que el espacio geográfico -Madrid o algunas zonas de Madrid- se polarice en tres imágenes literarias: las del laberinto, el cementerio y el infierno.

El Madrid de La lucha por la vida es el de los marginados, los explotados y los rebeldes. Baroja manejó el símbolo de la pared stendhaliana
[iv] al situar la acción de la novela al otro lado de la pared donde viven los ricos y los burgueses -en las corralas, en las zonas marginadas y fronterizas de la ciudad- o bien en la ciudadela: Puerta del Sol y calles céntricas donde los unos trabajan o buscan y los otros tienen sus centros de poder, aunque la ciudadela subraya su carácter de inconquistable para los marginados.

La paleta descriptiva de Baroja parece monocroma. Destaca la uniformidad y monotonía de una ciudad que para él carece de personalidad salvo en raros rincones. Esa visión descolorida de un Madrid vulgar proviene de la metaforización impresionista que el narrador hace de la atmósfera de la Capital, destacando reiteradamente una nebulosidad
[v] que desrealiza lo que se ve. Recién llegado a Madrid, Manuel observa que:

Una gran gasa de polvo llenaba el aire; los faroles brillaban opacos en la atmósfera enturbiada. (I, LB, p.266)

La atmósfera espacial varía poco. Las imágenes impresionistas que la sugieren -"gasa de polvo", "atmósfera enturbiada", amén de la propia niebla- se repiten hasta la saciedad:

Se veía Madrid envuelto en una nube de polvo son sus casas amarillentas. (I, LB, p. 285)

Desde allá surgió Madrid, muy llano, bajo el horizonte gris, por entre la gasa del aire polvoriento. (I, LB, p.292)

Madrid, plano blanquecino, bañado por la humedad, brotaba de la noche (...) y el paisaje lejano tenía algo de irreal y de la inmovilidad de una pintura. (I, LB, p.338)

Hacía una noche templada de niebla, una niebla azulada, luminosa, que templaba el soplo del viento; los globos eléctricos del Palacio Real brillaban entre aquella gasa flotante con una luz morada. (I, MH, p. 464)

Tal insistencia -en La Busca y Mala Hierba- puede pasar inadvertida porque Baroja describe la atmósfera espacial casi de paso, como complemento de un diálogo, aprovechando un mutis, etc., pero la insistencia contribuye a mostrar la desrealización de la ciudad..

En Aurora Roja la imagen de la niebla pasa a un segundo plano y se hace notoria la humareda de las fábricas que cerca la ciudad con su amenaza simbólica. Si la niebla es clave para sustanciar la naturaleza laberíntica del espacio novelesco y el ambiente en que tiene lugar la busca incierta de los personajes -sobre todo la de Manuel-, el humo no representa otra cosa que los vapores del infierno que es el Madrid donde bullen los rebeldes y arden los explotados. Un exaltado Juan Alcázar lo expresa bien:

Aquella mayor parte de la humanidad que agonizaba en el infierno de la miseria se rebelaría e impondría la piedad por la fuerza, e impediría que se siguieran cometiendo tantas infamias, tantas iniquidades. Y para esto, para excitar a la rebelión de las masas, todos los procedimientos eran buenos: la bomba, el incendio, el regicidio... (I, AR, p. 631)

A las imágenes del laberinto y del infierno -clásicas, pero muy utilizadas por los modernistas- se une la del cementerio como domicilio de muertos y de vivos. Las tres imágenes se agrupan, complementan o dispersan sugiriendo las variantes del espacio novelesco y mostrándole desde diferentes perspectivas.

La pensión de doña Casiana es "morada casta y pura" al principio, después laberinto donde Manuel pierde la inocencia, más tarde el infierno donde se consume Petra, la patrona y sus huéspedes y, también, el sumidero donde la madre de Manuel perece.

Los barrios próximos al río Manzanares le parecían pintorescos incluso a Benito Pérez Galdós. Baroja los recorre dejando una impresión distinta. Siguiendo al narrador, rebasamos la Ronda de Segovia y el Campillo de GIl Imón, y nos detenemos junto al corralón del tío Rilo. Las imágenes descriptivas vuelven a sugerir el laberinto, el cementerio y el infierno de manera tan amalgamada que es difícil separarlas. La Corrala, según el narrador, era "un mundo pequeño, agitado y febril, que bullía como una gusanera" (I, LB, p. 288); estamos, pues, en un lugar de vivos que semejan muertos. Sobre la imagen variable del sumidero, Baroja acopla la del laberinto en cuyas galerías el tiempo se pierde a sí mismo:

De los lados del callejón de entrada subían escaleras de ladrillo o galerías abiertas, que corrían a lo largo de la casa en los tres pisos, dando la vuelta al patio. Abríanse de trecho en trecho, en el fondo de estas galerías, filas de puertas pintadas de azul, con un número negro en el dintel de cada una. (I, LB, p.286)

La impresión de necrópolis-sumidero se acentúa en las líneas siguientes:

Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos puestos al descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas resecas. (Idem)

La atmósfera del lugar no puede ser otra que pestilente:

Solían echar también los vecinos por cualquier parte la basura y cuando llovía, como se obturaba casi siempre la boca del sumidero, se producía una pestilencia insoportable de la corrupción de agua negra que inundaba el patio. (I, LB, p.287)

Por si las imágenes no fueran suficientes, aparece una figura monstruosa que funciona como la cancerbera del corralón:

al entrar solía verse en el portal o en el pasillo una mujer borracha y delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien llamaban La Muerte. (Idem)

La Muerte deambula por toda la zona que, en Madrid, se llama Barrio de las Injurias - allí, por ejemplo, está la Taberna de la Blasa, estancia mayor del infierno de la prostitución. Los habitantes del barrio están condenados sin remedio. Leandro, primo de Manuel, pretende la huida tras matar a su novia Milagros; La Muerte, detiene al poseso que huye con sus gritos, impidiéndole la salvación:

iba a bajar por el paseo de las Acacias, cuando tropezó con la Muerte que le empezó a insultar. Leandro se paró, miró a todos los lados; nadie se atrevía a acercarse; le echaban fuego los ojos. De pronto se metió la navaja por el costado izquierdo, yo no sé cuantas veces. Cuando uno de los guardias le agarró del brazo, se cayó como un saco. (I, LB, p.323).

De esta manera se cumple lo escrito a principios de La Busca: La Muerte estaba allí, en el microcosmos de la Corrala, anunciando que sobre aquella casa se cernía la amenaza de algo terrible y trágico.

Las calles de Madrid no se describen, se dan sus nombres, también son galerías interminables. Por ellas conducen a Don Alonso y Manuel a los calabozos-cuevas del Gobierno Civil, espacio que se complementa con el de Las Salesas, el Palacio de Justicia, donde Temis, la severa matrona de los ojos vendados, la aristócrata del Olimpo,

ahora es una vieja arpía, con la vista de lince, el vientre abultado, las uñas largas y el estómago sin fondo. (I, AR, p.588)

La antaño diosa sustituye a La Muerte en el papel de cancerbera, ahora del infierno de la justicia.

El espacio de Aurora Roja parece diferente, quizás, porque los protagonistas son otros: los rebeldes sustituyen a los explotados de las dos primeras novelas. Sin embargo, la acción se sitúa en las proximidades del Tercer Depósito, es decir, el cementerio genuino en vez del cementerio de vivos del barrio de las Injurias u otros similares. Y en el cementerio civil concluye la obra con el entierro de Juan Alcázar, justo cuando acaban de coronar al rey; con Juan quedan sepultadas las esperanzas de los rebeldes.

La busca tiene una razón metafísica: se trata de saber por qué y para qué los personajes están en el mundo; mientras, deambulan por el laberinto de la lucha por la vida del que, algunos, creen que podrán salir, pero no lo lograrán salvo Manuel, gracias a Salvadora, su Ariadna particular.

Por último quisiera destacar que los objetos y las cosas que pueblan el espacio novelesco están en él para significar -no para adornar- y como en los poemas épicos medievales, su significación es trascendente. En Mala Hierba se habla de dos figuras "descomunales y estrambóticas" aunque apenas esbozadas, que ocupan el centro del estudio del escultor Alex Monzón. Por Roberto Hastings sabemos que el autor les llama Los explotados. El grupo escultórico se alza como un símbolo del personaje colectivo que Baroja dibuja a lo largo de La Busca y Mala Hierba. El juego se repite en Aurora Roja; entonces se comenta que Juan Alcázar ha logrado un éxito artístico con Los Rebeldes; sabremos pronto que el personaje colectivo de los rebeldes desplaza al de los explotados del papel protagonista. Con la presentación de ambos grupos escultóricos al comienzo de las novelas, Baroja anticipa su sentido y sugiere las claves para entenderlas.


NOTAS[i] Revisión del estudio publicado en CADUP Estudios-1996, publicación del Centro de Tortosa-UNED, pp. 125/133. Las citas de la trilogía barojiana que se hacen en él son de Obras Completas, Vol. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1946.

[ii] El papel de Madrid en la trilogía ha sido estudiado por autores como Carlos Blanco Aguinaga en Juventud del 98, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1970; véase el capítulo: "Realismo y deformación escéptica: la lucha por la vida según don Pío baroja", pp. 229-290; ver también el librito de Soledad Puértolas "El Madrid de "La lucha por la vida", Madrid, Editorial Helios, 1971; Emilio Alarcos hace otro estudio pormenorizado de ambientes, espacios y paisajes en Anatomía de "La lucha por la vida", Oviedo, Universidad de Oviedo, 1973.
[iii] . Mariano Rodríguez Rivas, Madrid en Baroja, en la revista Índice de Artes y letras, nos. 70/71 (Enero-febrero, 1954) pp. 34-35. Rivas, pese a todo, encuentra en Baroja algún pintoresquismo que relaciona con las ilustraciones de Sancha.
[iv] Stendhal. A Collection of Critical Essays, editado por Victor Bombert; Prentice-Hall Inc. (Englewood Cliffs, N.J., 1962), p. 16.
[v] El Madrid real próximo al río Manzanares, al que llega Manuel y donde transcurre buena parte de la trilogía, está muchas veces cubierto de nieblas, el polvo de la meseta, o de los humos de las fábricas cercanas. Baroja toma la niebla, el humo y el polvo reales, y los sustancia como imagen caracterizadora del espacio novelesco y de su atmósfera. De la misma forma procede en Camino de perfección y otras novelas. También parece interesante esta afirmación de Baroja: "Madrid es un pueblo sin formar, un pueblo de caleidoscopio o de cinematógrafo. La gente aquí se ve todos los días y no se conoce, o se conoce sólo de vista; hablan unos con otros y no tienen intimidad alguna." Obras Completas, Vol. V., Madrid, Biblioteca Nueva, impresión de 1948, p. 20.

miércoles, 22 de abril de 2009


LA GRUTA


La máquina ha pitado y el tren arrancará en seguida. Acodado en la ventanilla, me divierte el corre corre, las prisas de última hora, la pachorra de los que han bajado, el agitar de pañuelos al aire, las lágrimas deslizándose entre sonrisas apenas dibujadas.

Dejo atrás mi mes de descanso, pero me llega la brisa del mar y siento como si aún tuviera agua en los oídos. Me pongo a recordar lo que hice y se impone ella.

Confieso que apenas me llevo otro recuerdo. No era la más bonita, las cosas como son, pero me atrajo intensamente, quizá por su juventud, su piel blanquísima y suave, o la nuca desnuda y deseable cuando alzaba su melena de color bruno brillante.

Nos encontramos en la galería de su pensión. Hablábamos de cosas intrascendentes. Sonreía a menudo y estuvo muy amable al despedirse.

Pasé días aburriéndome sin hacer algo mejor que no fuera ir a la playa. La encontré de nuevo una tarde, también en la galería. Me pareció más hermosa; me atrajo el olor que se desprendía de su corpiño, también la caballera que el aire batía alegremente a su espalda. Estuvimos un buen rato mirando el mar sin decir una palabra. Un sentimiento inevitable llevó mi mano derecha a rodear su cintura. No se apartó. Me miró detenidamente a los ojos y al rato se retiró sin decir más.

Al día siguiente la encontré de nuevo Se celebraba la verbena de San Roque y le propuse ir a la playa al atardecer. Aceptó si unos sobrinos venían con ella. Sentada en la arena con un balandro de juguete sobre la falda cuidaba el ir y venir de los niños en jugueteo incesante. Estuve un rato nadando, pero sin apenas dejar de mirarla. Quise jugar con los críos, pero se mostraron más interesados en construir en la arena que en competir en correrías conmigo.

Al fin me atreví a pedirle que se desvistiera y quedara en  traje de baño; para mi sorpresa, lo hizo. El bañador era negro y quedé fascinado con el contorno de su figura; me dejó contemplarla y sonreía como satisfecha de mi examen. Nadamos un rato. A lo lejos se oía la banda de música que tocaba en el paseo de la Marina mientras las luces empezaban a encenderse y la playa a entregarse a las sombras.

Una vez en la arena, me acerqué a ella cuanto pude y creí descubrir un cierto rubor en sus mejillas, pero nada impidió que la besara en los labios y que nos abrazáramos momentos después. Ajenos al crecimiento de la marea, el agua fría hizo que nos pusiéramos de pie de un salto.

No sé si Paula recogió a los niños y les pidió que regresaran a casa, que estaba muy cerca, o se quedaron jugando. Recuerdo que me cogió de la mano y me llevó a las rocas que cierran la playa por su izquierda abriéndose a los acantilados. Me llevó a una gruta donde nos volvimos a besar acariciándonos incesantemente. De pronto me apartó, se quitó la parte de arriba del bañador, sus pechos brotaron y, ya desnuda,  se entregó mientras me susurraba que sus padres se habían conocido y la habían concebido allí, y que su padre había perecido también cerca de allí cuando su barco se estrelló contra el acantilado a causa de una galerna.

Fue entonces cuando me sentí mareado, ella acercaba sus labios a mi oído y me pidió qué escribirse mi nombre en la gruta. Cuando fui a hacerlo observé que había escritos una infinitud de nombres. La cabeza me daba vueltas. Veía nombres por todas partes, como si cada trocito de la gruta testimoniase del corazón de un hombre. Quise preguntarle, pero Paula había desaparecido, igual que los niños de la playa.


Terminaron mis vacaciones y me parece que tuve una aventura, ¿o no? Apagaré la luz del compartimento. Mis compañeros de viaje se han quedado dormidos. Yo cierro los párpados y veo aparecer a Paula con los niños de nuevo.

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lunes, 30 de marzo de 2009


DIPLOMACIAS



Hemos tenido al Sr. Rodríguez Zapatero y a la Sra. Chacón Piqueras emplumados por la Inquisición, ¿qué escribo?, la Oposición. Acusados –figuradamente-- de actuar como Maestros en el gremio de la política exterior y de la diplomacia siendo Aprendices y, más concretamente, de no haber sabido amalgamar forma y fondo en el asunto de sacar nuestras tropas de un país, Kosovo, inexistente para nosotros, han dejado caer sobre ellos chuzos de punta y toda clase de exabruptos, y andan en dimes y diretes empapados de mala bilis a la espera de Godot, quiero decir de Obama.

Se dice que un diplomático es un sujeto que piensa dos veces antes de no decir nada y esta regla de oro fue conculcada sin la mínima previsión, aunque nunca por quienes ejercen en el Palacio de Santa Cruz, quienes no oían, ni sabían, ni fisgaban, ni –dicen- se les tenía en cuenta.

De verdad, ¿ha sido para tanto? ¿O son cosillas comparables a otras que acontecieron en el lado oscuro de nuestra historia?

Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca --de la que formó parte Francisco Suárez-- crearon el Derecho Internacional en el siglo XVI, mientras el italiano de origen Alberico Gentili dio planta a la figura del agente diplomático y creó el llamado derecho diplomático. En el s. XVI nuestros diplomáticos acertaban casi siempre porque tenían las espaldas cubiertas por los Tercios -- aun cuando ni unos ni otros actuaran conforme al derecho diplomático en ocasiones, pese a cuadros como La rendición de Breda  retratando los buenos modales de nuestros capitanes victoriosos.

Convendría recordar que entre holandeses y neerlandeses se recuerda al Duque de Alba como al  coco horrible de los niños que se portan mal y Fernando Celaya recuerda en su blog Lumen Dei: “existe un bar llamado “Le Roy d’Espagne” en la Grand Place de Bruselas -probablemente la plaza más bella del mundo-, de cuyo techo cuelgan nuestros antigüos soldados”...

Ya sin la protección de los Tercios, los diplomáticos españoles de la primera mitad del XVIII, estaban “carentes además de alguna preparación profesional[i] y, al parecer, cobraban tarde y mal. Palacio Atard citaba  la situación padecía por el Conde Liria en San Petersburgo: “Mi pobreza ha llegado al colmo; mi secretario y yo no hemos recibido sueldo alguno desde hace dieciocho meses y ya no tenemos ni para pagar a la lavandera”.


En el s. XIX se produce el milagro de que se nombre embajador a un militar y diplomático sobrado de dinero. El XIIº Duque de Osuna fue enviado en misión Extraordinaria a Rusia para reanudar las relaciones con ese país, rotas desde que los rusos apoyaron a los carlistas tras morir Fernando VII. Pero lo destacable de su misión diplomática no se recuerda un ápice, pero sí que llevó como secretario a Juan Valera, diplomático y autor de Pepita Jiménez. Confundiendo lo público y lo privado, Valera enviaba cartas a su amigo Leopoldo Augusto Cueto relatando cumplidamente las hombradas de su jefe en la corte de los zares –entre otras muchas, llevar flores y naranjos de Valencia a una fiesta de invierno o tirar al río Neva una vajilla de oro que sirvió para una comida—cartas que, al ser publicadas, se convertían en la comidilla de la Corte y del Palacio de Santa Cruz dejando del Duque un retrato que sólo parcialmente se avenía con la realidad.

Valera fue también embajador en Washington, ciudad donde cumplió los sesenta años. Con esa finura diplomática tan suya describió a los norteamericanos como “canalla que no tiene ni más Dios ni más moral que el dólar” y dijo de sus mujeres que eran marisabidillas. Pues resulta que la joven hija de Thomas Bayard, el Secretario de Estado, se enamoró perdidamente de él y su pasión llegó a tal paroxismo que la joven Katherine se suicidó en la antesala de nuestra embajada cuando supo que don Juan regresaba a España.

Más o menos por aquellos años tuvimos conflicto con Alemania por la posesión de nuestras islas del Indico descubiertas por Álvaro de Mendaña en 1567
[ii]. La vida política se convulsionó; hubo manifestaciones, ¡incluso infantiles!, petardadas y prensa al barullo. El general Salamanca se arrancó las medallas del uniforme en gesto teatral y dijo que las recuperaría en el campo de batalla. Menos mal que la posible guerra con Bismarck fue evitada por Cánovas en una decisión que se resume en esta perla: “Tal vez mi orgullo es tan ciego que mientras nuestra palabra y nuestra acción no puedan emplearse eficazmente, prefiero y preferiré siempre, hasta con exceso, la abstención y el silencio”. Resultaba más conveniente que,  
puesto que no había dinero, el papado mediara en el litigio que enviar soldados y barcos a una guerra lejana. Sin embargo,  Sagasta   vendió las mentadas islas  cuatro años después por 25 millones de pesetas  y cedió Guam a USA... Paso un tupido velo sobre la vergüenza de 1898.

Los éxitos de nuestra diplomacia en el s. XX tuvieron el carácter épico-fantástico del franquismo, comenzando por la charla con Hitler en Hendaya y siguiendo por la quimera del amigo-arabismo. Por conveniencias políticas, se hizo circular por Marruecos el cuento de que Franco se había había hecho musulmán y que se fiaba más de los moros que de los españoles. El ministro Martín Artajo visitó el mundo árabe en abril de 1952 y su aparición produjo milagros como el de la lluvia... En España empleábamos el gasógeno para la movilidad; por lo tanto parecía  magnífico que los árabes nos regalaran gasolina... aunque mi padre comentó que la suficiente para los mecheros...

Si para Cervantes el diplomático es un figura muy necesaria en toda república bien ordenada, alguien preguntó qué es ser diplomático en el portal de Yahoo y eligió como mejor respuesta la siguiente: La diplomacia es una conducta y mecánica racional políticamente correcta que significa el techo y agotamiento de nuestros recursos y posibilidades, y la aceptación de las formalidades en reemplazo de valores esenciales. Para fumarse dos puros con la frasecita.

Los países europeos y americanos tienen, como nosotros, parciales de política 
diplomática exterior tan maravillosos como penosos, pero lo de Kosovo, ¿no será porque no hay dinero y ...? Por esta y otras cavilaciones me pregunto en serio, ¿fue para tanto?

NOTAS.:[i] Comenta Vicente Palacio Atard en “Una ignorada misión diplomática a Rusia en 1741” (en el Homenaje académico a D. Emilio García Gómez con motivo de sus bodas de Oro como Académico de la Historia)[ii] Ver en Google el capítulo de José María Sanz García “Un geopolítico ante el conflicto de las Carolinas (1985)”








martes, 17 de marzo de 2009

LOS NIÑOS Y LAS PISTOLAS

En su artículo “Facha el último[i], Arturo Pérez Reverte comenta la noticia de que la policía requisó las armas simuladas de unos niños de 11 a 15 años que jugaban en unas ruinas. Se justificó que, si bien “su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino”. El escritor carga contra el comentarista por aplaudir la intervención y contra los cantamañanas que desean “erradicar la violencia de todo el mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor” y “los niños varones (jueguen) con Barbies y cocinitas.

Al vivir en una época de prohibiciones por tendencia, de conductismo democrático, de tontarrones y de míseros penares, estas llamadas a que el sentido común prevalezca deberíamos ovacionarlas de pie y largo, como en los buenos conciertos.

Recuerdo un día de Reyes de hace muchísimo tiempo. Mi padre y el que escribe jugábamos con una esplendente pistola de doble martillo que, al mismo tiempo que percutía sobre el pistón y producía un sonido estrepitoso, lanzaba unos cilindros de corcho insignificantes a no poca velocidad sobre diversos objetivos que mi padre había dispuesto sobre un sillón cercano a la entrada de su despacho.

Lo pasábamos chupi cuando se abrió la puerta y apareció mi madre con el mismo traje Príncipe de Gales que luce en la fotografía que preside mi cuarto de estar; miró, se hizo la composición de lugar y nos echó un sermón de cuidado, “¡...Vais a sacar los ojos de cualquiera que entre aquí...!” fue lo más rotundo y, acto seguido, confiscó la munición dejándonos la pistola y los pistones. Sin las balas de corcho que derribaban cromos y otras pequeños objetos, la pistola perdió su encanto y desapareció de mis preferencias.

A mis seis años más o menos no tardé en consolarme pisos abajo en la casa de mi abuela. Monté algo así como una pistola con dos pinzas de la ropa trabadas y descargué pepitas de cereza contra los vencejos y las golondrinas que cruzaban vertiginosas cerca de la ventana del comedor. Además, me hice con un rifle miniatura que disparaba granos de arroz sobre los soldados recortados de una lámina que, yo suponía, amenazaban a los míos. Todo bastante inocente en comparación al hecho de que mi padre y sus hermanos, a la misma edad, lanzaban flechas sobre el retrato de un pariente de grandes bigotes que había sido general carlista.

Muchos años más tarde hice la Instrucción Premilitar Superior (IPS) que acogía a los universitarios que no deseábamos hacer la mili corriente y moliente. Tiroteamos con el famoso fusil Máuser, el CETME, con ametralladoras, pero no con pistola. Se decía que el régimen de Franco no quería ni por asomo que los universitarios se adiestraran en el uso.

Lo que deben hacer los prohibicionistas es conseguir la quimérica prohibición de las películas policíacas y de intriga, las bélicas y los juegos de ordenador sucedáneos, los uniformes de todo tipo y, sobre todo, las guerras de las que se toma ejemplo. Y, si no logran esto último, que asuman el invento del último premio IG Nobel de 2007, y lancen la Bomba Gay para que los soldados y sus enemigos resulten irresistibles entre sí y hagan el amor y no la guerra.

Se dirá que hay mucho niño y adolescente que, recientemente, han causado matanzas en las escuelas de países civilizados y no tan civilizados, pero ¿cuántos niños y niñas son obligados a trabajar desde la infancia en oficio de adultos, cuántos son inmolados en el infierno de la pederastia, cuántos abandonados por la sociedad en las aceras de las ciudades y cuántos obligados a ser soldados en guerras étnicas y horribles? ¿Siquiera supieron lo que era una pistola de juguete con anterioridad para defenderse?

Los juegos de niños no perturban la realidad de los mayores ni prejuzgan lo que ellos van a ser. Por lo que a mi respecta, nunca tuve pistolas auténticas. He vivido casi doce años en los Estados Unidos donde las tienen todos y, por supuesto, mis hijos han jugado o las han simulado. Recuerdo cuando la menor de los tres, Virginia, también con seis años aproximadamente, apuntó con su mano derecha hacia la bombilla que iluminaba el cuarto de estar, chasqueó con su boca imitando un disparo y la bombilla estalló haciéndose añicos con gran susto de la pequeña y admiración mía al descubrir que tenía un magnetismo como para descorchar botellas de cava con la vista. No sé si los vecinos se enteraron ni me importa.

NOTA.:

[i] (XLSemanal de ABC -14/03/2009, p. 8)

sábado, 28 de febrero de 2009

FARMACIAS Y FARMACÉUTICOS

Se dice que las reboticas surgieron durante el Renacimiento, posiblemente en Florencia; que en ellas los médicos trataban a los enfermos que aguardaban a ser atendidos sentados en un banco. Los médicos diagnosticaban y decían al boticario qué sustancia, pócima o ungüento y qué cantidad debían emplear antes de proporcionar al paciente su medicamento. Terminaron por convertirse en lugar de tertulia en la que participaban personas ilustres, políticos, y también, intrigantes y agitadores. Tales tertulias existieron hasta finales del siglo XIX o comienzos del XX, cuando las tertulias se trasladaron definitivamente a los cafés.

En mi memoria, la rebotica era un lugar de encuentro y tertulia con farmacéuticos familiares que me apreciaban.

Mi tío Emilio Alonso era un hombre bajo de cara redonda desde la que irradiaban unos ojos grandes, esplendentes, y un bigote que guardaba un parentesco lejano con el de Pancho Villa y que atusaba de continuo. Tenía poco pelo, pero lo llevaba bien peinado y, de carácter, parecía un castizo de Madrid cuando nació en la capital de la maragatería --como los otros dos cuñados de mi madre—donde la guasa es atributo natural de la gente natural de Astorga. Algo le salió mal conmigo. Me hizo socio infantil del Real Madrid, pero meses después me llevo al Metropolitano en tarde insólita: los colchoneros del Atlético arrasaron al modesto Alcoyano. Como los niños se apuntan a los triunfadores y el Madrid adorable de Bañón, Ipiña, Narro y Barinaga no era de los mejores, tomé la trágica decisión de cambiar de chaqueta. Solía visitar la farmacia de mi tío algún jueves por la tarde y en vacaciones. A veces le acompañaba a cobrar recibos; me interesaba sobre manera un colegio de frailes cuyo ecónomo solía llenarme los bolsillos de paciencias o me daba una bolsa llena de ese dulce tan parecido a las garofetas del Papa de Tortosa.

Su farmacia estaba situada a comienzos de calle Serrano. Su rebotica era amplia con una especie de mesa-laboratorio en el centro, pero no se vinculaba al Art Decó o neoplateresco de otras farmacias. En la del tío contrastaban las maderas oscuras de los anaqueles con el blanco ilustrado del botamen atrayéndome el nombre en latín de las sustancias. Tal alcurnia iba de la mano con la clientela, aristócratas de gran, medio o disimulado pelo que, por lo general, abusaban del apúntame... cuando no dejaban deudas y pufos. Era el Madrid de posguerra. Años después cambió su farmacia por otra situada en uno de los barrios proletarios de Madrid donde la gente llevaba recetas de la Seguridad Social de cobro no inmediato, pero seguro. Mi tío sólo tenía un vicio, tomarse entre quince y diecisiete cafés al día. El café le permitía salir de la rebotica, airearse y gastarse unas chuflas con la gente conocida. Pero el café hizo que un día le fallara el corazón.

D. Julio Rodríguez era el farmacéutico de Villamayor (Piloña, Asturias). Su mujer, tía Lidia, era prima carnal de mi abuela materna. En los veranos, de niño e incluso de mozo solía bajar desde Miyares a visitarles. El aprecio y cariño que les mostraba era, sin duda, influjo de mi madre. Mamá adoleció siempre de falta de apetito y habiéndolo sufrido en una época de manera preocupante, mi abuela decidió dejarla una temporada con la tía Lidia y el tío Julio para ver si la leche y la singular alimentación asturiana la restituían. Yo encontraba en mis tíos conversación además de cariño, pues no era corriente que los mayores se interesaran en las andanzas y pensares de un adolescente, cuando la visión y experiencia de la vida es menguada, fantasiosa y a veces disparatada. Vestía don Julio, un inolvidable sobretodo color crema; atendía a los muy escasos parroquianos y, sin casi dejar de mirarnos, trazaba rutas a la cháchara de los tres. Al despedirme, la tía Lidia me daba unas galletas de nata redonditas, hechas por ella y tan deliciosas que la empinada subida de vuelta a Miyares me resultaba un placer. Nunca he podido olvidarles.

Mi abuelo paterno fue varias veces alcalde de Villafranca del Bierzo. Cuentan, no sé si de él o de otro, que su adversario político principal era uno de los farmacéuticos del pueblo, bien que eran parientes y se respetaban. El alcalde era progresista y decidió instalar los primeros urinarios públicos de la ilustre villa, pero se construyeron frente a la farmacia de su oponente. Cuando el farmacéutico ganaba las elecciones cerraba los urinarios o mandaba trasladarlos de lugar hasta que su predecesor regresaba a la alcaldía y vuelta a empezar.

La carrera de Farmacia es una de las más difíciles y de las que exigen mayor nota de entrada a los estudiantes que solicitan estudiarla. Largos años de instruirse en materias complicadas con cátedros exigentes, para luego, si no eres hijo de farmacéutico, vértelas y desearlas para hacerse con una botica en algún lugar de España.

Hay farmacéuticos que han tenido un éxito enorme en la vida pública. Estoy pensando en Julio Rodríguez Villanueva, el hijo de mis tíos Lidia y Julio, doctor por la Universidad de Cambridge y de la de Madrid, Rector de la Universidad de Salamanca, académico y, sobre todo, formador de una de las escuelas más importantes de microbiólogos y bioquímicos del país. Estoy pensando en Federico Mayor Zaragoza quien también ha sido Rector en Granada, ministro y Director General de la UNESCO. Pienso en el Doctor Vicent Beguer, senador y alcalde de Tortosa durante dieciséis años, o en D. Mariano Artés, catedrático y Rector de la UNED.

Sin embargo, no es lo corriente. La inmensa mayoría de los que pueden ejercer su profesión y tienen farmacia utilizan el mortero menos cada vez y se dedican más a expender las medicinas que atestan sus anaqueles; el botamen, más que menos, parece un adorno histórico que sólo imprime carácter ¿No hay desproporción entre su actividad y los conocimientos adquiridos en su carrera? Puede que ganen dinero en compensación, pero hay mucho talento desaprovechado por la sociedad, si bien los ciudadanos de a pie, sobre todo los que tenemos resquemor a los médico, acudimos a ellos y ellas esperanzados en lograr un consejo certero, como suele ocurrir
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miércoles, 11 de febrero de 2009

JUAN JOSÉ ARREOLA[i]

Hace tiempo comencé a escribir un estudio sobre la obra de Juan José Arreola. Sus cuentos me habían dejado un sabor mágico y, por entonces, me hacía muchas preguntas. Por ejemplo, me intrigaba saber por qué ese escritor de tanto talento no escribía novelas, por qué su obra no era suficientemente conocida y estudiada fuera del nativo Méjico.

Si buscamos en dos de los tratados docentes y más populares de literatura hispanoamericana de los años sesenta, encontramos lo siguiente: Fernando Alegría, al juzgar la obra de Rulfo en su Breve historia de la novela hispanoamericana (1959) decía: “Lo que en Juan José Arreola y Carlos Fuentes constituyó un ejercicio en el arte menor de Kafka –el de sus aforismos y palabras breves--, en Rulfo es ahora épica tentativa de manejar el símbolo de proyección universal
[ii]. Anderson Imbert, decía en la telegrafía esforzada aunque jugosa de su “Historia de la literatura hispanoamericana (1954): “Juan José Arreola (1918), con preferencias por el cuento fantástico o de juegos intelectuales ricos en humor, en problemas y paradojas. Confabulario total (1962). Publicó una farsa teatral, La hora de todos (1954) en la que satirizó con escenas movidas y novedosas, la vida de un potentado.”[iii]

Por suerte, la primera ocasión de saber cuanto quería, me la proporcionó el mismo Arreola en una conferencia que pronunció el 5 de mayo de 1966 en la Universidad de Texas (Austin) con el título sustancioso de ”Los años de mi vida y mis horas de escritor”. De conferencia no tuvo nada, pero fue una de las charlas más improvisadas, sugerentes y graciosas que escuché en mi vida. ¿Se imaginan a un mejicano de Jalisco, picante como el chile jalapeño, con una revolera de cabellos grisáceos sobre un rostro donde, asomando la presencia de la enfermedad, garbeaban dos ojillos colibríes? Con un perfil de bailarín de goyescas, dijo que de niño fue gordo y sus huesos podían sostener una humanidad de volumen al cubo, pero que se había quedado en eso: “Soy puro hueso”.

Arreola creció en el seno de una familia artesana: “Yo mismo aprendí a tornear la madera y los metales. De ahí viene una voluntad artesana con respecto al lenguaje”. Comenzaba una vida de azar y enfermedad en medio del olor de las virutas de la carpintería y del hierro ardiente. “Mi primera infancia discurrió todavía en la cola del ciclón revolucionario”. Alcanzó a ver y vivir, con recuerdo imborrable la contrarrevolución de los cristeros que le produjo los primeros quebrantos del espíritu, aunque “por fortuna o por desgracia no he alcanzado el paraíso de la locura”.

La enfermedad que le acompañaba desde los cuatro o cinco años le familiarizó con las alucinaciones y las figuras fantasmales. De niño se echó de la cama para palparlas. De mayor, los fantasmas le visitaban cuando estaba postrado. Arreola, siempre cortés, se incorporaba en el lecho y les daba la mano; un día que le sorprendió la esposa, dijo: “Sé que son fantasmas, pero si me dan la mano...”

Arreola no sabía de donde le vino la afición literaria. En la escuela tuvo un maestro, José Ernesto Aceves, abogado provinciano, que en dos horas extra de lectura, dejó las semillas fertilizantes de Baudelaire, Walt Whitman, Cervantes, Gorki... en la despierta sensibilidad de Juan José. Pero lo que leyó de un tirón fueron los dieciocho volúmenes de la obra completas de Freud que tradujo Gregorio López Ballesteros.

El jovencito Arreola se había convertido en el recitador de la comarca; de sus labios salían los poemas que atesoraba la flor de la imbecilidad poética hispánica. Su triunfo era colosal cuando declamaba “El brindis del bohemio”, quizás el mismo Día de las Madres... El trasiego del mal verso a la lectura de Ada Negri, Papini, Manzoni, Gautier y Marcel Schwob fortalecieron su sensibilidad de modo que un día pudo proferir la perogrullada de la que dijo estar enamorado: “sólo hay dos literaturas, la buena y la mala. Yo no puedo suscribir ni sustentar la mala literatura”. Esta certidumbre, sin embargo, le impidió escribir diariamente y le dejó en el dique que le acongojaba hasta cierto punto: “No he podido entender de dónde me vino la vocación literaria, que ha sido real, pero que he desperdiciado, destruido, desperdigado...”

Arreola dijo que no había planeado nada en su vida, que se sentía horrorizado ante el curso de una literatura mundial entregada al recetario –“el negocio editorial es un negocio de embutidos”—donde lo sexual predominando en la conducta humana producía una cochambre que los pseudonovelistas llamaban personajes, olvidando la belleza del ser, que son los instintos y la voluntad erótica. Esta literatura de recetario le dejó, según él, en la quebrada del que escribe poco; sabiendo desde joven qué era la buena literatura, no quiso ser poeta y de mayor sólo llegó a novelista mediano.

Amaba la vida y la literatura, pero le faltaba la idea que le arrastrara a escribir la obra que pretendía. Por eso, ante un compromiso editorial llegó a escribir, según él, la mala novela, aunque escritor honrado, tomó las tijeras y cortó y recortó hasta dejar el manuscrito en una serie de cuadros sobre la realidad mejicana. Esa novela se tituló La feria
[iv] y apareció en 1963.

Afirmando su voluntad de estilo, creyendo en la literatura manierista –“creo que hay un lenguaje que se puede componer de fuera adentro”--, Arreola concluyó su conferencia pidiendo un nuevo humanismo salvador. Nada más ni nada menos pedía el excelente escritor de Jalisco ante una asamblea regocijada, a veces perpleja, de estudiantes y profesores, en una universidad situada a muy pocas millas del rancho de Lindon B. Johnson.

El hormiguero humano

Dijo que le asustaba el presente porque el futuro se perfilaba monstruoso; amenazaba la bomba, nos animalizábamos, la dicha se perseguía en vano. Ahí estaban para confirmarlo los hombres de “La parábola del trueque
[v], cuyo temas es la convivencia, buscando desesperados al mercader que les cambió las esposas viejas por nuevas y les prometió placer y felicidad.
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El hombre pretende situarse por cima de su animalidad divinizando su condición de ser social; entonces se inventa una vida y termina poniéndose una máscara, al admitir la inutilidad del esfuerzo. El hombre es como la hormiga de “El prodigioso miligramo”, obstinada en defender la genial existencia de su descubrimiento: el absurdo miligramo que le singulariza sobre el género y la especie. Pero el hallazgo de ese descubrimiento inútil despierta la envidia y la codicia de quienes terminarán por usurpar el descubrimiento. El miligramo es el símbolo del genio vacío, la intuición de lo sobrenatural que no alcanzamos porque no logramos lo sencillo: esclarecer nuestra situación en el mundo. Sucedió con Don Quijote y con Einstein, de quienes escogimos el símbolo de la locura disolvente y el símbolo de la destrucción total: la bomba atómica.

La crisis universal de las hormigas de Arreola es la crisis universal del hombre: “Olvidando sus costumbres, tradicionalmente prácticas y utilitarias, se entregan en todas partes a una desenfrenada busca de miligramos. Comen fuera del hormiguero, y sólo almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan como especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes”. Bajo el símbolo de las hormigas, Arreola llega lejos anunciando la desaparición del hombre también como especie zoológica. Ya en el primer cuento del Confabulario total, “Alarma para el año 2000” avisaba espeluznado: “¡Cuidado! Cada hombre es una bomba a punto de estallar”.

Manierismo y poesía

Arreola obtenía la materia literaria de sus cuentos en las imágenes que surgían de su reflexionar simbólico e imaginativo sobre la historia y la realidad; contadas veces lo hacía reflejando en directo la última. Cuidaba la transformación estética de esos materiales porque sabía que traían radiaciones telúricas excesivamente peligrosas al darles forma y precipitarlas en el lenguaje. Escudándose en el humor, el manierismo de Arreola, su maniobrar de fuera adentro, ese predisposición a escribir con cuidado, alfareando las palabras que se entrañaban de manera mágica en la hora de la creación, para dar como resultado esas pequeñas, pero maravillosas obras de arte que son la mayoría de sus cuentos.

Partía de los linderos de lo irreal con la idea germinal que le obsesionaba o impresionaba su mente, encadenando imágenes, frecuentemente superrealistas y con la lógica pertinaz y paradójica de la asociación de ideas. Veamos cómo la idea de su infelicidad llega a uno de sus personajes: “Como un meteoro capaz de resplandecer con luz propia a medio día, como un joyel que contradice de golpe a todas las moscas de la tierra que cayeron en un plato de sopa, la mariposa entró por la ventana y fue a naufragar directamente en el caldillo de lentejas”. Así comienza el cuento “Metamorfosis” de apenas 22 líneas, cuya anécdota queda resumida en lo siguiente: “La sopa y la vida conyugal se enfriaron definitivamente”.

Lo poético alimentaba su lenguaje en grandes dosis, lo que servía para multiplicar los niveles de significación de sus cuentos e iluminar los espacios borrosos que pudieran presentarse a la clarividencia de un lector común. Prosista maestro, de la poesía tomaba las imágenes, si se quiere, el mecanismo que las produce y encadena, y se atenía a la estructura peculiar e íntima de la prosa para situarlas en la frase.
Veamos como ejemplo de lo dicho el cuento titulado “Corrido”. El lugar de la acción se describe así: “Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testarazo partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz”. El drama es presentado verticalmente en el cuarto párrafo: “La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo por la ancha calle que se parte en dos” (...) “El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro les estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero” (...) “Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo” (...)”Esta fue la merita señal” (...) “De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro”. Muertos los dos, la voz del corrido concluye; “Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó”. He escogido las frases esenciales para demostrar que el drama del cuento converge en la imagen del cántaro, la imposibilidad del amor –uno de sus temas favoritos-- encarnando ambiente y protagonistas humanos. El cántaro distribuye oración tras oración los hilos de la tragedia que sobreviene. Lo poético está en el repique de esa imagen en el contexto de cada frase y cada párrafo donde el vocablo, aparentemente, es un elemento simple de la estructura, pero no hay palabra que resuene más. Y es así, porque el destino simbólico del cántaro ha sido preferido estéticamente al de los protagonistas humanos. De esta manera queda la historia del lance amoroso acuñada sobre una imagen que el pueblo recogió con su buen oído en su sonsonete peculiar.

Arreola y sus coetáneos

El año 1959, hace justo medio siglo, reunía a dos maestros de la narración breve. Julio Cortázar publicaba Las armas secretas revalidando una excelente carrera de cuentista; para Arreola, que había publicado la mayor parte de sus cuentos reunidos en el Confabulario total es el año del Bestiario
[vi]. A partir de entonces, ambos probaron fortuna en la novela con distinta suerte.

La prosa hispanoamericana modernista y la de los primeros cuarenta años del siglo XX, se había orientado mayormente hacia lo social o lo testimonial; encontrar sustancia artística en la denuncia no siempre fue posible --un ejemplo son las últimas novelas de Miguel Ángel Asturias—y quizás por eso, se incluía a sus mejores prosistas en la tendencia escapista. Pues bien, Borges, Arreola y Cortázar –quien dijo del mejicano que era un árbol de palabras-- también integraron el contingente de escapistas para un sector de la crítica, aunque, ¿se debía llamar escapistas a escritores que miraban al hombre adánico y denunciaban la actitud corruptora al que la sociedad le sometía? Se puede si hubiera una razón artística convincente, porque luego resultará que aquellos alejandrinistas –para emplear el término más apropiado de Amado Alonso—han terminado por testimoniar de su época con mayor profundidad que los escritores sociales.

Se suele decir de los escapitas que todos suenan lo mismo, pero resulta que Arreola y Cortázar tenían lenguajes diferentes para sus lectores porque sus oídos también eran diferentes. Sabemos que estamos en Méjico cuando dos tipos se pelean como gallos por una muchacha, cuando Hilario habla a don Pancho de las tuzas que mató en ese cuento formidable titulado “El cuervero”; estamos en Méjico por el cómo suena la lengua y el cómo se dice, un son no muy lejano al de otro escritor de Jalisco, Juan Rulfo, el grandísimo amigo de Arreola. El Cortázar de 1959 ponía sus protagonistas en París; de la ciudad se dice que hay “un olor a limpio, a pan caliente”, pero el personaje Laura tiene acento argentino mientras Cortazar podría estar detrás de Johnny, el artista de jazz. El oído argentino del escritor aún sería más notorio en la novela Los premios de sólo dos años después.

A Arreola se le conceptuó de misógino, pero su misoginia no se relacionaba con el mito de La Malinche tal como Octavio Paz lo describió. Ante la mujer que nos pierde, Arreola dice: “En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso, hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta”; era Don Quijote. La misoginia arreoliana no es vulgar, caprichosa, ni romántica –como en el fondo son todas las misoginias--, sino que va contra la mujer que originó el castigo del paraíso perdido; la otra mujer que canta Arreola, es amor, es Peronelle, la hermosa joven que amó al sesentón y decrépito Guillermo de Machaut.

Arreola no se ejercitaba en el arte menor de Kafka como también se dijo, sino en una tradición literaria que se remontaba más allá del barroco y se iniciaba en las alegorías, fábulas, apólogos y bestiarios medievales tan amigos de representar los defectos humanos a través de los animales. Arreola hablaba de Baltasar, Gerard, Guillermo de Machaut, Ronsard y del epistolario de Góngora con la misma facilidad que de Sinesio de Rodas o de la bomba atómica; se trataba de viejos amigos, tipos curiosos, con temas increíbles que traía a la tertulia con zumba, amor, detalle y socarronería. Si algún parentesco tenía con algún coetáneo podría ser Borges; parientes lejanos, casi políticos; el argentino culto, elíptico e irónico, el mejicano moralista con gracia. Reían los dos, pero nosotros reímos más abiertamente con las caricaturas de Arreola capaz de tornar heroica la historia de un cornudo como sucede en “Pueblerina”. Borges dijo de Arreola que no se había afiliado a ningún ismo: “Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos.”

Cada cuento, fábula o parábola de Arreola tiene una expresión diferente, demostrando que la narración breve puede ser uno de los ejercicios literarios más ricos y originales. Mientras el mejicano necesitaba de pocas líneas para expresar cuanto deseaba decir, Cortázar precisaba de espacios más amplios para sus ficciones. Por eso en aquel año de 1959, hace medio siglo, había un gran novelista en potencia que era Julio Cortázar y un Juan José Arreola que no triunfaría en la novela, pero se afirmaba como uno de los cuentistas más ricos, extraños y singulares de los que escribieron en nuestro idioma.


NOTAS.:

[i] Revisión y actualización de mi artículo “La Maestría de Juan José Areola” publicado en Insula, nº 240 (Noviembre, 1966), pp 1 y 15.
[ii] Fernando Alegría, Breve historia de la literatura hispanoamericana, “Manuales Studium”, Ediciones De Andrea, (México, 1959) p. 243
[iii] Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura Hispanoamérica, Tomo IIº, 4ª edcn, F.C.M, (México, 1964) p.330.
[iv] J.J.Areola, La feria, Ed. Joaquín Mortiz, (México, 1963)
[v] J.J. Arreola, Confabulario total (1941-1961), 3ª edcn.,, Fondo de Cultura de México. (México, 1962) De este libro hay una versión inglesa editada por la University of Texas Press, con el título de Confabulario and other inventions, Austin, 1964. Se trata de una edición excelente, lo mismo que la introducción, que se deben al profesor George D. Schade, a quien estaré eternamente agradecido por haberme puesto en contacto con la obra de Arreola y la de los otros grandes escritores mejicanos. Entre nosotros destaco la edición de Carmen de Mora que bajo el título Confabulario definitivo escoge relatos de Varia Invención (1949) y Confabulario (1952) junto con otros textos, libro editada por Cátedra, (Madrid, 1986) Carmen Mora añade una Introducción de 62 páginas
[vi] Carmen de Mora recuerda que en la edición definitiva de las obras de Arreola publicadas por Joaquín Mortiz en 1971, el mismo autor, al explicar el criterio seguido en la ordenación de los volúmenes, dice: “Por azares diversos, Varia Invención, Confabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. Ahora cada uno de estos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio”