LOS NIÑOS Y LAS PISTOLAS
En su artículo “Facha el último” [i], Arturo Pérez Reverte comenta la noticia de que la policía requisó las armas simuladas de unos niños de 11 a 15 años que jugaban en unas ruinas. Se justificó que, si bien “su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino”. El escritor carga contra el comentarista por aplaudir la intervención y contra los cantamañanas que desean “erradicar la violencia de todo el mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor” y “los niños varones (jueguen) con Barbies y cocinitas.”
Al vivir en una época de prohibiciones por tendencia, de conductismo democrático, de tontarrones y de míseros penares, estas llamadas a que el sentido común prevalezca deberíamos ovacionarlas de pie y largo, como en los buenos conciertos.
Recuerdo un día de Reyes de hace muchísimo tiempo. Mi padre y el que escribe jugábamos con una esplendente pistola de doble martillo que, al mismo tiempo que percutía sobre el pistón y producía un sonido estrepitoso, lanzaba unos cilindros de corcho insignificantes a no poca velocidad sobre diversos objetivos que mi padre había dispuesto sobre un sillón cercano a la entrada de su despacho.
Lo pasábamos chupi cuando se abrió la puerta y apareció mi madre con el mismo traje Príncipe de Gales que luce en la fotografía que preside mi cuarto de estar; miró, se hizo la composición de lugar y nos echó un sermón de cuidado, “¡...Vais a sacar los ojos de cualquiera que entre aquí...!” fue lo más rotundo y, acto seguido, confiscó la munición dejándonos la pistola y los pistones. Sin las balas de corcho que derribaban cromos y otras pequeños objetos, la pistola perdió su encanto y desapareció de mis preferencias.
A mis seis años más o menos no tardé en consolarme pisos abajo en la casa de mi abuela. Monté algo así como una pistola con dos pinzas de la ropa trabadas y descargué pepitas de cereza contra los vencejos y las golondrinas que cruzaban vertiginosas cerca de la ventana del comedor. Además, me hice con un rifle miniatura que disparaba granos de arroz sobre los soldados recortados de una lámina que, yo suponía, amenazaban a los míos. Todo bastante inocente en comparación al hecho de que mi padre y sus hermanos, a la misma edad, lanzaban flechas sobre el retrato de un pariente de grandes bigotes que había sido general carlista.
Muchos años más tarde hice la Instrucción Premilitar Superior (IPS) que acogía a los universitarios que no deseábamos hacer la mili corriente y moliente. Tiroteamos con el famoso fusil Máuser, el CETME, con ametralladoras, pero no con pistola. Se decía que el régimen de Franco no quería ni por asomo que los universitarios se adiestraran en el uso.
Lo que deben hacer los prohibicionistas es conseguir la quimérica prohibición de las películas policíacas y de intriga, las bélicas y los juegos de ordenador sucedáneos, los uniformes de todo tipo y, sobre todo, las guerras de las que se toma ejemplo. Y, si no logran esto último, que asuman el invento del último premio IG Nobel de 2007, y lancen la Bomba Gay para que los soldados y sus enemigos resulten irresistibles entre sí y hagan el amor y no la guerra.
Se dirá que hay mucho niño y adolescente que, recientemente, han causado matanzas en las escuelas de países civilizados y no tan civilizados, pero ¿cuántos niños y niñas son obligados a trabajar desde la infancia en oficio de adultos, cuántos son inmolados en el infierno de la pederastia, cuántos abandonados por la sociedad en las aceras de las ciudades y cuántos obligados a ser soldados en guerras étnicas y horribles? ¿Siquiera supieron lo que era una pistola de juguete con anterioridad para defenderse?
Los juegos de niños no perturban la realidad de los mayores ni prejuzgan lo que ellos van a ser. Por lo que a mi respecta, nunca tuve pistolas auténticas. He vivido casi doce años en los Estados Unidos donde las tienen todos y, por supuesto, mis hijos han jugado o las han simulado. Recuerdo cuando la menor de los tres, Virginia, también con seis años aproximadamente, apuntó con su mano derecha hacia la bombilla que iluminaba el cuarto de estar, chasqueó con su boca imitando un disparo y la bombilla estalló haciéndose añicos con gran susto de la pequeña y admiración mía al descubrir que tenía un magnetismo como para descorchar botellas de cava con la vista. No sé si los vecinos se enteraron ni me importa.
En su artículo “Facha el último” [i], Arturo Pérez Reverte comenta la noticia de que la policía requisó las armas simuladas de unos niños de 11 a 15 años que jugaban en unas ruinas. Se justificó que, si bien “su posesión es legal, manejarlas fuera de casa puede alarmar a algún vecino”. El escritor carga contra el comentarista por aplaudir la intervención y contra los cantamañanas que desean “erradicar la violencia de todo el mundo y que todos nos besemos en la boca disfrazados de conejito Tambor” y “los niños varones (jueguen) con Barbies y cocinitas.”
Al vivir en una época de prohibiciones por tendencia, de conductismo democrático, de tontarrones y de míseros penares, estas llamadas a que el sentido común prevalezca deberíamos ovacionarlas de pie y largo, como en los buenos conciertos.
Recuerdo un día de Reyes de hace muchísimo tiempo. Mi padre y el que escribe jugábamos con una esplendente pistola de doble martillo que, al mismo tiempo que percutía sobre el pistón y producía un sonido estrepitoso, lanzaba unos cilindros de corcho insignificantes a no poca velocidad sobre diversos objetivos que mi padre había dispuesto sobre un sillón cercano a la entrada de su despacho.
Lo pasábamos chupi cuando se abrió la puerta y apareció mi madre con el mismo traje Príncipe de Gales que luce en la fotografía que preside mi cuarto de estar; miró, se hizo la composición de lugar y nos echó un sermón de cuidado, “¡...Vais a sacar los ojos de cualquiera que entre aquí...!” fue lo más rotundo y, acto seguido, confiscó la munición dejándonos la pistola y los pistones. Sin las balas de corcho que derribaban cromos y otras pequeños objetos, la pistola perdió su encanto y desapareció de mis preferencias.
A mis seis años más o menos no tardé en consolarme pisos abajo en la casa de mi abuela. Monté algo así como una pistola con dos pinzas de la ropa trabadas y descargué pepitas de cereza contra los vencejos y las golondrinas que cruzaban vertiginosas cerca de la ventana del comedor. Además, me hice con un rifle miniatura que disparaba granos de arroz sobre los soldados recortados de una lámina que, yo suponía, amenazaban a los míos. Todo bastante inocente en comparación al hecho de que mi padre y sus hermanos, a la misma edad, lanzaban flechas sobre el retrato de un pariente de grandes bigotes que había sido general carlista.
Muchos años más tarde hice la Instrucción Premilitar Superior (IPS) que acogía a los universitarios que no deseábamos hacer la mili corriente y moliente. Tiroteamos con el famoso fusil Máuser, el CETME, con ametralladoras, pero no con pistola. Se decía que el régimen de Franco no quería ni por asomo que los universitarios se adiestraran en el uso.
Lo que deben hacer los prohibicionistas es conseguir la quimérica prohibición de las películas policíacas y de intriga, las bélicas y los juegos de ordenador sucedáneos, los uniformes de todo tipo y, sobre todo, las guerras de las que se toma ejemplo. Y, si no logran esto último, que asuman el invento del último premio IG Nobel de 2007, y lancen la Bomba Gay para que los soldados y sus enemigos resulten irresistibles entre sí y hagan el amor y no la guerra.
Se dirá que hay mucho niño y adolescente que, recientemente, han causado matanzas en las escuelas de países civilizados y no tan civilizados, pero ¿cuántos niños y niñas son obligados a trabajar desde la infancia en oficio de adultos, cuántos son inmolados en el infierno de la pederastia, cuántos abandonados por la sociedad en las aceras de las ciudades y cuántos obligados a ser soldados en guerras étnicas y horribles? ¿Siquiera supieron lo que era una pistola de juguete con anterioridad para defenderse?
Los juegos de niños no perturban la realidad de los mayores ni prejuzgan lo que ellos van a ser. Por lo que a mi respecta, nunca tuve pistolas auténticas. He vivido casi doce años en los Estados Unidos donde las tienen todos y, por supuesto, mis hijos han jugado o las han simulado. Recuerdo cuando la menor de los tres, Virginia, también con seis años aproximadamente, apuntó con su mano derecha hacia la bombilla que iluminaba el cuarto de estar, chasqueó con su boca imitando un disparo y la bombilla estalló haciéndose añicos con gran susto de la pequeña y admiración mía al descubrir que tenía un magnetismo como para descorchar botellas de cava con la vista. No sé si los vecinos se enteraron ni me importa.
NOTA.:
[i] (XLSemanal de ABC -14/03/2009, p. 8)
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