miércoles, 24 de agosto de 2011

Poemas del limo (3)

LUCERO EN EL MAR

Recordando a Doña Julia
y la muerte de su hijo.



Cayó de los peñascos

como lucero en el mar

que dicen que fue un hombre

que fue la Estrella Polar

que le mataron a tiros

que enamorada del mar



cayera quien fuera

qué pena ¿verdad?




NANAS PARA TODOS



Buches de guano

me soba el viento

buluba buluba

carotina de adviento



Zumba de noche

el sabio Soboche

(Frasquina te siente

pero no la revientes)



Bula buluba

jazmín entre cardos

de viento los buches

la nube pigmea

sobre luna, pegote

¡No seas zumba, Soboche!



Arropé

que rin-rin cargas

no te subas a la parra

que mi romera tié

sabroso corsé

Para cin-cin tar

mi morenita tié

resinado compás

La sevillana, gá

abajó la persiá

y el colibrí del sol

caló, ¡enmudeció!



No te muevas Crisantema

¡no me quiebres los lirios!

que los angelillos ratones

¡van robarte los higoooos!



¡Arrope!

¡Vamos a bailar

con el zum de Zapatiesta

la divina hermandad!

Pone el uno, pongo el dos

¡Rabión, que somos tres!

Arropé…

adormite leré




MAMBRÚ SE FUE A LA GUERRA



Mambrú se fue a la guerra

y se quedó con ella…

Nicanor tocó el tambor

tocó requetebién

¡Más vale menos repique

y más gachas y sartén!

que Mambrú se fue a la guerra

y se quedó con ella…



Hay un río colorado

más abajo del molino

dicen que fueron los lobos

dicen que fueron los niños

que Mambrú se fue a la guerra

y se quedó con ella…



Madrugaba el Conde Olinos

la víspera de San Juan

Todas las doncellas pobres

se pusieron a temblar

que Mambrú se fue a la guerra

y se quedó con ella…



No tienen mis penas remedio

por años que aguarde a tu puerta

Tu padre puso la sota

y el basto sobre mi cabeza

que Mambrú se fue a la guerra

y se quedó con ella…




MORIR



Morir todos los días

sin luz, sin velas

poco a poco, sin entusiasmo

Morir de pie o tumbado

(da lo mismo

a la nueva geometría

del espacio)

Morir sin más o menos

flores o lágrimas

duelos o cirios

bajo el epitafio estándar

de los hombres sin bigote

Morir porque si

porque todos morimos

irracionalmente

de la mentira de ayer

del embudo atascado

del corazón – el pobre

tan quieto en su ritmo

tan absurdamente metáfora—

Morir, morir

porque hemos llegado

al último aburrimiento




NANA DEL LIMO



¡Limo limonero

santero de estrellas

carinegro

sandunguero

boliaguas, balilalunas

repúcheritauñas!



Limo carcavón

centinela guadañista

de los lirios



Limo chupetero

chamusquero

hambriento miligailas

todo fino

todo broncialbino

¡morterito del muertero!







miércoles, 10 de agosto de 2011

Poemas del limo (2)




SIESTA



Estaba recluido en mi pequeña paz

regurgitándome

(cueva del silencio, permanencia)

y fue el viento que se agita contra la ciudad gris

y fue y vino

entrando Dios sabe por dónde

para llevárseme un temblor

(él, que gritaba contra la ciudad gris

bañada en muerte de piedra)

Mas, ¿por qué desperdiciar ternuras

aún tan leves, pobres, propias como un temblor?

¡Mi temblor desprendido!

Voy detrás de mi temblor con un cazamariposas

el silencio de aquí

alfarea un sueño profundo

el cazamariposas se deshace

en el murmullo de allá

(¡ay el viento contra la ciudad de piedra!)

Más temblores desprendidos

por el viento

Más angustias tontas

El silencio acaramela soledad





NO ERA POR CELOS



No era por celos

que me puse a espiar

el sueño que dormías

no era por celos

Saber quería

si era el protagonista



CANCIONES DEL LIMO



Da sed el camino

fatiga el vecino



Me embrujan los limones

como esos que tienes

pero ponles buen precio

a ver si me convienen



De tus ojos salían

una rosa y un clavel

al llegar a los míos

parecían un ciempiés



Para San Juan

la tengo de parto

Dime zagal

¿sabes tú de cuantos?



Si supiera mentiría
y si mintiera diría
que fue el espíritu santo
de las mozuelas bravías




En las zarzas mi morena

dejó una pestaña

la octava que deja

Pienso que voy a dejarla

no sea que una ceja

olvide mañana

lueguito la cara

hasta que no pueda

escapar yo de las zarzas



Me gusta la miel

y… el alivio

por eso me cuelgan

el sambenito…

mas no se dan hongos

en el sequío…

Si tuviese la culpa

de tanto rocío

estarían los hombres

apañaditos


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domingo, 24 de julio de 2011

Poemas del limo (1)



LA PALABRA


Agua viva. Sólo ella
playa, breña, romería
fluye siempre, niña
o vieja, en montonera
Caracola sola
ella está, ella es nada
creadora, ella es limo
y ola muda
troncha higuera, suave
aliño, niebla al hombre
miel del aire.

 

PRIMAVERA DEL LIMO



Otra hebra más. Otra primavera
con soluz y soluna dolidueñas
(Aún las hojas muertas devanean
van rodadas, sin acento, tan cascadas)
Ayer, por decir el año de la espalda
ayer tenía más filo mi figura
caballito de la mar
espuma
torigrana a mi grupa
retozona mi montura aral.
Ayer, palo verde, de jinete madrugaba
y cabalgábamos cerreros
en brinco de estrella a limonar
ayer sabíamos del hábito la inmensidad



Con soluz y soluna dolidueñas
viene esta inviolada primavera
con sable de luz sin estribera
Viento de ciervo
¡que trae viento de ciervo
y manantial de nido!
(Pero aún las hojas muertas esterean
tan rodadas, sin hoyuelo, tan cascadas)



DECIR MARINO



Bocadito de limón
te quiero porque te quiero
que no hay red para los hombres
buenos si son marineros
Pon limo en tu caracola
de zumba y corpiño un beso
de mentiroso aguardiente
como la nana del cuento
que fuiste luna pelona
a la verita de un negro…


Bocadito de limón
no, ¡que no me cuenten éso!



NUEVE



Nueve meses pasó la gallina
picando al mediodía y el gallo
no salió


Nueve meses pasó la ternera
rumiando teología y el toro
no salió


¡Sí! Nueve meses pasó la luna
alumbrando muy calmosa y la musa
no salió


Nueve meses, nueve meses, nueve
siempre nueve meses ¡y el décimo
no salió!



ROSALÍA

Rosalía, pelar quisiera una pavana
contigo al mediodía
Pero hay viejas en los claustros
que llevan rímel en los labios
y cosen agujas en las flautas
Y el clavicordio de Madeira
repica en vano cristal y orín
anciano río melancólico


Gentil: las palomas del pino
abrieron el pico y al monte el eco lleva
el trino torcaz

(Ver más Poemas del limo en las entradas del 10 y el 24 de agosto)

miércoles, 20 de julio de 2011


PRIMAVERA SIDERAL




Primavera de estancias


rocío, nube, llanto de novicia


El árbol se angustia de belleza, insulta al asfalto


Jardín recortado entre bostezos


Para las hijas del jardinero cortan margaritas


Jardín de unicornios tristes


Del Jardín-Hospital al Quemadero de Madrid


(Flor caída, perros, viejos, manos de todos, pavesas)


(Hormiguita, el automóvil pasa, hormiguita


Pasa hormiguita. Pasea a la sombra del árbol en flor)


Fuentes estudiadas, niños sin gracia. Prado


(Hormiguita alucinada por tablones de luz)


Primavera sideral… de las luces, de las piedras

de los niños, de la fuente, de la hormiga


Pared seca de años y de años restregados


Bufandas: abrigo caudal se le otorgó al viejo


El viejo al hermano del viejo se restriega…

y a los hermanos de todos los viejos. Pared tostada


(Ver más Poemas del limo en las entradas del 10 y el 24 de agosto)




sábado, 9 de julio de 2011

EL ASUNTO   JOE VARGAS

Los acontecimientos familiares, positivos o negativos,  casi siempre son los más importantes de nuestra vida. Hay otros, que los silenciemos o no, dejaron una huella profunda en nuestra oscilante personalidad. Me apetece referirme a dos que nunca pude  olvidar.

Hice la I.P.S. (Instrucción Premilitar Superior) también conocida como Milicias Universitarias. Era la forma breve de hacer la mili que teníamos los universitarios después de la Guerra Civil y a ella solíamos acogernos fuésemos azules, rojos o corchos.

Durante el segundo campamento tuvimos un compañero al que apellidaré Adelfried. Por su aspecto, rubio ralo incluyendo un bigotito hitleriano, tenía pinta de ser hijo de algún refugiado alemán alpino, más bien pequeñín. Su ideario se abastecía del Mein Kampf y el nacional-catolicismo predominante en la época. Daba la lata con sus postulados cuando discutíamos y, para nuestros ocios, profería consejos contra el género que definía como la fauna femenina.

Habría transcurrido un mes o un mes y medio cuando, librando un fin de semana en Segovia, le vimos pasear junto a una anciana labriega que llevaba un niño de la mano al lado de una preciosa jovencilla, sin duda madre de la criatura, quien escuchaba muy modosita un largo exordio de Adelfried. No tuvimos duda: Adelfried se las había tenido con la bella criadilla en casa y el amorío había tenido un resultado inevitable. Así lo imaginamos, fuera o no verdad.

Pero las perturbaciones que hicieron de Adelfried un compañero inolvidable tuvieron su momento de oro. Me refiero a la tarde en que nos instruían sobre la utilización de las bombas de mano. Cuando llegó el momento de pasar de la teoría a la práctica, nuestro capitán nos organizó en grupos y, por turnos, nos iba metiendo en dos hoyos preparados para la realización del ejercicio. Desde ellos lanzábamos las granadas uno a uno. El capitán había advertido del peligro que tales artefactos tenían y recomendado que, si caían cerca, deberíamos lanzarnos al suelo y hacer con nuestros cuerpos un hoyo protector bajo el mismo hoyo en que estábamos metidos porque la granada, aunque era de baquelita, tenía un radio de acción de algunos metros.

En el hoyo de la derecha estaba Adelfried. Cuando le tocó el turno de lanzar el explosivo lo hizo con tanta determinación como falta de puntería. Su mano derecha había trazado una pequeña curva y la bomba salió despedida hacia nosotros, situados en el hoyo de la izquierda. Quedamos estupefactos viéndola venir, pero recordando los consejos del capitán nos arrojamos al suelo con la vehemencia anteriormente aconsejada.

Don Eduardo –que se así se llamaba el capitán- corrió hacia Adelfried y se incendió con él pidiendo explicaciones. Su excusa fue que era zurdo, causa de su incapacidad para dirigir bien el lanzamiento con la mano derecha. “¿Y quién le ha dicho a usted que las bombas de mano hay que lanzarlas con la mano derecha?”, explotó el capitán. El susto que pasamos quedó fijo en la memoria casi tanto como los quince días que otro compañero se mantuvo mudo cuando un rayo carbonizó el árbol próximo a la garita donde hacía guardia.
.
La historia de Adelfried tuvo un final. Su ideología no valió para mejorar la opinión que nuestros jefes tenían de él y concluyó la I.P.S. de sargento para oprobio suyo, porque era el galón con el que salían los rojos fichados.

En enero de 1964 fui a los Estados Unidos. En Austin, capital del Estado de Texas, viví situaciones de todo tipo. Pero quizá el suceso que se me grabó de manera importante fue el asunto Joe Vargas.

Vargas era estudiante mío en un curso avanzado de lengua española, un alumno cuya presencia en el aula agradecía porque era formal, hacía sus trabajos, pasaba sus exámenes semanales con nota, y siempre estaba dispuesto a intervenir si se pedía colaboración.

Llego el examen final -- que en la UT valía un 30% de la nota global del curso. El ejercicio de Vargas resultó bastante pobre; como mucho y con los ojos cerrados, podía darle un aprobado arañado. Así que promedié ese examen con su trabajo en el curso y le califiqué con una C (un 6 para nosotros).

Al día siguiente, Vargas vino a mi despacho y me rogó que elevara su nota a B (notable) porque de lo contrario tendría que ir al Vietnam. El presidente Johnson había decidido enviar medio millón de soldados y el impacto en las universidades fue grande porque los estudiantes que tuviesen una nota media por debajo del notable, serían llamados a filas.

Nunca pude olvidar la noche de aquel día. Fue un ir y venir dando vueltas por el living del apartamento quejándome de mi mala suerte ¿Cómo era posible que yo, un extranjero --que nada tenía que ver con esa guerra—estuviera inmiscuido en la decisión de enviar un alumno mío al conflicto a causa de una calificación? Sensaciones de injusticia e impotencia se alternaban en mí con la urgencia de tener que decidir.

Pasadas las horas de saturación emocional, me pareció que había una pregunta clave: ¿Era justa mi nota? Me puse a repasar los exámenes semanales y el final de Vargas, los comparé con los de otros compañeros y las notas obtenidas. Llegué a la conclusión de que la nota era justa conforme a mis criterios. Después, probablemente buscando una mayor justificación, me hice otra reflexión: “Y si libro a Vargas de ir a filas, ¿quien irá en su lugar? Porque serán quinientos mil, de eso no hay duda”.

A la mañana siguiente sin haber dormido, pero resuelto en mi decisión, llegué a Batts Hall –edificio del Departamento de Lenguas Románicas—y comuniqué a Joe: “Mantengo la nota; es justa para mi. Lo siento mucho”.

Un año después ejercía de profesor en la Pennsylvania State University. Al llegar las Navidades, mi mujer y yo decidimos pasarlas con mi tío Ricardo en Austin y la familia de ella en San Antonio. Una tarde en Austin fuimos a Sears para realizar unas compras. Deambulando por los pasillos escuche unos gritos a mis espaldas: “¡Professor Martínez! ¡Professor Martínez!”. Los daba Joe Vargas. Había cumplido su año en el Vietnam y había regresado. No sólo no me guardaba ningún rencor sino que estaba contento de verme. ¡Y yo a él!

Resulta fácil imaginar que fueron muchos los días durante aquel año que pensé en Joe y en las cosas que podían haberle ocurrido.  Las informaciones de la guerra eran dramáticas y también chuscas, como la que aseguraba que el general William Westmoreland había ordenado calcular las bajas infringidas al enemigo mediante el procedimiento de contar las botas suyas encontradas, fuesen de un pie u otro, suma de la que pudo deducirse que la población de Vietnam había perecido dos veces. ¿Y qué decir de las bajas propias?

Pero allí estábamos los dos de nuevo, ahora en los pasillos de Sears. Nada tenía que reprocharme; tampoco Joe Vargas me reprochó nada. Sin embargo, han pasado muchos años y pienso que mi decisión sólo pudo tomarla un profesor joven. En cualquier caso, hoy todavía me pregunto si obré bien; el final feliz fue agradable, pero sólo fue eso, un final feliz.
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viernes, 24 de junio de 2011


HISTORIA DE SANDALIO


Sandalio estaba harto de aquella hembra gordísima que roncaba a su lado. Le había dado cinco varones y una chica y ya no servía para más. Además, tan grande era que empequeñecía la habitación donde se apretujaban todos como cerdos. Charo le repugnaba como una alcantarilla, un troncho de sepia gigante podrida, como una verruga inmensa. No se parecía a Mariana en nada.

Sandalio se levantó de la cama y el somier pareció aliviarse. Se guió hacia el ventanuco por donde se escurría la luna encima de la niña dormida en su catre. Sandalio miró por el ventanuco que semejaba un ojo de buey y después se agachó para verla. Mariana tenía flores blancas y rosadas de malvavisco en el pelo; la tarde anterior había ido al monte en su búsqueda. La niña toda olía a malvavisco y ese olor complacía a Sandalio. La estuvo mirando un rato y decidió echarse a su lado. No tardó en dormirse como un bendito.

A la mañana siguiente. Mariana despertó asustada al notar la barba crespa del padre junto a sus mejillas. La verdad es que no parecía el invariable hombre feroz. Pero no pudo pensar mucho más. La Charo --que también había despertado-- empezó a dar gritos terribles haciendo que los chiquillos espabilaran y también Sandalio, pensando todos que iba a tener el soponcio de costumbre. Sin embargo, Charo salía de su cama mirando hacia el marido y gritando:

--¡Perro bestia negra! ¡Qué le has hecho a esta criatura? ¿No te basta andar con cualquier pelandusca y buscas en casa? ¡En tu propia casa, bicho, con tu propia hija!

Sandalio no entendía bien la razón de la bulla. Miraba para Mariana y se miraba a sí mismo. Los chicos corrieron hacia un rincón adivinando lo que iba a pasar. Charo empezó a hacer espavientos y al poco echaba un hilo de baba por la boca. Sandalio se levantó y le dio una patada tremenda. A la mujer se le cocía dentro del cuerpo el mal de San Vito, pero sólo pudo gemir muy quedo, sin atreverse a más cuando el marido le dijo:

--Desde hoy dormiré siempre con Mariana. Ella huele bien. Tú, como una chota.

“¡Castrarlo!” sentenciaban las mujeres del pueblo pensando en Sandalio. Pero sólo pensaban, porque nadie se aventuraba. Ni siquiera el herrero, capaz de alzar la pila bautismal de la iglesia que pesaba quinientos quilos y llevarla diez metros como quien lleva una pota. Lo más, se atrevían a sentenciar: “Esa niña está echada a perder por su propio padre. ¡Quién lo diría!”. Los amigos de Sandalio, un buhonero y el campanero de la iglesia, también estaban tocados por lo que la Charo fue corriendo de lengua a lengua.

Mariana, de quien la gente se apartaba como si estuviese endemoniada, tomó miedo. Charo la cogió un día que Sandalio estaba en el campo y le largó una andanada de bofetadas; después le soltó el trapo de los insultos. Mariana se sobaba las mejillas, lloraba, pero no entendía cuando su madre preguntaba: “Y a ti, diabla, ¿te gusta acostarte con tu padre?”. Y la seguía pegando e insultando siempre que podía.

Resultó que Mariana descubrió que su padre era la única persona que no la trataba mal y, aunque le daba el mismo miedo que a todos, el momento más tranquilo del día sin ser vejada o maltrecha era por la noche, cuando él se acostaba a su lado.

Ya no se oían los ronquidos de la Charo antes que los del marido. Los chicos también acechaban. Los del pueblo hacían apuestas. También velaba Mariana. Pero unos y otros no tardaron en cansarse de la espera y al cabo de un mes los duermevelas se extinguieron en el pueblo.

Pero un día Mariana soñó que su padre la estaba buscando, que estaba desnudo y que iba a atraparla como a los pajarillos que Sandalio vendía los lunes en el mercado. Asistía como a la revelación de un sueño oscuro y terrorífico y gritó. Charo se tiró de la cama y vino hacia ellos, pero Sandalio le arreó una trompada que la dejó medio sin sentido. El miedo había enmudecido a Mariana. Temblaba como un sauce al viento cuando Sandalio la sacudió por los brazos mientras la camisola se le escurría y él parecía como si fuera a echarse sobre ella. Gritó al fin, y tan fuerte, que Sandalio se paró. Ese fue el momento que Mariana aprovechó para salir a trompicones por la puerta. Sandalio se recuperó y salió en pos de Mariana. La niña corrió hacia el molino, caía y se levantaba blanca por la harina que había dispersa en el suelo. El padre quiso cogerla cerca de la acequia, pero Mariana logró desasirse y saltó al agua.

Charo había montado tal escándalo que algunos vecinos asomaron; otros, de manera cautelosa, se acercaron al observar que Sandalio permanecía como una estatua, los brazos sobre un barandal cercano a la acequia. Mariana en el agua ni pedía socorro. Auxiliarla resultaba difícil por lo cerrado de la noche y el temor que Sandalio inspiraba. El campanero fue quien dio con Mariana y la sacó medio ahogada. La niña tenía los ojos del través. Parecía una muñeca rota y bizca. El campanero y el buhonero la subieron a la casa. Pusieron el cuerpo de Mariana en el catre mientras Charo gritaba repetidamente: “¡No, no! ¡No!“, gritos de espanto que sajaban los oídos. Sandalio llegó al rato. Tenía los ojos brillantes y los fijó en la niña. Entonces la Charo tuvo otro ataque y el campanero y el buhonero salieron de la estancia con penas en el alma. Los del pueblo no daban crédito a lo que se contaba. Por fin llegó la Guardia Civil y sacó a un Sandalio entontecido de la casa.

                                           ***

Te contaré, amigo mío, que le llevaron a Lebico donde le instruyeron la causa y se celebró el primer juicio. No pudieron sacarle ni media. Sandalio se había quedado como aojado desde el suceso. La vida es muy fuerte; jamás compite con ella lo que se dice en los cuentos. Pero ocurrieron cosas extraordinarias. Durante el proceso, el fiscal llamó a la Moños porque Sandalio había frecuentado su casa. La Moños aseguró que no le veía como corruptor de menores, que no venia al caso. Al fiscal le molestó esa afirmación y quiso saber si el Sandalio había hecho salvajadas en su casa de citas. La Moños dijo que ninguna, pero el fiscal arreció con ella poniéndola tan irritada que decidió no responder palabra a cuanto le preguntaba. El juez la reprendió y entonces ella, muy chula como sabes que es, se paró y le dijo:

“—Mire, Señoría, que la cuestión no va con usted. Que a mi lo que me hace mal es que el señor fiscal me llame la Moños a cada paso porque una tiene nombre de pila y sus apellidos.

“El señor juez comentó de manera conciliadora:

“--Pero mujer, usted sabe muy bien que en este pueblo todos la conocemos por el apodo y no debe creer que el señor fiscal tiene mala intención al pronunciarlo.

“--Muy bien, Señoría –puntualizó la Moños-- pero en mi casa llamamos al señor fiscal “El Carajo pimpante” y aquí le llamamos señor fiscal.

“La salida de la Moños se celebró mucho en el pueblo y sirvió para quitar azufre del juicio de Sandalio, quien permaneció hipnotizado, según se dijo, durante toda la vista. Del juicio en sí nada se podrá olvidar. A Charo la visitó el mal de San Vito de nuevo con el episodio acostumbrado de movimientos involuntarios y bruscos de las extremidades y se descompuso toda. Ocho días después la enterraron. Llevaron a los niños al Hogar de Auxilio Social y a Mariana la recogieron las monjas hospitalarias de León. De Sandalio sólo te puedo decir que, tras juicio en la audiencia, pienso que le salieron treinta años y un día, que iba a recurrir y que si no ha muerto, andará Dios sabe por algún penal del país.“












jueves, 9 de junio de 2011

LA CURIOSIDAD DE SIMÓN MELGAR



Me aburría leyendo los trabajos de mis estudiantes. Mis ideas, fruto de años de lecturas e investigación, de experiencia, habían quedado mal sepultadas en aquellos papeles. Ningún interés provenía de tales garrapatos. La letra saltimbanqui de Cox brincaba ante mis ojos confundiéndome. La de Coster me pareció finísima porque su boli se habría estado gastando al escribir; tampoco decía nada. Miss Grant añadió al texto tres caricaturas de personajes inescrutables que se me escapaban…

Me cansé y me puse serio; era un examen sorpresa. El jueves les sorprendí. Me miraron aterrorizados hasta oír que no pretendía averiguar si habían leído o no la bibliografía del curso. Les dije: “Detallen lo que les impresionó más de lo leído y explicado sobre Tiempo de silencio o cualquiera de las otras novelas del curso. Si se atreven, hagan también una reflexión personal”. Se relajaron y escribieron sin parar.

Como dije antes, mis expectativas se fueron al suelo leyendo aquellos palimpsestos. Obviedades, frases inertes, por ejemplo, Cela escribe imitando al Lazarillo… Francisco Ayala tiene una mirada desintegrante… En La moneda en el suelo de Ildefonso Manuel de Gil el tiempo abraza como un pulpo a los personajes… Anderson Imbert proclama que para entender una novela hay que leerla dos veces por lo menos…Nada sobre Tiempo de silencio. Chester añadió con intención o sin ella un comentario majadero: “Eso de leer llevo haciéndolo yo muchos años, Simón” (Simón, dicho sea entre paréntesis, soy yo, y me apellido Melgar)

Llegué al ejercicio de Madison. Se sienta en la primera fila y a mi derecha en clase. Casi siempre lleva un traje estampado. Nunca me ha llamado la atención, ni siquiera cuando está ausente. Una alumna gris, oculta tras una melena y unos fríos ojos azules. Ha escrito: “Nuestra tarea crítica es deshacer la novela y rehacerla con la imaginación hasta que tenga sentido…Como en la vida.” La frase me ha intrigado, pero después me pregunto. “Si deshace novelas y las rehace, ¿se dedica a vivirlas? ¿Qué querrá decir como en la vida?”. Todo un hallazgo para un profesor solitario, aburrido y tenido por raro, aunque si cuento en el comedor de profesores de la universidad que una de mis estudiantes vive novelas, no pararán de reír a mi costa. Pero me he propuesto conocer como piensa la Bonner.

Pese a mi fama de roñoso –defecto muy de la profesión, digan lo que digan-- caí en la cuenta de que el curso concluía y todavía no había invitado a mis estudiantes a casa según la costumbre de la Escuela Graduada del Departamento de Románicas de la Universidad de Texas en Austin. Son ocho y, suponiendo que alguien tenga la mala idea de venir acompañado, serán diez como mucho. Por lo que sé, las chicas ejercen un control bastante riguroso sobre sus tres compañeros solteros y se ronronea que dos de ellos son el corazón dulce de dos de ellas.

Mi presunción no pudo salir peor. Se presentaron catorce y faltaba la Bonner. Vinieron con lo puesto, así que las dos cajas de cerveza Falstaff que había comprado apenas aguantaron una hora y cuarto de libación colectiva y tuve que salir a por más y comprar pretzels, patatas fritas, coca-cola y el ginger-ale favorito de los no alcohólicos, un olvido en mi lista previa. Encima la Bonner llamó para disculparse; le habían surgido cuestiones personales ineludibles y no podía acercarse. Me estaba bien empleado por pretender lo que no debía. No obstante, la fiesta había acabado para mí sobre las nueve. Saqué mi botella de ginebra y les preparé leche de pantera –bastante azúcar y suficiente canela sobre la leche y la ginebra- que les afectó rápidamente y les largó de mi apartamento más pronto que tarde.

Al lunes siguiente encontré a Madison en los pasillos de nuestro edificio de Románicas. Reiteró sus excusas, pero aproveché para decir: “Bueno, mujer; ya que no vino a la fiesta y me gusta conocer mejor a mis graduados, no me negará el placer de comer o cenar un día de estos conmigo, ¿puede ser? Tengo unas preguntitas que hacerle.” Quedamos para cenar el sábado. Faltaban cinco días durante los cuales estudié a fondo el interrogatorio al que la pensaba someter: “Bueno, ¡y usted porqué escribió esa frase tan enigmática?”. Pensé que a la pregunta le faltaba tacto. “¿Tiene usted problemas?”. Mi indagación resultaría entrometida. “¿Cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta encontrar un final convincente?”. Me dirá que sí y entonces le preguntaré: “¿Y en relación con la vida? ¿Cree usted que se aplica esa misma norma a la vida?”. ¡Por ahí, por ahí Simón! ¡Por ahí vas bien!

Habíamos quedado en un punto intermedio de la calle Guadalupe, pues, vendría de la biblioteca de la universidad. Como no me atreví a llevarla en mi viejo Chrysler Imperial LeBaron de 1958 --conocido entre mis alumnos como El apestoso porque echa nubes negras al arrancar-- alquilé un taxi cuyo contador compitió con el pájaro correcaminos. La llevé al restaurante The Yellow Swiss Barn en las afueras de Austin. Madison vestía una blusa azul muy simple y una falda color caramelo; nada que ver con el traje estampado de costumbre. Desde mi punto de vista, el traje lucía mejor. Pero no iba yo a polemizar con mis gustos porque estaba ligeramente bonita. Se había maquillado, la melena parecía recién lavada y le caía suelta sobre los hombros con gracia.

The Yellow Swiss Barn semeja un granero por fuera. Es un negocio muy bien montado. Entras y te meten en un bar que remeda un salón del viejo oeste donde te hacen esperar casi media hora. Hay un piano y, por supuesto, un pianista. Pegado a tu mesa hay un banquillo con probetas larguiruchas y estrechas llenas de cerveza que puedes bambolear hacia ti. También te distraen con una joven muy sonriente, ligera de ropa y sentada en un trapecio a buena altura balanceándose de un lado a otro del local.

Madison miraba indiferente al pianista, a los parroquianos asidos a sus probetas y a un grupo de jóvenes que jaleaban el vaivén de la trapecista, como si las morisquetas que ella devolvía les hiciesen cosquillas de felicidad.

Bebimos pausadamente y hablamos sin entusiasmo del curso, del ensayo final que debía escribir y de la vida en Austin. Para cuando llegamos a la mesa –una vez elegido el tipo de filete deseado y visto su braseo inical-- teníamos ultimada la típica y sosa conversación de campus entre conocidos. Por suerte una camarera trajo un queso enorme, bollitos suizos recién hechos y un vasito de vino rosado, y me distraje cortando lonchas del queso, retrasando el interrogatorio que había previsto la noche pasada.

Finalmente, llegaron los filetes que aquí llaman T-bone steaks por la forma del hueso que llevan, la patata asada a la americana con crocantes de bacon, el pan de ajo y el cuenco de ensalada. Metidos en el yantar, pregunté:

--¿Usted cree que el escritor tiene que deshacer y rehacer la novela hasta que encuentre un final convincente?

--Bueno, eso depende.

Marchábamos mal. Resulta que la Bonner estaba instruida y trató de desmenuzar sus ideas literarias -- mientras los T Bone steaks, las patatas y los panes de ajo desaparecían a irresistible velocidad, asomando los cafés. La conversación se deslizaba pendiente abajo. Cuando Madison terminó de destripar a Joyce y sus procedimientos, machacó a Huxley y sus contrapuntos, encontré un hueco para hacer la gran pregunta:

--Y la vida. ¿Cree que esas mismas normas rigen la vida?

-- No sé adónde pretende ir. ¿Qué normas?

--Me refiero a eso de hacer y deshacer hasta alcanzar un final estimulante.

Madison enmudeció y en mi interior proferí un grito de victoria. Esperé la respuesta anhelante.

--De la vida no hablemos, profesor. La mente del novelista organiza la novela disponiendo los elementos a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.

Madison tenía una mirada como helada al hablar. Pero no hice caso. No quería soltar mi presa. Pensé que se refería a alguna cuestión personal y se deshacía en frasecitas para tapar algo.

--Pero, ¿cómo es que siendo tan joven parece tan pesimista?-Pregunté.

--No es pesimismo; es experiencia y conocimiento de la realidad – replicó mirándome muy sosegada.

Nunca me gustó que respondiesen a una pregunta mía hablando de experiencia y conocimiento de la realidad, y menos en aquella ocasión porque mi interlocutora era joven.

Mi orgullo intelectual me aupó sobre su respuesta, pues, si ella era cultivada, yo más. Me remonté a Aristóteles, seguí curso por Curtius, hasta llegar a Stevick, pero era tiempo de irse… porque Madison miraba el reloj intencionadamente. La camarera llegó con la cuenta. El nuevo fracaso me había costado diecinueve dólares con veinticinco centavos más los taxis y, para colmo, Madison me pidió que no la dejase en su casa sino en la de una compañera que vivía en el campus.

Días después llegaba la última clase del curso e hice el último intento. Extendí mi dedo anular sobre las cabezas de mis alumnos –gesto de comediante que siempre intriga—y dije: “Mientras estuve explicando el significado de los protagonistas de Tiempo de silencio estoy seguro de que algunos de ustedes habrán encontrado semejanzas con sus propias experiencias. A comienzos del curso les enseñé que tenemos la tarea de deshacer y rehacer la novela contemporánea para entenderla. Eso lo dije yo, pero una compañera de ustedes reflexionó lo siguiente: “El escritor organiza la novela disponiendo las cosas a su antojo y el lector debe resolver su laberinto. La vida es un desarreglo continuo a nuestra costa.” Miré a Madison, quien permanecía impasible. Entonces añadí: “En el ensayo final que deben entregarme comenten esa afirmación y, si son valientes, respondan a esta pregunta: ¿Hay que deshacer y rehacer la vida como en la novela para hallar un final estimulante? Como siempre, mejor si dan ejemplos, y los admito personales”. Mis estudiantes me miraron con una cara rarísima. Como permanecían indecisos, les dije: “Vamos, vamos. La literatura se hace con el material de la vida.”

Aquella misma tarde busqué su dirección entre las fichas del curso y mi coche tardó muy poco en enfilar hacia el este de la ciudad. Austin empezaba a dormirse. Sólo cuando crucé la calle San Jacinto vi alguna animación gracias a los estudiantes que frecuentan sus tabernas. Cuando entré en el este de Austin empecé a ver gente de color; estaba en otro territorio.

Las casas eran viejas y estaban hacinadas, sucias. Había perros vagabundeando que, aun no teniendo nada que defender, parecían hoscos hacia mí. Algunos transeúntes me miraban con interés, otros con ironía. Varios jóvenes fumaban arrimados en los escalones de alguna cosa medio derruida. Les pregunté cómo llegar a la dirección de Madison. Estaba en el corazón del barrio negro. Las casas se extendían como una tela de araña abandonada, se oían gritos secretos, dramas nada silentes en algunos televisores. Una trompeta dejaba escuchar su sonido desafiante a lo lejos.

Por fin llegué frente a la casa. Salí del automóvil y me oculté detrás de una acacia. Desde allí estuve espiando las ventanas abiertas en la calurosa noche de mayo. Entonces escuché el llanto compungido de un niño y la voz de Madison. También me pareció oír la voz de un hombre, pero no estaba seguro. El niño calló y durante un rato no hubo más ruidos hasta que encendieron el televisor.

Un montón de preguntas aturdían mi mente. Traté de recordar si había visto un anillo de compromiso o de matrimonio en las manos de Madison y me dije que no. Claro que eso no impedía que estuviera casada o tuviera un compañero. Pero entonces, ¿por qué vino a cenar conmigo? ¿Y si el niño fuera de un hermano y no suyo? Sentí unas ganas tremendas de dar dos zancadas y acercarme a la puerta. Pero, ¿qué decir? Sobre todo si había otro hombre en la casa. Sonó un teléfono y bajaron el volumen del televisor. Crucé la distancia que me separaba de la casa y me agazapé debajo del ventanal que parecía del living. Escuché a Madison decir No susurrando, repetidamente. Entonces, a uno de mis costados, se abrió la puerta de entrada y apareció un niño como de cuatro años que me miró con curiosidad sostenida. Era negro y me sentí estúpido y sin saber qué hacer dado lo ridículo de mi postura. Madison había dejado el teléfono y llegaba corriendo en busca del chico.

--Parece que vino a averiguarlo todo, ¿no?- Se me quedó mirando sorprendida-. ¿Quiere pasar?

Madison alzó la criatura, se la puso en los brazos y la seguí. Luego me ofreció una silla y algo de beber, pero rehusé. En mi rostro se había agolpado la vergüenza que sentía. Madison dejó al chico en el suelo y se acercó sentándose en otra silla a mi lado.

--Hace seis años me enamoré de Alfred, un chico de color –dijo despacio-. No podíamos casarnos porque lo impedían las leyes de Estado so pena de cárcel. Cuando iba a tener al niño pensé que lo mejor sería irnos a California, pero Alfred no quiso porque tenía aquí su trabajo y a toda su familia.

--No siga, por favor; me siento muy mal. Soy un entrometido-. Balbuceé, pero ella continuó como si no me hubiera oído.

-- La familia de Alfred desconocía nuestras relaciones y al saber que íbamos a ser padres se enfureció. Alfred pensó que lo mejor para todos era que abortara, pero me enojé y me opuse. Estuvimos un tiempo de relación indecisa hasta que le llamaran al ejército; los negros jóvenes van todos al Vietnam. Tuve al niño. Entre los blancos no podía vivir y, para mi sorpresa, la gente de color fue más considerada. Los padres de Alfred me dejaron su casa, pero se marcharon a la de otro hijo. Si quiere saber si me voy a casar con mi chico, no le puedo responder. Es una historia como otras muchas de este barrio con la salvedad de que es en blanco y negro y, desde luego, no es una novela.

--Sí; dijo usted que la vida es un desarreglo continuo a nuestra costa…Ahora entiendo porqué escribió la frase.

--Hace un rato me llamó un chico que me quiere; incluso está dispuesto a adoptar al niño. Es absurdo, porqué sé que la vida puede deshacerte, pero ¿la puedes recomponer luego? Los negros no me quieren, pero me respetan porque di a luz un crío que estiman de los suyos y continúo a su lado, queriéndole. Al niño le tratan bien; de alguna manera es una conquista de su raza. Respecto a mí, algún día acabaré el doctorado y entonces me iré a enseñar a alguna universidad. Igual me caso con Alfred, o con el otro, u otro. Ahora que lo sabe todo… únicamente le pido que sepulte mi secreto en el mayor de los olvidos.

--Sí, sí ¡desde luego! Y perdóneme, por favor.

--¿Por qué? ¿Por curioso? La curiosidad no mata, pero puede desquiciarnos, Sr. Melgar. No se pierda por ella.

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martes, 24 de mayo de 2011

POLÍTICA  SIN  HUMOR

Vivimos una campaña electoral insustancial. Desconocíamos a la mayoría de los candidatos a elegir y sus jefes de filas succionaron la campaña, exhibiéndose y repartiendo mandobles, estocadas, mentiras e ironías de sobra conocidas, pero donde el humor verdadero estuvo quieto parado.

Tratándose de contiendas electorales siempre recuerdo a Alfonso Guerra cuando aún vestía de pana. En la primera o una de las primeras campañas le escuché --en la radio-- definir al Presidente de la Generalidad catalana como un mago y añadir con pausa meditada: “Tiene una bola, y la consulta”. La frasecita sentó muy mal; le largaron la butifarra con el ceño fruncido que se dedica a los entrometidos de afuera.

Alfonso Guerra bien sabía que ya teníamos libertad de expresión, que el humor relaja y tallaba algunos comentarios con frases que hasta vaticinaban futuro, así cuando dijo “Montesquieu ha muerto”, “En política, la única posibilidad de ser honesto es siendo aficionado”, “El que se mueva no sale en la foto”, “El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió", “Cuidado con el Bambi”… Don Alfonso, ya sin pana ni cámara fotográfica, preside la Comisión Constitucional del Congreso con la gravedad que atribuimos a los más próceres de La Pepa.

Felicísimo Valbuena, catedrático de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid recuerda que Gracián aconsejaba “Tener buenos repentes” y, por lo mismo, recomienda a los políticos practicar los soundbites o “bocados de sonido” de nueve segundos porque saldrán más en los medios. Sin duda don Alfonso ha sido un ejemplo manifiesto del quehacer. Recuerdo también a Lyndon B. Johnson quien, para desacreditar el caletre de Gerald Ford cuando este era Jefe de la Minoría en el Congreso norteamericano, decía: “Si una idea pasa por su cerebro se la oye venir.” Sin embargo, los soundbites de los políticos actuales son de plomo, una material al que, si nos exponemos, nos puede cambiar el carácter a agresivo y antisocial…

Unos pueden ganar arrasando y otros perder asolados, pero los planteamientos fueron similares. La mayoría siguieron la estela de sus jefes de partido y sus campañas imitaron la de Barack Obama, tuvieron un blog o una cuenta en Twitter, subieron videos a You Tube, pero el verdadero humor -quizás con la excusa de la crisis- no aparecía en ellas, ¡con lo que mola y distiende!

Sabemos que a los políticos les interesa la gente. Se demostró cuando acudieron como rayos a Lorca después del terremoto. Que les interesa la gente nadie lo duda, pero el periodista satírico americano Patrick Jake ”P.J.” O’Rourke hizo un comentario paralelo en cierta ocasión: “También a las pulgas les interesan los perros.”

Característica de los políticos es que no pocos son agnósticos o ateos porque les resulta inconcebible que haya una vida posterior mejor gracias a lo actuado por ellos. También son proclives a echar discursos en los colegios y en las cárceles prometiendo lo inimaginable y, cuando se les pregunta por los motivos, responden como en el chiste: “Jamás volveremos al colegio, pero a la cárcel, ¡quién sabe!”

Así las cosas me contento con Sonso, el protagonista de algunos de mis cuentos. Recién visitó a una amiga integrante del Grupo Mixto en las Cortes y quedó bisojo al ver que consultaba el pronóstico del tiempo y su horóscopo personal para decidir su voto ante una proposición ajena sobre tema agrario. Todavía quedó más trasojado al salir del edificio y observar que los famosos leones habían sido sustituidos por dos Miuras a cuya cornamenta se aupaban para balancearse los niños que jugaban por allí.


Posdata.:

También me comenta Sonso que en la Puerta del Sol hay gentes afirmando “Tenemos derecho a estar cabreados y a pedir explicaciones”, “No hay pan para tanto chorizo”, “Me sobra mes al final del sueldo”, “Nuestros sueños no caben en sus urnas” y otras frases que harán felicísimo al Sr. Valbuena.

lunes, 9 de mayo de 2011


LA  CARTA  REDONDA

 
“No fue mi culpa, señor, que el perro escapara. Yo no abrí la puerta. Fue el cartero porque entró en la casa sin permiso y la dejó abierta. Además, ya no recibía cartas. No era una persona importante. Durante veintiocho años fui el hombre de la casa. Hasta que mis hijos, bigotudos y con su licencia en el bolsillo partieron el pan. Antes me pedían permiso. ¡Si viera a mi mujer como un viento caliente por toda la propiedad donde la única voz era la de Juan, mi nombre! Pero se la llevaron las campanas y otras campanas se llevaron a mis hijos. Dios les conceda una vida larga y los multiplique.

“Las paredes no hablan, señor, la lumbre tampoco y en las noches de cierzo como en las de luna llena estoy más solo que el lobo del páramo. No tuve la culpa, créame. Fue del cartero que me trajo la carta. No era de mis hijos como creí. Era una carta muy rara porque era redonda. Tenía un sello azul con una cruz pintada en sangre. El cartero me dijo que venía de un país extraño; que en la estafeta quisieron averiguar, pero no pudieron. Que en principio habían pensado en no cursarla, pero que luego, si había llegado hasta ellos, pues que sí, decidieron entregármela.

“El cartero, señor, se quedó allí esperando a que la abriese. Yo estaba tan intrigado como él. Pero cuando rasgué el sobre y saqué el papel me entró un mareo que me bajó de la cabeza a los pies. Fue cuando le grité algo tan fuerte que no es de cristianos. Desde entonces, él y quienes le escucharon, empezaron a decir que yo estaba loco y más cada día siguiente. Pero señor, ¿qué he hecho yo en toda mi vida sino es trabajar mi huerto y pensar en Dios? ¿Qué mal hice yo? Este hombre de negro también dice que estoy loco y el otro que estoy endiablado. Aquellos me acusan de ser mala persona. En fin, señor, quiero contar las cosas como sucedieron y le ruego que me preste atención porque no son increíbles; de veras me sucedieron. ¿Puedo beber de ese vaso de agua?

“Señor, sé de leer las letras que me enseñó don Tadeo, el mismo que se las enseñó a usted antes de que fuese a la ciudad para los estudios. ¿Se acuerda de la pedrada que le atizó cuando dijo que los Reyes Magos eran su papá, su tío el alcalde y el secretario del ayuntamiento? ¿Se acuerda de lo que rabió don Tadeo? Pero… no se enfade conmigo, señor, porque ya no me salgo de lo que tengo que decir.

“Decía que sé poco de letras. Pues señor, la carta parecía tenerlas, pero cuando ibas a leerlas mudaban a visiones. Vi un campo pintado y una hoz que segaba. ¡Para nada trigo, ni maíz! ¡A hombres y mujeres que yo conozco vivos o había conocido y estaban muertos! La hoz se precipitaba sobre ellos, segándoles, descuartizándoles. Manos y pies escarbaban como para escapar enterrándose, pero venía la hoz y segaba sus uñas. Millares de pelos enloquecidos ahorcaban las cabezas derribándolas mientras piernas, manos y ojos amputados corrían desesperadamente. Y había como una risa loca por todo el campo. No señor, no estoy sudando, no necesito agua, de veras que no necesito. Déjeme reposar unos segundos.

“No estoy loco ni embrujado. Lo digo y lo repetiré hasta que ustedes me crean. La culpa fue del cartero por haberme traído la carta. Vi cosas terribles en sus imágenes. Fíjese que cuando murió mi esposa la dejé bien enterrada y con su buena cruz encima; además, cuando la amortajaron y sin que nadie se diese cuenta, deslicé una pata de conejo en la caja para que tuviera buena suerte. Pero, señor, ¡qué horrible! En la carta vi una fila de hormigas conduciendo a mi mujer hacia una cueva y la metían allí a pesar de que el agujero de la entrada no parecía mayor que un puño de los nuestros. No era lo peor; llevaban su alma detrás en otra anda, y eso me pasmó porque dicen que el alma se escapa con la muerte, pero en esta ocasión las hormigas la tenían cogida y bien amarrada. Entonces no di voces por si la visión desaparecía o por si las hormigas se enojaban y mi mujer salía perdiendo.

“Es verdad, sí; sufría de una congoja terrible en el corazón, pero estaba picado de curiosidad. Vi que las hormigas llegaban a una galería dentro de la cueva y tras depositar a mi mujer en el suelo, aparecían otras hormigas de cabeza gigante que se arrimaban al cuerpo de Elena y eso sí, con mucho cuidado, sacaban pedacitos de su carne que llevaban a unas estancias que les debían servir de almacenes. Estuve a punto de gritar cuando empezaron a hacerlo, pero me contuve, señor, porque veía que mi mujer no protestaba. También noté que el alma parecía haber despertado y buscaba zafarse de las ligaduras mientras otras hormigas se sumaban a las que la retenían para contener sus embates, aunque entendí que lo que el alma pretendía era ponerse de pie para ver lo que sucedía con el cuerpo de Elena.

“Todo aquello parecía durar semanas de años. A veces se veían llegar otros insectos que luchaban con las hormigas que defendían su botín con bravura, pero las incursiones y las escaramuzas eran tantas que terminaban por llevarse algo de mi mujer con gran disgusto mío porque al menos veía lo que las hormigas estaban haciendo, ¿pero qué harían los otros?

“De pronto sucedió algo que me impresionó. Del cuerpo de Elena apenas quedaba el esqueleto. La hormiga que parecía reina dio una orden y una legión de hormigas voladoras asieron el alma de mi mujer y trataron como de meterla en el hueco de su esqueleto. Justo en ese momento me pareció oír la voz de Elena diciendo que se moría y el alma pegaba un brinco enorme y se desasía de las hormigas, desapareciendo. Entonces el pico de la hoz rasgó el techo de la galería, ensartó el esqueleto de mi mujer y lo hizo pedazos. Tuve el sufrimiento de lo horrible, señor. Nunca había visto algo así, y es que en ese punto fue como si la hoz viniese hacía mí y sentí como un golpe en el pecho y caí redondo en un mar de tinieblas. Fue después cuando le grité al cartero que se marchara y se lo dije en los términos que el señor conoce. Cuando me recobré me puse a llorar. Me sentía terriblemente solo; acababa de ver la muerte de mi mujer por segunda vez, es decir, la verdadera vez. Fui a la alcoba y allí estaba la bestia lengüeteando la sangre. Y me ladró y quiso morderme, lo que no pudo hacer porque salí de dos trancos y cerré la puerta. No sé que aullido, si el de la bestia o el del viento, me molestaba más.

“Y por allí estaba la carta persiguiéndome por todas partes con sus visiones. Y aquel olor que se metía en mis huesos enloqueciéndome. Un olor a miel caliente y azufre. Señor, no quiero que usted haga caso a ese hombre que me acusa y dice que no existe la carta, que el cartero no me trajo ninguna carta redonda y que estoy endemoniado. Soy más cristiano que él y quienes me llaman loco o embrujado. Voy a las procesiones y cuando las procesiones van por la Rúa Vieja o la de La Amargura no me quedo en las tabernas del recorrido como hacen los que me acusan, Fíjese que en la Semana Santa reciente llegué tarde a la procesión del Silencio y cerraba una de las filas, pero cuando llegamos a la Colegiata ya estaba de los primeros, detrás del Cristo.

“Créame señor; no me salgo del tema, lo que digo es muy importante y quiero que me crea y me entienda. ¡No señor, no me salgo del tema! ¡Yo pienso! No soy un ilustrado como usted, pero pienso mucho. Comprendo que ustedes cavilen que todo esto es cosa de la imaginación. Soy campesino y cuando mi huerto está listo y me siento a orillas del Burbia a mirar los vuelos del martín pescador y tengo una hogaza y a mis pies una bota de vino, yo pienso porque los campesinos pensamos, señor, y mucho cuando estamos callados, y pensamos muy alto y hasta imaginamos. Pero por lo mismo que se qué cosas son de la imaginación, le digo que la carta no tiene que ver nada con ella.

“Reconozco que la cruz pintada en sangre me atraía como algo santo. Le recé mucho porque tenía miedo de los cuerpos amputados y esparcidos que corrían como enajenados y de la sangre que caía de los unos sobre los otros y esto que vi, no se lo oí a don Patricio cuando habló del Juicio Final en el Sermón de las Siete Palabras como dice ese señor de negro que tanto me acusa porque no fue así, no señor. Había que ver a los pecados de los hombres como demoñuelos corriendo detrás de los cuerpos zapicando y señalándoles. Y por eso terminé comprendiendo que la hoz desparramara sus huesos Todo es tan cierto como que vi a muchas de las personas del pueblo corriendo por el campo mientras la hoz les hacía menudillo y me cuesta hablarle de esto, señor, porque muchos están ya muertos y no lo saben porque aún no han desaparecido y si sigo me van a acusar de perturbar el orden público. Yo sólo sé que me entraron ganas de rezar y de hacer penitencia por si mi muerte estaba cerca. Me saqué el cinto y me di fuerte en el costillar hasta que saltó la sangre. Entonces fui a mi alcoba, abrí la puerta pensando que la bestia saltaría sobre mi como antes, pero debía haberse calmado o recordó que era el amo y sólo me lengueteó las heridas. Entonces fue cuando el cartero llamó a la puerta y se le ocurrió abrir la cancela y la bestia salió y se fue por esas calles ladrando a la gente. No puedo enseñarle la carta, señor, porque ha desaparecido y no quiero pronunciar la palabra misteriosamente porque se van a burlar de mi. Yo sólo sé que la bestia la olió y como había mucha sangre y muerto adentro se enrabietó y siguió el rastro de los moribundos. Fíjese que no lo puedo describir, pero aunque usted no es un hombre del campo, señor, puede imaginarlo.

Habían escuchado pacientemente el relato del campesino y llegado el turno al abogado de la acusación habló de manera firme y con voz clara: “¡Fantasías! El cartero entró cuando el imputado apaleaba a su perro porque había escarbado en la tumba donde había enterrado el cuerpo de su mujer, en el huerto, y estaba descubriendo el crimen. El perro simplemente escapó huyendo de sus malas artes. El cartero no le llevó ninguna carta redonda sino una carta normal de la madre de Elena para su hija. Sabemos que mató a su mujer en la cocina clavando una hoz en su espalda mientras preparaba un asado de conejo. Sabemos que la dio por muerta cuando la enterró, pero la autopsia ha demostrado que estaba viva cuando lo hizo. No sé si está loco o endemoniado. Lo que sabemos es que el encausado cometió un asesinato y es un asesino... “

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