martes, 24 de mayo de 2011

POLÍTICA  SIN  HUMOR

Vivimos una campaña electoral insustancial. Desconocíamos a la mayoría de los candidatos a elegir y sus jefes de filas succionaron la campaña, exhibiéndose y repartiendo mandobles, estocadas, mentiras e ironías de sobra conocidas, pero donde el humor verdadero estuvo quieto parado.

Tratándose de contiendas electorales siempre recuerdo a Alfonso Guerra cuando aún vestía de pana. En la primera o una de las primeras campañas le escuché --en la radio-- definir al Presidente de la Generalidad catalana como un mago y añadir con pausa meditada: “Tiene una bola, y la consulta”. La frasecita sentó muy mal; le largaron la butifarra con el ceño fruncido que se dedica a los entrometidos de afuera.

Alfonso Guerra bien sabía que ya teníamos libertad de expresión, que el humor relaja y tallaba algunos comentarios con frases que hasta vaticinaban futuro, así cuando dijo “Montesquieu ha muerto”, “En política, la única posibilidad de ser honesto es siendo aficionado”, “El que se mueva no sale en la foto”, “El día en que nos vayamos, a España no la va a conocer ni la madre que la parió", “Cuidado con el Bambi”… Don Alfonso, ya sin pana ni cámara fotográfica, preside la Comisión Constitucional del Congreso con la gravedad que atribuimos a los más próceres de La Pepa.

Felicísimo Valbuena, catedrático de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid recuerda que Gracián aconsejaba “Tener buenos repentes” y, por lo mismo, recomienda a los políticos practicar los soundbites o “bocados de sonido” de nueve segundos porque saldrán más en los medios. Sin duda don Alfonso ha sido un ejemplo manifiesto del quehacer. Recuerdo también a Lyndon B. Johnson quien, para desacreditar el caletre de Gerald Ford cuando este era Jefe de la Minoría en el Congreso norteamericano, decía: “Si una idea pasa por su cerebro se la oye venir.” Sin embargo, los soundbites de los políticos actuales son de plomo, una material al que, si nos exponemos, nos puede cambiar el carácter a agresivo y antisocial…

Unos pueden ganar arrasando y otros perder asolados, pero los planteamientos fueron similares. La mayoría siguieron la estela de sus jefes de partido y sus campañas imitaron la de Barack Obama, tuvieron un blog o una cuenta en Twitter, subieron videos a You Tube, pero el verdadero humor -quizás con la excusa de la crisis- no aparecía en ellas, ¡con lo que mola y distiende!

Sabemos que a los políticos les interesa la gente. Se demostró cuando acudieron como rayos a Lorca después del terremoto. Que les interesa la gente nadie lo duda, pero el periodista satírico americano Patrick Jake ”P.J.” O’Rourke hizo un comentario paralelo en cierta ocasión: “También a las pulgas les interesan los perros.”

Característica de los políticos es que no pocos son agnósticos o ateos porque les resulta inconcebible que haya una vida posterior mejor gracias a lo actuado por ellos. También son proclives a echar discursos en los colegios y en las cárceles prometiendo lo inimaginable y, cuando se les pregunta por los motivos, responden como en el chiste: “Jamás volveremos al colegio, pero a la cárcel, ¡quién sabe!”

Así las cosas me contento con Sonso, el protagonista de algunos de mis cuentos. Recién visitó a una amiga integrante del Grupo Mixto en las Cortes y quedó bisojo al ver que consultaba el pronóstico del tiempo y su horóscopo personal para decidir su voto ante una proposición ajena sobre tema agrario. Todavía quedó más trasojado al salir del edificio y observar que los famosos leones habían sido sustituidos por dos Miuras a cuya cornamenta se aupaban para balancearse los niños que jugaban por allí.


Posdata.:

También me comenta Sonso que en la Puerta del Sol hay gentes afirmando “Tenemos derecho a estar cabreados y a pedir explicaciones”, “No hay pan para tanto chorizo”, “Me sobra mes al final del sueldo”, “Nuestros sueños no caben en sus urnas” y otras frases que harán felicísimo al Sr. Valbuena.

lunes, 9 de mayo de 2011


LA  CARTA  REDONDA

 
“No fue mi culpa, señor, que el perro escapara. Yo no abrí la puerta. Fue el cartero porque entró en la casa sin permiso y la dejó abierta. Además, ya no recibía cartas. No era una persona importante. Durante veintiocho años fui el hombre de la casa. Hasta que mis hijos, bigotudos y con su licencia en el bolsillo partieron el pan. Antes me pedían permiso. ¡Si viera a mi mujer como un viento caliente por toda la propiedad donde la única voz era la de Juan, mi nombre! Pero se la llevaron las campanas y otras campanas se llevaron a mis hijos. Dios les conceda una vida larga y los multiplique.

“Las paredes no hablan, señor, la lumbre tampoco y en las noches de cierzo como en las de luna llena estoy más solo que el lobo del páramo. No tuve la culpa, créame. Fue del cartero que me trajo la carta. No era de mis hijos como creí. Era una carta muy rara porque era redonda. Tenía un sello azul con una cruz pintada en sangre. El cartero me dijo que venía de un país extraño; que en la estafeta quisieron averiguar, pero no pudieron. Que en principio habían pensado en no cursarla, pero que luego, si había llegado hasta ellos, pues que sí, decidieron entregármela.

“El cartero, señor, se quedó allí esperando a que la abriese. Yo estaba tan intrigado como él. Pero cuando rasgué el sobre y saqué el papel me entró un mareo que me bajó de la cabeza a los pies. Fue cuando le grité algo tan fuerte que no es de cristianos. Desde entonces, él y quienes le escucharon, empezaron a decir que yo estaba loco y más cada día siguiente. Pero señor, ¿qué he hecho yo en toda mi vida sino es trabajar mi huerto y pensar en Dios? ¿Qué mal hice yo? Este hombre de negro también dice que estoy loco y el otro que estoy endiablado. Aquellos me acusan de ser mala persona. En fin, señor, quiero contar las cosas como sucedieron y le ruego que me preste atención porque no son increíbles; de veras me sucedieron. ¿Puedo beber de ese vaso de agua?

“Señor, sé de leer las letras que me enseñó don Tadeo, el mismo que se las enseñó a usted antes de que fuese a la ciudad para los estudios. ¿Se acuerda de la pedrada que le atizó cuando dijo que los Reyes Magos eran su papá, su tío el alcalde y el secretario del ayuntamiento? ¿Se acuerda de lo que rabió don Tadeo? Pero… no se enfade conmigo, señor, porque ya no me salgo de lo que tengo que decir.

“Decía que sé poco de letras. Pues señor, la carta parecía tenerlas, pero cuando ibas a leerlas mudaban a visiones. Vi un campo pintado y una hoz que segaba. ¡Para nada trigo, ni maíz! ¡A hombres y mujeres que yo conozco vivos o había conocido y estaban muertos! La hoz se precipitaba sobre ellos, segándoles, descuartizándoles. Manos y pies escarbaban como para escapar enterrándose, pero venía la hoz y segaba sus uñas. Millares de pelos enloquecidos ahorcaban las cabezas derribándolas mientras piernas, manos y ojos amputados corrían desesperadamente. Y había como una risa loca por todo el campo. No señor, no estoy sudando, no necesito agua, de veras que no necesito. Déjeme reposar unos segundos.

“No estoy loco ni embrujado. Lo digo y lo repetiré hasta que ustedes me crean. La culpa fue del cartero por haberme traído la carta. Vi cosas terribles en sus imágenes. Fíjese que cuando murió mi esposa la dejé bien enterrada y con su buena cruz encima; además, cuando la amortajaron y sin que nadie se diese cuenta, deslicé una pata de conejo en la caja para que tuviera buena suerte. Pero, señor, ¡qué horrible! En la carta vi una fila de hormigas conduciendo a mi mujer hacia una cueva y la metían allí a pesar de que el agujero de la entrada no parecía mayor que un puño de los nuestros. No era lo peor; llevaban su alma detrás en otra anda, y eso me pasmó porque dicen que el alma se escapa con la muerte, pero en esta ocasión las hormigas la tenían cogida y bien amarrada. Entonces no di voces por si la visión desaparecía o por si las hormigas se enojaban y mi mujer salía perdiendo.

“Es verdad, sí; sufría de una congoja terrible en el corazón, pero estaba picado de curiosidad. Vi que las hormigas llegaban a una galería dentro de la cueva y tras depositar a mi mujer en el suelo, aparecían otras hormigas de cabeza gigante que se arrimaban al cuerpo de Elena y eso sí, con mucho cuidado, sacaban pedacitos de su carne que llevaban a unas estancias que les debían servir de almacenes. Estuve a punto de gritar cuando empezaron a hacerlo, pero me contuve, señor, porque veía que mi mujer no protestaba. También noté que el alma parecía haber despertado y buscaba zafarse de las ligaduras mientras otras hormigas se sumaban a las que la retenían para contener sus embates, aunque entendí que lo que el alma pretendía era ponerse de pie para ver lo que sucedía con el cuerpo de Elena.

“Todo aquello parecía durar semanas de años. A veces se veían llegar otros insectos que luchaban con las hormigas que defendían su botín con bravura, pero las incursiones y las escaramuzas eran tantas que terminaban por llevarse algo de mi mujer con gran disgusto mío porque al menos veía lo que las hormigas estaban haciendo, ¿pero qué harían los otros?

“De pronto sucedió algo que me impresionó. Del cuerpo de Elena apenas quedaba el esqueleto. La hormiga que parecía reina dio una orden y una legión de hormigas voladoras asieron el alma de mi mujer y trataron como de meterla en el hueco de su esqueleto. Justo en ese momento me pareció oír la voz de Elena diciendo que se moría y el alma pegaba un brinco enorme y se desasía de las hormigas, desapareciendo. Entonces el pico de la hoz rasgó el techo de la galería, ensartó el esqueleto de mi mujer y lo hizo pedazos. Tuve el sufrimiento de lo horrible, señor. Nunca había visto algo así, y es que en ese punto fue como si la hoz viniese hacía mí y sentí como un golpe en el pecho y caí redondo en un mar de tinieblas. Fue después cuando le grité al cartero que se marchara y se lo dije en los términos que el señor conoce. Cuando me recobré me puse a llorar. Me sentía terriblemente solo; acababa de ver la muerte de mi mujer por segunda vez, es decir, la verdadera vez. Fui a la alcoba y allí estaba la bestia lengüeteando la sangre. Y me ladró y quiso morderme, lo que no pudo hacer porque salí de dos trancos y cerré la puerta. No sé que aullido, si el de la bestia o el del viento, me molestaba más.

“Y por allí estaba la carta persiguiéndome por todas partes con sus visiones. Y aquel olor que se metía en mis huesos enloqueciéndome. Un olor a miel caliente y azufre. Señor, no quiero que usted haga caso a ese hombre que me acusa y dice que no existe la carta, que el cartero no me trajo ninguna carta redonda y que estoy endemoniado. Soy más cristiano que él y quienes me llaman loco o embrujado. Voy a las procesiones y cuando las procesiones van por la Rúa Vieja o la de La Amargura no me quedo en las tabernas del recorrido como hacen los que me acusan, Fíjese que en la Semana Santa reciente llegué tarde a la procesión del Silencio y cerraba una de las filas, pero cuando llegamos a la Colegiata ya estaba de los primeros, detrás del Cristo.

“Créame señor; no me salgo del tema, lo que digo es muy importante y quiero que me crea y me entienda. ¡No señor, no me salgo del tema! ¡Yo pienso! No soy un ilustrado como usted, pero pienso mucho. Comprendo que ustedes cavilen que todo esto es cosa de la imaginación. Soy campesino y cuando mi huerto está listo y me siento a orillas del Burbia a mirar los vuelos del martín pescador y tengo una hogaza y a mis pies una bota de vino, yo pienso porque los campesinos pensamos, señor, y mucho cuando estamos callados, y pensamos muy alto y hasta imaginamos. Pero por lo mismo que se qué cosas son de la imaginación, le digo que la carta no tiene que ver nada con ella.

“Reconozco que la cruz pintada en sangre me atraía como algo santo. Le recé mucho porque tenía miedo de los cuerpos amputados y esparcidos que corrían como enajenados y de la sangre que caía de los unos sobre los otros y esto que vi, no se lo oí a don Patricio cuando habló del Juicio Final en el Sermón de las Siete Palabras como dice ese señor de negro que tanto me acusa porque no fue así, no señor. Había que ver a los pecados de los hombres como demoñuelos corriendo detrás de los cuerpos zapicando y señalándoles. Y por eso terminé comprendiendo que la hoz desparramara sus huesos Todo es tan cierto como que vi a muchas de las personas del pueblo corriendo por el campo mientras la hoz les hacía menudillo y me cuesta hablarle de esto, señor, porque muchos están ya muertos y no lo saben porque aún no han desaparecido y si sigo me van a acusar de perturbar el orden público. Yo sólo sé que me entraron ganas de rezar y de hacer penitencia por si mi muerte estaba cerca. Me saqué el cinto y me di fuerte en el costillar hasta que saltó la sangre. Entonces fui a mi alcoba, abrí la puerta pensando que la bestia saltaría sobre mi como antes, pero debía haberse calmado o recordó que era el amo y sólo me lengueteó las heridas. Entonces fue cuando el cartero llamó a la puerta y se le ocurrió abrir la cancela y la bestia salió y se fue por esas calles ladrando a la gente. No puedo enseñarle la carta, señor, porque ha desaparecido y no quiero pronunciar la palabra misteriosamente porque se van a burlar de mi. Yo sólo sé que la bestia la olió y como había mucha sangre y muerto adentro se enrabietó y siguió el rastro de los moribundos. Fíjese que no lo puedo describir, pero aunque usted no es un hombre del campo, señor, puede imaginarlo.

Habían escuchado pacientemente el relato del campesino y llegado el turno al abogado de la acusación habló de manera firme y con voz clara: “¡Fantasías! El cartero entró cuando el imputado apaleaba a su perro porque había escarbado en la tumba donde había enterrado el cuerpo de su mujer, en el huerto, y estaba descubriendo el crimen. El perro simplemente escapó huyendo de sus malas artes. El cartero no le llevó ninguna carta redonda sino una carta normal de la madre de Elena para su hija. Sabemos que mató a su mujer en la cocina clavando una hoz en su espalda mientras preparaba un asado de conejo. Sabemos que la dio por muerta cuando la enterró, pero la autopsia ha demostrado que estaba viva cuando lo hizo. No sé si está loco o endemoniado. Lo que sabemos es que el encausado cometió un asesinato y es un asesino... “

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sábado, 23 de abril de 2011


EL  INCIDENTE



Nueve años sin perder la costumbre. Comenzó en verano con trazas de repetirse y de nunca acabar. Daban las cuatro de la tarde y aparecía Marta, después Olvidu; luego Belarmina y Sabela venían enganchaditas del brazo, Lisa medio en sueños, y Honorín.

De Honorín decían algunas que era muy guay y otras que ñoño. En cualquier caso, un tipo que las hacía compañía. El chico presumía de ser puro Virgo  por haber nacido un 23 de agosto y alardeaba de ponerse en trance cuando escuchaba El Moldava de Smetana. Pareciendo un pisaverde, realmente era un lelo. Su madre afirmaba que le concibió con tres de los diez elementos constitutivos de la unidad divina: Gracia, Fuerza y Belleza. Nadie lo desmentía, pero todo el mundo se preguntaba dónde estaban los otros siete.

Enol se acercaba siempre cauteloso. El paso de los años le había dejado un balaguero de canas en el bigote y una calva en cuarto creciente  más arriba.  A su pregunta rutinaria del “¿Qué va a ser?” recibía una respuesta veterana: “Lo de siempre.” Y la tertulia empezaba rondando, ahondando, hendiendo, abanicando, esparciendo los chismes de diario. Y los reunidos mudaban de color según el pigmento de las patrañas.

Pero Marta un día faltó a la cita. “Se habrá puesto enferma” dijo Olvidu. Y al día siguiente faltó de nuevo y se repitió al tercer día. Ganas tuvieron de descolgar el teléfono, pero Belarmina comentó: “Marta siempre se hace la importante; además anda tras Mino y provocando”.

La tarde siguiente, Lisa, con los ojos muy abiertos y como carbones enchispados, soltó la nueva. “¡Escuchad! No pude resistir y lo averigüé. ¡De traca! Resulta que Marta estaba sola en casa porque sus padres habían ido al mercado de Infiesto y se le ocurrió tomar el sol en biquini en el portal del caserón.”

“¡Qué horror!” exclamó Honorín. “Lo horrible no es eso –prosiguió Lisa-. Lo horrible fue que Mino apareció… ¡y parece que pasó algo gordo!”

Era de ver el sonrojó, el espanto y el arqueo de cejas en los rostros de Belarmina, Olvidu, Sabela y la postura de gondolero veneciano que puso Honorín.

Ocurría en pleno verano. Un día tan trasparente que podías escudriñar la cara alta del Sueve, la galopada de sus asturcones, las vacas rubias rumiando su intemporalidad e imaginar a las culebras plateadas que llaman sables reptando por la hierba.

Marta y Mino se casaron. Ella entró radiante en la iglesia, dejando ver dos curvitas de felicidad. Y sonreía cautivadora a un Mino comprimido en su esmoquin. Dicen que el joven resistió tres meses los arrumacos con los que Marta le embelesaba y seducía y que una vez roto el hechizo se escurrió en el monte. Le bajaron los números de la Guardia Civil en cuerda de presos.

Al día siguiente de la boda, Belarmina, Olvidu, Sabela, Lisa y Honorín pasaron por La Barquera y recogieron una caja de botellas de sidra. Luego bajaron al Sella y, junto a una poza, se pusieron el bañador para chapar los últimos cuartillos de sol de la tarde.

Lisa andaba sobresaltada y deseando celebrar un fiestorro del tipo de los de París en los años veinte, pero se conformaron escanciando culines de sidra, trepando mentalmente al Pico de Ordiyón para deleitarse con una fabada, un arroz meloso a la asturiana, agotar el festín con una tarta de frixuelos y resbalar llenos de espuma por la cascada de La Seimeira.

Luego quisieron emular el encuentro entre Marta y Mino de la noche pasada. Y orbitando y dibujando círculos y persecuciones, las chicas se tomaron un respiro para observar a Honorín, que miraba como bizco. Se aproximaron y se le acoplaron como anguilas; le hicieron mimos, cosquillas, le dieron más de beber y entre sorbito y solaz le tiraron del taparrabos hacia abajo. Menuda sorpresa dio el gondolero de El Moldava. No estaba para cantar una barcarola precisamente, pero remo en mano iba y volvía.

Honorín no pudo ocultar la aventura porque mamá le sonsacaba todo y, con una rapidez sorprendente, le envió con los abuelos paternos a estudiar Leyes en el Real Centro Universitario “Escorial-María Cristina”. Y unos días después Lisa, Olvidu, Belarmina y Sabela, sentadas en una mesa del Café Fabila vieron acercarse a Enol con la pregunta de costumbre y Lisa, que era muy salada, respondió: “Horchata” y luego bisbiseó a sus amigas “De la que le sobró a Honorín”. Se relamieron como leoncillas riendo.

Enol juró en su fuero interno que algo muy grave habría pasado para que después de nueve años aquellas chicas cambiasen de consumición.

viernes, 8 de abril de 2011

PULSAR EN UN DON QUIJOTE FANTÁSTICO

Mi amiga Carmen Ibáñez me envió un correo que incluía la siguiente dirección:

                            http://quijote.bne.es/libro.html

Pulsando en ella se pueden leer las dos partes del Quijote como invitados de lujo de la Biblioteca Nacional de España, un Quijote interactivo sencillamente fantástico cuyos contenidos multimedia ayudan a contextualizar la obra.

Se digitalizaron las 1.282 páginas de los ejemplares de 1605 y 1615 que la BNE custodia entre sus fondos. Durante cinco mil horas trabajaron bibliotecarios, expertos en arte y música de la época, analistas, programadores, diseñadores gráficos… El resultado ha sido un regalo espectacular para la vista, el entendimiento y el oído del internauta.

La digitalización es de tal calidad que permite ampliar las frases del texto, de las imperfecciones originales del papel, o bien, sorprendernos al escuchar el sonido de las hojas al pasar…

Podemos leer la obra en el castellano original o, si nos supera, en el español actual (existiendo la posibilidad de superponer y comparar ambos textos); basta con pulsar la letra “T” situada entre las opciones del margen derecho.

Entre las opciones está la de contemplar un mapa que detalla la ruta de los cuatro viajes emprendidos por Don Quijote y Sancho, también una galería de los personajes de la obra así como de las situaciones relevantes. Existe la opción de contemplar los libros de caballería relacionados con el Quijote y leer los pasajes en que aparecen. Y abunda la documentación sobre la vida española en aquellos albores del siglo XVII, concretamente la gastronomía, la danza, los juegos, la música y el teatro. Mientras uno lee es posible escuchar trece selecciones musicales relacionadas con el Quijote y también disfrutar de un video de El retablo del Mese Pedro de Manuel de Falla.

Hay opciones para activar el zoom, un buscador, un menú de páginas, realizar búsqueda de texto, leer a pantalla completa, desactivar el sonido, la opción de imprimir y la de enviar contenidos por e-mail, compartir fragmentos en Facebook, etc, etc.

Este Quijote se inauguró –si así puede decirse- el 26 de octubre de 2010, pero su existencia no es conocida como se debiera. Sabemos que la BNE proyecta digitalizar más obras maestras e incluso solicita la opinión de los lectores a tal fin. Sería maravilloso que su biblioteca digital se ampliara.


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jueves, 24 de marzo de 2011


Unamuno y LA ENORMIDAD DE  ESPAÑA 

En 1945 la Editorial Séneca publica en Méjico una colección de artículos de Miguel de Unamuno bajo el título La enormidad de España (i) con un prólogo breve de José Bergamín. Enorme fue el trabajo de algunos españoles emigrados por mantener vivo el caudal de nuestra literatura y promocionar la obra propia –de ello tenemos noticias en los escritos de Juan F. Escalona y de Daniel Eisenberg (ii). Lo sorprendente del libro de Unamuno son los comentarios sobre hechos y situaciones de la España en que vivía – comienzos de la IIª República—contrastables con realidades de la España de hoy.

Sabemos que Unamuno era asistemático al escribir sus artículos. La realidad, un determinado hecho o acontecimiento histórico, le invitaban a pensar y a escribir, a veces con el apoyo de una o varias lecturas que le respaldaran -- aunque carecía de miedo a contradecir sus opiniones anteriores como le sucedió con Galdós que, de no gustarle, pasó a descubrirlo con provecho cuando estuvo desterrado en Fuerteventura.

Unamuno a veces conversaba consigo mismo y no ocultaba a su otro yo del que Arturo del Villar(iii) habla de manera eficaz y lo ilustra al recoger estas palabras unamunianas de El sepulcro de Don Quijote: “Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío, ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara, y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.”

La dicotomía al abordar sus escritos no era ajena a su creencia de que España era una nación de neurasténicos, por eso puede sorprendernos con una defensa del liberalismo, o bien, opinando de manera vigorosa sobre situaciones de ayer que parecen de hoy, las compartamos o no.

El tema de la renovación de España es recurrente en Unamuno y lo exterioriza con frases acertadas o estólidas, pero siempre extraordinariamente descriptivas. Habla de una España heredera de la Imperial que quedó sin fortuna y con una personalidad más bien doliente, una España que la IIª República pretendía superar y hoy parece liquidada: “¡Renovación nos de Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética –más que mística--, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias –tejedores, ferrones, curtidores…-- se arruinaban y despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber”.

Una España que en ocasiones pretendía reaparecer en los pronunciamientos cuyo fracaso se debe a que los pronunciados, a juicio de don Miguel, son analfabetos porque “no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública –la de su público—y aun está mal leída, por opinión popular. Y, es claro, con caudillos así no se hace política”.

Unamuno arremete contra la obsesión de los políticos por el programa. Afirma que nunca hizo programa alguno ni para su asignatura universitaria limitándose (al ser obligatorio) a copiar el índice de cualquier libro de texto. “¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario.

Otra de sus preocupaciones respecto de la estructura social de España recae sobre la situación de los funcionarios de bajo nivel en quienes “la vocación se ve rebajada por el destino”. Destaca que, además del conflicto con la vocación, su situación es poco menos que mendicante, refiriéndose a quienes mantenían a su familia con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas (situación más o menos equivalente a la de los  funcionarios contratados de hoy, también mileuristas) y precisa: “Tan mendicantes, tan pordioseras como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios”. Y no duda en alinearles a los curas de misa y olla, los pregoneros de la fe del carbonero, que a veces atacaban sin verdadero conocimiento a Voltaire, Rousseau y el liberalismo, haciendo daño a la religión y a la educación de los ciudadanos.

Curiosa es su creencia de que el divorcio es cosa de burgueses y aristócratas porque al “que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor.” Eso tampoco le impide denunciar otro problema social al añadir: “Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada.”

La IIª República ordenó retirar los crucifijos de la escuelas nacionales, medida que fue contestada y tuvo desigual seguimiento. Unamuno, que inicialmente había protestado contra la orden, reflexiona y escribe sobre la prepotencia de la Iglesia respecto del Estado, prepotencia que “le acostumbró a la relajación de sus deberes evangélicos, a preocuparse más de enseñanza oficial que de organizar la propia” para sentenciar que: “La separación de la Iglesia y el Estado y el nuevo régimen de laicismo en la enseñanza va a obligar al clero católico español a preocuparse de la instrucción religiosa de los hijos de los fieles, menester que tenía”, pero no ejercía.

Unamuno distingue entre el espíritu público español y la llamada opinión pública porque ésta “no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu” refiriéndose a que la mayoría de los españoles no saben lo que quieren ni tampoco lo que no quieren: “Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no otra cosa son los más de los vivas y de los mueras”.

Que Unamuno no tenía buen concepto del Parlamento es sabido y aún peor del parlamentarismo porque le encocoraba su afición a la palabrería. Equipara Parlamento con Palabramento al que, a su juicio, son dados los abogados palabreros y escribe: “Oficio no de fabricantes de palabras, sino de revendedores de ellas”. Tampoco defiende al político, y menos a las llamadas personalidades, pues según él, si Marx enseñaba que el estómago dirige al hombre, Maquiavelo, mejor psicólogo, “enseñaba que el hombre entrega la vida por la bolsa y la bolsa por la vanidad. Y a la vanidad suele llamársele personalidad.”

Toca el tema de la convivencia que, para un lingüista como él, no es cosa de convención porque “convivir no es sólo convenir”. Para Unamuno la convivencia no se pacta: “Y más cuando, querámonos o no nos queramos, tenemos que convivir.” Y recordando que alguno le dijo que quería a España con locura le respondió: “no es que yo quiero a España, sino que quiero España. Y no es lo mismo”.

Sobre la cuestión nacionalista entra de lleno y se pregunta: “¿Nación? ¿Estado? ¡Es cuestión de palabras! Así me decía mi buen amigo, como catalán que es, el Sr. Companys. ¡Cuestión de palabras, por si le llamo tal o cual, por si habla así o asá, llegan a matarse los hermanos!”. Para él lo sustancial es el espíritu íntimo de la palabra que se aplica al razonar: “Por algo en catalán a hablar le llaman razonar, “enrahonar”. ¡Y ojalá razonaran siempre!”.

En el artículo "¡Pobres metecos!" recuerda que Cambó le dijo en la Plaza Mayor de Salamanca que la envidia había nacido en Cataluña y Unamuno comenta que lo mismo diría cualquier otro ciudadano importante de su región o patria chica: “Porque la envidia, que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican”. Comenta, por ejemplo, la frasecita “hable usted en cristiano”, que califica de grosera, y dice “mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos –y no he tratado otros allí—se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y por eso yo les rogaba que hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido si hubiesen pretendido imponérmelo.”

Esa opinión no impide a Unamuno hablar con rotundidad sobre el papel unitario de la lengua española y se manifiesta contra cualquier posibilidad de bilingüismo oficial: “España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto –me es igual—español; pero no debe consentir el que se imponga –así, se imponga—a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota, ¿pero como obligación de ciudadanía? ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay ni doble, ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales”.

Recuerda Unamuno que la norma era una escuadra que servía a los agrimensores romanos, y se pregunta cuál sería la norma española para contestarse: “Esa norma fue y es –y esta sí que paradoja, y trágica—la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.” Y recuerda que nuestros antepasados hicieron lo mejor con el verbo y no la espada. Y concluye para entendidos: “Norma, la palabra”.

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NOTAS.:
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i.-Miguel de Unamuno, La enormidad de España. Comentarios. Col. Lucero, Editorial Séneca, México D.F., 1945

ii.-Ver los trabajos de Juan F. Escalona "La imprenta peregrina: escritores y editores en México, y Las publicaciones de le Editorial Séneca "(1997) del profesor Daniel Eisenberg en el Homenaje a Pedro Sáínz Rodríguez , Fundación Universitaria Española, Madrid, 1986 que se pueden leer en Google.

iii.-Arturo del Villar, “Unamuno y su otro”, Revista Esfinge nº 18 (Noviembre, 2001), leer en Google.

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jueves, 10 de marzo de 2011

UNA HISTORIA 
DE IRLANDESES DE BOSTON

En Boston, víspera de San Patricio, Donncha y su tío velaban el cadáver de Patt O’Brien, también conocido como El Irlandés. Eran las dos de la madrugada. Se había acabado todo el whiskey que había en la casa y habían quedado solos. Se miraron el uno y el otro y entonces Donncha dijo:


--¿Qué te parece si cogemos a Patt y nos lo llevamos al bar de abajo para que nos acompañe en la última copa?

Le cogieron por los sobacos, le sacaron del ataúd con gran dificultad por lo recio que estaba, le bajaron como pudieron y le estiraron sobre una silla cerca de una gramola de la que salían melodías revolucionarias porque revolucionarios eran los que acudían al bar Bushmills, propiedad de Éamon Donovan, también atendido por el camarero Liam Connell, dos de los tipos más alumbrados de la ciudad.

Donncha y su tío se sentaron y pidieron al camarero una botella de Black Bush. Recordaron, a palabra lenta, que Patt se quedó seco defendiendo que el whiskey se inventó en Irlanda y que fue San Patricio el que trajo el primer alambique de Egipto al que el santo halló mejor uso que el de hacer perfumes, el mismo whiskey que facilitó la conversión de Escocia por los monjes irlandeses y los escoceses pagaron robándoles la fórmula.

Habían pasado un rato irlandés charlando y ya no quedaba ni una gota en la botella de whiskey, así que palmearon y pidieron otra. Cuando el camarero Liam Connell vino a servirla, Donncha y su tío habían ido al servicio. Entonces el camarero preguntó a Patt:

--¿Quién diablos va a pagar esta botella?

Patt no respondió. Estaba estiradito, con los brazos cruzados sobre el pecho, una sonrisa muy amplia en los labios y la mirada al infinito. El camarero Liam Connell insistía e insistía en su pregunta hasta que, un tanto molesto, solmenó un hombro de Patt y este se fue con sus brazos cruzados su media sonrisa  y su mirada socarrona al suelo.

Ocurrió justo cuando Donncha y su tío regresaban a la mesa. Donncha se quitó la chaqueta y plantando los puños muy cerca de la cara del camarero Liam Connell, preguntó:

--¿Por qué has pegado a mi amigo, di, idiota?

El camarero Liam Connell, que se había quedado lívido tratando de adivinar a Patt con sus brazos cruzados, su sonrisa y la mirada infinita en el suelo, respondió:

--Tuve que hacerlo. ¡Me sacó un cuchillo así de largo!—Y Liam Connell puso los brazos en cruz.
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jueves, 24 de febrero de 2011


LOS INTERESES CREADOS

Se considera la mejor obra de Jacinto Benavente. Estrenada en el Teatro Lara de Madrid el 10 de diciembre de 1907, he sentido la curiosidad de releerla con el fin de adivinar las razones de la aceptación permanente del público en épocas y escenarios de países distintos, sea interpretada por actores profesionales, universitarios o aficionados, pese a que el comediógrafo esté relegado en la estima literaria que no en la histórica.

Iniciada la lectura nos encontramos con personajes escogidos mayoritariamente de la Comedia del Arte, caracterizados y vestidos ad hoc como tipos del siglo XVII llegados a una ciudad imaginaria. La voz cantante --nunca mejor dicho-- la lleva Crispín quien define la obra ante el espectador con estas palabras: He aquí el tinglado de la antigua farsa…, anticipando una pieza cómica para hacer reír.
 
En la farsa hay un titiritero y unos muñecos de trapo, marionetas o fantoches que representan clases e importantes oficios sociales; ricos, burgueses o pobres encarnan el poder, la riqueza, la justicia, la milicia, la literatura, mientras el titiritero personifica al autor y capitaliza el tema como muñidor de la trama. No extraña, pues, que cuando Benavente viajaba con intención de participar en la representación de la obra llevara entre sus ropas las de Crispín.

El planteamiento es bastante simple. Dos pícaros, Crispín y Leandro, llegan a la ciudad dispuestos a conseguir para el segundo la mano de Silvia, hija del opulento Polichinela. Pretenden sustraerse a la pobreza y los quehaceres que les tienen perseguidos por la justicia y en huida permanente.
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El enredo es colosal. La astucia de Crispín teje una maraña de intereses en torno a Leandro a quien ha presentado en sociedad como importante, culto y generoso, adornándole de un halo de misterio.

Crispín lo enreda todo con el objetivo de lograr la conquista de Silvia para su compañero de andanzas. Los intereses que origina para favorecer el proyecto son ardides disfrazados de verdades convenientes a todos. Por detrás, el autor pone en solfa los grandes principios e instituciones de la sociedad ya comentados: el matrimonio, la actividad financiera, la milicia, la justicia, incluso la poesía y destaca el pragmatismo interesado de quienes los representan.

El desenlace surge de un imprevisto. Leandro, antes movido por el interés, se ha enamorado de la rendida Silvia y está dispuesto a abandonar su porfía, pero Crispín convence al resto de los personajes de que el matrimonio de los jóvenes amantes interesa a cada uno de ellos y se colmarán sus expectativas lucrativas. Obviamente el amor ha surgido de aquella manera, pero Crispín lo ha utilizado como vehículo de los intereses más convenientes.

Se ha dicho que los personajes de Benavente carecen de profundidad psicológica, aserto que no se aviene con esta farsa. Torrente Ballester afirmó que los caracteres benaventinos pensaban más que actuaban, pero en Los intereses creados, Crispín teje y mueve los hilos de una representación propia del teatro de fantoches como gran pensador y con verdadero dinamismo. Además la obra se adorna con vestuarios, músicas, festejos y una actuación coral que proporcionan un campo de libertad enorme al posible director de escena y también a la imaginación del lector.

Benavente irrumpió en la literatura española para modernizar el teatro que se hacía a finales del siglo XIX, limpiarle de romanticismos dotándole de realismo y naturalidad, eliminando las poses declamatorias, los efectismos, y aportando un lenguaje cuidado, eficaz, e incluso poético cuando tocaba.

Si la obra de Benavente que hemos comentando se estrenó cuando se evidenciaban los problemas económicos que condujeron al crash económico de 1919/1929 (¿influirían tal deriva y el tema universal de su farsa en el Premio Nobel de 1922?), leerla casi cien años después cuando estamos afectados por otra larga e importantísima crisis económica, descubre su intemporalidad al margen de su actualidad.

Las palabras finales de Silvia al hablar de los muñecos de la obra: “como a los humanos, muévenlos cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición” ofrecen un retrato de toda época.

Silvia concluirá su parlamento diciendo que el hilo salvador del amor “pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba”. Al calificar el amor como algo que trasciende al mundo de los intereses, ¿no hace Silvia una concesión de final feliz muy propia de enamorada?


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lunes, 24 de enero de 2011



RAMÓN PÉREZ DE AYALA: “CUARTO MENGUANTE


No es raro que si tienes librerías distribuidas por toda la casa y sacas un libro de cualquier estantería te sorprenda algún hallazgo imprevisto. Me sucedió cuando pretendía leer El trueno dorado de Valle Inclán. Estaba junto a otro libro --dos de las Sonatas de don Ramón-- y allí, aplastadillas entre ambos, aparecieron las 57 paginillas de Cuarto menguante. Novelita ingenua y sentimental de Ramón Pérez de Ayala con ilustraciones de Bartolozzi, nº 14 de La novela semanal, una publicación que existió entre 1921 y 1925.

En septiembre de 1921, mes de su publicación, Pérez de Ayala tenía 41 años y era un escritor de recorrido largo. Hacía 11 años que había publicado A.M.D.G., luego Troteras y danzaderas (1913), ensayos y libros periodísticos, saliendo de su pluma medio centenar de creaciones entre 1902 y 1928, incluyendo las que llamó novelas poemáticas de la vida española: Prometeo, Luz de domingo y La caída de los limones. El año 1921 también fue el de otra de sus novelas más conocidas: Belarmino y Apolonio.

Cuarto menguante es una novelita que tras su edición en La novela semanal, sería retomada, profundizada y ampliada por el autor en Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona (1923). El asunto era el amor, más concretamente, la educación erótica de los españoles o, precisando, la educación sexual inadecuada, tratada en falsete y con enormes dosis de ironía no exenta de sesgos caricaturescos. Como Pérez de Ayala era un buen helenista, tuvo a mano la historia de Dafnis y Cloe.

El argumento de Cuarto menguante es este: Micaela y Victoria han concertado el matrimonio de sus hijos, Urbano y Simona, educándoles de manera estricta “para la perfección en la tierra y la bienaventura en el cielo” y así ambos llegaran al altar sin que les haya rozado “ni siquiera el ala de un mal pensamiento”, es decir, desconociendo todo lo relativo al sexo.

Alrededor de los jóvenes cumplen función otros personajes descritos con dosis de humor --esperpéntico en ocasiones-- como don Leoncio Fano, el progenitor de Urbano, “testa de nieve, rostro oliváceo é hidalgueño, barbas de acero”, el preceptor don Cástulo Cólera que “daba la impresión de un crepúsculo otoñal”, la abuela doña Rosita que inspira en don Leoncio “devoción é irreprimible deseo de arrodillarse”, el centauro Paolo “con botas de montar, de las cuales nunca se despojaba” o la decidida madre de Urbano, doña Micaela, llevando a la boda “unos plumachos negros que á ratos sacudía con majestad, como caballo de funeraria”.

Tal despliegue de humor jocoso va in crescendo hacia un final que muestra a un Urbano colgado del cuello del padre, lloroso, pidiendo que no le deje hacer el viaje de novios porque tiene miedo. Continúa con el dibujo de los novios con la cabeza gacha en el landó que les conduce a la diligencia y, una vez en ella, asegurándose mutuamente que son felices por el simple hecho de estar casados mientras otro viajero bromea, o supone, que Urbano ha raptado a Simona. Urbano llega a la fonda con el pensamiento tan difuso y confundido que propone a Simona dormir en habitaciones separadas; lo hacen así y, al amanecer, él huye a su casa mientras Simona regresa a la suya creyendo que va a tener un hijo porque se le apareció el Ángel Anunciador en el horizonte, aunque se obstina en creerse una desgraciada como lo han sido todas las mujeres de su familia.
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Pérez de Ayala se percató de las posibilidades de Cuarto menguante motivándose a ampliarla en las novelas antes citadas. En cualquier caso y pese a su rápido final, Cuarto menguante resulta un primor de narración breve, un ejemplo de la mejor prosa novecentista pese a los cultismos que, en el diapasón de Pérez de Ayala, siempre aparecen cogiéndonos desprevenidos, pero que, gusten o no, también constituyen una de las notas personales de su estilo.
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domingo, 9 de enero de 2011


RECORDANDO A SHERWOOD ANDERSON


Se tragó el palillo que pinchaba la aceituna mientras bebía uno de sus martinis. Iba de crucero hacia Sudamérica  El palillo recorrió los intestinos y cuando Sherwood  llegó a Cristóbal, en la zona del canal de Panamá, se declaró la peritonitis que le produciría la muerte  el 8 de marzo de 1941 en Colón. Tenía 64 años. Del suceso se cumplirán setenta años en dos meses. El epitafio grabado en su tumba dice: “La vida y no la muerte es la gran aventura”.

Había publicado bastante. Un libro destacaba sobremanera, Winesburg, Ohio (1919), colección de 22 narraciones breves que forman una novela para unos  y una colección de historias cortas para otros. El libro no tuvo mucho éxito en las librerías, pero sí crítica excelente. Es un collage de la vida en una pequeña ciudad y explora la relación y comunicación entre sus habitantes. En su tiempo y después concitó la admiración de quienes atribuyeron a la lectura de Winesburg, Ohio su vocación de escritores.

La estúpida muerte de Sherwood Anderson tampoco empañó su reputación de haber sido el autor que más influyó en  la Generación perdida (Lost Generation). William Faulkner lo reconoció: “Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece.” Su influencia no sólo derivó de los libros sino que la ejerció personalmente, por ejemplo, respecto de Hemingway y el citado Faulkner.

A Hemingway le conoció en Chicago en 1921, justo cuando Anderson acababa de regresar de París. Anderson le persuadió de que también debía irse a la capital francesa por ser la única ciudad recomendable para un escritor aprendiz debido a su liberalidad y amor al arte en todas sus manifestaciones; además, allí vivía la gente más interesante del mundo y era barata y conveniente para el cambio de moneda. También le facilitó cartas de recomendación para Gertrude Stein, quien había sido su amiga y se convertiría en mentora del joven Ernest.

Faulkner recordó siempre que coincidieron en Nueva Orleans y que Anderson le convenció para que se dedicara a la prosa y dejara la poesía en segundo lugar. Trabajaban en el mismo periódico, paseaban, charlaban y bebían hasta que Faulkner se encerró para escribir una novela. Años más tarde escribió: “Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: “Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro”. Yo le contesté “trato hecho”, y así fue como me hice escritor”.

Mientras Faulkner se convertiría en uno de los apologistas de Anderson, Hemingway, esclavizado por un carácter bipolar que dominaba sus emociones, parodió el estilo de Anderson en The Torrents of Spring (1926). También se alejaría de la Stein –que siempre tuvo a Anderson en un alto concepto- y mantuvo diatribas con ella mientras se hacía amigo de Ezra Pound, quien le presentaría a James Joyce, pronto compañero de borracheras épicas. Otra muestra de su personalidad es que Hemingway tampoco estaba ufano de su nombre de pila simplemente porque lo asociaba al del protagonista ingenuo y loco de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde.

Sin duda los movimientos literarios engullen a sus precursores de la misma manera que las revoluciones devoran a sus hijos. El palillo famoso fastidió la vida de Anderson como, antes, ciertos amigos pusieron palos en la rueda de su fortuna, pero dejó buenos libros y, sobre todos, Winesburg, Ohio. Con él alumbró los caminos literarios por los que discurriría la Lost Generation y continuará motivando a escritores en ciernes. Vale la pena recordarlo.

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Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio, Traducción de Emilio Olcina Aya, R.B.A. Editores, Barcelona, 1995.

jueves, 9 de diciembre de 2010


DICIEMBRE EN MADRID

Hace muchos años publique en LA NOCHE -- por entonces ”Único diario de la tarde en Galicia” – historias que llevaban por título general Historias de mi ciudad. La primera se tituló “Diciembre, lluvias y café” y decía, más o menos:

“¿Cómo será este diciembre en Santiago?” Me preguntaba ayer un gallego viejo, melancólico, cansado de trotar por el mundo. Hacía sesenta años que no aparecía por su tierra. Llegó a Madrid muy joven, en diciembre de mil novecientos y… No recordaba el año con exactitud. Quería ser escritor. Traía los libros de Rosalía bajo el brazo. Después de publicar algunos artículos en periódicos menores de la capital, se fue a América, como tantos y tantos paisanos. Estuvo en China y dio más vueltas por el mundo. Volvió hace unos meses cansado y derrotado. Me dijo que conoció a Valle–Inclán en Méjico y que habían discutido mucho. Le volvió a encontrar en Argentina donde casi se pegaron. “Nunca tuve suerte con mis hermanos de raza. Ahora me echó Fidel, que también es gallego”, decía.

Y repetía: “¿Cómo será este diciembre en Santiago?”. Le contesté que sería parecido al de Madrid, aunque la lluvia aquí no tiene el sabor de Compostela y, además, fastidia. “Jamás me salen bien las cosas. No puedo ir. Parecerá extraño, pero es que vivo contra el tiempo. Fíjese que hay comunicaciones, pero nada… siempre sucede algo que me impide volver a mi país. ¡Y estas Navidades…!” Pensé frívolamente que no tenía dinero y acabaría pidiéndome alguno para el viaje.

El hombre miraba continuamente hacia la puerta del café. Dijo que esperaba a un amigo. Le pregunté muchas cosas sobre aquel diciembre de mil novecientos y tantos…, pero empezó a responderme distraído. No comprendía su actitud puesto que él me había abordado diciendo que me conocía –quizás por ser asiduo del local—y me había invitado a tomar café; sin embargo, ahora no quería hablarme o me contestaba con desgana.

Pensé en lo absurdo de la situación aunque no me sentía violento. Lo lógico hubiera sido agradecer el café y haber salido del local. Pero era justamente lo último que estaba dispuesto a hacer. Al fin y al cabo, ¿no era curioso cuanto me sucedía? Estaba al lado de un hombre que había viajado por todo el mundo, pero no podía recorrer la distancia entre Madrid y Santiago porque se lo impedían las circunstancias o Dios sabe qué historias. Pensé, también, que quizás me había invitado para entretener la espera de su amigo. Juro que mi imaginación trabajaba a destajo. ¿Me pediría dinero? ¿Se habría confundido conmigo y, con escasa diplomacia, daba pie para que me marchara? ¿Sería uno de esos ancianos de tuercas flojas que pululan por los cafés madrileños?

Le dije que era escritor y contestó con ironía que ya lo sabía, De pronto me confesó: “Conocí a Baroja y a Unamuno. Cuando era panadero, Baroja me regaló pan alguna vez; nunca supo hacerse con el negocio. También conocí a Juan Ramón apenas llegado a Madrid; vivía de síncope en síncope” dijo extrañamente.

Me interesé por su apellido, pero no quiso dármelo y respondió solamente: “Nunca escribí libros. Esto le sucede a muchos escritores.” Cada vez me parecía más enigmático y mi curiosidad iba a más.

Fue entonces cuando la puerta del café se abrió dando paso a un hombre también mayor. Era bajo, cojeaba y llevaba una boina estrecha calada hasta las orejas. Iba tan mal vestido que así distraía de la fealdad del rostro. Andaba como quebrándose por una de sus rodillas. Se acercó a mi acompañante y se abrazaron. Luego me lo presentó: “Aquí un gallego que nunca estuvo en América, que no sabe leer ni escribir, que un día salió de Vigo soplando en su flauta de viento, con su carrito y su tarazana para mover la piedra redonda de esmeril y fue afilando cuchillos, navajas, espadas y cacerolas hasta la China. Hace veinte años que no nos veíamos. La última vez debió ser en Macao… y no importa que, cuanto estoy diciendo, le sirva para escribir alguna de esas historias que publica en LA NOCHE. Es como un encuentro para la eternidad; en esto mi amigo y yo estaremos de acuerdo”. Y acto seguido se despidieron de mí.

Disculparán que no sepa contar lo que sentí entonces, pues ni tengo imaginación ni había escrito historia alguna para el periódico que habían citado. Quedé chafado, estado en el que pasas de ser vidente y percibes las cosas que suceden a tu alrededor de modo más nítido, entre ellas que, si bien estaba invitado, tuve que pagar los cafés. Salí. Pensé en la lluvia, en la radioactividad sin saber la razón, en diciembre, en las distancias por tren. Después, en un quiosco, compré dos números atrasados de la revista Índice.

Como si la imaginación me hubiese inundado –de idiotismo, entiéndase-- regresé al lugar del crimen, digo al café. Pedí el servicio – tal como hacían los escritores de antaño antes de trasladar al papel los frutos de su imaginación. Tenía que escribir algo, mis confesiones, lo que fuese… “De eso no tenemos, señor”. La realidad cruel me devolvió el conocimiento. Empecé a ojear las revistas que había comprado y de pronto sentí la necesidad de imaginar aquel diciembre de mil novecientos y…

Baroja estaría mirando las cuentas de los repartidores en el despacho de su panadería. De vez en cuando se tomaría un respiro para repasar algún diálogo de La casa de Aitzgorri. De pronto miraría si llovía. Unamuno empezaría una de sus cartas a Candamo confiándole que Juan Ramón “nunca sabe lo que dice, balbucea y tararea como los loros, imitando lo que ha oído”. Después, gustoso de pasear por la calle de Alcalá, repetiría al acompañante de turno que en Vidas sombrías de don Pío se nota la influencia de Poe y Dostoiewsky. El acompañante aprovecharía el primer silencio del maestro para añadir que Baroja afirmaba que se había olvidado la influencia de Dickens.

¡Mundo fabuloso de los diciembres madrileños! pero, ¿y mi amigo, el viejo escritor gallego? ¿No le debo escribir ésto? ¿Fue ayer, hoy..? ¿Cómo se llamaría? ¿Qué escribió?

Pedí la cuenta y el camarero me dijo: “Señor, cuando usted se fue volvieron sus amigos; me refiero a los dos señores con lo que estuvo antes. Me dijeron que usted les pagaría las dos copas de coñac que se tomaron a cuenta de la historia que de seguro escribiría. Usted sabrá a qué se referían.”
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lunes, 15 de noviembre de 2010


LEYENDO A VALLE INCLÁN, BAROJA, PINILLA y SALINAS...


No soy de leer sólo un libro, sino varios en los que avanzo a distintas velocidades según el pulso de interés que me echan. En los días pasados me las vi con El trueno dorado de Ramón del Valle Inclán, Cuentos de Pío Baroja, Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera de Ramiro Pinilla y El valor de la vida de Pedro Salinas .

La novelita de don Ramón me atrajo pronto y la concluí enseguida. El asunto no sorprende: señoritos de juerga que terminan lanzando a un guardia por la ventana y tratan de esquivar el proceso subsiguiente.

Se publicó por entregas del 19 de marzo al 23 de abril de 1936 en el diario Ahora de Madrid. Eran “las últimas cuartillas” escritas por don Ramón, parte de una novela inacabada por su muerte, acontecida el 5 de enero de 1936. Según Gustavo Fabra Barreiro, prologuista y anotador de la publicación, El trueno dorado estaba destinado a inscribirse en El Ruedo Ibérico.

Me fascinó el dominio y empleo del lenguaje cheli de su tiempo, el poder metafórico de las palabras y giros elegidos, el humor negro sobre blanco que barbotea en el relato sugiriendo perfiles de la esperpéntica vida española según la visión del autor.

Leo el librito de Baroja cuento a cuento en los ratitos para leer un poco. Los primeros son preciosidades modernistas de Vidas sombrías que requieren una lectura concentrada, sin intromisiones, para paladear un tono y un ritmo cercanos a la poesía. Luego hay cuentos más largos y de piel distinta, algunos en deuda con otros géneros y libros barojianos. En cualquier caso es un librito para escolares. Es como un muestrario. A este tipo de libros no articulados por el escritor siempre les falta algo, como la rúbrica en la firma del autor.

Garantiza la lectura del libro de Pinilla que Planeta y Plaza & Janés no aceptaran su publicación; lo hizo ediciones Albia en 1977. El autor califica su libro de novela-biografía y no voy a perder tiempo elucubrado sobre su deuda con los cuadernos autobiográficos de su personaje, Antonio Bayo.

Si admitimos que la literatura española se caracteriza por ser de frutos tardíos –dijo Menéndez Pidal— la novela de Pinilla lo sería del neorrealismo o de la novela social de los años 50 del siglo pasado. Es un libro durísimo, una historia del hambre que subyugó a los pueblos y gentes de España después de la Guerra Civil. Antonio Bayo pone en solfa la frondosidad del Imperio hacia Dios que emergió de La Cruzada como Lázaro lo hizo con la grandiosidad del imperio español que se exhibía en el escaparate de Toledo. Antonio “El Ruso” practica el hurto para saciar el hambre; ello le conduce a varias cárceles, a penales, al manicomio, a una vida amorosa y un final trágicos.

Es un libro de pocos capítulos que contienen numerosos segmentos y se alarga por 633 páginas. No me gustan los libros que pasan de las 350, pero el de Pinilla me arrastró a velocidad de lectura creciente pese a sus situaciones reiterativas. Y leyéndole recordé a Baroja y a Ramón Carnicer, quien escribió un libro precursor titulado Donde las Hurdes se llaman Cabrera donde ya denunciaba una región que era de España, pero no lo parecía.

El valor de la vida resplandecía en el escaparte de la librería Villadrich de Tortosa y mi mujer tuvo el detalle de regalármelo. Me las prometía felices con la novela aún a sabiendas de que estaba inacabada y el autor ni la había corregido.

Salinas había publicado excelentes ensayos literarios y conocidos relatos; estaba más que placeado en prosa. Pero esta novela… Hubo días que leí página y media y nunca alcancé las diez si no era con esfuerzo. El argumento es inconstante, tan pronto acontece en una ciudad norteamericana como en la Guerra Civil o en pesadillas parentéticas. Pasamos de un presente realista a una ensoñación. Gozamos de la descripción proustiana del living de Mrs. Harrison, para luego quedar poco menos que emparedados en las páginas que apelmazan La Biblia con el Catálogo de los grandes almacenes de Sears and Roebuck…

Pero nada de esto entorpece la lectura como el mismo texto. El poeta Salinas se caracterizó por ampliar el margen de los objetos poetizables, mas en esta novela surgen por doquier palabros y giros, por decirlo así, sorprendentes. Leo, por ejemplo: “Es la mañana, la prima hora del día, diosa del aseo, ministra de la mundificación.” Te quedas perplejo, quieto parado, varado para seguir. Quizás sea una novela tan en bruto y, por otras razones recluida en los cajones de don Pedro, que te expones a hacer juicios peripatéticos.


NOTAS.:

Ramón del Valle Inclán, El trueno dorado, Nostromo, Madrid, 1975.
Pío Baroja, Cuentos, Prólogo de Julio Caro Baroja. Alianza Editorial, 11ª edición, Madrid, 1982.
Ramiro Pinilla, Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera, Tusquets, Barcelona, 2010.
Pedro Salinas, El valor de la vida, Edición y estudio preliminar de José Paulino Ayuso, Biblioteca del Exilio, Renacimiento, Sevilla, 2009

viernes, 24 de septiembre de 2010

PÉTALOS CAÍDOS


El amor nos duele
y según nos duele, latimos.
Encontrar rosas
donde las rosas han bebido.
Lágrima fresca
yendo del corazón al nido.
Lágrima ácida
de lágrimas en olvido,
de los pétalos que han caído
en procesión misteriosa.
Y sin embargo, la flor mía
a tus encuentros, viva alondra.


DISLOCACIÓN

Tres campanas.
Soli solitario.
Tres campanas en una.
Tres pitos, tres estrellas;
el pájaro burlón.
Flores, bajas nubes;
aroma con aroma,
lluvia, desolación.
La raya huyente
huída, da adioses
lejanos; punto.
Aura. La luna
- pañuelo de lágrimas;
tengo pañuelo,
pañuelo de lágrimas;
y añil, tres estrellas,
pájaro burlón.
Tres trinos, tres ardillas.
Vuelan, rabo, arco…
¡Halló la raya fugitiva
el último perfil!
Soli, solitario.
Blando pito, blanda
luna, tres estrellas
y el pájaro burlón.
Flores, bajas nubes;
aroma con aroma,
lluvia, desolación.

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jueves, 9 de septiembre de 2010

Sonrisa navegante


Has sido patito en el rincón,
sonrisa navegante
para mi cuerpo niño de cristal y rayo.
Ven con otro beso a mi granada abierta",
y voy con las palmas hojaldradas de luz
y los ojos de raso cardenal a santiguarte.
Sonrisa navegante,
¿dónde posas por tu azurar naranja la espuma
que me siento ola desnuda de cresta y playa?
Pero eres mi sonrisa navegante”,
y soy, como soy, cabriola de lirios
heridos por el arpón de tu prisa blanda.



Susana: sueño definitivo


Por el pasillo de libros, pasito corto de Susana.
Por el pasillo de libros, la sonrisa Canela: Susana.
Por el pasillo de libros, el piernaslargas de Susana.
Por el pasillo de libros, misteriosa búsqueda: ¡Susana!

Ratoncito juguetón,
patizambito.
Merienda de rosas
la niña Susana,
patizambita.

Me la traes entre risas (…¡y el tesoro perdido!)
Mi ojos traidores te buscan más allá de la niña,
¡Susana!

La niña en medio,
la niña morena
de las puntitas.
La niña en cruz
y a sus dedos,
tu mano y la mía,
y la niña buscapapá
y la niña sonrisa
y yo y tú
desde los extremos,
tirando flores,
abriendo los labios
columpiando los ojos
sobre la niña en cruz,
la niña risueña
buscapapá, ¡patizambita!


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viernes, 27 de agosto de 2010

Tú, ancho mar

Yo no sé esta llama
que devora el corazón
dejándole en cenizas;
no es morir de la materia.
que la llama flota
con sus mil figuras.
y tórnase ancho mar
donde el corazón navega.
Es el corazón alma al fin en rumbo,
que avanza sin horizontes
sumando las distancias, lejanía;
es el permanecer en sabiduría
de estar en un tiempo sin huida.
Es el corazón envuelto en llamas
el crepitar de la existencia madurándose…
Es el corazón una torre de perdiz
viendo su morir en la altura sin retorno
que, elevándose de ojos ciegos,
siente entrar el morir más puro
para seguir, sin confín, adonde ella espera.
¡Ay fuego revelador del amor!
¡Cuando dañas al enmortecer la sangre
y al purificar las sombras!
Allí esa llama devora,
allí nace y crece la vida
que entra a navegar el mar de plenitud.
Allì el caminar sin romería,
allí la delicia del pasar
por uno mismo y volver a pasar
por el ancho mar de ti derramada sin orillas.

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lunes, 9 de agosto de 2010


MI PADRE CUMPLIRÍA LOS CIEN AÑOS…


De haber vivido, mi padre cumpliría los cien años hoy lunes 9 de agosto. Fue el tercero de seis hermanos. Su madre, Amparo Vázquez Armesto de Arellano, era mujer de linaje, educación exquisita y serena y cuidada belleza. Su padre, el manchego Augusto Martínez Ramírez, procurador de los tribunales, alcalde de Villafranca del Bierzo varias veces, fundador y director de algunos de los primeros periódicos del Bierzo.

De la infancia y adolescencia de mi padre contaré dos anécdotas reveladoras.
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Estudiaba interno junto a su hermano en uno de los colegios religiosos de La Coruña. Cierto día, uno de los profesores regañaba severísimamente a su hermano Pepe, tanto, que terminó cogiéndole de las orejas, sacudiéndoselas y aupándole a pulso desde ellas. Mi padre, que contemplaba la escena, se disparó como una centella y propinó un puntapié tremendo al profesor en una de sus canillas obligándole a soltar a su víctima. Ambos hermanos fueron expulsados del colegio al día siguiente.
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La otra anécdota se relaciona con mi abuelo. En cierta época electoral debía llevar a León las actas de los resultados. En la estación fue detenido y desposeído de los escrutinios aunque, para dulcificar el acto, le llevaron a casa del gobernador civil invitado a comer con él. Lo que el gobernador desconocía es que mi padre y su hermano también habían viajado por separado en el tren de su padre, aunque en vagones de segunda y tercera, y que uno de ellos custodiaba las actas auténticas con la misión de entregarlas al juez correspondiente.

Mi padre cursó Derecho en la Universidad de Valladolid en tan sólo tres años. Al terminar era tan joven que no alcanzaba el requisito de la edad mínima para colegiarse.

Años después, una excursión lúdica a Biarritz y su casino le deparó fortuna y bancarrota; tuvo que pedir la ayuda de su padre para regresar. Y regresó a Madrid justo cuando estalló el alzamiento de julio de 1936.

La IIª República y Guerra Civil le proporcionaron alegrías y sustos. Fue apoderado o secretario de Alejandro Lerroux, Calvo Sotelo, del jurista Antonio Royo Villanova, algún trabajo hizo en las Cortes. Estando con Calvo Sotelo tuvo que refugiarse detrás de un armario para protegerse del lanzamiento de una bomba.

Su boda tuvo lugar en 1938 , pero el acontecimiento fue distinto al de sus padres, cuya ceremonia ofició el Nuncio de S.S. el Papa en Madrid. Mi madre vivía en la casa que tiene estrellas doradas en los balcones y está situada en los comienzos de la calle Príncipe de Vergara. Mi abuela materna alejó convenientemente a la criada e instaló con rapidez una capilla accidental en el comedor de la casa. Ofició don Isidoro, pariente de mi padre, quien había sido un monseñor principal en el Tribunal Eclesiástico de Madrid, aunque por entonces anduviese oculto.

El joven matrimonio no vivía para sustos. Al margen de las bombas de la aviación franquista en las proximidades de su estrenada vivienda, estaban los requerimientos para acudir al frente. Mi padre sufrió unas fiebres tifoideas que habían mermado su salud y desmejorado su aspecto considerablemente; cuando venían a buscarle, aclaraba que el buscado era su hermano Román – un nombre que, aun siendo su primero, papá jamás había utilizado aunque costara en sus papeles de identidad; añadía que Román no estaba en casa en aquel momento y que posiblemente ya se había ido al frente.
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Como la argucia no podía durar mucho --su aspecto físico mejoraba-- decidió buscar otro acomodo para huir de sobresaltos y se alistó como abogado de la CNT-FAI, avío que le deparó alguna aventura como la acontecida con Valentín González El Campesino. La CNT le encomendó la defensa de un afiliado que había sido apresado por el militante comunista. Mi padre se desplazó a Extremadura en un Rolls-Royce escoltado por compañeros motorizados que llevaban las cananas cruzadas sobre el pecho. Cuando El Campesino hizo el ademán de arrojar una bomba de mano para disolver al grupo que solicitaba la libertad de su correligionario, los motoristas le amenzaron con sus metralletas y torcieron la querella a su favor, pero podemos imaginar el susto sufrido por mi padre.

A mis abuelos les ganó la pena cuando escucharon por radio la noticia de que el jurista y ex ministro republicano Antonio Royo Villanova y su secretario –mi padre- habían sido hallados muertos en un pozo negro. Al concluir la Guerra Civil mi abuelo se encontró con Germán Gullón, notable amigo maragato que había sido Presidente de la Diputación de León en tiempos de la monarquía. Mi abuelo le confió el desastre acontecido a mi padre, pero don Germán le dijo gozoso: “Nada de eso ha ocurrido, Augusto. Tu hijo no sólo está vivo sino que de alguna manera somos parientes porque se ha casado con una hermana de la mujer de mi hijo Ricardo”.

Quizás la primera imagen de mi memoria sea mi llegada a Villafranca del Bierzo con mis padres, brazos rodeándome o abalanzándose sobre mi mientras mis ojos estaban puestos en las escenas de caza que ilustraban el papel de la pared interior de la amplia galería del caserón y en el enorme caballito-balancín de cartón –seguro que de mi primo Mariano- sobre el que deseaba auparme.

Al concluir la guerra mi padre fue depurado y las cosas le habrían ido mal si personas a las que había ayudado o defendido durante la contienda no hubiesen intervenido en su favor. Por estos motivos recuerdo el formidable abrazo que don Gaspar Bayón Chacón --jurista que fue mi catedrático de Derecho del Trabajo en la Complutense-- le dio al encontrarse en Segovia el día de mi jura de bandera.
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Carecer del marchamo de afecto al Régimen siendo abogado penalista no era muy propicio en el Madrid que iniciaba los años cuarenta. Papá entendió que debía hacer oposiciones si quería que su familia saliese adelante, pero todavía pasó un tiempo antes que se le permitiera opositar a juez comarcal, cargo que ejerció en Pozuelo del Rey, Arganda, Alcalá y otras localidades próximas a Madrid. Después opositó a la justicia municipal y tuvo suerte, pues, dos opositores que le antecedían solicitaron plazas en la periferia española y así obtuvo la única que había en la Capital, la del Juzgado nº 14, distrito Centro de Madrid; luego les llamarían Jueces de Distrito. Recibió dos cruces distinguidas de San Raimundo de Peñafort, sin embargo, su recuerdo profesional más emotivo fue el homenaje que le tributaron los abogados madrileños con motivo de la primera.
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En 1965 viajó a Texas para asistir a mi boda. Un tío carnal de mi mujer, Jake Inselmann --a cuya memoria se erigió el Jake Inselmann Baseball Stadium de San Antonio--, era el secretario de esta ciudad y favoreció el nombramiento de mi padre como Alcalde de La Ciudad de La Villita, el pintoresco enclave de sabor hispanomejicano que atesora la preciosa ciudad tejana y que sirve para honrar a ciudadanos ilustres. El nombramiento anterior al de mi padre fue concedido al astronauta Leroy Gordon Cooper.

Después de mi boda mis padres se desplazaron a Washington. Papá deseaba conocer la Corte Suprema y otras instancias de la justicia federal americana donde fue tratado con una hospitalidad y cordialidad de las que guardó siempre un recuerdo muy agradable.

Mi padre había ilusionado que yo continuara la relación familiar con las leyes, pero no era mi vocación. Cumplí con él haciendo la carrera de Derecho, pero una vez finalizada marché a Texas con mi tío Ricardo Gullón para dar campo a mi vocación literaria. Siempre pensé que para mi padre fui un desencanto notable, pero a su muerte mi primo carnal Germán Gullón me confió en carta entrañable lo complacido que papá estaba de ver cómo me había desenvuelto en la vida y las palabras de Germán me reconfortaron sobre manera.

Hizo algunos artículos y reseñas profesionales para la revista Pretor de su compañero Pedro Aragoneses, pero sus ilusiones fueron menguando a medida que se acercaba la jubilación… exceptuada su afición a los viajes que realizaba junto a mi madre a la mínima oportunidad.

Sin embargo, su amistad con el financiero y mecenas José Celma Prieto le deparó una ilusión postrera: la de colaborar como secretario del primer Premio Internacional Rey Juan Carlos de Economía con el que don José quería honrar al Rey. La organización fue laboriosa jugando el Banco de España un papel primordial desde el primer momento. Aquel premio inicial tuvo un jurado de honor encarnado por los rectores o representantes de las universidades históricas que tuvieron el patrocinio de la corona española como el Real Colegio de España de la Universidad de Bolonia, la Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás de Filipinas o la Universidad de San Marcos de Lima, la más antigua de América. El premio se concedió el 20 de noviembre de 1981 en una ceremonia hermosísima que tuvo lugar en el Instituto de España de la calle San Bernardo. Mi padre disfrutó mucho en aquel empeño y aquel día.

Sólo unos meses después, en marzo de 1982, moría. Mi abuelo Augusto dejó el tabaco a sus cincuenta y pocos años y vivió noventa y dos; todos sus hijos, incluyendo mis tías Concha y Pilar --que viven y gozan de salud-- superaron o superan los noventa años. Mi padre sólo vivió setenta y uno. En vista de la genética familiar, sus hijos jamás imaginamos que viviría tan poco, él, siempre tan lleno de vitalidad, tan activo y amigo de ayudar. El tabaco pudo con él. Mi padre se llamaba Gaspar Martínez Vázquez. Yo siempre estuve orgulloso de ti. Te quise y te quiero, papá.
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