domingo, 5 de junio de 2016



CUADERNOS DE MARCELA, III

EL Comandante Angustias



Nota.: La UNED no habría funcionado en sus primeros años sin la ilusión y el esfuerzo impagable de sus profesores titulares y asociados multiplicándose a causa del todavía reducido número de catedráticos, programando y actuando en videos para TVE y redactando unidades didácticas memorables. Los profesores tutores igualmente se desvivían ilusionados en sus Centros aunque algunos también se sintieran movidos por otras  necesidades. A uno de estos últimos se refiere Marcela en sus Cuadernos.

La mayoría de los profesores-tutores del Centro parecen cortados por los mismos patrones, o son jueces, fiscales o abogados, o  P.N.Ns.  del Instituto; también podemos presumir de dos ingenieros nucleares -uno doctor-, un físico que desciende de Cristóbal Colón,  un doctor en Farmacia que es poeta laureado y enseña Biología, pero ninguno tan singular como el Comandante Angustias.

Al Comandante Angustias le cuesta media hora subir por las escaleras de San Luis. Agarrado al barandal de piedra como náufrago a un salvavidas, sube y resopla mientras un pie se alza y adelanta al otro con la parsimonia de un oso perezoso. El Comandante debe tener un enfisema descomunal, como corresponde a alguien que se ha beneficiado un cargamento de Ideales de papel amarillo que son los que fuma en cuanto tiene las manos libres.

Con todo, puntual es, pues, marcan las cuatro menos diez de la tarde cuando llega al primer piso; entonces se desplaza algo más ligero hacia el aula donde imparte clase de latín a los alumnos de Filología.

Lo supe por el profesor Octavi --que hacía una guardia sospechosa a la puerta del aula--, a  condición de que no informara al director y, lo pienso, para hacerme cómplice de la historia.

El Comandante, ya dentro del aula, distribuye unos papeles con caracteres en latín para que sus escasos estudiantes vayan traduciendo. Luego acurruca la cabeza entre los brazos y echa una siestecilla de unos veinte minutos; después, labora et labora con el pupilaje los entresijos de la traducción propuesta -- y se supone que bien realizada, aunque esto es una conjetura que toca resolver a Angustias.

“¿Y por qué no se jubila?”,  pregunté a Octavi y me contestó: “Porque siendo profesor de Instituto piensa que jubilarse es como condenarse a morir de hambre y, por las mismas razones económicas, tampoco está dispuesto a dejar  la UNED.  Parece que durante la guerra llegó a coronel habilitado, pero lo suyo era el latín y, como buen gallego, movió los brazos del pulpo necesarios durante los exámenes patrióticos de la posguerra para reconvertirse en profesor. Le llaman Angustias porque pasa la vida dándose lástima y provocando la de los demás.

Octavi, que lo sabe todo sobre el Comandante, me cuenta que es profesor de latín porque iba para cura, pero vino la guerra y al volver del frente conoció a la chica que se convertiría en su mujer y dejó pendiente lo del sacerdocio.

Cuando viaja a su tierra en vacaciones se detiene en Silos y como ha prometido a los hijos que jamás conducirá después de comer sin haber echado una siesta, la disfruta en un sillón  de la hospedería del monasterio donde excepcionalmente le dejan reposar; asegura, y no sé si es un invento de Octavi, que echar una siesta arrullado por el canto gregoriano --célebre en ese lugar-- es como un anticipo de su entrada triunfal en el reino de los cielos. Así las cosas, Angustias ha dicho a su mujer que en Silos tomará los hábitos si queda viudo, lo que me sorprende mucho porque no veo al hombre con trazas de durar, al menos si sigue subiendo por esta empinada, ancha  y desigual escalera de San Luis.
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jueves, 5 de mayo de 2016


CUADERNOS DE MARCELA, II
El Centro de la UNED


Nota.-

Los primeros Centros de la UNED estaban situados en edificios emblemáticos no siempre acondicionados o en colegios de niños donde ni las aulas ni el mobiliario se adecuaban para  ofrecer tutorías a estudiantes adultos. El Centro de Tortosa residió durante casi diez años en un edificio histórico cedido por el Obispado de Tortosa --con permiso de Roma--  por un duro simbólico anual que nunca fue abonado.


Julio, 1975

Comí temprano porque Eugenio quería enseñarme  el Centro con detalle. A las cuatro de la tarde, bajo un sol inclemente,  atravesamos el portalón de entrada que exhibe el escudo de las cuatro barras, la cruz de San Jorge y las cuatro cabezas sobresaliendo en la cocción de una perola. “Parece mentira que después de tantos siglos  sigan  ahí, hirviendo”, comentó un Eugenio entre irónico y  disgustado.

Subimos por una escalera amplia que da a un patio exterior bastante grande --donde los antiguos alumnos hacían el recreo--y por donde se entra al  edificio llamado de Santiago y San Matías,  construido para la instrucción de los hijos de moros y judíos conversos. A mediados del siglo XVI, el Estudi allí establecido alcanzó rango universitario y otorgó los títulos de Doctor en Teología y Maestro en Artes y Filosofía, “bien que esos títulos –afirmó Eugenio--  no se reconocieron hasta que Felipe IV convirtió el lugar en Universidad Real. No está claro  si  para ello se necesitaba una bula papal que, al parecer, llegó cuando  Felipe V ya había trasladado el Estudi a Cervera. Después, este edificio  fue de todo, cuartel, cárcel, y en los últimos años colegio de primera enseñanza bajo en nombre de “Colegio de San Luis”, que es el nombre con el que se le conoce actualmente  en Tortosa”.

Entramos en el edificio  atravesando una portalada de tres cuerpos. El primero asentado sobre dos columnas corintias con pedestal sobre el que resplandece el escudo imperial del águila bicéfala sostenido por dos cariátides, por encima,  las estatuas de los patronos, Santiago y San Matías y  sobre ellos  el Ángel Custodio, patrón de la ciudad. Me impresionó el relieve primoroso del escudo;, Eugenio me comentó de pasada: “En el museo hay un sello con el mismo escudo imperial. Se utiliza para lacrar los sobres que  enviamos a Madrid con los exámenes de nuestros alumnos.”

El patio interior del Colegio de San Luis es cuadrado y hay un bello pozo octogonal en el centro, pero lo que llama la atención son las galerías que se superponen disminuyendo en altura y protegidas desde arriba por una visera de madera artesonada.

Sobre los capiteles del patio hay rostros esculpidos de judíos y moriscos, probables artífices del monumento, algunos tan llenos de vida que parecen mirarte y sonreír; su vivacidad deja en segundo plano las representaciones de los cuatro evangelistas del Tetramorfos situadas en los ángulos interiores de la primera galería.

La gloria de este conjunto italianizante está en el friso que separa las dos primeras plantas,  donde resplandecen  los bustos mayestáticos de los reyes y reinas  de la Corona de Aragón, desde el Conde Berenguer IV a Felipe IV. “Fíjate en el protocolo –comentó Eugenio-, el rey a la izquierda, la reina a la derecha y, en medio, los escudos partidos con esta disposición: las cuatro barras de la Corona aragonesa siempre al lado del rey y del lado de la reina sus armas exceptuadas las de las reinas María de Montpellier, Margarita y Mariana de Austria, mujeres de Pedro I El Católico, Felipe III y Felipe IV, cuyas armas quedaron sin esculpir; sin embargo, mira para allí donde está Leonor de Inglaterra –y me indicó el lugar--, la que no pudo casar con Alfonso II El Liberal que  murió antes de la boda, Leonor luce armas y corona y es que los ingleses, ya por entonces,  dejaban sus leones sueltos por toda parte”.

Una lápida que completa el friso exhibe una leyenda en latín dedicada a  Berenguer IV cuyo laudo final me hizo reír: “Delante de tu nombre, todavía el turco tiembla, Ramón”. El tono menor de la galería del tercer piso con sus arcos rebajados sostenidos por pequeñas columnas toscanas armoniza la grandiosidad del conjunto.

Subimos al primer piso por una escalera amplísima de escalones desgastados. Eugenio me guió hasta el Aula Mayor, “hoy singular Museo de Ciencias Naturales”, dijo. Mi curiosidad murió al entrar, pues la polilla, el polvo y los sudarios de tela de araña dan un  aire de ultratumba a la fauna disecada ahí congregada.

En el centro de la estancia hay una hilera de mesas donde se apilan ejemplares de periódicos. “Aquí tienes  la gran hemeroteca del Centro –comentó Eugenio--, como ves, bien protegida por las alimañas. A lo largo de un año se compraron y amontonaron aquí los periódicos de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Teruel, Castellón y Tarragona, provincias  sobre las que el Centro hoy tiene jurisdicción, pero nadie los lee porque se necesitan buenos bíceps para hurgar  en esos montones y, además, igual se te aparece Boris Karloff  detrás de esa águila tuerta y tienes  el susto de tu vida”. La mención  del actor me provocó un escalofrío, pero me eché a reír pese a que Eugenio continuaba hablando muy serio: “Mira la pared debajo del ventanal. ¿Ves que se está abriendo? – Divisé las palmeras del patio exterior por el hueco formado en la pared-. No sólo la pared; también  el suelo de este museo tan original se está hundiendo por el peso de la prensa. Cuando visitemos la planta baja te enseñaré las vigas que sostienen este piso; están flechadas de mala manera.” 


Al salir del museo de los horrores, Eugenio pidió que me asomara al exterior  de la galería y mirase hacia el Aula 1  situada frente a nosotros en la planta del patio. “Eso que se llama Aula 1 no es tal. Es el lugar donde las limpiadoras y el Sr. Conserje   dejan  la basura; un muladar con  alumnos singulares que ahora estarán almorzando y no tardarán en salir”. Le pregunté si me tomaba el pelo porque sólo veía los haces luminosos del sol cayendo como luces de pista sobre las  losetas contiguas al portalón del aula; de pronto, por la gran abertura bajo su puerta salieron dos ratas enormes caminando lentas, arrastrando sus colas repugnantes y lacias hasta ubicarse bajo los rayos del sol donde empezaron a atusarse. La escena me produjo tal asco que incluso recriminé  a Eugenio sacudiendo su espalda con suavidad.

Caminamos unos metros por el claustro hacia la Sala de Profesores, contigua al Aula Mayor, una estancia amplísima, desigual, en cuyo centro hay unidas ocho o diez mesas de buenas proporciones con  sillas alrededor para unas treinta personas; vi también  un tresillo que imitaba el estilo castellano y  una hilera de archivadores situados contra la pared próxima a la entrada. Eugenio abrió uno y dijo. “Cada cajón  pertenece a un profesor y en él depositamos las circulares,  su correo y los cuadernillos de pruebas a distancia que deben corregir”.   Pregunté a Eugenio si las vigas que sustentaban el suelo también estaban flechadas y movió hombros y  brazos haciendo un gesto de duda; luego dijo: “Aquí  se celebran los claustros, pero no sé si algún día nos iremos abajo”. 

Siguiendo por la galería nos aproximamos a  una puerta de cristal  que rebasamos para entrar en un hall diminuto que  daba a tres puertas. Eugenio abrió la de la derecha y me dijo “Antiguamente había celdas en casi toda esta planta del edificio. Ahora este hall abre paso a  un  aula y dos despachos, y éste es el tuyo”. El mío resulta ser un cuarto pequeño de  techo altísimo. El terrazo fue blanco alguna vez. La verdad es que no me entusiasmaron ni la mesa metálica, ni el  armario de colegio, ni la mesita sobre la que reposa una Olympia portátil, y  menos aún mi silla, forrada de tela que fue roja y  ahora blanquea por el polvo de la tiza y porque tiene unas  ruedas metálicas bastante ruidosas; dos sillas a juego de aspecto parecido  completan el mobiliario. “No tengo nada mejor para ti –Eugenio comentó-. Menos mi despacho y el de Jordi, todo es igual. Lo siento”. Repliqué que no importaba y, disimulando, elogié el ventanal que se abría a mi espalda sobre lo que parecía un huerto. Eugenio sonrió: “Por las tardes mantén la ventana cerrada. La fábrica del gas está cerca y algunos días, cuando  sueltan los sobrantes,  aquí no se puede respirar;  te parecerá  estar como en otro  Auschwitz”.

El tercer piso también estuvo destinado a celdas y ahora acoge, sobre todo, dos aulas enormes con puertas de madera intermedias para dividirlas  si conviene; hay otras  estancias donde da miedo pisar porque el suelo trasluce y podrías  espiar o caer en la Sala de Profesores. También está el apartamento donde vivía el primer director y la biblioteca que es como una buhardilla, con las vigas elevándose hasta el límite del tejado, alegre por la luminosidad que proporcionan varios ventanales en cuyas repisas hay  macetas con flores, pero con un fortísimo olor a ajo. “Hay casi más sillas que libros –ironizó Eugenio--. Bueno, suman ciento treinta, eso sí, ordenaditos- El olor se debe a que la bibliotecaria, doña Amalia, consume varias cabezas de ajo al día. Entre la penicilina que dan los libros y los ajos se propone vivir muchísimo.

Terminada la visita fuimos a su despacho y le pregunté por el mensaje que me había querido transmitir. “Muy sencillo –respondió--.Aquí como en muchas partes, todo es apariencia. Para los patronos estamos en un edifico regio, pero la luz  corre peligrosamente a 112 vatios por hilos de cobre envueltos  en seda mugrienta. Apenas disponemos de cinco aulas verdaderas  y otras dos grandes con separaciones de madera incapaces de aislar las voces de  profesores y alumnos. Tampoco  sabes qué se caerá primero, si la biblioteca,  el Aula Mayor o la Sala de Profesores, aunque Jordi jura y perjura que la pieza que está peor es justamente la Secretaría. Dentro de pocos días los inquilinos de la Sala de Profesores estarán contra mí y contra ti, el Delegado de Alumnos pedirá nuestras cabezas, y los Patronos más renuentes tendrán las malas noticias  que esperan para cerrar el Centro. Tenemos que hacer las cosas muy bien para sobrevivir e imponernos  a esas circunstancias ”. Quedamos en silencio hasta que escuchamos las llaves del Sr. Salvador abriendo la portalada de entrada al patio.
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martes, 5 de abril de 2016




UNED: LOS CUADERNOS DE MARCELA (I)

Nota.-

La UNED[i] ha sido negativamente calificada por el U-Ranking (Indicadores Sintéticos del Sistema Universitario Español) 2016 donde ocupa el penúltimo lugar por no haberse tenido en cuenta que la universidad tradicional nada tiene que ver con la universidad a distancia, siendo formulaciones universitarias que no se deben mezclar.

Hay realidades importantes que no se tuvieron en cuenta, por ejemplo: la dependencia de la UNED de un mentor, el Estado, que nunca ha proporcionado un presupuesto  suficiente para atender la enorme amplitud de su territorio nacional y extranjero así como el elevadísimo número de alumnos, la tarea de los profesores para incardinarse en la estructura singular de los estudios a distancia exigiéndoseles una docencia sui generis que no exonera del trabajo investigativo, ignorar  la rigurosa exigencia académica sufrida por  los alumnos  para graduarse,  el haber proporcionado a miles de españoles capacitados los títulos que sin la UNED jamás hubieran logrado por cuestiones de trabajo o de  residencia en lugares ajenos a la universidad tradicional.

Los cuadernos de Marcela constituían  un proyecto novelístico que quedó varado, pero como respuesta a tan aireado como injusto informe, he rescatado un puñado de páginas para levantar una lanza por la  UNED mostrando sus difíciles  inicios a través de  un centro territorial, eligiendo   el de Tortosa en 1975.

Espero que el lector obtenga una idea de la ilusión y el esfuerzo que hicieron los patrocinadores, profesores y alumnos,   y observen  realidades que nada tienen que ver con la universidad tradicional en la que injustamente se ha pretendido incluir a la UNED.

Marcela, a quien conocemos como protagonista de la novela corta Entre septiembre y octubre llega a Tortosa (en El Barojiano entrada del 26/09/2015) porque  un compañero de facultad le ha ofrecido el puesto que ha quedado vacante de Jefe de Estudios en el Centro de la UNED de esa  ciudad .


Julio de 1975

Olivos, almendros, naranjales talonados por hileras de pinos italianos. Parterres de verduras y hortalizas junto a los arrozales; espejos de agua. Los verdes copiosos de la  tierra contrastan con ese cielo luminoso que al atardecer  gira suavemente del azul al rosa  mientras las montañas del Puerto se perfilan como bastiones protectores del valle. Tanta belleza me enternecía mientras el Talgo corría hacia mi destino. Eugenio me advirtió de no confundir las ciudades: “No vas a Tarrasa, sino que vienes  a Tortosa,  la ciudad más importante de Cataluña durante la Edad Media después de Barcelona” y evocaba los libros de Geografía que estudiamos en el bachillerato: “El Ebro desemboca en Tortosa”. El buen Eugenio; tan preocupado siempre por los detalles.

Me esperaba en la estación junto a Nina, su mujer, muy cariñosos. Me dieron la nueva de que seríamos vecinos, mi piso bajo el suyo. Me invitaron a cenar; hablamos sobre todo de Tortosa y casi nada del trabajo que aguardaba hasta que mi cansancio resultó evidente. Nina había tenido la amabilidad  de adecentarme el piso, llenar la nevera y hacerme la cama; y en la cama me refugié casi diez horas.

***

Mis padres están tristes. Después de la boda de Carmela se habían hecho a mí y  no se explican que haya abandonado la comodidad de Madrid por lo que llaman una aventura universitaria por correspondencia en provincias. Y tal parece, porque el Centro de Tortosa es el séptimo creado por la Universidad Nacional de Educación Libre a Distancia en España,  universidad fundada hace tres años para dar cobijo a los alumnos que antes llamaban libres en las universidades presenciales y a los que residían en ciudades y pueblos sin  estudios superiores.

En el Centro se ayuda en la matricula, hay biblioteca y se celebran los exámenes; también se programan tutorías que son como clases prácticas con unos profesores-tutores que dependen de los cátedros de Madrid y que a veces visitan los centros para celebrar convivencias con los alumnos. Éstos también pueden consultar a sus tutores por teléfono o carta, pues no tienen obligación alguna de asistir personalmente a clases o tutorías. La U.N.E.D. es para las personas que por razones de trabajo o de distancia no pueden asistir a la universidad presencial, aunque también acuden jóvenes cuyos padres no pueden sufragar sus estudios lejos de su residencia habitual.

Los alumnos estudian seis unidades didácticas autosuficientes por materia y tienen que dar cuenta de su aprendizaje cumplimentando a lo largo del curso cuatro cuadernillos de pruebas a distancia que corrigen los profesores tutores. Más o menos es el resumen que me hizo Eugenio para que fuera conociendo la universidad.


Entré por primera vez en el edifico del Centro aunque los nervios me impedían curiosear. El Patronato se reunía a las seis de la tarde. Llegamos al enorme despacho de Eugenio que antes había sido  capilla. Un revoloteo de manos buscó la derecha mía hasta que fue retenida por el Presidente, un hombre cumplido que debió notar mi nerviosismo que  aumentó al comprobar que era la única mujer de la reunión.

Desde el comienzo las palabras alcanzaron un tono metálico y los rostros ensombrecían. El Presidente explicó pausadamente las razones que le llevaron a traer a Eugenio; repitió varias veces que era persona de su entera confianza. Luego, dirigiéndose a él, añadió: “Tu tarea es la de encontrar una solución que enderece al Centro  sin originar ningún coste añadido, porque  no estamos dispuestos a poner una peseta por encima de lo pactado con la Universidad para el mantenimiento del Centro. El presupuesto anual es de diez millones de pesetas y en un año se ha generado un déficit de tres millones. Si encuentras una salida, estupendo; de lo contrario debes decirlo tan pronto llegues a esa certidumbre y cerramos”. Hablaba con esa contundencia serena de los hombres de mediana edad que no quieren mostrarse enfadados, pero cuyo semblante permite adivinar el sentido de sus palabras.

El Alcalde de Tortosa, que acababa de sumarse a la reunión,  interrumpió: “Presidente, siento decir que el déficit no es de tres sino de seis millones. Esta misma mañana se recibió un oficio de la Delegación de Hacienda reclamando el  I.R.T.P.[ii] del personal del Centro correspondiente al Ejercicio pasado, que asciende a tres millones. Hablaré con el Delegado, pero asumo que valdrá de poco”. Cuando menos, la mayoría de los reunidos torció el gesto: el rostro de Eugenio empezaba a tener un color plata ceniciento.

El Presidente de la Diputación tomó la palabra: “Debe quedar muy claro que las instituciones que fuimos llamadas a colaborar no imaginamos que el Centro tomase un rumbo tan desastroso, ¡un déficit del 60% en un año de funcionamiento sólo es posible en el Tercer Mundo!  Además, como Presidente que también soy de la Caja de Ahorros Provincial, denuncio que contribuimos con seiscientas mil pesetas para la adquisición de  los primeros fondos de la biblioteca del Centro y no se han justificado,  ni siquiera  sabemos si los libros se han adquirido”. 

La mirada entre bondadosa e  irónica del Sr. Obispo se paseaba entre los asistentes deteniéndose en el profesor Serra, representante del profesorado, cuyo semblante enrojecía no se bien si de vergüenza o de enojo.

El Presidente pidió que entrara el contable del Centro y le preguntó si podía informar de cómo se había llegado a la situación. El Sr. Magín, con la voz carrasposa del fumador empedernido, pero con la tranquilidad y la sorna del contable veterano que está de vuelta y media de las cuentas mundanas, dijo: “Muy sencillo. El Patronato aprobó una beca mensual de 8.000 Ptas. para cada  profesor-tutor y el acuerdo se interpretó así: para los profesores que tienen mayor carga docente 20.000 Ptas. mensuales, los de media  15.000, y 12.000 Ptas. para el resto. Podría discutirse si estar en un grupo o en otro dependía de la amistad con el Director, si se aumentó la carga lectiva de algunos profesores para contratar a menos, pero ¿quién iba a protestar si los peor retribuidos ganarían 4.000 Pts. más de lo aquí aprobado? El problema con Hacienda nació en un claustro donde los profesores acordaron  no declarar sus becas al no constituir sueldos, pero uno de ellos  incumplió el pacto y, además,  el Director le dio de alta en la Seguridad Social por haberse quedado en el paro. Las dos incidencias bastaron para disparar la reclamación del IRTP por parte de Hacienda que no reconoce que se hable de becas. Concluyendo, se han estirado los duros por encima del presupuesto posiblemente porque el mundo universitario vive en rojo en todos los aspectos;  si queremos ser diplomáticos podemos decir que lo ocurrido ha sido fruto de la inexperiencia”. Nadie rió ni pareció admitir la disculpa lo que provocó que el rostro del Profesor Serra ya no estuviese rojo sino a punto de incendiarse.

El Presidente no disimuló su enfado y recordó que había dado órdenes taxativas de que ningún profesor-tutor fuese dado de alta en la Seguridad Social porque eran becarios y no trabajadores. Luego, dirigiéndose a Eugenio, comentó: “Lo debes tener claro; te he traído para cerrar el Centro que creamos tan ilusionadamente, a no ser que encuentres una vía que lo impida”.

Entonces, el Delegado de Alumnos pidió la palabra y con un tonillo desafiante, dijo: “Señores, hagan lo que gusten menos tocarnos las clases y cerrar, porque si  lo hacen, habrá follón. Nos embarcamos en los estudios superiores de esta Universidad  porque Uds. lo pintaron de maravilla y Uds. eligieron las personas y también son responsables del rumbo tomado por  el Centro porque, dicho sea de paso, si se  ha gastado de más es porque aquí no había nada de nada, ni un triste boli. Lo que no van a hacer de ninguna de las maneras es dejarnos tirados. Decidan lo que Uds. quieran, pero están advertidos”. Después chasqueó la lengua y se acarició la frente repetidamente con gesto nervioso.

El Sr. Obispo intervino para decir que cuando se empieza un proyecto ocurre siempre que los gastos se desorbitan y que, en este momento, lo conveniente es ser positivos y aprender de los errores para enderezar el rumbo. Deduje que era hombre de gran autoridad  porque nadie se atrevió a replicar nada, y se siguió con el orden del día. Aprobaron  mi nombramiento como jefe de estudios, pero no se nos despidió como se hace con  gente de confianza, incluso uno de los patronos me comentó con sorna: “¿No habrás hecho un viaje de ida y vuelta?”

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Esta noche telefoneé a casa y se contentaron con mi nombramiento. Dije que iba a ganar veinte mil pesetas mensuales más una beca como profesora tutora y  que también me pagarían el alquiler del piso. Excusé contar los problemas que vivía el Centro para no preocuparles. La noche estaba siendo tan calurosa que acepté la invitación de Nina y Eugenio para tomar un refresco en el parque. Me sorprendió que Eugenio no comentase nada de la reunión; pensé que excusaba hablar de su trabajo delante de Nina, quien habló largo y tendido de los perfumes que utilizaban los embalsamadores del viejo Egipto; escuchamos sin pestañear mientras nuestras manos mecían los abanicos para ahuyentar a los mosquitos.
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[i] UNED, Universidad Nacional de Educación a Distancia. El original fue Universidad Nacional de Educación Libre a Distancia. alumnos.  Se la considera la primera universidad europea por número de alumnos matriculados; su número de alumnos actual es de  260.079.

[ii] IRTP, Impuesto sobre el Rendimiento del Trabajo Personal vigente en la época

sábado, 5 de marzo de 2016



FRANCISCO AYALA:  EL RAPTO[i]


Con la intención de participar en un congreso sobre el desarrollo económico-social de Latinoamérica, el autor va a Alemania. Un viaje por tren le propicia  la oportunidad de ponerse en contacto con los españoles que trabajan en ese país, El novelista dibuja a sus interlocutores – presentación hecha a la manera de un reportaje periodístico— y como de una nebulosa salen, más que perfiles humanos, las voces de unos hombres a quienes  se les han caído las vendas y las mordaza que les torturaban en los pueblos y ciudades de España. La introducción sirve de contraste al relato  que sigue, novelita según la definición del autor.

Hacia 1957 o 1958 un hombre que viene de Alemania, llamado Vicente Roca, llega al pueblo donde dice haber nacido. El singular atuendo que porta exacerba la pazguatería del vecindario. Traba amistad con varios jóvenes acomodados y se convierte en el  confidente de Manolo Tejera, quien no tarda en confesarle su pasión por Julita, a su vez pretendida por el mozarrón Fructuoso. Termina Vicente raptando a la joven, abandonándola sin mácula, pero llevándose las joyas y dinero que ella había hurtado a su padre. Manolo y Fructuoso conversan sus cuitas en la paz del campo, hasta que un buen día el primero recibe una carta de Vicente invitándole a reunirse en Alemania con él, al menos, para recuperar las joyas de Julia.

Anécdota mínima, pero sustancial. Ayala sacó el mayor partido posible a  unos personajes que por su vulgaridad podrían habérsele ido con facilidad de la mano. Vicente es, visto por fuera, un vividor;  interiormente, un ser desilusionado, un cínico a resultas. Manolo, el joven fácil de embaucar.  Fructuoso, el hombre de la fuerza ciega y del irraciocinio. Julita, la bella loba, asfixiada en el prosaico ambiente en que vive. La masa de lugareños, un vaivén de  entusiasmo y prejuicios. El campo español es el escenario de la novela. La intención del novelista, a mi entender, fustigar la idea de quienes consideraban que el campo conservaba los  valores morales,  auténticos, de la idiosincrasia española descubriendo el ambiente letal en que se vivía. (Otro relato de Ayala, El mensaje, incluido en La cabeza del cordero, presenta imágenes no muy diferentes, aunque el asunto del relato sea distinto).

Los personajes de El rapto hablan con la ramplonería que corresponde a sus personales tesituras. Y acertó Ayala al reflejarla  pasaje a pasaje, pues, de otra forma no hubiera podido sublimar la realidad literaria al convertirse en trasunto de la realidad histórica. El novelista manejó la prosa  más nerviosa que le conozco; a ella agregó el diálogo de los personajes logrando de ese modo ofrecer un panorama amplio del subconsciente colectivo de los españoles. La narración  recoge también las interpretaciones, juicios, sentencia y “adivinaciones” de Ayala, quien da la impresión  de actuar como si un lector se hubiese encaramado a la trama, uniéndose al coloquio y al enigma. Esa intromisión del autor llega al punto de arrebatar la palabra a los protagonistas, contando por ellos, pero  resultando más chispero y gracioso que la garrulería de aquellos permitiría. Juego peligroso que la maestría técnica de Francisco Ayala resolvió a la perfección porque su voz literaria estaba hecha, en esta ocasión, del tono y los ademanes de los viejos bufones; deja desnudos a los personajes, viola también su farsa, farsa que evoca otra de mayores dimensiones.[ii]





Notas.:

[i] Francisco Ayala, El rapto, La novela popular, núm. 1, Madrid, 1965. Una edición más moderna en Punto de lectura, Madrid, 2005

[ii] Texto corregido. El original de esta reseña, se publicó en la revista  Ínsula, Nº 227, Octubre de 1965, y la misma revista volvió a recogerlo en el homenaje que dedicó a Francisco Ayala  bajo la dirección del Prof. Luis García Montero en Ínsula, Nº 718, Octubre de 2006, pp.20/21. Estudios sobre El rapto más enjundiosos y notables que mi reseña son los de Adrián García Montoro, «El Rapto, Novela Ejemplar», La Torre, revista general de la Universidad de Puerto Rico, octubre-diciembre, 1968 y el de Rosario H. Hiriart, Las alusiones literarias en la obra narrativa de Francisco Ayala, Cap.IIIº “El rapto, reelaboración de un cuento cervantino”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, que se puede leer en Google.
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viernes, 5 de febrero de 2016


PÍO BAROJA: LOS CAPRICHOS DE LA SUERTE[i],
COMENTARIOS SOBRE SU ÚLTIMA NOVELA

A la memoria de Ricardo Gullón,
en el XXVº aniversario de su muerte


No será la última publicación de Pío Baroja. Miguel Sánchez-Ostiz ha comentado[ii]  que existen más trabajos inéditos, entre ellos Pasada la tormenta,[iii] libro de recuerdos que podría incluirse en las Memorias del vasco.

Entre 1936 y 1938, Pío Baroja acusa la presión de la Guerra Civil sobre su persona y marcha a París en dos ocasiones, ciudad  donde llevará una vida de pobreza auxiliada residiendo en el Colegio Español --gracias a la protección de su director, don Ángel Establier Costa-- y recibiendo algún dinero de La Nación de Buenos Aires por sus colaboraciones. Convertido en un consumado peatón parisién adquiere conocimiento de ciertos barrios y de sus tipos pintorescos, vivencias que se reflejarán en sus escritos.

Muerto Baroja, algunas de sus novelas inéditas se hallaron en un cuaderno gris etiquetado  como Novelas de Guerra (Inéditas) que, según el “Extracto biográfico” de Jorge Campos --recogido en la Guía de Pío Caro Baroja[iv]--, contiene: “Iª Las Saturnales. Madrid revolucionario, 301 folios, fechado Madrid, enero, 1951. IIª Miserias de la guerra, 258 folios. IIIª A la desbandada, 101 folios.” En el citado “Extracto” se apunta  que A la desbandada tuvo anteriormente el título Los caprichos de la suerte.[v] Esta novela sería una continuación de Miserias de la guerra (publicada en 2006), “aunque en todo o en parte hubiese sido escrito antes, durante el exilio parisino de Baroja”  según Sánchez-Ostiz[vi] completando así la trilogía Las saturnales iniciada en 1950 con la publicación de El cantor vagabundo.

José Carlos Mainer comenta en su Notas introductorias que Los caprichos de la suerte es la reescritura de una novela corta, Los caprichos del destino, integrada en la colección de relatos Los enigmáticos (1948) y protagonizada por un auxiliar de universidad viudo, Jesús Martín Elorza, muy vinculado al Juan Elorrio protagonista de la novela larga.

El miedo y el protagonista

Los caprichos de la suerte no es novela de acción, sino de acontecimiento --la Guerra Civil y sus consecuencias-- explicado a través de las imágenes del miedo, el viaje y el exilio. Se han estudiado las relaciones entre el protagonista y el Pío Baroja que se fue a  París --ambos eligieron la huida--, su función como alter ego de Baroja, aspectos muy interesantes sin duda,  pero como nunca el personaje de la realidad es el mismo de la novela, aquí sólo estudiaremos al personaje de la ficción.

La acción comienza en un Madrid otoñal, bombardeado, donde acaban de presentarse las Brigadas Internacionales. La gente tiene un miedo generalizado y, buscando protección,  muchos se disfrazan o pretenden ser otros: “según algunos maliciosos, en ese tiempo la población madrileña sufrió de repente una epidemia de oftalmias y conjuntivitis más o menos auténtica que les obligaba a taparse los ojos. Pero no era una necesidad terapéutica la que obligaba al tratamiento a los supuestos enfermos, sino una necesidad de disimulo y disfraz.” (pp.31/32).

El protagonista también se socorre con el disfraz. En Miserias de la guerra tenía el nombre de Luis Goyena y Elorrio, pero al sobrevenir la revolución de 1936 –llamada por él revolución fracasada “porque no se sabía qué es lo que atacaba y qué es lo que patrocinaba”--  este personaje que también había firmado sus artículos como Juan de Oyarzun “pensó que no le convenía persistir en la actitud  que había mostrado en sus artículos y en su libro y dejó de firmar Oyarzun y comenzó a llamarse Juan Elorrio” (p. 28). La mudanza no concluye ahí, pues, cuando obtiene un salvoconducto será a nombre de Luis García Peña. De manera breve, el personaje principal queda retratado y figura, además, como autor de la novela Los caprichos de la suerte.

Juan Elorrio aparenta veinticuatro o veinticinco años, pero tiene más; de escritor brusco e independiente ha pasado a precavido aunque ahora “prefería pasar como tipo borroso” (p. 30); dos libros suyos aparecieron sin su nombre en la portada y, dando un paso más, abandona su colaboración en La Nación bonaerense “porque había censura y era peligroso mostrarse independiente” (p. 28). Su miedo continúa creciendo y aconseja aumentar el disfraz; como es pelirrojo, se tiñe el pelo de negro y se pone gafas oscuras para salir de Madrid.

El disfraz libera de la angustia y los desequilibrios psíquicos que causan las situaciones que originan miedo,  pero ¿sirve de algo? Cuando Elorrio se refugia en una pensión del Puente de Vallecas conoce a un cómico de la legua, Emilio Muñoz; con él discute sobre la idoneidad de los disfraces y Muñoz, experto en el  tema, afirma  que el verdadero disfraz es muy difícil de lograr. El disfraz no diluye la identidad del personaje; en su personalidad anterior, Elorrio era o pretendía ser independiente en un medio social hostil para esta clase de personas; el miedo y el deseo de recuperar esa independencia le persuaden de ir a Valencia y luego al extranjero.

Juan Elorrio resulta un personaje gris, un escritor difuminado, distinto aunque no muy distante de la figura del intelectual que protagoniza novelas del existencialismo francés de la época en que Los caprichos de la suerte fue escrita. La función  de Elorrio consiste en relatar cuanto ve y transmitir pensamientos que a veces se nos figuran de Baroja, pero que no tienen por qué pertenecer al vasco.

El conocimiento, pero la falta de compromiso, pergeñan la personalidad del protagonista reflejándose en la opinión de Gloria: “a mí no me gustan los hombres talentudos y serios” (p. 96); añade que Elorrio atrae la mala suerte, que es gafe y lo define como pajaritero. Julia, sin embargo,  piensa que “es un hombre de talento claro y que no dice las cosas por decir, sino porque las sabe y se entera. Yo me entendería con él” (p. 97) aunque no se tengan cariño.

Viviendo en París, Elorrio dirá que hace “una vida de forzado”; trabaja, va al hotel Palais Royal para charlar con Escalante y las amigas, come en algún fonducho y regresa para trabajar en casa. Amistades, pocas. Al final de la novela, Elorrio se considera un hombre sin suerte ni fortuna; las buscó, pero jamás las tuvo a su alcance. Afirma que la mediocridad “ha sido mi perspectiva. Cuando se tiene ese destino de vivir en el mundo de los mediocres, no hay manera de vencerlo, haga uno los esfuerzos que quiera.”(p. 213). Para colmo, la débil historia de amor empezada en una noche abrasadora concluye con una balada en cuartetas de pésimo gusto donde Elorrio se burla de sí mismo y de su destino.

Juan Elorrio no es uno de los protagonistas barojianos que seducen, sin embargo, es un retrato cabal del hombre falto de compromiso que, aun dedicándose a las letras,  sólo cela por existir; resulta un personaje bastante nuevo en la novelística barojiana donde abundan los hombres de acción.

El viaje a Valencia

La imagen del viaje surge cuando Elorrio y Muñoz[vii] abandonan Madrid. El viaje no es comparable al emprendido en su día por el protagonista de Camino de perfección (1902) porque se trata de una huida, sin embargo, la experiencia obtenida por Baroja sirvió después; a Baroja le socorre el oficio, constituyendo el viaje a Valencia  un conjunto de viñetas agavilladas mediante cordeles impresionistas para estimular la lectura.

El viaje muestra que la guerra se sufre también  fuera de Madrid y ello no apaciguará el temor original de los viajeros. Los pueblos que Elorrio y Muñoz recorren, incluso grandes como Tarancón, están rodeados de cuevas en las que vive gente en la miseria. Son tiempos en que la circunstancia de la guerra obliga a expresarse poco: “La conversación de todos era suspicaz. Sin duda se desconfiaba del prójimo” (p. 43), así sucede con las personas que los viajeros encuentran. La atmósfera espacial también espeja el miedo: “Las puestas de sol, en aquel campo castellano desierto y árido, en medio del más absoluto silencio, imponía terror en el espíritu de los viajeros” (p. 37). A Muñoz le turba hasta la presencia de un lagarto verde. También está en los reflectores que barren el paisaje nocturno que los viajeros cruzan. Reaparece en Cuenca cuando Elorrio sale a pasear y siente la resonancia de sus propios pasos, el ladrido de los perros, el chirrido de las lechuzas agoreras, “el canto lúgubre de los búhos que parecían enloquecidos por el odio y la  cólera” (p.47). La pluma impresionista de Baroja resplandece.

Pero hay más cosas en el texto. Baroja, intercala en la narración poemas del mismo Elorrio, estrofas de canciones más o menos conocidas y ya en tierras valencianas, himnos y canciones de la guerra. David Bary en su magnífico trabajo “El cancionero de Baroja”  puso de manifiesto que todo este conjunto de canciones “se encuentran en este curiosísimo cancionero que forman las obras de Pío Baroja”  no por cualquier motivo, sino porque las cancioncillas unas veces forman parte de la intriga, otras revelan el estado anímico del personaje o bien le caracterizan, otras desvelan  las costumbres o la época en que suceden los acontecimientos, es decir, siempre significan algo, como cuando en Valencia se canta La Internacional o la Varsovienka. Dice Bary: “Las escenas en que no pasa “nada”, en que sólo se cantan unas canciones insignificantes, resultan ser escenas en que pasa “algo”. No interrumpen la acción de la novela; “son” la acción. A esto más que a nada se debe el carácter episódico de estas novelas tan nobles, tan amenas, tan poco picarescas.”[viii]

Al llegar a Valencia Elorrio se aloja en el Palace Hotel –refugio de escritores y artistas-- que ahora se llama Casa de la Cultura y está en la calle de la Paz donde se han sufrido muchos bombardeos. No obstante, a Elorrio le preocupa poco lo que ocurre en Valencia, ciudad de crímenes y canalladas; le interesa sólo cuanto sucede en un cuadrilátero de calles alrededor de una checa “Se aseguraba que para amedrentar a los presos se les decía que se les iba a poner una inyección para dejarles ciegos y que esta inyección no era más  que agua teñida de rojo, pero que producía un enorme terror en el detenido” (pp. 59/60).

En el hotel,  Elorrio entabla amistad con Gloria, mujer bella de talante burlón; al entrar en su cuarto en una noche tórrida la halla desnuda. El episodio sexual no se repetirá, pero ambos personajes se dirigirán juntos al exilio en París.

El exilio

A diferencia de lo que suele ocurrir, el tema del exilio no está vinculado al del paraíso perdido en esta novela y la razón es que los exiliados no tienen una España que idealizar. Los personajes no sueñan con volver a casa sino en irse aún más lejos: Elorrio quiere marchar a la Argentina, Abel Escalante a los Estados Unidos, Gloria y Julia emigrarán a Suiza. Los exiliados se fueron de España con una maleta espiritual vacía y encima sienten el desasosiego producido por los recuerdos y las noticias que les llegan a través de conocidos. Por otra  parte, el exilio no satisface. Cuando se pregunta a Elorrio si hay muchos españoles en París contesta que no faltan: “Pero cada uno de ellos tiene un problema, y para todos ellos, de un modo o de otro, la vida les resulta difícil” (p.79). El mismo Elorrio piensa sobre Francia: “Yo creo que para el extranjero Francia es muy dura” (p.85).

El París que recorren los exiliados tampoco es el de cuarenta años atrás, el de la Réjane y Sarah Bernhardt; París,  no sólo “va dejando de ser internacional” (p.86) como dice un personaje, sino que se achica espacialmente para los exiliados.

Los exiliados recorren la feria de  Clignancourt o el Mercado de las Pulgas (Marché aux Puces), Belleville, van al parque de las Buttes Chaumont,  se menciona el Barrio Latino al propósito de comer en un restaurante, pero terminan en casa del escultor Barral. También acuden a la calle de los Solitarios donde está el Hotel del Cisne que es una fantasía espacial creada por Baroja. Llegando al final de la novela y como si procediera una despedida fastuosa, el  comandante Evans –del que luego hablaremos-- invita a sus amistades femeninas, Escalante y Juan Elorrio a un restaurante de los Campos Elíseos. Ese es todo el París de los exiliados; un espacio reducido a pocas plazas, un mercado, un parque y cinco calles, la Biblioteca Nacional y un paseo en coche con el escultor Barral sin que apenas sepamos de lo que ven… Además, los personajes son exiliados que no tienen conciencia de serlo. Elorrio dice: “No sé si se nos puede llamar a nosotros desterrados, exiliados o proscritos. Lo más exacto sería llamarnos turistas de ínfima categoría” (p.154).

El exilio presenta una lista coral de personajes muy del estilo barojiano: principales escogidos y abundantes secundarios. Entre los escogidos está el  comandante Evans a quien conocemos de El cantor vagabundo y, sobre todo, de Miserias de la guerra como un personaje de acción que combatió en la India y África, fue agregado a la embajada inglesa de Madrid y que abandonó la acción para convertirse en un simple espectador sin prejuicios acerca del desarrollo de la Guerra Civil española en Madrid, acontecimiento que plasma en un Diario. En Los caprichos de la suerte, Evans está avizor por si tiene que luchar contra Alemania, pero no es ya un personaje de acción sino un sedentario que relata sucesos, pasea y comparte conversaciones con Elorrio y Escalante, Gloria y su amiga Julia, y aporta tipos a la tertulia.

El autor califica a Abel Escalante --otro conocido de Miserias de la guerra-- como antagonista de Elorrio, porque si éste roza la sensibilidad de las personas, Escalante es lo contrario; lo convierte todo “en elogios y en suavidades, hasta las acusaciones que en otro parecerían insultos y groserías” (p. 96). Dibujante y perito en joyas, Escalante pone el punto amable en las charlas del Palais Royal.

Gloria y Julia son mujeres independientes que pertenecerían al bando de la Sacha de El mundo es ansí. Gloria no quiere más que vivir a su aire aunque sea “a la diabla como dicen aquí” (p.74). Estuvo casada, pero se desengañó de un marido chulo y brutal con el que llegó a pegarse. No extraña que tampoco pueda entenderse con Elorrio porque está escocida y va a su aire; la relación de los dos ha sido vertiginosa, en un pis pas se han querido y se han distanciado. El personaje de Gloria se hilvana a lo largo de la novela; en algún momento muestra conciencia política: a Gloria  le gusta “raspar los ojos de Hitler que veía en las revistas ilustradas” (p. 91), pero es sobre todo pesimista: “favor me hubiera hecho el destino, si el barco y luego el tren que me trajeron a París hubieran naufragado o descarrilado, contándome entre las víctimas” (p.157).

Gloria equipara a Julia con la mariposa de la patata. Ella y su amiga son mujeres decepcionadas. Se dice de Julia que su fracaso matrimonial “le dejaba campo abierto para sus fantasías y libertad para hacer lo que le diera la gana” (p. 211), pero no pasa de ser un deseo. La dos son mujeres de vida desordenada aunque de buenos sentimientos, perturbadas por vivir en una época de agitaciones y barbaridades: “Se echaban diariamente las cartas y después consultaban un libro de cartomancia en busca de las respuestas que hubieran podido darle los naipes” (p. 93/94). Aunque se diga de Gloria que “tenía un fondo de aventurera” (p. 211), ella y su amiga son sedentarias; pasan la mayor parte del tiempo encerradas en el hotel Palais Royal, una vida de hotel que se prolongará en Suiza.

Aproximándonos hacia su mitad la novela se hace episódica y surge una colección de viñetas sobre lugares, sucesos y personajes esporádicos. El escultor Barral haciendo un busto de Elorrio recuerda al escultor Sebastián Miranda esculpiendo el busto de Baroja. El coronel Goldman aparece como relator episódico. A Madame Latour –la dueña del hotel del Cisne-- y a su hija Dorina se las describe como “las que más valen da la casa” (p.204) y Pagani las define como “milagros de la inteligencia” (p. 205). A Dorina, “le gustaba coquetear, aunque fuese con un viejo” (p. 200) y compartir conversaciones con Evans y su amigo Pagani volviéndolas superficiales. Procopio Pagani, consumado peatón parisién, no es nuevo; al iniciarse el prólogo de El hotel del cisne Baroja comenta que le trato en la época que vivió en Belleville en el citado hotel de la calle de los Solitarios, significando la interrelación de Los caprichos de la suerte con la novela de 1946.

Valoración final

José-Carlos Mainer dice en sus Notas introductorias que: “Los caprichos de la suerte es una novela falta de una última mano, que a veces tiene aire de esbozo vertiginoso, otras es un atropellado memorial de agravios y a menudo se trueca en una tertulia donde ya se ha hablado de todo”, pero en cualquier caso “reconocemos siempre al mejor Baroja”.[ix] Efectivamente, tiene cierto aire de un penúltimo borrador falto de harnero, pero con calidad de sobra. Baroja culminó la trilogía dando un sentido al tema de Las saturnales: remedar en negro la festividad romana dedicada a Saturno, donde el banquete público se ha transformado en visiones de una guerra fratricida donde el sacrificado es el pueblo español.





NOTAS

[i] Pío Baroja, Los caprichos de la suerte, Espasa, Madrid, 2015.
[ii] Miguel Sánchez-Ostiz, “A la desbandada” en Cuartopoder.2/7/15.  Se puede  leer en Google
[iii] Miguel Sánchez Ostiz, Op. Cit. “Diré también que Pasada la tormenta no sería el último «inédito encontrado» porque con el material reunido en las carpetas repertoriadas por Julio Caro Baroja todavía se podrían «enjarretar» uno o dos títulos más, empezando por Extravagancias y siguiendo por Hombres extraños. Y si no, al tiempo.”
[iv] Pío Caro Baroja, Ed., Guía de Pío Baroja. El mundo barojiano. Caro Raggio/Cátedra, Madrid, 1987, p. 161.
[v] Pío Caro Baroja, Op. Cit., p. 162 (Nota 10)
[vi] Miguel Sánchez-Ostiz, Op. Cit.
[vii] En Miserias de la guerra se anuncia que Goyena (Elorrio) y Escalante están dispuestos a marchar de Madrid, aunque el primero no tuviera la vida resuelta como su colega. En Los caprichos de la suerte se va con Muñoz. Este detalle establece alguna duda sobre si Miserias de la guerra fue escrita después de Los capricho de la suerte.
[viii] David Bary, “El cancionero de Baroja” en Papeles de Son Armadans, año VII, t. 24, número LXXII, marzo, 1962 y en el libro de  Javier Martínez Palacio, Ed., Pío Baroja,  Taurus, Madrid, 1974, David Bary, “El cancionero de Baroja”,  pp. 123/138.
[ix] Pío Baroja, Los caprichos de la suerte,  op. cit., p. 15