jueves, 5 de mayo de 2016


CUADERNOS DE MARCELA, II
El Centro de la UNED


Nota.-

Los primeros Centros de la UNED estaban situados en edificios emblemáticos no siempre acondicionados o en colegios de niños donde ni las aulas ni el mobiliario se adecuaban para  ofrecer tutorías a estudiantes adultos. El Centro de Tortosa residió durante casi diez años en un edificio histórico cedido por el Obispado de Tortosa --con permiso de Roma--  por un duro simbólico anual que nunca fue abonado.


Julio, 1975

Comí temprano porque Eugenio quería enseñarme  el Centro con detalle. A las cuatro de la tarde, bajo un sol inclemente,  atravesamos el portalón de entrada que exhibe el escudo de las cuatro barras, la cruz de San Jorge y las cuatro cabezas sobresaliendo en la cocción de una perola. “Parece mentira que después de tantos siglos  sigan  ahí, hirviendo”, comentó un Eugenio entre irónico y  disgustado.

Subimos por una escalera amplia que da a un patio exterior bastante grande --donde los antiguos alumnos hacían el recreo--y por donde se entra al  edificio llamado de Santiago y San Matías,  construido para la instrucción de los hijos de moros y judíos conversos. A mediados del siglo XVI, el Estudi allí establecido alcanzó rango universitario y otorgó los títulos de Doctor en Teología y Maestro en Artes y Filosofía, “bien que esos títulos –afirmó Eugenio--  no se reconocieron hasta que Felipe IV convirtió el lugar en Universidad Real. No está claro  si  para ello se necesitaba una bula papal que, al parecer, llegó cuando  Felipe V ya había trasladado el Estudi a Cervera. Después, este edificio  fue de todo, cuartel, cárcel, y en los últimos años colegio de primera enseñanza bajo en nombre de “Colegio de San Luis”, que es el nombre con el que se le conoce actualmente  en Tortosa”.

Entramos en el edificio  atravesando una portalada de tres cuerpos. El primero asentado sobre dos columnas corintias con pedestal sobre el que resplandece el escudo imperial del águila bicéfala sostenido por dos cariátides, por encima,  las estatuas de los patronos, Santiago y San Matías y  sobre ellos  el Ángel Custodio, patrón de la ciudad. Me impresionó el relieve primoroso del escudo;, Eugenio me comentó de pasada: “En el museo hay un sello con el mismo escudo imperial. Se utiliza para lacrar los sobres que  enviamos a Madrid con los exámenes de nuestros alumnos.”

El patio interior del Colegio de San Luis es cuadrado y hay un bello pozo octogonal en el centro, pero lo que llama la atención son las galerías que se superponen disminuyendo en altura y protegidas desde arriba por una visera de madera artesonada.

Sobre los capiteles del patio hay rostros esculpidos de judíos y moriscos, probables artífices del monumento, algunos tan llenos de vida que parecen mirarte y sonreír; su vivacidad deja en segundo plano las representaciones de los cuatro evangelistas del Tetramorfos situadas en los ángulos interiores de la primera galería.

La gloria de este conjunto italianizante está en el friso que separa las dos primeras plantas,  donde resplandecen  los bustos mayestáticos de los reyes y reinas  de la Corona de Aragón, desde el Conde Berenguer IV a Felipe IV. “Fíjate en el protocolo –comentó Eugenio-, el rey a la izquierda, la reina a la derecha y, en medio, los escudos partidos con esta disposición: las cuatro barras de la Corona aragonesa siempre al lado del rey y del lado de la reina sus armas exceptuadas las de las reinas María de Montpellier, Margarita y Mariana de Austria, mujeres de Pedro I El Católico, Felipe III y Felipe IV, cuyas armas quedaron sin esculpir; sin embargo, mira para allí donde está Leonor de Inglaterra –y me indicó el lugar--, la que no pudo casar con Alfonso II El Liberal que  murió antes de la boda, Leonor luce armas y corona y es que los ingleses, ya por entonces,  dejaban sus leones sueltos por toda parte”.

Una lápida que completa el friso exhibe una leyenda en latín dedicada a  Berenguer IV cuyo laudo final me hizo reír: “Delante de tu nombre, todavía el turco tiembla, Ramón”. El tono menor de la galería del tercer piso con sus arcos rebajados sostenidos por pequeñas columnas toscanas armoniza la grandiosidad del conjunto.

Subimos al primer piso por una escalera amplísima de escalones desgastados. Eugenio me guió hasta el Aula Mayor, “hoy singular Museo de Ciencias Naturales”, dijo. Mi curiosidad murió al entrar, pues la polilla, el polvo y los sudarios de tela de araña dan un  aire de ultratumba a la fauna disecada ahí congregada.

En el centro de la estancia hay una hilera de mesas donde se apilan ejemplares de periódicos. “Aquí tienes  la gran hemeroteca del Centro –comentó Eugenio--, como ves, bien protegida por las alimañas. A lo largo de un año se compraron y amontonaron aquí los periódicos de Madrid, Barcelona, Zaragoza, Teruel, Castellón y Tarragona, provincias  sobre las que el Centro hoy tiene jurisdicción, pero nadie los lee porque se necesitan buenos bíceps para hurgar  en esos montones y, además, igual se te aparece Boris Karloff  detrás de esa águila tuerta y tienes  el susto de tu vida”. La mención  del actor me provocó un escalofrío, pero me eché a reír pese a que Eugenio continuaba hablando muy serio: “Mira la pared debajo del ventanal. ¿Ves que se está abriendo? – Divisé las palmeras del patio exterior por el hueco formado en la pared-. No sólo la pared; también  el suelo de este museo tan original se está hundiendo por el peso de la prensa. Cuando visitemos la planta baja te enseñaré las vigas que sostienen este piso; están flechadas de mala manera.” 


Al salir del museo de los horrores, Eugenio pidió que me asomara al exterior  de la galería y mirase hacia el Aula 1  situada frente a nosotros en la planta del patio. “Eso que se llama Aula 1 no es tal. Es el lugar donde las limpiadoras y el Sr. Conserje   dejan  la basura; un muladar con  alumnos singulares que ahora estarán almorzando y no tardarán en salir”. Le pregunté si me tomaba el pelo porque sólo veía los haces luminosos del sol cayendo como luces de pista sobre las  losetas contiguas al portalón del aula; de pronto, por la gran abertura bajo su puerta salieron dos ratas enormes caminando lentas, arrastrando sus colas repugnantes y lacias hasta ubicarse bajo los rayos del sol donde empezaron a atusarse. La escena me produjo tal asco que incluso recriminé  a Eugenio sacudiendo su espalda con suavidad.

Caminamos unos metros por el claustro hacia la Sala de Profesores, contigua al Aula Mayor, una estancia amplísima, desigual, en cuyo centro hay unidas ocho o diez mesas de buenas proporciones con  sillas alrededor para unas treinta personas; vi también  un tresillo que imitaba el estilo castellano y  una hilera de archivadores situados contra la pared próxima a la entrada. Eugenio abrió uno y dijo. “Cada cajón  pertenece a un profesor y en él depositamos las circulares,  su correo y los cuadernillos de pruebas a distancia que deben corregir”.   Pregunté a Eugenio si las vigas que sustentaban el suelo también estaban flechadas y movió hombros y  brazos haciendo un gesto de duda; luego dijo: “Aquí  se celebran los claustros, pero no sé si algún día nos iremos abajo”. 

Siguiendo por la galería nos aproximamos a  una puerta de cristal  que rebasamos para entrar en un hall diminuto que  daba a tres puertas. Eugenio abrió la de la derecha y me dijo “Antiguamente había celdas en casi toda esta planta del edificio. Ahora este hall abre paso a  un  aula y dos despachos, y éste es el tuyo”. El mío resulta ser un cuarto pequeño de  techo altísimo. El terrazo fue blanco alguna vez. La verdad es que no me entusiasmaron ni la mesa metálica, ni el  armario de colegio, ni la mesita sobre la que reposa una Olympia portátil, y  menos aún mi silla, forrada de tela que fue roja y  ahora blanquea por el polvo de la tiza y porque tiene unas  ruedas metálicas bastante ruidosas; dos sillas a juego de aspecto parecido  completan el mobiliario. “No tengo nada mejor para ti –Eugenio comentó-. Menos mi despacho y el de Jordi, todo es igual. Lo siento”. Repliqué que no importaba y, disimulando, elogié el ventanal que se abría a mi espalda sobre lo que parecía un huerto. Eugenio sonrió: “Por las tardes mantén la ventana cerrada. La fábrica del gas está cerca y algunos días, cuando  sueltan los sobrantes,  aquí no se puede respirar;  te parecerá  estar como en otro  Auschwitz”.

El tercer piso también estuvo destinado a celdas y ahora acoge, sobre todo, dos aulas enormes con puertas de madera intermedias para dividirlas  si conviene; hay otras  estancias donde da miedo pisar porque el suelo trasluce y podrías  espiar o caer en la Sala de Profesores. También está el apartamento donde vivía el primer director y la biblioteca que es como una buhardilla, con las vigas elevándose hasta el límite del tejado, alegre por la luminosidad que proporcionan varios ventanales en cuyas repisas hay  macetas con flores, pero con un fortísimo olor a ajo. “Hay casi más sillas que libros –ironizó Eugenio--. Bueno, suman ciento treinta, eso sí, ordenaditos- El olor se debe a que la bibliotecaria, doña Amalia, consume varias cabezas de ajo al día. Entre la penicilina que dan los libros y los ajos se propone vivir muchísimo.

Terminada la visita fuimos a su despacho y le pregunté por el mensaje que me había querido transmitir. “Muy sencillo –respondió--.Aquí como en muchas partes, todo es apariencia. Para los patronos estamos en un edifico regio, pero la luz  corre peligrosamente a 112 vatios por hilos de cobre envueltos  en seda mugrienta. Apenas disponemos de cinco aulas verdaderas  y otras dos grandes con separaciones de madera incapaces de aislar las voces de  profesores y alumnos. Tampoco  sabes qué se caerá primero, si la biblioteca,  el Aula Mayor o la Sala de Profesores, aunque Jordi jura y perjura que la pieza que está peor es justamente la Secretaría. Dentro de pocos días los inquilinos de la Sala de Profesores estarán contra mí y contra ti, el Delegado de Alumnos pedirá nuestras cabezas, y los Patronos más renuentes tendrán las malas noticias  que esperan para cerrar el Centro. Tenemos que hacer las cosas muy bien para sobrevivir e imponernos  a esas circunstancias ”. Quedamos en silencio hasta que escuchamos las llaves del Sr. Salvador abriendo la portalada de entrada al patio.
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