jueves, 20 de junio de 2013



M I C A E L A

(Por el hilo sacarás el ovillo 

y por lo pasado lo no venido)


Los ojos de Micaela son brillantes. Una aureola violácea cerca sus párpados. El rostro es precioso aunque pálido, su aspecto  tímido. Espera a que Juanito salga del dormitorio para servirle el desayuno. Recuerda cuando se dijo en el pueblo que ella no estaba bien de los pulmones y don Servando propuso un trato a sus padres: “Mirad, soy viejo y tengo un nieto en casa. Si Mica se viene a servirnos, además del sueldo, miraré por ella y por su salud, ¿os parece?”. No hubo más que decir.

Micaela suspira. Juanito ya está en el comedor y Micaela le atiende:

--Señorito, ¿una o dos cucharadas de azúcar?

--Soy Juan, Juanito. No me llames señorito, al menos cuando estamos solos. Ponme una cucharadita, por favor. ¿Te escribieron?

Micaela sonríe.

--No, señorito, digo Juan.

--Hace tiempo que no tienes carta, ¿verdad?

--Pues sí.

Aparece don Servando, el pelo revuelto, las gafas cabalgando en la punta de su larga nariz.

--Oye, Micaela, la consulta empezará a las …

--A las diez, señor.

--Así que a las diez. Muy bien. En ese caso te miraré a las nueve y media, ¿vale?

-- Como usted diga.

--¿Te vas, Juanito?

--Sí, abuelo.

*

El autobús va completo. El cobrador bracea picando las tarjetas que afloran ante de sus ojos, estudiantes de Derecho la mayoría, y está de los nervios porque le gritan: “¡Se ve que el cobradorrrr -  es un pájaro carrrpinteroooo!". Juanito observa que los primerizos son los que cantan, los mismos que  el catedrático de Procesal retrató al decir en clase: “vienen con el pelo de la dehesa”. A su lado un trío se queja de estar aprendiendo casi nada de Civil porque el cátedro sólo explica el tema de los bienes y las cosas. Uno de ellos imita su voz: “¡Si piensan hacer oposiciones y les toca el tema sacarán plaza porque lo sabrán todo sobre los bienes y las cosas!”. Un compañero comenta: “No da más de sí porque el programa se le apolilló cuando se dedicaba a darnos palos en sus años de ministro. ¡Se le olvidó casi todo! 

El autobús para bruscamente y alguien grita: “¡Médicos fuera!”. Un grupo baja apresuradamente. El pasaje queda holgado y es cuando Hortensia descubre a Juan; le saluda con la mano, se acerca y le besa.

--Bonito, ¿vas a clase? Me pones sólo con verte –-y le da un pellizco suave con picardía--. ¿Sabes que hoy cumplo veintiún añitos? Sí, chico. Mayor de edad por fin.  Lo celebrarás conmigo.

Juan esboza una sonrisa, la besa  y  felicita. Luego dice:

--Pero será después de las clases.

--Desde luego -- responde Hortensia clavándole los ojos.

*

La clase es rematadamente aburrida. Juan preferiría tener profesores parecidos a los de cursos anteriores en cuyas clases pasaban cosas. Recuerda el primer día del profe catalán de Derecho Natural, deprimiéndoles; empezó comentando la Crítica de la razón pura de Kant, los bolis y los lápices desmayados, para alzarse un rato después cuando se puso a hablar de la guerra de Corea y del calibre de los cañones que el general MacArthur quería emplear en la invasión de Manchuria. Y qué decir del imborrable auxiliar de Derecho Político II quien, en escena fácil de imaginar, aseguraba que don Alfonso XIII le había dicho en su lecho de muerte: “Pepe, en tus manos encomiendo la juventud de España”… O el consumado internacionalista que entraba en el aula de examen con una cámara de cine, se hinchaba a filmar y antes de salir decía: “Señoraz y señorez, ezte film ze titulará La hiztoria de un zuspenzo”. Pero el profe pequeñín que tiene delante aterra con su internacional comparado, en clase como en el libro, perdiéndose en una multitud de parrafadas y de párrafos encadenados por sucesivas “i” minúsculas.

Llega un tiempo libre por una clase que no se da y Hortensia sugiere bajar al bar de la facultad.  Se sientan en una mesa ocupada  por compañeros de curso. Juan comprueba que la elección no ha sido acertada. Uno de ellos apellidado Soteras bebe vino demasiado aprisa y no tarda en farfullar palabras confusas aseverando memeces; Juan recuerda el dicho “Demasiado o demasiado poco vino prohíbe la verdad”. Otro, llamado Arturo, discute las afirmaciones de Soteras anteponiendo su yo por cincuentava vez. El puñetero Quico, que se aburre con la polémica disparatada de los anteriores, se empeña en que Arturo encienda un puro y al poco se descubre que algunas cabezas de cerillas incrustadas le montan una fogata aparatosa. Juan, como de costumbre, no interviene, pero sugiere a Hortensia asistir a la clase siguiente y se zafan de la compañía.

*

Don Servando sonríe y  participa el diagnóstico:

--Todo marcha bien, Micaela, diría que estupendamente. El  doctor que incubó la muestra de tu esputo, el Dr. Sendra, me telefoneó para decir que no halló microbacterias de la tuberculosis vivas y que en las radiografías del tórax tampoco observó granuloma alguno en los pulmones. Los granulomas  demostrarían la existencia de una infección primaria y, aunque los hubieras tenido, se habrían  neutralizado porque no hay calcificación alguna en los ganglios linfáticos. Estás limpia como una patena. Mañana nos mandará los resultados de los análisis y las radiografías y lo verás. Aunque seguirás en observación, pensamos que no hay nada de nada. Todavía debo estudiar  lo del cansancio y los sudores nocturnos. Pienso que los causa el cambio de haber vivido en el pueblo, haberte venido a la capital y cosas de tu juventud. Lo veremos, pero ahora debo disponerme a recibir a los clientes que estén al caer.

--Sí, don Servando. Y muchísimas gracias por todo.

--No hay de qué Micaela.

Una vez solo en su despacho, don Servando carga su pipa y se sienta en el sillón de Hipócrates, un sillón desvencijado que se inclina hacia la izquierda, aunque comodísimo para él. Pensando, se dice: “Sin duda es lo mejor que hicimos. Inventarnos la enfermedad para que abandonara el pueblo. Me parece que recupera el resuello gracias a las semanas que lleva aquí.”

*

Terminadas las clases Hortensia y Juan cogen el autobús que les sube al barrio de Arguelles. Buscan El pelotari, un bistró donde los jueves ofrecen un menú a base de sopa, cocido o calamares en su tinta, y arroz con leche. Mientras comen se miran de continuo; apenas se hablan. Hortensia paga y, como pidió día libre en la librería de propiedad familiar donde trabaja por las tardes, propone a Juan echar una siesta en su piso.

Ella le coge del brazo. Juan se deja conducir. Van por el bulevar de Alberto Aguilera mezclados entre la gente medio somnolienta que regresa al trabajo de la tarde. Hortensia habla de su niñez y dice: “Cuando era mi santo me regalaban muchas cosas y no iba al cole; en los cumpleaños tampoco iba, pero sólo me daban cincuenta pesetas y una bolsita de caramelos empiñonados de La Cafetera y de esos que parecen gajos de limón o de naranja. A veces me llevaban al cine. Era feliz. Ahora sólo me telefonean desde Salamanca y menos mal que estás conmigo para celebrar.”  Juan no comenta, pero acaricia la mano que le sujeta el brazo y ella sonríe.

Cuando llegan al piso y cierran la puerta se vuelven el uno hacia el otro, se besan y besándose y abrazándose están un rato hasta que deciden ir al dormitorio.

*

Micaela retira los platos y vasos de la comida de don Servando, los lava y después  va a su cuarto y se tiende en la cama. Sólo quiere descansar. Le gusta  mirar las figuras fantásticas que la claridad y las sombras que vienen del patio interior dibujan en las puertas de su armario. Pero, como siempre que está sola,  el recuerdo maldito se presenta y adueña de su sentir. Ella y su hermana Rosa, La gordita, están a orillas del Carrión. Rosa vestida,  ella en bañador, hablando de quisicosas, de que han visto urogallos. Retumba el sonido estrepitoso de la motocicleta que va por el carreteril hacia Carrión de los Condes y se para. Ven al hombre de melena ensortijada y barba que baja aprisa hacia ellas. Rosa huye, pero Micaela no se percibe y queda sepultada bajo el cuerpo del animal. De pronto, el hombre sale corriendo hacia la carretera. Tiempo después llega Elpidio avisado por Rosa. Micaela está llorando con la cara vuelta hacia el pedregal desde donde les mira un lagarto verde. No quiere ver a su padre porque tendrá el rostro incendiado de ira y ella está casi desnuda. Pero no; no sucede así. Elpidio está de rodillas, tratando de levantar el  rostro de la hija, de ponerlo entre sus manos. La cubre y abraza, sin decir nada, aunque Micaela siente su corazón rebotando contra el pecho  del padre. Micaela se apacigua. Es un mal recuerdo que se deslía, pero la extenúa y deja profundamente triste porque ya no está con los suyos y la alegría casi ha desaparecido de su vida.

En el pueblo se presiente que algo ocurrió, pero no corre más voz que la del médico rural derivando los cuchicheos a la posibilidad de que Micaela tenga un principio de tuberculosis pulmonar. La gente se asusta; en el pueblo viven más animales que gente y lo de la tuberculosis asusta. Narcisa, madre de Micaela, recuerda que sirvió en casa de don Servando antes de casarse con Elpidio y que dejó aprecio en la casa. Narcisa sabe que el médico y su nieto veranean  en Carrión de los Condes y ha decidido ir a verle, pedir ayuda.  Hablan y don Servando después lo hace con el médico del pueblo. Días después, Micaela viaja a Madrid para  servir en casa de don Servando.

*

Como no hay clientes, don Servando se entretiene haciendo un crucigrama sin  ánimo de terminarlo. Le ronda su  preocupación diaria: Juanito. El nieto terminará la carrera en junio, buscará un trabajo y, aunque resulte precario, resolverá sus necesidades casándose con Hortensia quien trabaja en una de las librerías de su familia y arde en deseos de pillarle. Le preocupa que Juan no sea un muchacho decidido, que se contente siempre con un pasar. Ni el fútbol le apasiona. Tampoco se  excede en la lectura más allá de los libros de la carrera y menos mal que ha estudiado lo suficiente para ir pasando de curso. Don Servando piensa que la mayoría de los jóvenes  son parecidos y sucede así porque tienen el futuro marcado, no pueden elegir en libertad; están condicionados por las soflamas gubernamentales: el municipio donde vivir, la familia para socorrer y los sindicatos… “para divertirse”, musita el médico con guasa. El gobierno tiene maniatada a la juventud. Recuerda cuando era joven y se proclamó la República, él y sus camaradas iban a los barrios gritando arengas y dando conferencias muy instruidas para respaldar el acontecimiento; lo que se dice escuchar, la gente les escuchaba, pero entusiasmar no entusiasmaban porque tampoco les entendían. El único que  enardecía a las masas era Anacleto; comenzaba sus prédicas con un “¡La culpa de lo que pasa en España la tiene Felipe II…!”, y al rey Felipe le conocían aunque fuese de oídas y le asociaban al que ahora huía. A Anacleto le  llovían las ovaciones.

*

Atardece cuando Juan entra en casa con un sobre ligeramente abultado en la mano. Se lo entrega a Micaela quien desaparece rápidamente. El sobre contiene una carta breve de Rosa y unos recortes de periódico. Rosa se disculpa por la tardanza en escribir, pero añade: “Te voy a compensar con grandes noticias. Aquí ya no se habla de nosotras para nada. Otra es que han nacido dos terneros  guapísimos en el establo de papá. Y la más importante está en esos recortes del diario palentino que te mando. En cuanto te encuentres bien, podrás regresar a casa la mar de tranquila.”


Rosa desdobla los recortes y queda atrapada en la foto del hombre cuyas facciones  observa por primera vez. No se cansa de mirar sus rizos, la barba, los ojos sobresaltados. Pero la imagen completa se le viene encima y la repele apretando y cerrando los ojos con fuerza. Vuelve la rabia que sentía llorando en brazos del padre. La rabia hace brotar lágrimas que la impiden leer. Y se siente triste, como al dejar el pueblo después que el médico dijera, muy sorprendido, que el acoso existió, pero no la deshonra. En un fogonazo de la memoria recuerda al lagarto verde y piensa que su aparición puso al energúmeno pies en polvorosa. Micaela empieza a sentir una paz que le sube de las entrañas hacia el corazón, una sensación de absoluta libertad y ya puede leer y, cuanto lee, la templa: “…La Guardia Civil había montado un dispositivo de vigilancia y logró atraparle a orillas del Carrión cuando pretendió asaltar a una  lavandera que hacía de cebo siendo policía en realidad. Existen siete denuncias por violación aunque se presumen más, confiándose que la justicia sea muy dura con él.”


domingo, 26 de mayo de 2013


“México y los mexicanos”
Según José Zorrilla


Madrid, París, Londres…

A los diecinueve años José Zorrilla (1817/1893) se evade a Madrid. El padre, nada liberal por cierto, le había ordenado ir a Lerma a cavar viñas por no haber cumplido sus obligaciones de estudiante. El plan no apetecía nada al joven vallisoletano, sin embargo, bien dispuesto hacia las mujeres y el ejercicio de  la literatura.

Llega a Madrid y vive como puede mientras hace amistades literarias que se multiplicarán cuando Larra muere un año después (1837) y, en su entierro, Zorrilla lee un poema laudatorio que le proporciona celebridad, la amistad de Espronceda y de otros escritores destacados, además  del empleo de Larra en el periódico El español.

En 1838 se casa con Florentina O´Reilly sin el consentimiento paterno. Se trata de una viuda irlandesa arruinada y bastante mayor con un hijo que chocará con Zorrilla bastantes veces. El matrimonio está llamado al fracaso mientras el dramaturgo galantea con otras mujeres y se consuela con el éxito literario. Entre 1839 y 1845 su fama explosiona con la publicación de obras como  Cantos del trovador y veintitantos dramas entre los que destacan El zapatero y el rey, El puñal del godo, Don Juan Tenorio Traidor, inconfeso y mártir.

En 1845 abandona a la irlandesa y se dirige a París donde se relaciona con autores de la talla de Víctor Hugo, Alejandro Dumas y George Sand. Un año después regresa a Madrid  a causa de la muerte de su madre. En 1849 es elegido miembro de  la Real Academia.

Pasan dos años y Zorrilla regresa a París huyendo de su mujer nuevamente. Conoce al veracruzano Bartolomé Muriel, “hombre  de mundo, caballeroso y de aristocráticas costumbres” –Zorrilla así le define-- además de rico y culto que le tratará con devoción, alojándole en su propia casa  y socorriéndole. Zorrilla le dedica su famoso  Granada. Poema oriental.  Cuanto ha escrito y escribe se traduce en éxito, pero el dinero siempre le esquiva.

Harto de ser pobre  y posiblemente orientado por Muriel, decide trasladarse a México para hacer fortuna o encontrar una muerte que finalice su desventura. Al despedirle, Muriel  le proporciona una carta de presentación para el poeta veracruzano José María Esteva.  Zorrilla deja amores y una mujer que, con  un “hijo del pecado” en brazos, le despide a pie del tren que le conducirá al puerto de embarque.

Sale para Londres donde será acogido y socorrido por José Rodríguez Losada, célebre relojero maragato autor del famoso reloj de la Puerta del Sol que engalana Madrid. En 1854 Zorrilla embarca en el vapor Paraná y zarpa desde Southampton hacia las Américas. El viaje no deja de producir incidentes curiosos y aporta  el conocimiento de amigos como Baralt y de  personajes singulares como el presidente dominicano don Buenaventura Báez, primer mulato en lograr la presidencia de su país.

La llegada a México

Zorrilla llega a Veracruz a finales de enero de 1855 y la estancia durará hasta 1866. Llega cuando don  Antonio López de Santa Anna presidía México y regresa cuando Maximiliano todavía era emperador. Con los liberales no terminó de avenirse, con el emperador disfrutó de uno de los breves periodos de tranquilidad económica en su vida.

Cuando José María Esteva lee la carta de Muriel no duda en comentar a Zorrilla que corren por el país unas quintillas atribuidas a él que hacen befa de los mexicanos produciendo querellas  entre escritores del país y algunos españoles. Zorrilla defiende su inocencia,  --sabía que las quintillas eran de su gran amigo Antonio García Gutiérrez--, pero tendrá que justificarse ante el propio Presidente Santa Anna. No tardará en recibir homenajes, siendo festejado por todos. Tan agradecido está que escribe: ”Confío en Dios que México, esta madre adoptiva, no se avergüence jamás de haberme tenido como hijo”.

La felicidad no durará  debido a desencuentros y rencillas, pero en mayo de 1864 llegan Maximiliano y Carlota a México y Zorrilla alcanza un bienestar momentáneo al convertirse en cortesano de los emperadores, ser nombrado director del teatro de palacio, alcanzando el rango de Lector. Su actitud pro-imperial le granjea la enemistad de los mejores escritores mexicanos quienes reniegan de la confraternidad que le brindaron años antes.

Al recibir noticias de la muerte de su mujer, Zorrilla decide regresar a España, si bien y como dice  Henestrosa, “no sin antes vencer la resistencia que Maximiliano opuso a su determinación” prometiendo un retorno que jamás se realizaría.  El 13 de junio de 1865 se embarca en Veracruz.

México y los mexicanos

Apenas llegado a México, Zorrilla  comienza a escribir La flor de los recuerdos (1857), publicación que recoge las experiencias del viaje a América en su primera parte, y el ensayo  México y los mexicanos (1) en la segunda en forma de una epístola larga  dirigida a don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, páginas que Andrés Henestrosa define así: “Abunda su trabajo en observaciones generales sobre nuestras costumbres, nuestras fiestas, nuestra peculiar manera de ser, a veces muy penetrantes, a ratos tenidas de una entrañable simpatía humana. Excepto cuando alude al monomaniaco odio de los mexicanos a los españoles”, todo ese capítulo de La flor de los recuerdos es un encendido canto a México.” (p. XXI)

De inicio José Zorrilla describe el valle que rodea la ciudad de México, destacando “la diafanidad del aire” y precisando: “el valle de México es la estancia más grata para detenerse a reposar en la mitad del viaje fatigoso de la vida, y el panorama más risueño y más espléndidamente iluminado que existe en el universo.” (p. 28) También emparenta la capital mexicana con las ciudades alegres de Andalucía y declara que es “la más alegra y bulliciosa del mundo”. (p. 29)

Describe a los mexicanos como ostentosos, corteses y francos, espléndidos en sus convites y destaca  su pronunciación, resaltando la de las señoras  por su “sonoridad dulce y poco aguda”. Sobre ellas apunta que, aunque sigan la moda francesa, “aún conservan la mantilla y se sirven del abanico como las españolas”. (p. 30) De los hombres también ofrece una estampa de clase, resaltando su gusto por las botonaduras y herretes de plata y oro, y sus trajes “calculados para montar. Y en verdad que son gallardos y consumados jinetes”. (p. 31)

Lo verdaderamente popular aparece al hablar de la música destacando el jarabe que los mexicanos bailan con languidez y abandono en medio de pasos y armonías complicadas convirtiéndole en el aire nacional más popular de los conocidos, aunque las gentes de la buena sociedad no tengan el gusto de bailarlo.

Su impresión positiva de las gentes no le evita comentar el abandono que sufre la educación del pueblo a causa de  los vaivenes políticos aunque existan hombres  valiosos por su ciencia y conocimientos. Su crítica se centra en quienes  Quevedo  denominó “locos repúblicos y de gobierno en El gran tacaño, culpables del incendio político del país –una industria y agricultura paralizadas, un comercio entorpecido, la ciencia abandonada—que conduce a la nación a vivir una  situación dramática: “Y la nación entera quiere vivir del erario; más como no hay gobierno que pueda emplear a toda su población, los que no son por él empleados se vuelven sus enemigos: y no dándoles espera la necesidad,  van muy pronto a buscar remedio a ella en el campo de la revolución.(p. 37)

Observa que las contiendas civiles mexicanas son continuas, sucediéndose unas a otras como consecuencia de un estado de agitación persistente que es “el estado normal de la nación” aunque “no dejan una página negra en los anales de la historia”. (p. 39) No obstante, puntualiza que las conspiraciones y los pronunciamientos  se cuecen al son de los rumores que propician lo que llama un “nublado de mentiras”. Para Zorrilla “los mexicanos tienen más talento, más fraternidad, más civilización y mejor carácter que los que les atribuimos  los extranjeros, y que los que les dan al parecer las relaciones de su historia escrita y de su historia tradicional de sus últimos veinte años.” (p. 40)

La literatura mexicana

Zorrilla opinaba que la literatura mexicana anterior a la Independencia era un mero reflejo de la española, por eso decidió  escribir sobre los literatos  surgidos después, especialmente los poetas, ya que la novela y el teatro mexicano apenas tenían relieve.

Era un tiempo de poetas que no podían vivir de la poesía;  necesitaban ejercer otra profesión como le ocurría a los primeros bardos evocados por Zorrilla: Fray Manuel de Navarrete y Francisco Manuel Sánchez de Tagle. El primero seguía la línea neoclásica de nuestro Meléndez Valdés, pero se dedicaba en cuerpo y alma al periodismo, mientras el segundo,  hombre de gran preparación académica, fue un político independentista que ocupó altos cargos y su poesía fue realmente circunstancial. Nuestro poeta los define así: “Navarrete fue lo que pudo ser; Tagle, por el contrario, como poeta, fue lo que quiso, y no fue más porque no aspiró a más.” (p. 48) Zorrilla no hallaba suficiente caudal poético que examinar en ambos escritores.

El iliterato Fernando VII había prolongado la vida de la Inquisición, pero la Independencia no acarreó  “la emancipación del talento” en la nueva  república ni tampoco leyes adecuadas para proteger las publicaciones, etc. El motivo fue que los gobiernos mexicanos “dejaron la censura literaria en manos de los teólogos: los cuales, no ocupándose en general de los estudios profanos, podían muy bien juzgar de la moral de un drama o de un poema según las opiniones de los SS.PP., o las decisiones de los concilios; pero no de su mérito literario según los preceptos de Horacio y las reglas del buen gusto(p. 55).

Zorrilla destacó la afición a mezclar poesía y política como uno de los defectos de la literatura mexicana porque ambas inclinaciones no casaban, tal y como se demostró cuando la citada literatura se dejó arrastrar por el torbellino revolucionario en 1821. “Entre aquellas composiciones hay pocas buenas: porque la inspiración del entusiasmo político rara vez produce más que lugares comunes y exageraciones, que son naturales desahogos del corazón, pero no verdaderos arranques del genio”. (p. 56)

Aunque el campo de la novela mexicana estaba en barbecho, Zorrilla no olvidó a Joaquín Fernández de Lizardi, fundador de El Pensador Mexicano y autor de la primera novela hispanoamericana, El periquillo Sarniento, diciendo que “escribió unas fábulas ingeniosísimas y una especie de Gil Blas, que ejercieron grande influjo en las costumbres, y cuyo recuerdo vive todavía en la memoria del pueblo”, (p. 57) elogio cierto, aunque queda lejos de apreciar la estatura y trascendencia del escritor mexicano.

Zorrilla también atribuye a  El moro expósito de su amigo don Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, el origen del romanticismo en México, afirmación posiblemente aduladora, pero a tono con una realidad que Zorrilla denunció: al teatro mexicano le faltaban cultivadores y, además, tampoco existían teatros en los que representar, siendo el teatro español de la época —Zorrilla incluido— el que se prefería para las escasas representaciones.

Hasta cierto punto, el ensayo de Zorrilla se convierte en un memorial de poetas que se abre hablando de la academia San Juan de Letrán “punto de partida de lo que hoy puede llamarse literatura original mexicana(p. 58)) fundada en 1837 por José María Lecunza y otros escritores. Sin embargo, en cierto momento se pierde en consideraciones sobre el influjo de la política en la literatura y achaca la carencia de genios y grandes obras “porque (esa literatura) está todavía sometida a tres malas influencias: a la superstición del siglo XVI, a las preocupaciones del XVIII y a la empleomanía del XIX”. (p. 74) Después, acierta al describir la gran causa: que sólo una clase social determinada tuviera acceso a la enseñanza y al estudio bajo la tutela coercitiva de la Inquisición, calamidad igualmente padecida en España hasta la invasión francesa, pero que México no ha podido erradicar “porque lleva apenas una generación de nacionalidad: y esta generación la ha pasado en revoluciones continuas.(p. 75)

Zorrilla afirma que México adora la poesía, pero no a sus poetas debido a que no han sido respetados ni protegidos por su gobierno. La afición poética popular se muestra en todas las celebraciones donde abundan los recitados o en el trabajo los Píndaros del mercado o evangelistas que a veces carecen de camisa, pero sentados tras una mesilla sobre la que utilizan papel y pluma, escriben décimas por encargo para ensalzar o denigrar a los caídos en desgracia del pueblo. Y señala que el predominio de la poesía popular también se debe  a que los libros son caros y a que la prensa los critica en vez de valorarlos, ahondando en la separación entre poeta y pueblo.

Como si no hubiera dicho bastante, el capítulo siguiente se titula “Poetas mexicanos” y es un nuevo memorial que incluye entre otros a Fernando Calderón --seguidor de Espronceda--, Carlos Hipólito, Pablo Villaseñor, Fernando Orozco que fue también autor de la novela La guerra de los treinta años, etc., etc. (2) Zorrilla hace gala de elitismo e incomprensión --que debió molestar muchísimo--  al acusar a ciertos poetas de “empeñarse en hacer una sola sílaba de dos vocales unidas que no son diptongo, y que deben hacer dos: dejándose llevar  de la viciosa pronunciación hispano-americana”.  (p. 100)

Dedica sobrada atención a José Joaquín Pesado Pérez, poeta tranquilo, suave, autor de versos apacibles que al principio fue político liberal, el canciller de México que declararía la guerra a Francia en su momento. No obstante, Zorrilla critica aspectos formales de su poesía que poetas posteriores no tardarían en llevar a extremos.

También habla de Luis G. Ortiz en quien estima su poesía pastoril mejor que la romántica, criticando su afición a imitarle. Y aquí encontramos uno de los párrafos en los que Zorrilla hace autocrítica de sus obras afirmando que “El oropel del ropaje con el cual están vestidas es tan  débil y falso como brillante, y no puede ser tomado para vestir otras: porque al querer arrancarle de las mías se desgarra por su propia fragilidad. Ortiz se ha dejado seducir por el sonsonete, muchas veces vacío de sentido, y por la palabrería sonoras de mis orientales y de mis serenatas, composiciones que generalmente no son más que música celestial; y es lástima que poetas como él, que tienen talento propio, imiten a nadie  más que a los grandes maestros clásicos.(p. 129)

No evita señalar otro problema de la poesía mexicana, la falta de editores, hecho que afectó, por ejemplo a Francisco González Bocanegra y Pantaleón Tovar. Juzga al escritor y político Guillermo Prieto como el poeta mexicano de mayor inspiración, pese a ser “inculto, incorrecto, desaliñado, a veces sublime, a veces rastrero, remontándose a veces como el águila, rasando a veces el polvo  como la golondrina: sin paciencia para llevar a cabo obras de gran aliento (…) su pluma se ha ensayado en todos los géneros de cortas dimensiones.” (pp. 135/36).

En México y los mexicanos Zorrilla creyó haber  realizado una crítica objetiva de la poesía de esa nación para su amigo el Duque de Rivas. Piensa que ha sido riguroso en sus apreciaciones e imparcial. Avala esa actitud comentando que él mismo ha aceptado las críticas de amigos que no han dejado de serlo por hacerlas. Llega a decir: “La mayor torpeza que puede cometer un escritor y sobre todo un poeta, es defender sus escritos contra la crítica, justa o injusta, porque es dar a conocer el exceso de su amor propio y el resentimiento de su vanidad ofendida”. (p. 152)

El retrato de México y de su literatura en aquella primera mitad del siglo XIX resulta valiosísimo. El desamor final  que originó entre los escritores mexicanos no se debió a las opiniones que emitió acerca de su literatura sino a su propia deriva política. La mayoría de los escritores mexicanos había luchado --o cuando menos celebrado-- la independencia de su nación y, por este motivo, debieron considerar una traición que el dramaturgo se convirtiera en cortesano del emperador Maximiliano. El tiempo ha transcurrido y lo que permanece es un retrato de aquella sociedad sentidamente escrito y merecedor de  consideración. 
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NOTAS.
1.- José Zorrilla, México y los Mexicanos ( 1855-1857), Prólogo “Zorrilla en México” de Andres Henestrosa, Ediciones de Andrea, México, 1955. Todas mis citas corresponden a la paginación de este libro.
2.- Recomiendo la lectura del trabajo “José Zorrilla en el Parnaso mexicano” de John Dowling,  AIH,  Actas IX (1986), pp. 527/533 que ofrece el Centro Virtual Cervantes y se puede leer en Google.


miércoles, 15 de mayo de 2013



LO QUE NO ACAECE EN UN AÑO
SUCEDE EN UN RATO


¡Vaya hombre! Por ahí viene el de ayer. Y llevo su chaqueta. Convencido estoy de que anoche estaba borracho; hoy parece que no. Camina recio y lo veo, ¡seguro que viene a que se la devuelva! Si me pidieran limosna estando a dos velas… ¡iba a regalar mi chaqueta! ¡Que si quieres! Pues mira, sí;  se ha quedado quieto parao, mirándome.

-- Perdone usted, pero si no me equivoco, ayer le di la chaqueta que lleva puesta, así que le doy esto  para que se compre unos pantalones.
--Muchas gracias, señor, muchísimas gracias. ¡Dios se lo pague!

Ni lo cuento, Me largo en cuanto  doble  la esquina. ¡…Mira las cosas que le pasan a uno!

Nada de comprar unos pantalones. Iré a donde el ropavejero y le venderé la chaqueta porque no puedo limosnear con una pocholez como esta. ¡Canto de aurora boreal! Con lo que saque por ella y los veinte euros que el sujeto me dio para los pantalones… ¡un banquero! ¡Sí señor, un banquero!

--Isaac, ¿me compras esta pitusa? Ya no las hacen así.
--Isaac, ¿por qué la miras tanto? ¿Por qué la sobas?
--Porque esta chaqueta salió ayer de aquí. Se la llevó Camilo sin que me diese cuenta.
--¿Quién es Camilo? ¿Un  dependiente nuevo?
--Aciertas. Y también se llevó  80 euros de la registradora.
--¡Caray!
--No le denuncié porque tampoco vale la pena ¡arrieros somos…! Si algo te puedo dar es un socorro por devolverla. ¿Vale?
--Pues bueno, ¡puestos así?

Menuda sorpresa, caray. Tres euros más no te sacan de pobre… Admirable Camilo, se llevó ochenta euros y me dio veinte. ¡Tampoco me voy a quejar…! Pero, ¿y si el tal Camilo fuese un invento del ropavejero?

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martes, 23 de abril de 2013




De la novela BABBITT

a  LA CODICIA DE GUILLERMO DE ORANGE,

novela de GERMÁN GULLÓN



La Revolución Industrial y sus desequilibrios tuvieron buen reflejo en las novelas de Charles Dickens, aunque los asuntos morales y sociales  le preocupaban por encima de los económicos. La vida de  Oliver Twist o la de Mr. Pip en Great Expectations comienza en la pobreza, ambos viven los sufrimientos propios de las capas inferiores de la sociedad, llegan a los negocios, pero la fortuna --en toda la amplitud del concepto-- viene de sus protectores.

Cuando la burguesía llevaba tiempo encumbrando al hombre de negocios --y los autores paseándole por las novelas-- surge Babbitt (1922),  vendedor de fincas, booster  que encaja en la tipología de los que  ascienden por la escalera social aunque, en sus comienzos, ha sido presentado como tenedor de un pequeño buen negocio cuya reputación depende de la opinión de los demás.

En determinado momento Babbitt sufre una conmoción personal al saber que su mejor amigo ha matado a la esposa y va a la cárcel. Entonces se rebela contra el escenario que  caracterizaba su vida. Empieza a transgredir los códigos sociales, se acerca al socialismo, al alcohol, prueba el adulterio, hasta que una enfermedad de su mujer atempera sus rebeliones y regresa a su vida anterior y a unos amigos encantados de su vuelta al redil.

Sinclair Lewis retrata en Babbitt a un ser mediocre que vive los convencionalismos sociales dañados por la corrupción moral de la clase media. Cuando Babbitt llega a ser  vicepresidente del Booster’s Club de Zenith es el paradigma del hombre de negocios de clase media, pero también es mediocre como la pluralidad de sus colegas y resulta que los  hombres de negocios son los que rigen la nación.

La novela Babbitt, constituyó “la mayor documentación literaria de la cultura del American Business” escribió el prestigioso profesor Mark Schorer (1). Para el profesor norteamericano, documentación era la palabra clave, pues, la mayoría de los capítulos de la novela apenas desarrollan un argumento, sin embargo,  registran secuencias de la vida de Babbitt que van desde una cena en su casa a la cuestión del matrimonio, la cultura del automóvil, la utilización del tiempo libre en sus amplias posibilidades --desde el béisbol a ir al cine, jugar al golf o al bridge--, el fenómeno de las convenciones anuales, etc., etc. Desde esas y otras perspectivas Lewis realiza un cuidadoso análisis sociológico del mundo comercial americano al mismo tiempo que consuma una crítica formidable de la clase media.

Babbitt se convirtió en arquetipo de personajes similares creados después hasta que Citizen Kane (1941) presentó en pantalla la figura del magnate que, desde un escalón muy superior al de Babbitt, evoluciona desde el idealismo social hasta su busca obstinada de poder personal, por ejemplo, cuando manipula a la opinión americana sobre la guerra de Cuba a través de su periódico, matrimonia con una sobrina del presidente o pretende gobernar el estado de Nueva York.

La derrota de Mr. Kane hace que los de su especie se agrupen en sociedades financieras, en holdings, refugios donde se ocultan  para acometer sus objetivos de negocio e inversión, poder  y enriquecimiento al menor riesgo. Desde ese cobijo trasgreden los  límites impuestos por las leyes, influencian a  los gobiernos de los países más débiles, compran a sus  funcionarios y patrocinan actividades que beneficien sus intereses.

La virtud no ocupa lugar en este tipo de individuos que suelen adornarse de un patriotismo aparente para justificar sus empeños. Carecen de limitaciones en sus objetivos e incluso dan lugar al crimen. La palabra negocio equivale a corrupción en relación con ellos. Tales personajes y sus comportamientos a través de las empresas que controlan son los que retrata y combate La codicia de Guillermo de Orange (2).

En su comienzo, la novela de Germán Gullón alude a un hecho puntual: el jugador Iniesta marca un gol y España gana el Campeonato Mundial de fútbol del año 2010. La victoria  sobre Holanda, propicia un espíritu de revancha en algunos magnates del país y en la prensa holandesa prejuiciada que, además, manporrea –expresión del autor-- a los países del cinturón del ajo ocultándose convenientemente el propósito que tienen aquellos de enriquecerse cuanto más mejor de la crisis económica que padecen las naciones mediterráneas.  

En la novela de Germán Gullón brilla la ironía al narrar y al describir. Sobresale retratando personajes como los tres cerditos --Joost van der Linden, Peter-Paul Sloterdijk y Jan van der Toorn—socios de la financiera Willem van Oranje donde se cobijan.  La ironía actúa al describir su mirada verde turbia o su Jaguar verde oscuro (domina el color atribuido al dinero) e, igualmente,  al retratar sus planes de negocio, la defensa chusca que hacen de la hegemonía cultural holandesa denostando lo extranjero y al servirse de gente mezquina para todo. Respecto de España, activan el propósito de incrementar la desconfianza hacia  nuestro país para que crezca el interés pagadero por sus letras y bonos de estado.

Pero si los bonos son una inversión segura aunque aburrida, también tienen vaivenes positivos en tiempos de tormenta: los tres cerditos juegan con ventaja porque saben que los gobiernos atacados y la UE garantizan el pago de los intereses. Los beneficios que recibe la sociedad financiera Willem van Oranje se amplían adquiriendo compañías estatales a precios favorables, traficando con pistolas de plástico  convertidas que se fabrican en Lisboa, etc.,  negocios respaldados por el lobby que actúa en el Parlamento europeo con la pretensión de que los beneficios sean mayores e impidiendo que se aprueben normas que puedan resultar desfavorables.

Para lograr objetivos, los tres cerditos pretenden que los medios de comunicación destaquen cuantas noticias desfavorables se produzcan en  España silenciando las favorables.  Si el panfleto Apología de Guillermo de Orange contra Felipe II originó la Leyenda Negra de tan nefasto como largo recorrido, el plan secretísimo de la financiera Willem van Oranje persigue una actualización de temas y modos contando siempre con la ayuda a prestar por instituciones como la inglesa Battle of Trafalgar.

El clan de los antagonistas es estrecho en la cúspide –los tres cerditos-- y amplio en la base formada, entre otros, por un periodista impresentable de un gran periódico holandés en Madrid, un rector de universidad embaucado, las emperifolladas esposas y las carnales secretarias, un criminal bielorruso y sus secuaces serbios amigos del spray naranja y de los palos, así como la casposa banda madrileña Residuos Tóxicos más interesada en hacer bote  que en rasgar  la guitarra.

En el clan de los protagonistas sobresalen dos que lideran la batalla y desempeñan la función de introducir y hacer actuar a sus amigos. Ellen Viser,  una chica holandesa  autora de la tesina “La crisis financiera española vista por la prensa holandesa” y que, para ganarse la vida, será técnica en un equipo madrileño de hockey sobre hierba mientras estudia un master en periodismo de El País. Junto a  Ellen actúa su amigo Sebastian Wooda “Bas”, reportero del Amsterdam Revue y cachas part-time de un bar del barrio rojo, que proviene del club Los Mariachis, asociación de alumnos de español.

Gracias a Ellen y Bas conocemos a los profesores de español contra los que se ejerce violencia, a un par de entrenadores deportivos, a la avezada novia de “Bas” y al viejito francés  que preside el  Banco Central de la Unión Europea en Fráncfort, al productor televisivo que proyecta plantear el tema del enriquecimiento de la clase política, y policías, fiscales,  deportistas y hasta hackers honestos como Pepe Paredes, es decir,  una multitud de personajes que siempre da la cara y presenta batalla. El clan de los protagonistas se conduce como un personaje colectivo que, como si representara a la ciudadanía airada de nuestros días, denuncia y se enfrenta a los cerditos solapados en la Willem van Oranje, desenmascarándolos, actuando  contundentemente y con la intención de vencer.

La novela de Germán Gullón es brillante, optimista y esperanzadora, trabajada, valiente y honesta en su denuncia. Destaca asuntos y realidades ajenas a la novela tradicional incorporando de manera inteligible el lenguaje de la economía y de las finanzas, y dibuja personajes creíbles que viven azares tan enjundiosos como verosímiles. Y como sucede en la novela de caballerías, vencen los buenos y sus héroes obtienen el premio de la dama. Todo ello sin llegar a las trescientas páginas.

La codicia de Guillermo de Orange no es una novela anti holandesa. Su autor tiene familia directa de allí y vive la mitad del año en ese país. En una entrevista que le hizo Pablo Ojeda (3), Germán Gullón comentó que Holanda había cambiado mucho desde el comienzo de la crisis en 2008: “Ya no es el país ejemplo de libertad, civismo y apertura. Ha surgido un recelo hacia lo extranjero y en concreto hacia lo español.” Se refería después a la visión positiva que tienen de nosotros los holandeses que viven en nuestro país mientras el periódico más importante de Holanda publica crónicas de mala fe como las emitidas por el personaje de la novela. Respecto al mítico Guillermo de Orange aseguraba: “lo tenían un poco aparcado, porque querían parecer un país moderno y neutral. Pero con la crisis se ha vuelto a recuperar su discurso”. Finalmente explicaba su propósito al escribir la novela: no podemos desenterrar las rencillas del pasado que tanto daño hicieron en nuestro continente.” Y aseguraba que “la mayor parte de los holandeses, entre los que no han calado los prejuicios azuzados por la ultraderecha, están conmigo.



NOTAS
1.- Sinclair Lewis, Babbitt, Sixth Signet Classic Edition, New York, 1964. “Afterward” by Mark Schorer, p. 320.
2.-  Germán Gullón, La codicia de Guillermo de Orange, Ediciones Destino, Barcelona, 2013.
3.-  Pablo Ojeda, Germán Gullón, entrevista publicada en el suplemento “El Cultural” de EL MUNDO el 28 de enero, 2013 y en El Cultural.es pudiéndose leer en Google. 

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