domingo, 26 de mayo de 2013


“México y los mexicanos”
Según José Zorrilla


Madrid, París, Londres…

A los diecinueve años José Zorrilla (1817/1893) se evade a Madrid. El padre, nada liberal por cierto, le había ordenado ir a Lerma a cavar viñas por no haber cumplido sus obligaciones de estudiante. El plan no apetecía nada al joven vallisoletano, sin embargo, bien dispuesto hacia las mujeres y el ejercicio de  la literatura.

Llega a Madrid y vive como puede mientras hace amistades literarias que se multiplicarán cuando Larra muere un año después (1837) y, en su entierro, Zorrilla lee un poema laudatorio que le proporciona celebridad, la amistad de Espronceda y de otros escritores destacados, además  del empleo de Larra en el periódico El español.

En 1838 se casa con Florentina O´Reilly sin el consentimiento paterno. Se trata de una viuda irlandesa arruinada y bastante mayor con un hijo que chocará con Zorrilla bastantes veces. El matrimonio está llamado al fracaso mientras el dramaturgo galantea con otras mujeres y se consuela con el éxito literario. Entre 1839 y 1845 su fama explosiona con la publicación de obras como  Cantos del trovador y veintitantos dramas entre los que destacan El zapatero y el rey, El puñal del godo, Don Juan Tenorio Traidor, inconfeso y mártir.

En 1845 abandona a la irlandesa y se dirige a París donde se relaciona con autores de la talla de Víctor Hugo, Alejandro Dumas y George Sand. Un año después regresa a Madrid  a causa de la muerte de su madre. En 1849 es elegido miembro de  la Real Academia.

Pasan dos años y Zorrilla regresa a París huyendo de su mujer nuevamente. Conoce al veracruzano Bartolomé Muriel, “hombre  de mundo, caballeroso y de aristocráticas costumbres” –Zorrilla así le define-- además de rico y culto que le tratará con devoción, alojándole en su propia casa  y socorriéndole. Zorrilla le dedica su famoso  Granada. Poema oriental.  Cuanto ha escrito y escribe se traduce en éxito, pero el dinero siempre le esquiva.

Harto de ser pobre  y posiblemente orientado por Muriel, decide trasladarse a México para hacer fortuna o encontrar una muerte que finalice su desventura. Al despedirle, Muriel  le proporciona una carta de presentación para el poeta veracruzano José María Esteva.  Zorrilla deja amores y una mujer que, con  un “hijo del pecado” en brazos, le despide a pie del tren que le conducirá al puerto de embarque.

Sale para Londres donde será acogido y socorrido por José Rodríguez Losada, célebre relojero maragato autor del famoso reloj de la Puerta del Sol que engalana Madrid. En 1854 Zorrilla embarca en el vapor Paraná y zarpa desde Southampton hacia las Américas. El viaje no deja de producir incidentes curiosos y aporta  el conocimiento de amigos como Baralt y de  personajes singulares como el presidente dominicano don Buenaventura Báez, primer mulato en lograr la presidencia de su país.

La llegada a México

Zorrilla llega a Veracruz a finales de enero de 1855 y la estancia durará hasta 1866. Llega cuando don  Antonio López de Santa Anna presidía México y regresa cuando Maximiliano todavía era emperador. Con los liberales no terminó de avenirse, con el emperador disfrutó de uno de los breves periodos de tranquilidad económica en su vida.

Cuando José María Esteva lee la carta de Muriel no duda en comentar a Zorrilla que corren por el país unas quintillas atribuidas a él que hacen befa de los mexicanos produciendo querellas  entre escritores del país y algunos españoles. Zorrilla defiende su inocencia,  --sabía que las quintillas eran de su gran amigo Antonio García Gutiérrez--, pero tendrá que justificarse ante el propio Presidente Santa Anna. No tardará en recibir homenajes, siendo festejado por todos. Tan agradecido está que escribe: ”Confío en Dios que México, esta madre adoptiva, no se avergüence jamás de haberme tenido como hijo”.

La felicidad no durará  debido a desencuentros y rencillas, pero en mayo de 1864 llegan Maximiliano y Carlota a México y Zorrilla alcanza un bienestar momentáneo al convertirse en cortesano de los emperadores, ser nombrado director del teatro de palacio, alcanzando el rango de Lector. Su actitud pro-imperial le granjea la enemistad de los mejores escritores mexicanos quienes reniegan de la confraternidad que le brindaron años antes.

Al recibir noticias de la muerte de su mujer, Zorrilla decide regresar a España, si bien y como dice  Henestrosa, “no sin antes vencer la resistencia que Maximiliano opuso a su determinación” prometiendo un retorno que jamás se realizaría.  El 13 de junio de 1865 se embarca en Veracruz.

México y los mexicanos

Apenas llegado a México, Zorrilla  comienza a escribir La flor de los recuerdos (1857), publicación que recoge las experiencias del viaje a América en su primera parte, y el ensayo  México y los mexicanos (1) en la segunda en forma de una epístola larga  dirigida a don Ángel Saavedra, Duque de Rivas, páginas que Andrés Henestrosa define así: “Abunda su trabajo en observaciones generales sobre nuestras costumbres, nuestras fiestas, nuestra peculiar manera de ser, a veces muy penetrantes, a ratos tenidas de una entrañable simpatía humana. Excepto cuando alude al monomaniaco odio de los mexicanos a los españoles”, todo ese capítulo de La flor de los recuerdos es un encendido canto a México.” (p. XXI)

De inicio José Zorrilla describe el valle que rodea la ciudad de México, destacando “la diafanidad del aire” y precisando: “el valle de México es la estancia más grata para detenerse a reposar en la mitad del viaje fatigoso de la vida, y el panorama más risueño y más espléndidamente iluminado que existe en el universo.” (p. 28) También emparenta la capital mexicana con las ciudades alegres de Andalucía y declara que es “la más alegra y bulliciosa del mundo”. (p. 29)

Describe a los mexicanos como ostentosos, corteses y francos, espléndidos en sus convites y destaca  su pronunciación, resaltando la de las señoras  por su “sonoridad dulce y poco aguda”. Sobre ellas apunta que, aunque sigan la moda francesa, “aún conservan la mantilla y se sirven del abanico como las españolas”. (p. 30) De los hombres también ofrece una estampa de clase, resaltando su gusto por las botonaduras y herretes de plata y oro, y sus trajes “calculados para montar. Y en verdad que son gallardos y consumados jinetes”. (p. 31)

Lo verdaderamente popular aparece al hablar de la música destacando el jarabe que los mexicanos bailan con languidez y abandono en medio de pasos y armonías complicadas convirtiéndole en el aire nacional más popular de los conocidos, aunque las gentes de la buena sociedad no tengan el gusto de bailarlo.

Su impresión positiva de las gentes no le evita comentar el abandono que sufre la educación del pueblo a causa de  los vaivenes políticos aunque existan hombres  valiosos por su ciencia y conocimientos. Su crítica se centra en quienes  Quevedo  denominó “locos repúblicos y de gobierno en El gran tacaño, culpables del incendio político del país –una industria y agricultura paralizadas, un comercio entorpecido, la ciencia abandonada—que conduce a la nación a vivir una  situación dramática: “Y la nación entera quiere vivir del erario; más como no hay gobierno que pueda emplear a toda su población, los que no son por él empleados se vuelven sus enemigos: y no dándoles espera la necesidad,  van muy pronto a buscar remedio a ella en el campo de la revolución.(p. 37)

Observa que las contiendas civiles mexicanas son continuas, sucediéndose unas a otras como consecuencia de un estado de agitación persistente que es “el estado normal de la nación” aunque “no dejan una página negra en los anales de la historia”. (p. 39) No obstante, puntualiza que las conspiraciones y los pronunciamientos  se cuecen al son de los rumores que propician lo que llama un “nublado de mentiras”. Para Zorrilla “los mexicanos tienen más talento, más fraternidad, más civilización y mejor carácter que los que les atribuimos  los extranjeros, y que los que les dan al parecer las relaciones de su historia escrita y de su historia tradicional de sus últimos veinte años.” (p. 40)

La literatura mexicana

Zorrilla opinaba que la literatura mexicana anterior a la Independencia era un mero reflejo de la española, por eso decidió  escribir sobre los literatos  surgidos después, especialmente los poetas, ya que la novela y el teatro mexicano apenas tenían relieve.

Era un tiempo de poetas que no podían vivir de la poesía;  necesitaban ejercer otra profesión como le ocurría a los primeros bardos evocados por Zorrilla: Fray Manuel de Navarrete y Francisco Manuel Sánchez de Tagle. El primero seguía la línea neoclásica de nuestro Meléndez Valdés, pero se dedicaba en cuerpo y alma al periodismo, mientras el segundo,  hombre de gran preparación académica, fue un político independentista que ocupó altos cargos y su poesía fue realmente circunstancial. Nuestro poeta los define así: “Navarrete fue lo que pudo ser; Tagle, por el contrario, como poeta, fue lo que quiso, y no fue más porque no aspiró a más.” (p. 48) Zorrilla no hallaba suficiente caudal poético que examinar en ambos escritores.

El iliterato Fernando VII había prolongado la vida de la Inquisición, pero la Independencia no acarreó  “la emancipación del talento” en la nueva  república ni tampoco leyes adecuadas para proteger las publicaciones, etc. El motivo fue que los gobiernos mexicanos “dejaron la censura literaria en manos de los teólogos: los cuales, no ocupándose en general de los estudios profanos, podían muy bien juzgar de la moral de un drama o de un poema según las opiniones de los SS.PP., o las decisiones de los concilios; pero no de su mérito literario según los preceptos de Horacio y las reglas del buen gusto(p. 55).

Zorrilla destacó la afición a mezclar poesía y política como uno de los defectos de la literatura mexicana porque ambas inclinaciones no casaban, tal y como se demostró cuando la citada literatura se dejó arrastrar por el torbellino revolucionario en 1821. “Entre aquellas composiciones hay pocas buenas: porque la inspiración del entusiasmo político rara vez produce más que lugares comunes y exageraciones, que son naturales desahogos del corazón, pero no verdaderos arranques del genio”. (p. 56)

Aunque el campo de la novela mexicana estaba en barbecho, Zorrilla no olvidó a Joaquín Fernández de Lizardi, fundador de El Pensador Mexicano y autor de la primera novela hispanoamericana, El periquillo Sarniento, diciendo que “escribió unas fábulas ingeniosísimas y una especie de Gil Blas, que ejercieron grande influjo en las costumbres, y cuyo recuerdo vive todavía en la memoria del pueblo”, (p. 57) elogio cierto, aunque queda lejos de apreciar la estatura y trascendencia del escritor mexicano.

Zorrilla también atribuye a  El moro expósito de su amigo don Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, el origen del romanticismo en México, afirmación posiblemente aduladora, pero a tono con una realidad que Zorrilla denunció: al teatro mexicano le faltaban cultivadores y, además, tampoco existían teatros en los que representar, siendo el teatro español de la época —Zorrilla incluido— el que se prefería para las escasas representaciones.

Hasta cierto punto, el ensayo de Zorrilla se convierte en un memorial de poetas que se abre hablando de la academia San Juan de Letrán “punto de partida de lo que hoy puede llamarse literatura original mexicana(p. 58)) fundada en 1837 por José María Lecunza y otros escritores. Sin embargo, en cierto momento se pierde en consideraciones sobre el influjo de la política en la literatura y achaca la carencia de genios y grandes obras “porque (esa literatura) está todavía sometida a tres malas influencias: a la superstición del siglo XVI, a las preocupaciones del XVIII y a la empleomanía del XIX”. (p. 74) Después, acierta al describir la gran causa: que sólo una clase social determinada tuviera acceso a la enseñanza y al estudio bajo la tutela coercitiva de la Inquisición, calamidad igualmente padecida en España hasta la invasión francesa, pero que México no ha podido erradicar “porque lleva apenas una generación de nacionalidad: y esta generación la ha pasado en revoluciones continuas.(p. 75)

Zorrilla afirma que México adora la poesía, pero no a sus poetas debido a que no han sido respetados ni protegidos por su gobierno. La afición poética popular se muestra en todas las celebraciones donde abundan los recitados o en el trabajo los Píndaros del mercado o evangelistas que a veces carecen de camisa, pero sentados tras una mesilla sobre la que utilizan papel y pluma, escriben décimas por encargo para ensalzar o denigrar a los caídos en desgracia del pueblo. Y señala que el predominio de la poesía popular también se debe  a que los libros son caros y a que la prensa los critica en vez de valorarlos, ahondando en la separación entre poeta y pueblo.

Como si no hubiera dicho bastante, el capítulo siguiente se titula “Poetas mexicanos” y es un nuevo memorial que incluye entre otros a Fernando Calderón --seguidor de Espronceda--, Carlos Hipólito, Pablo Villaseñor, Fernando Orozco que fue también autor de la novela La guerra de los treinta años, etc., etc. (2) Zorrilla hace gala de elitismo e incomprensión --que debió molestar muchísimo--  al acusar a ciertos poetas de “empeñarse en hacer una sola sílaba de dos vocales unidas que no son diptongo, y que deben hacer dos: dejándose llevar  de la viciosa pronunciación hispano-americana”.  (p. 100)

Dedica sobrada atención a José Joaquín Pesado Pérez, poeta tranquilo, suave, autor de versos apacibles que al principio fue político liberal, el canciller de México que declararía la guerra a Francia en su momento. No obstante, Zorrilla critica aspectos formales de su poesía que poetas posteriores no tardarían en llevar a extremos.

También habla de Luis G. Ortiz en quien estima su poesía pastoril mejor que la romántica, criticando su afición a imitarle. Y aquí encontramos uno de los párrafos en los que Zorrilla hace autocrítica de sus obras afirmando que “El oropel del ropaje con el cual están vestidas es tan  débil y falso como brillante, y no puede ser tomado para vestir otras: porque al querer arrancarle de las mías se desgarra por su propia fragilidad. Ortiz se ha dejado seducir por el sonsonete, muchas veces vacío de sentido, y por la palabrería sonoras de mis orientales y de mis serenatas, composiciones que generalmente no son más que música celestial; y es lástima que poetas como él, que tienen talento propio, imiten a nadie  más que a los grandes maestros clásicos.(p. 129)

No evita señalar otro problema de la poesía mexicana, la falta de editores, hecho que afectó, por ejemplo a Francisco González Bocanegra y Pantaleón Tovar. Juzga al escritor y político Guillermo Prieto como el poeta mexicano de mayor inspiración, pese a ser “inculto, incorrecto, desaliñado, a veces sublime, a veces rastrero, remontándose a veces como el águila, rasando a veces el polvo  como la golondrina: sin paciencia para llevar a cabo obras de gran aliento (…) su pluma se ha ensayado en todos los géneros de cortas dimensiones.” (pp. 135/36).

En México y los mexicanos Zorrilla creyó haber  realizado una crítica objetiva de la poesía de esa nación para su amigo el Duque de Rivas. Piensa que ha sido riguroso en sus apreciaciones e imparcial. Avala esa actitud comentando que él mismo ha aceptado las críticas de amigos que no han dejado de serlo por hacerlas. Llega a decir: “La mayor torpeza que puede cometer un escritor y sobre todo un poeta, es defender sus escritos contra la crítica, justa o injusta, porque es dar a conocer el exceso de su amor propio y el resentimiento de su vanidad ofendida”. (p. 152)

El retrato de México y de su literatura en aquella primera mitad del siglo XIX resulta valiosísimo. El desamor final  que originó entre los escritores mexicanos no se debió a las opiniones que emitió acerca de su literatura sino a su propia deriva política. La mayoría de los escritores mexicanos había luchado --o cuando menos celebrado-- la independencia de su nación y, por este motivo, debieron considerar una traición que el dramaturgo se convirtiera en cortesano del emperador Maximiliano. El tiempo ha transcurrido y lo que permanece es un retrato de aquella sociedad sentidamente escrito y merecedor de  consideración. 
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NOTAS.
1.- José Zorrilla, México y los Mexicanos ( 1855-1857), Prólogo “Zorrilla en México” de Andres Henestrosa, Ediciones de Andrea, México, 1955. Todas mis citas corresponden a la paginación de este libro.
2.- Recomiendo la lectura del trabajo “José Zorrilla en el Parnaso mexicano” de John Dowling,  AIH,  Actas IX (1986), pp. 527/533 que ofrece el Centro Virtual Cervantes y se puede leer en Google.


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