jueves, 20 de junio de 2013



M I C A E L A

(Por el hilo sacarás el ovillo 

y por lo pasado lo no venido)


Los ojos de Micaela son brillantes. Una aureola violácea cerca sus párpados. El rostro es precioso aunque pálido, su aspecto  tímido. Espera a que Juanito salga del dormitorio para servirle el desayuno. Recuerda cuando se dijo en el pueblo que ella no estaba bien de los pulmones y don Servando propuso un trato a sus padres: “Mirad, soy viejo y tengo un nieto en casa. Si Mica se viene a servirnos, además del sueldo, miraré por ella y por su salud, ¿os parece?”. No hubo más que decir.

Micaela suspira. Juanito ya está en el comedor y Micaela le atiende:

--Señorito, ¿una o dos cucharadas de azúcar?

--Soy Juan, Juanito. No me llames señorito, al menos cuando estamos solos. Ponme una cucharadita, por favor. ¿Te escribieron?

Micaela sonríe.

--No, señorito, digo Juan.

--Hace tiempo que no tienes carta, ¿verdad?

--Pues sí.

Aparece don Servando, el pelo revuelto, las gafas cabalgando en la punta de su larga nariz.

--Oye, Micaela, la consulta empezará a las …

--A las diez, señor.

--Así que a las diez. Muy bien. En ese caso te miraré a las nueve y media, ¿vale?

-- Como usted diga.

--¿Te vas, Juanito?

--Sí, abuelo.

*

El autobús va completo. El cobrador bracea picando las tarjetas que afloran ante de sus ojos, estudiantes de Derecho la mayoría, y está de los nervios porque le gritan: “¡Se ve que el cobradorrrr -  es un pájaro carrrpinteroooo!". Juanito observa que los primerizos son los que cantan, los mismos que  el catedrático de Procesal retrató al decir en clase: “vienen con el pelo de la dehesa”. A su lado un trío se queja de estar aprendiendo casi nada de Civil porque el cátedro sólo explica el tema de los bienes y las cosas. Uno de ellos imita su voz: “¡Si piensan hacer oposiciones y les toca el tema sacarán plaza porque lo sabrán todo sobre los bienes y las cosas!”. Un compañero comenta: “No da más de sí porque el programa se le apolilló cuando se dedicaba a darnos palos en sus años de ministro. ¡Se le olvidó casi todo! 

El autobús para bruscamente y alguien grita: “¡Médicos fuera!”. Un grupo baja apresuradamente. El pasaje queda holgado y es cuando Hortensia descubre a Juan; le saluda con la mano, se acerca y le besa.

--Bonito, ¿vas a clase? Me pones sólo con verte –-y le da un pellizco suave con picardía--. ¿Sabes que hoy cumplo veintiún añitos? Sí, chico. Mayor de edad por fin.  Lo celebrarás conmigo.

Juan esboza una sonrisa, la besa  y  felicita. Luego dice:

--Pero será después de las clases.

--Desde luego -- responde Hortensia clavándole los ojos.

*

La clase es rematadamente aburrida. Juan preferiría tener profesores parecidos a los de cursos anteriores en cuyas clases pasaban cosas. Recuerda el primer día del profe catalán de Derecho Natural, deprimiéndoles; empezó comentando la Crítica de la razón pura de Kant, los bolis y los lápices desmayados, para alzarse un rato después cuando se puso a hablar de la guerra de Corea y del calibre de los cañones que el general MacArthur quería emplear en la invasión de Manchuria. Y qué decir del imborrable auxiliar de Derecho Político II quien, en escena fácil de imaginar, aseguraba que don Alfonso XIII le había dicho en su lecho de muerte: “Pepe, en tus manos encomiendo la juventud de España”… O el consumado internacionalista que entraba en el aula de examen con una cámara de cine, se hinchaba a filmar y antes de salir decía: “Señoraz y señorez, ezte film ze titulará La hiztoria de un zuspenzo”. Pero el profe pequeñín que tiene delante aterra con su internacional comparado, en clase como en el libro, perdiéndose en una multitud de parrafadas y de párrafos encadenados por sucesivas “i” minúsculas.

Llega un tiempo libre por una clase que no se da y Hortensia sugiere bajar al bar de la facultad.  Se sientan en una mesa ocupada  por compañeros de curso. Juan comprueba que la elección no ha sido acertada. Uno de ellos apellidado Soteras bebe vino demasiado aprisa y no tarda en farfullar palabras confusas aseverando memeces; Juan recuerda el dicho “Demasiado o demasiado poco vino prohíbe la verdad”. Otro, llamado Arturo, discute las afirmaciones de Soteras anteponiendo su yo por cincuentava vez. El puñetero Quico, que se aburre con la polémica disparatada de los anteriores, se empeña en que Arturo encienda un puro y al poco se descubre que algunas cabezas de cerillas incrustadas le montan una fogata aparatosa. Juan, como de costumbre, no interviene, pero sugiere a Hortensia asistir a la clase siguiente y se zafan de la compañía.

*

Don Servando sonríe y  participa el diagnóstico:

--Todo marcha bien, Micaela, diría que estupendamente. El  doctor que incubó la muestra de tu esputo, el Dr. Sendra, me telefoneó para decir que no halló microbacterias de la tuberculosis vivas y que en las radiografías del tórax tampoco observó granuloma alguno en los pulmones. Los granulomas  demostrarían la existencia de una infección primaria y, aunque los hubieras tenido, se habrían  neutralizado porque no hay calcificación alguna en los ganglios linfáticos. Estás limpia como una patena. Mañana nos mandará los resultados de los análisis y las radiografías y lo verás. Aunque seguirás en observación, pensamos que no hay nada de nada. Todavía debo estudiar  lo del cansancio y los sudores nocturnos. Pienso que los causa el cambio de haber vivido en el pueblo, haberte venido a la capital y cosas de tu juventud. Lo veremos, pero ahora debo disponerme a recibir a los clientes que estén al caer.

--Sí, don Servando. Y muchísimas gracias por todo.

--No hay de qué Micaela.

Una vez solo en su despacho, don Servando carga su pipa y se sienta en el sillón de Hipócrates, un sillón desvencijado que se inclina hacia la izquierda, aunque comodísimo para él. Pensando, se dice: “Sin duda es lo mejor que hicimos. Inventarnos la enfermedad para que abandonara el pueblo. Me parece que recupera el resuello gracias a las semanas que lleva aquí.”

*

Terminadas las clases Hortensia y Juan cogen el autobús que les sube al barrio de Arguelles. Buscan El pelotari, un bistró donde los jueves ofrecen un menú a base de sopa, cocido o calamares en su tinta, y arroz con leche. Mientras comen se miran de continuo; apenas se hablan. Hortensia paga y, como pidió día libre en la librería de propiedad familiar donde trabaja por las tardes, propone a Juan echar una siesta en su piso.

Ella le coge del brazo. Juan se deja conducir. Van por el bulevar de Alberto Aguilera mezclados entre la gente medio somnolienta que regresa al trabajo de la tarde. Hortensia habla de su niñez y dice: “Cuando era mi santo me regalaban muchas cosas y no iba al cole; en los cumpleaños tampoco iba, pero sólo me daban cincuenta pesetas y una bolsita de caramelos empiñonados de La Cafetera y de esos que parecen gajos de limón o de naranja. A veces me llevaban al cine. Era feliz. Ahora sólo me telefonean desde Salamanca y menos mal que estás conmigo para celebrar.”  Juan no comenta, pero acaricia la mano que le sujeta el brazo y ella sonríe.

Cuando llegan al piso y cierran la puerta se vuelven el uno hacia el otro, se besan y besándose y abrazándose están un rato hasta que deciden ir al dormitorio.

*

Micaela retira los platos y vasos de la comida de don Servando, los lava y después  va a su cuarto y se tiende en la cama. Sólo quiere descansar. Le gusta  mirar las figuras fantásticas que la claridad y las sombras que vienen del patio interior dibujan en las puertas de su armario. Pero, como siempre que está sola,  el recuerdo maldito se presenta y adueña de su sentir. Ella y su hermana Rosa, La gordita, están a orillas del Carrión. Rosa vestida,  ella en bañador, hablando de quisicosas, de que han visto urogallos. Retumba el sonido estrepitoso de la motocicleta que va por el carreteril hacia Carrión de los Condes y se para. Ven al hombre de melena ensortijada y barba que baja aprisa hacia ellas. Rosa huye, pero Micaela no se percibe y queda sepultada bajo el cuerpo del animal. De pronto, el hombre sale corriendo hacia la carretera. Tiempo después llega Elpidio avisado por Rosa. Micaela está llorando con la cara vuelta hacia el pedregal desde donde les mira un lagarto verde. No quiere ver a su padre porque tendrá el rostro incendiado de ira y ella está casi desnuda. Pero no; no sucede así. Elpidio está de rodillas, tratando de levantar el  rostro de la hija, de ponerlo entre sus manos. La cubre y abraza, sin decir nada, aunque Micaela siente su corazón rebotando contra el pecho  del padre. Micaela se apacigua. Es un mal recuerdo que se deslía, pero la extenúa y deja profundamente triste porque ya no está con los suyos y la alegría casi ha desaparecido de su vida.

En el pueblo se presiente que algo ocurrió, pero no corre más voz que la del médico rural derivando los cuchicheos a la posibilidad de que Micaela tenga un principio de tuberculosis pulmonar. La gente se asusta; en el pueblo viven más animales que gente y lo de la tuberculosis asusta. Narcisa, madre de Micaela, recuerda que sirvió en casa de don Servando antes de casarse con Elpidio y que dejó aprecio en la casa. Narcisa sabe que el médico y su nieto veranean  en Carrión de los Condes y ha decidido ir a verle, pedir ayuda.  Hablan y don Servando después lo hace con el médico del pueblo. Días después, Micaela viaja a Madrid para  servir en casa de don Servando.

*

Como no hay clientes, don Servando se entretiene haciendo un crucigrama sin  ánimo de terminarlo. Le ronda su  preocupación diaria: Juanito. El nieto terminará la carrera en junio, buscará un trabajo y, aunque resulte precario, resolverá sus necesidades casándose con Hortensia quien trabaja en una de las librerías de su familia y arde en deseos de pillarle. Le preocupa que Juan no sea un muchacho decidido, que se contente siempre con un pasar. Ni el fútbol le apasiona. Tampoco se  excede en la lectura más allá de los libros de la carrera y menos mal que ha estudiado lo suficiente para ir pasando de curso. Don Servando piensa que la mayoría de los jóvenes  son parecidos y sucede así porque tienen el futuro marcado, no pueden elegir en libertad; están condicionados por las soflamas gubernamentales: el municipio donde vivir, la familia para socorrer y los sindicatos… “para divertirse”, musita el médico con guasa. El gobierno tiene maniatada a la juventud. Recuerda cuando era joven y se proclamó la República, él y sus camaradas iban a los barrios gritando arengas y dando conferencias muy instruidas para respaldar el acontecimiento; lo que se dice escuchar, la gente les escuchaba, pero entusiasmar no entusiasmaban porque tampoco les entendían. El único que  enardecía a las masas era Anacleto; comenzaba sus prédicas con un “¡La culpa de lo que pasa en España la tiene Felipe II…!”, y al rey Felipe le conocían aunque fuese de oídas y le asociaban al que ahora huía. A Anacleto le  llovían las ovaciones.

*

Atardece cuando Juan entra en casa con un sobre ligeramente abultado en la mano. Se lo entrega a Micaela quien desaparece rápidamente. El sobre contiene una carta breve de Rosa y unos recortes de periódico. Rosa se disculpa por la tardanza en escribir, pero añade: “Te voy a compensar con grandes noticias. Aquí ya no se habla de nosotras para nada. Otra es que han nacido dos terneros  guapísimos en el establo de papá. Y la más importante está en esos recortes del diario palentino que te mando. En cuanto te encuentres bien, podrás regresar a casa la mar de tranquila.”


Rosa desdobla los recortes y queda atrapada en la foto del hombre cuyas facciones  observa por primera vez. No se cansa de mirar sus rizos, la barba, los ojos sobresaltados. Pero la imagen completa se le viene encima y la repele apretando y cerrando los ojos con fuerza. Vuelve la rabia que sentía llorando en brazos del padre. La rabia hace brotar lágrimas que la impiden leer. Y se siente triste, como al dejar el pueblo después que el médico dijera, muy sorprendido, que el acoso existió, pero no la deshonra. En un fogonazo de la memoria recuerda al lagarto verde y piensa que su aparición puso al energúmeno pies en polvorosa. Micaela empieza a sentir una paz que le sube de las entrañas hacia el corazón, una sensación de absoluta libertad y ya puede leer y, cuanto lee, la templa: “…La Guardia Civil había montado un dispositivo de vigilancia y logró atraparle a orillas del Carrión cuando pretendió asaltar a una  lavandera que hacía de cebo siendo policía en realidad. Existen siete denuncias por violación aunque se presumen más, confiándose que la justicia sea muy dura con él.”


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