viernes, 23 de marzo de 2012


AZORÍN en Castilla a los cien años



Era el año de 1897 y acababan de expulsarle de El país posiblemente por su ideario anarquista. Se disponía a escribir novelas. Azorín sufría de penuria económica, escasez de apoyos y un padecer ideológico propiciado por sufrir una confusión entre sus ideas políticas, místicas y estéticas que se desveló en cuatro novelas: Diario de un enfermo (1901), La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) escritas desde la intimidad autobiográfica entre los veintiocho y los treinta años.

Sin embargo, Azorín no se decantaría por la vida trágica como el protagonista de su primera novela, sino por vivir del arte y para el arte alimentándose, a esa finalidad, de una lectura incansable que sustentaría la mayor parte de sus experiencias. Ese vivir del papel le depararía alternativas constantes entre la inspiración y el agotamiento del proceso creativo, situación que se revelaría desde Diario de un enfermo.

La crítica pronto destacaría los aspectos relevantes de la narrativa de Azorín: su sensibilidad hacia el paisaje, la obsesión por el tiempo y su eterno retorno, el amor hacia los clásicos españoles y el empleo de un lenguaje tan rico en la variedad como austero en la elección de los términos, preciso y portador de sensaciones. Muchos son los autores (1) que dieron fe de todo ello, pero me referiré sólo a dos que mis lectores pueden consultar con facilidad, Ortega y Gasset (2) y el hispanista E. Inman Fox (3).

Comienzo por el estudio de Fox titulado “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín)”. Recuerda que Azorín adquirió un conocimiento básico de Nietzche leyendo el libro de Henri Lichtenberger La philosophie de Nietzche (París, 1892) y define: “Fue la lectura de Nietzche la que le animó a revalorar las opiniones literarias vigentes, y ahora el problema del Tiempo y su control sobre las emociones humanas, en forma de una suave tristeza producida por la Vuelta Eterna, llegan a ser clave en la estética de sus obras de ficción(4).

Sin embargo, la influencia del filósofo alemán no fue la única, pues, la de Schopenhauer tampoco sería menor como La voluntad puso de manifiesto. En cualquier caso, lo que importa es la afirmación de que muchísimo libros animaron su inspiración artística “y hasta podemos decir que le han suministrado casi la totalidad de su experiencia(5). Fox sostuvo que Azorín no se inspiraba en la observación de la realidad, sino en la lectura –desde textos clásicos y libros de viajes a guías turísticas pasando por diccionarios de geografía—y que sus ponderaciones sobre cualquiera de nuestros clásicos se hacían desde la vertiente estética de nuestro tiempo y esto le sirvió para reescribir obras maestras de nuestra literatura.

La crítica de entonces ignoró la influencia de los libros sobre Azorín pese a que periodistas y compañeros anarquistas sabían que siempre acudía documentadísimo a visitar cualquier lugar e incluso chinchorreaban –no siempre con buen gusto-- sobre el particular (6).

Ortega y Gasset parece en éxtasis cuando al recibir un libro del alicantino exclama: ”¡Un pueblecito! – casi no es necesario leer este libro: nos bastaría con el título. En él está todo Azorín(7) y aunque su ensayo “Un pueblecito, Azorín o los primores de lo vulgar” (8) sigue siendo de los mejores sobre el escritor de Monóvar, Fox descubre que Ortega desconocía la inspiración libresca porque resulta que, el libro admirado, Un pueblecito (1916), se inspiraba en otro de D. Jacinto Bejarano, clérigo que sirvió en la parroquia de Riofrío de Ávila en el s. XVIII. Mientras Ortega sospechaba que Azorín hacía su propia autobiografía al hacer la del cura, Fox sostiene que Azorín nunca estuvo en Riofrío --pese a lo mucho que disimulan las descripciones del lugar-- y que “el libro de Azorín consta de dos terceras partes del cura y de un tercio de Azorín, en párrafos que, expresando simpatía por el escritor del siglo XVIII, sirven para empalmar las citas(9).

Azorín no era un plagiario, sino un escritor que coincidía en sensibilidad, pensamiento o estilo con otros escritores separados en el tiempo. Ortega llamó a esto sinfronismo -- tomando el término de Oswald Spengler (10). En Un pueblecito afirmaba que la geografía es la base del patriotismo y corregía a Bejarano porque pensaba que las montañas de Ávila le cerraban el paso; Azorín declara: “La prisión es mucho más terrible. La prisión es nuestra modalidad intelectual; es nuestra inteligencia; son los libros” (11).

Dicho lo anterior hay que proclamar que Azorín también se alzó como uno de los mejores críticos de la literatura española de su tiempo. Sus opiniones llegaron a ser la interpretación. Eran años en que, como Fox recuerda, no existía aún la colección de Clásicos Castellanos, ni Austral, y sólo había algunas ediciones críticas carísimas que apenas se leían.

Azorín rescató a clásicos como Berceo y Juan Ruiz, libros como el Persiles y escribió sobre autores y obras con grandeza. En algún lugar comenté que nadie definió la poesía de Garcilaso como Azorín al decir: tiene el arte del orfebre y del joyero. Se le pudo adscribir al impresionismo, pero estuvo kilómetros por encima del mio-opinionismo barato tan al uso  entonces y ahora. Su análisis de los clásicos partía de esta premisa destacada por Inman Fox: “Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna (…) los clásicos evolucionan; evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones(12).

La pluma de Azorín llega a su madurez en Castilla (1912), uno de los hitos de la por él bautizada Generación del 98. En el prólogo bendice los cuatro primeros cuadros, dedicados al ferrocarril –como “obra capital en el mundo moderno”—y a los toros que, al parecer, se escribieron para otro libro. Hoy, tales cuadros parecen curiosos, pero no alcanzan el interés de los restantes donde Azorín pasa a recrear hechos y personajes célebres de nuestra historia literaria.

Castilla deja una primera impresión de que Azorín es hombre de tristuras, y no lo digo porque dedicara su libro a la memoria del pintor Aureliano de Beruete, amigo a quien llama el pintor de Castilla, fallecido justo antes de la publicación. Su tristura no tiene apellidos; es soledad, lamento por lo finito del tiempo, en la historia, las personas, las cosas, por el eterno retorno que lo devuelve todo, pero vacío de las imágenes que tuvo ayer.

A diferencia de los personajes del siglo XIX que los novelistas copiaban del natural, los de Azorín aparecen y desaparecen como sombras chinescas o como esa lucecita roja del tren que tantas veces emerge en su obra; son personajes que se identifican por el pronombre –yo, él…--, aunque en su mayoría provienen de nuestra literatura cobrando otra vida o parecer diferente a la que tuvieron con los escritores originales.

Los personajes de Azorín tampoco son lo que aparentan. Ortega diría del filósofo de Las confesiones de un pequeño filósofo que es lo contrario a un filósofo de la historia; se queda en alguien que elabora recuerdos sentimentales. En otras novelas apenas reconocemos a Don Juan o Doña Inés porque en las páginas de Azorín son distintos; les ha borrado la pasión. Son burgueses ya sin edad. Acentúan la impresión de que el tiempo no existe porque si vivieron en el s. XVI, también viven cuatro siglos después, aunque de otra manera.

Las ciudades que aparecen en sus libros, Castilla incluido, no parecen vivas sino extraídas de una literatura donde también se llamaban Ávila, Toledo… Baroja sacaba el espejo de Stendhal al camino para urdir la trama de sus novelas; iba a pie, pero sus novelas fluían aprisa, Azorín viaja en auto, en tren, o en coche de caballos, pero la velocidad del vehículo resulta una ilusión. Al leerle produce la impresión de habernos instalado en el compartimento de un tren verbenero donde, si miramos a un costado, nos pasan un cilindro de postales de diversos paisajes que producen la sensación de que viajamos por el mundo sin movernos del asiento. El viaje de Azorín es por España, en especial Castilla, el Levante, la Mancha… El lector no se mueve de la contemplación del lienzo; lo que se mueve es el pincel de Azorín, pero el lienzo tampoco se mueve.

En el episodio “Lo fatal” Azorín recuerda la casa del escudero del Lazarillo en Toledo: “No hay tapices, ni armarios, ni mesas, ni sillas, ni bancos, ni armas. Nada; todo está desnudo, blanco y desierto”, un tipo de descripción de las que hacía Baroja. Pero luego el texto azoriniano eleva al escudero a la condición de hidalgo que vive en un caserón notable de Valladolid. Se cuenta que acopió riqueza y también mala salud hasta el punto de sentir la necesidad de regresar a Toledo y visitar a Lázaro, ahora tan holgadamente establecido que, en su casa, hay hasta un retrato del hidalgo. Es del Greco. Azorín describe detalles y concluye: “Sus ojos están hundidos, cavernosos, y en ellos hay –como en quien ve la muerte cercana—un fulgor de eternidad.” Visión probablemente inspirada en la copia del autorretrato del Greco que Azorín tenía frente a su pupitre de escritor en casa (13).

El episodio del hambre en “Lo fatal” proviene de la novela matriz porque es una realidad que nunca cambia. Lo que Azorín traduce del autorretrato del Greco es una visión calderoniana del mundo: “La vida no es más que la representación que tenemos de ella”. Ortega y Gasset afirmaba que su visión del mundo es plástica donde la realidad sólo parece a través de una interpretación artística. Si Galdós cincelaba la vida, Azorín la pinta y la vida existe como en los cuadros, pero desprovista de toda existencia. Azorín se aferraba a la belleza de lo inmediato y a la importancia del detalle. Por eso Ortega definió su arte como “primores de lo vulgar”.

La Celestina, obra también rescatada del olvido por Azorín, se traslada en Castilla al cuadro titulado “Las nubes”. Calixto y Melibea se han casado y tiene una hija que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Calixto está en el solejar, absorto, con la mejilla reclinada en la mano. Sobre él pasan las nubes “que nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad”, sensaciones que entenderemos enseguida. De pronto aparece un halcón, y tras él un mancebo que llega ante Alisa y empieza a hablarla. Calisto adivina sus palabras. Vivir es ver volver ha escrito Azorín. La vida es intemporal por la acción del eterno retorno. Pasaron diez años para el escudero entre Toledo y Valladolid y dieciocho entre los encuentros de Melibea y Alisa en “Las nubes”, pero se trata de un detalle cronológico que importa poco.

Elabora el cuadro “Una ciudad y un balcón” como si dispusiera de un catalejo. Azorín ve e incorpora al Cid, a la Constanza de La ilustra fregona cervantina, a Fray Luis de León, etc., a su propia literatura. En “Una flauta en la noche” se repite la misma escena en 1820, 1870 y 1900; el niño es el viejo y el viejo el niño. En “Una ciudad y un balcón”, se contemplan diversos acontecimientos de la historia de España, se escuchan los romances de Blancaflor y del Cid, está el renacimiento, podríamos ver a la Celestina y a Lázaro deambulando por las calles…

En Castilla el tiempo transcurre como a cámara lenta porque es un tiempo personal, casi inaprensible y da vueltas, yendo y regresando como el agua en “Cerrera, cerrera” o la lucecita roja del tren. Hace infinito el paseo de un solitario. Eterniza una puesta de sol. A veces tiene tintes dramáticos. Han pasado veinticinco años desde la boda de Constanza, bien instalada en Burgos, y decide viajar a Toledo. Pero sólo queda una testigo de sus años mozos, la Argüello, ahora sorda, ciega y carente de memoria. El tiempo en Azorín no es una sucesión de minutos sino de momentos. Ortega acertó al decir en su ensayo sobre Azorín: “Como con unas pinzas sujeta Azorín ese mínimo hecho humano, lo destaca en primer término sobre el fondo gigante de la vida y lo hace reverberar al sol(14).

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NOTAS.:

(1) Me refiero a Leo Livingstone, Carlos Clavería, Pilar de Madariaga, Manuel Granell, Miguel Enguídanos, Marguerite Rand, Heinrich Denner, Robert E. Lott, Anna Krause, José Mª Valverde o Luis Rico Navarro entre otros muchos.

(2) José Ortega y Gasset, Ensayos sobre la Generación del 98, Alianza, 1989

(3) E. Inman Fox, Ideología y política en las letras de fin de siglo (1898), Col. Austral nº A 72, Espasa-Calpe, 1988

(4) Fox, op. cit., Ver el ensayo “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín”, pp- 121-155 y, en concreto sobre la influencia de Nietzche, la p.150

(5) Ibid, p.122

(6) Ibid , pp. 129-131

(7) Ortega, op. cit., p .213

(8) Ibid., Véase “Primores de lo vulgar”, pp. 211-254

(9) Fox, op. cit, p.133

(10) Ibid, p.133 y Ortega, op. cit., p.222-226.

(11) Ibid, p. 135

(12) Ibid, p. 139

(13) Azorín, Castilla, Losada, Buenos Aires, 1958, p.105. José Luis Bernal, recuerda que Azorín tenía el autorretrato del Greco frente a su pupitre, y que su entusiasmo por el Greco fue enorme entre 1901 y 1916 ; léase su curioso trabajo “Azorín, pintor de libros y escritor de cuadros” Azorín 1904-1924. III Colloque International, Pau-Biarritz , Université de Pau et Des Pays de L’Adour , editado por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1996, pp. 53-66 Se puede encontrar en Google.

(14) Ortega, op. cit, p.215






viernes, 9 de marzo de 2012


VAIVENES DE LA NOVELA ESPAÑOLA
EN CASTELLANO Y DE SUS LECTORES ENTRE
LOS AÑOS VEINTE Y LOS SETENTA DEL S. XX



La novela aún disfrutaba del favor de los lectores al llegar los años veinte del siglo pasado. El triángulo autor, editor y público parecía firme. La relación del lector con los poetas no era tan sólida porque las torres de marfil elevadas por el modernismo no siempre fueron accesibles para el vulgo municipal y espeso; la poesía se había orientado al cultivo de las minorías, la inmensa minoría de la que habló Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo, los modernistas que escribían novelas conectaron con el lector porque siguieron la dirección social marcada por Rubén Darío en el relato titulado “El fardo” en Azul que narra la historia trágica de una familia de obreros portuarios de los muelles chilenos. Mientras la poesía volaba y se alejaba, la prosa modernista se apegaba a la realidad de unas sociedades que se debatían entre la tradición campesina y los hervores de la sociedad industrial –tardía para nosotros-- que extendía los límites de la injusticia social.

El éxito de la llamada Generación de 98 había radicado en rehuir el relato puntual de la guerra con los Estados Unidos dedicándose a la sociedad española resultante, sus problemas intrahistóricos y socio-políticos que afectaban, sobre todo, a once millones de personas analfabetas en una población de veintiún millones hacia 1920.

La novela noventayocho perdió fuelle al irrumpir la llamada Generación de 1914 porque, entre otras cosas, entendía el arte de novelar de manera diferente. Se evidenció en la polémica entre José Ortega Gasset, notable pensador y escritor de capacidad metafórica, y Pío Baroja, el mejor novelista de España tras el fallecimiento de Galdós.

Ortega venía ocupándose de Baroja desde 1910 y lo hacía reconociendo su estatura creadora. En trabajos como “Observaciones de un lector” publicado en La Lectura en 1915 e “Ideas sobre Pío Baroja” incluido en El espectador (1916) había espigado como pocos en la obra del vasco, pero, sugestionado por la obra de Marcel Proust y los impresionistas franceses, consideró que la pluma de Baroja, aun con todas sus excelencias, era vieja. Por ello, le aconsejaba alejarse del realismo caduco y cambiar de estilo.

Para Ortega, habían existido dos tipos de literatura desde la Edad Media, la de los nobles y la de los plebeyos. La primera era la literatura irrealista que construye “un mundo de realidades levantadas, estilizadas, en bellas y fuertes formas”; la de los plebeyos era una literatura realista, esencialmente crítica, rencorosa, pesimista, donde campea el pícaro –o el golfo- cuya realidad el autor copia “con fiero ojo de cazador furtivo”. Para Ortega, Baroja caía de este lado; le veía capaz de escribir sólo novelas de estirpe picaresca, y achacaba el escaso equilibrio estético de sus novelas al excesivo subjetivismo.

Ortega concebía la novela como un género moroso de acción y peripecia mínimas, totalmente focalizada en escasos personajes bien perfilados. La novela que se debía escribir era semejante a la vida provinciana, de horizonte pequeño, de vida hermética. Para Ortega una novela que se escribía con intenciones morales, políticas, filosóficas, simbólicas o satíricas, nacía muerta a no ser que todo quedara desvirtuado y retenido por el acontecer novelesco.

Baroja rebatiría el concepto orteguiano de novela en La caverna del humorismo (1918) y en el prólogo a La nave de los locos (1925). No aceptaba que la literatura de los nobles fuese también noble en el sentido estético o que la de los plebeyos tuviese necesariamente que ser plebeya en la acepción de abyección o bajeza. Baroja salió en defensa del tema moral sobre el principio estético. Y por supuesto, la consigna de que la novela fuese hermética como la vida provinciana le parecía un disparate.

Para Baroja la novela era un saco donde cabía todo. Lejos de hermética debía ser porosa, abierta a cualquier aire de dentro o de fuera. Afirmaba que, al novelar, la mayor dificultad estribaba en la invención de los caracteres y lo más importante consistía en imaginar y fantasear.

Los novelistas jóvenes de los años veinte tenían dos caminos a seguir, el del realismo defendido por Baroja – eso sí, como en la novela picaresca o en los escritores rusos de finales de siglo- o el del estilismo nuevo sustentado por Ortega. Y la mayoría de los jóvenes, atraídos por lo escrito en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), prefirieron seguir el camino del pensador. Además, el experimento deshumanizador de la novela española se producía a la par que en otros pueblos de Europa, lo que abatía el tópico de los frutos tardíos que Menéndez Pidal había colgado como caracterizador de la literatura española de siempre.

Sin embargo, la consecuencia inmediata del cambio de ruta fue el divorcio entre los nuevos novelistas y buena parte del público. Al lector tradicional le resultaba difícil entender los relatos vanguardistas de Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas, la aventura espiritual del soldado Arenas en Cazador en el alba (1930) de Francisco Ayala o el viaje parabólico y mental del oficinista que protagoniza Fin de semana (1934) de Ricardo Gullón.

El alejamiento del lector de novelas sucedía cuando se estaba próximo a doblar el cabo de la Guerra Civil. Un fenómeno inverso acontecía con los poetas. La Generación de 1927, gongorista y amiga de los ismos, cobijaba poetas dispuestos a que sus poemas llegasen al lector tuviese el nivel que tuviese. Así, el Romancero gitano (1928) de Lorca y la poesía de Alberti o de Miguel Hernández conectaron con un público entusiasta que les siguió y llegó a escucharles en las plazas de los pueblos o a través de la radio.

El público se inclinaba hacia la novela plebeya y continuaba mostrando apego a los maestros del “98” aunque hubiesen perdido vigor; también se entretenía con Gómez de la Serna o se acercaba a las novela sociales y políticas de José Díaz Fernández (El blocao, 1928), Joaquín Arderius (Campesinos, 1931) y César Arconada (Los pobres contra los ricos, 1933). Mientras tanto, letrados e iletrados se habían aficionado a la radio y al cine, medios que proporcionaban nuevos y formidables contactos con la realidad y la fantasía.

La Guerra Civil tajó cualquier aspecto de la vida española. La mayoría de los novelistas que no sucumbieron en el torbellino se exiliaron y los que permanecieron silenciaron o soslayaron sus voces en una posguerra que se definió como la España del silencio.

La Generación de 1936 la formaron mayoritariamente soldados de Franco como Camilo José de Cela, Miguel Delibes, José María Gironella, Luis Romero, o de la División Azul como el último citado y Tomás Salvador, sumando a Torrente Ballester, Carmen Laforet o Ana María Matute. Ellos y otros no citados tuvieron un encuentro feliz con un público ávido por conocer lo acaecido desde el nacimiento de la IIª República, como si a pesar de haberlo vivido no lo hubiera visto.

La nueva generación no era homogénea, pero la tragedia vivida laceraba aún y los novelistas estaban dispuestos a desempeñar el papel de notarios. Un sello característico fue que los españoles se habían expresado con violencia y el lenguaje de la violencia –en sus múltiples formas-- estaría presente desde La familia de Pascual Duarte (1942) de Cela en adelante.

Lo dicho contrastaba de nuevo con los poetas del momento. Rosales, Leopoldo Panero y García Nieto se habían hecho celestialistas, garcilasistas, y su escapismo de la realidad no atraía el entusiasmo de un público que, si acaso, les oía en Radio Nacional o en los actos oficiales.

La Generación del 36 convivía con los viejos maestros del 98 como Baroja, Benavente y Azorín recién exaltados en un libro de Pedro Laín. Su supervivencia convenía al régimen porque poseían mayor estatura conjunta que los escritores del exilio. Pero el viejo Azorín escribía artículos de cine para el ABC y acudía silencioso a ocupar un sillón en el Ateneo madrileño por las tardes, Benavente embobaba con comedias de canastos y flores, y Pío Baroja publicaba seis tomos de Memorias y algunas novelas aceptables como El caballero de Erláiz ( 1941) o El hotel del cisne (1946), acogiendo en su casa una tertulia por la que caían jóvenes como Cela y hasta Juan Benet. La Generación de 1936 no fue parricida; los novelistas inmediatamente anteriores habían cruzado frontera y, como suele ocurrir, los nietos se parecían a los abuelos.

Ahora bien, la Generación de 1936 no podía llegar lejos porque la componían escritores que en su mayoría no manifestaron un antagonismo serio hacia el régimen político y porque ese mismo régimen les prohibía ir más allá de lo debido amordazándoles a través de la censura. Lo resaltable fue la vuelta a un realismo que volvió a conectar novela y lector. Sin embargo, la mayoría de los novelistas fue hundiéndose en el olvido y sólo Cela, Delibes y Matute han sobresalido gracias a su valía y al interés internacional que despertó su obra. Por su parte, el exilio tragó a casi todos los novelistas que se fueron. Los que regresaron tuvieron un reconocimiento efímero y sólo Ramón Sender y Francisco Ayala han ocupado un lugar relevante.

Mediados los años “50” surgió una nueva hornada de novelistas al destaparse Rafael Sánchez Ferlosio quien, alejado del realismo tremendista o subjetivista de la Generación de 1936, aportaba novedades importantes en el empleo del punto de vista narrativo, las técnicas creativas y la utilización del lenguaje; curiosamente, algunos le estimaron aburrido porque no entendían las novedades que aportaba. El Jarama (1955) se convirtió en una de las cuatro grandes novelas de la posguerra -- la primera habría sido La colmena (1951) de Cela, la tercera Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín Santos y el gran amigo de éste, Juan Benet, firmaría la cuarta, Volverás a Región (1967)

Tiempo de silencio (1961) sustituyó el lenguaje realista por el metafórico o neologizante – actitud parecida a la que Joyce y Faulkner tuvieron en su día. Asimismo, Martín Santos empleó la ironía y la parodia para acentuar o mitigar el ácido vitriólico que empleaba al urdir el relato. Su gran pecado fue poner en solfa a Ortega y Gasset --personalidad que aún dominaba entre los intelectuales de época— y definirle como el macho cabrío, el gran matón de la metafísica haciendo sorna del famoso discurso de "La manzana". La mafia orteguiana de aquellos años rebrincó e hizo un vacío al novelista que su muerte temprana amplió.

En tiempo escaso se popularizaron los novelistas antes citados, y Ana María Matute --que siempre plantea la duda de si pertenece a esta generación, la anterior o la que viene--, Juan Goytisolo, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano, Juan Marsé, Grosso, Martín Gaite, Luis Goytisolo y otros que animaron los corrillos literarios, se disputaron los premios y la fama, atizaron polémicas en las revistas literarias e interesaron a un público que compraba novelas como nunca desde 1942. Se trataba de una generación que, a diferencia de la anterior, mostraba un abierto antagonismo hacia el franquismo y tuvo reconocimiento en el exterior.

De esa generación hoy mantienen estatura la eterna Ana María Matute escribiendo literatura fantástica o infantil, Juan Goytisolo dedicado a elucubrar sobre la política más que a escribir novelas y el incombustible Juan Marsé, impertérrito en su quehacer novelístico.

Punto y aparte para los escritores no burgueses que se preocuparon del mundo obrero y sus penalidades. Cito a Antonio Ferres (1924), Armando López Salinas (1925) y Juan Eduardo Zúñiga (1929), cultivadores de una novela social muchas veces clandestina que fue perseguida sin ambages por el régimen de Franco al considerarles como muy peligrosos -- a Ferres se le prohibió publicar Al regreso del Boiras (1961) y Los vencidos (1964). La novela redonda de esta corriente social sería Central eléctrica (1957) de Jesús López Pacheco (1930), uno de los escritores más importantes de esos años junto al más tardío poliautor Manuel Vázquez Montalbán (1939), cuyo talento era inmenso y en su inmensidad se desperdigaba.

Si El Jarama de Ferlosio abrió el portón de la Generación de 1950, se cerraría con otra novela de Juan Benet, Volverás a región (1967). Del experimentalismo faulkneriano se pasó a una busca --que llegó a ser desenfrenada-- de nuevas formas expresivas incluidas las generadas por la nouvelle vague francesa, a pesar de que en un principio se pretendió mantener un compromiso básico con el realismo para no divorciarse del público.

Pero el editor español tardó poco en dar cobijó y promocionar a la nueva literatura hispanoamericana. Sus protagonistas llegaron en tromba y el negocio editorial continuó a salvo porque el lector español contribuyó entusiasta al recibimiento. El éxito se atribuyó sobre todo a lo exótico de sus creaciones, si bien, el acontecimiento invitaba a recordar lo sucedido siglo y medio atrás, cuando la llamada novela americana llegó a España en pleno romanticismo y El último mohicano de F. Cooper entusiasmó a Espronceda.

El alejamiento del público respecto de la novela española de esos días --mientras profesores y estudiantes se dedicaban fervorosos a analizarla aunque más a la hispanoamericana-- tuvo varias causas destacando un experimentalismo que llegó a contagiar a escritores como Delibes y Torrente Ballester, pero también se debió a la fuerza de una cinematografía que afinaba mejor la pintura de la dolce vita burguesa, la reiteración en el retrato de la abulía generacional cuando muchos españoles se despellejaban en busca del pan o corrían a coger el tren para emigrar a países europeos. Nuestros escritores fueron tachados de burgueses de pensamiento anti-burgués, aunque al igual que los realistas de generaciones anteriores sólo retrataban la clase que conocían mejor.

Los planes de estabilización y desarrollo a partir de 1959, el turismo y el ocultamiento del paro obrero mediante la emigración, produjeron una especie de milagro económico que encauzó la sociedad hacia el consumismo. La clase media dejaba de ganar sueldos de obrero y aspiraba a una cierta afluencia aunque fuera tan irrisoria como poseer un Biscuter o un Seat 600. Con la naciente industria surgía el obrero especializado. Los campos se vaciaron para aumentar el proletariado urbano. El albañil, hasta entonces paria social, veía un cierto horizonte en el auge constructor en pueblos y ciudades playeras. Hasta los gitanos eran empleados por el gobierno como trabajadores a destajo en la construcción de carreteras.

Ante una España entregada al materialismo capitalista afluente, el novelista español denunció, pero se fue desorientando. Los acontecimientos sociales se sucedían demasiado aprisa para ser digeridos, y el laurel quedaba para los que sabían aprovechar los titulares del día como Ángel María de Lera (1912) narrando la épica del emigrante español en Alemania en Hemos perdido el sol (1963) o los derroteros del turismo en Torremolinos Gran Hotel (1971) de Ángel Palomino.

Los novelistas de estirpe literaria prefirieron la literatura encrespada o intimista, pero ninguno era capaz de superar a García Márquez, Rulfo, Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz, Asturias, etc., etc., que se habían impuesto en Seix Barral y otras editoriales que les apoyaban. Lo que sucedió después, el agotamiento del boom, facilitó la aparición de una nueva hornada de novelistas, la de Javier Marías, Azua, Mendoza, Molina Foix, Cercás, Millás, Álvaro Pombo… Pero esa es otra historia.

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Notas.:
i.- Véase la Entrada de este blog En España, leemos, del viernes 18 de abril de 2008.
ii.- Pedro Laín Entralgo, La generación del 98, Austral, Madrid, 1945
.iii-Luis Martín Santos, Tiempo del silencio, Seix Barral, Barcelona, 1984, pp.153-161


viernes, 24 de febrero de 2012


EL PARAÍSO DE RAMIRO



Sobre las cuatro de la madrugada Ramiro despertó, se acomodó los lentes y, conforme a los ritos de pasados insomnios, se disponía a continuar la lectura del Diario de un seductor de Kierkegaard cuando oyó un suspiro muy cerca. Había olvidado la presencia de Herta, aquella sombra arqueada en su mismo lecho.

Se sonrojó. Dejó el libro tímidamente en la mesilla. Levantó el rebozo de las sábanas y deslizó los ojos sobre la mujer que dormía a su lado. Se sonrojó más al sentir el placer íntimo de explorar sin ser contemplado. Contó seis lunares caprichosamente distribuidos por aquella espalda hermosa.

Tuvo la temeridad de alzar el rebozo aún más y su mirada penetró como un rayo acoplándose a las suaves, atrayentes angulosidades de la muchacha hasta alcanzar sus tobillos. Herta, como si hubiera recibido el flujo de una descarga, se estremeció un poco.

Ramiro empezó a respirar con dificultad. La humedad que despedía aquel cuerpo le desasosegaba. Sintió que crecían motitas de sudor sobre su labio superior, en las sienes, en sus manos. Ramiro alzó el rebozo todavía más y, echándose a su izquierda sigilosamente, vislumbró nuevos horizontes a los que apenas llegaba la lamparilla de noche.

Recordó una tarde de agosto, siendo adolescente. La jovencísima muchacha de la casa de sus padres dejo de planchar, vino a su lado y bisbiseó a su oído: “¿Sabes que tengo un huerto en mi cuerpo?” Y mientras él aguardaba sensaciones reveladoras, ella levantó la falda del uniforme y se lo enseñó. Ahora veía montañas en el cuerpo de Herta, adivinaba las grutas que exploró tiempo atrás y aquella pradera que le invitaba a ser recorrida con inocente libertad hasta el hontanar del agua callada donde llenaba el cántaro de su corazón.

Ramiro tenía el dedo anular de su mano izquierda peregrinando por el aire entre los seis lunares cuando se detuvo. Herta se daba la vuelta y le sonreía desde la veladura del sueño. Ahora la tenía frente a frente y sólo cabía mirar.

Herta le quitó el libro, los lentes, y los puso cuidadosamente sobre la mesilla. Luego alisó la almohada para que él hundiera la cabeza con comodidad. Ramiro escuchó algunas palabras que no entendió. Sus ojos miopes se fueron abotargando.

Tardó muy poco en llegar al borde del bosque. Se entretuvo mirando las aves que revoloteaban en la altura y a las pequeñas criaturas de pies ardientes que jugaban entre los árboles.


Ramiro reposaba antes de adentrarse en busca del paraíso en el bosque. Observó que tres tórtolas descendían y posaban en la rama de un nogal mirándole. Una llevaba un lirio blanco en el pico, la otra un jazmín que movía con delicadeza, y la tercera una rosa roja.

Ramiro admiraba conmovido la belleza del cuadro cuando sintió un rumor a su espalda. Provenía de una columna de hombres que se aproximaban llevando un hacha al hombro. Reconoció con disgusto a los seres que de tiempo en tiempo talaban algunos de los árboles que embellecían el bosque.

Cuando llegaron a su altura, uno de ellos se aproximó. Viendo a Ramiro entristecido y, como si adivinara el motivo de su malestar, le tranquilizó: “El bosque nos lo da todo. Cobijo y sombra cuando la necesitamos. Comemos sus frutos. Sus ramas alimentan el fuego que nos abriga en los inviernos y nos proporcionan armas para nuestra defensa. Con los pocos árboles que talamos hacemos vallas para proteger nuestros huertos y los que permanecen sirven para ocultarnos cuando los funcionarios y soldados del rey nos persiguen para que paguemos nuevos tributos. Pero tenemos que hacer esa tala para mirar al cielo y leer sus señales divinas. Incluso ver al Supremo si es posible porque le necesitamos”.

Ramiro había escuchado atentamente. Luego se atrevió a decir: “¿Acaso no sirve esta maravillosa pradera donde estamos y desde la que podéis ver al Supremo si Él quiere veros o dejarse ver? ¿Por qué motivo razonable taláis el bosque cada poco tiempo?”

Aquellos seres se miraron entre si y no supieron responderle. Entonces Ramiro vio una yegua que pastaba en las proximidades. Corrió hacia ella, montó y partió aprisa adentrándose en el espacio luminoso de la pradera. Cabalgaba solo, pero no seguía la senda de los solitarios. Olía a lirios, jazmines, y rosas y le hubiera gustado que se convirtieran en miel y probarla. Ramiro tenia los sentidos tan embriagados que reconoció al paraíso en aquella pradera, el mismo paraíso del que provenían los taladores, aunque ignoraban de dónde venían.


Fue entonces cuando Herta dejó en sus labios un beso largo, tierno y húmedo. Ramiro abrió los ojos y susurró: «Tu talle, como la palmera; tus pechos, como los racimos» y Herta, que conocía bien el Cantar de los cantares, musitó conmovida: «Como un manzano entre árboles silvestres es mi amado entre los jóvenes. A su sombra deseada me senté y su fruto fue dulce a mi paladar».

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jueves, 9 de febrero de 2012


TRES CANTARES DEL BURBIA


 
DECIRES


Monte suave monte suave…

mozuela que sube

no vuelve

torcaces y zuritas

lo saben

susurran los álamos por Vilela

no vuelve

y las espadañas del Burbia…

¡que no vuelve!

 
 
SOMBRA DEL MARTÍN PESCADOR


De tus sendas me habla el viento

vihuela loca que te aleja

A la vera del río

 las espadañas y la luna

cruzan aceros

Se fue la tarde sobre el Burbia

Pescaba el ave



CANTAR




Del río que canten

la mejor historia

del valle que riega

Que sueñan las mozas

el mejor marido

y el mejor marido

la mejor de las mozas

Que el amor susurra

entre los almendros

Que acarician los vientos

las uvas negras
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de los sarmientos

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martes, 24 de enero de 2012


La película NINE
(O cómo no hacer un remake)



En los años recientes se han estrenado versiones nuevas de películas clásicas --a veces ni siquiera añejas-- que no siempre lograron suplirlas; por ejemplo, el remake excelente que hizo Polanski de Oliver Twist no superó la interpretación ni la economía artística de la película muda original.

Nine se estrenó en diciembre de 2009, costó algo más de ochenta millones de dólares, pero tan sólo recuperó un tercio de lo invertido hacia la mitad del año siguiente. Pese a la propaganda abrumadora, las nominaciones al Oscar, las actrices rutilantes del repertorio y un director que había dirigido una cinta magnífica, Chicago, resultó un fracaso, al menos, si nos atenemos a las expectativas que despertó.

Nine se basaba en un musical del mismo título de 1982, y ambas en la película 81/2 (Otto e mezzo, 1963) que Federico Fellini así tituló por haber rodado siete películas y algún corto con anterioridad.

Versiones musicales de grandes obras se hicieron en el pasado, por ejemplo, el Don Quichotte (1933) de G.W. Pabst interpretado por Chaliapin, pero también hubo dislates como El hombre de la Mancha (Man of La Mancha, 1972) de Arthur Hiller, icono de un musical-fracaso que debió recordarse cuando Nine fue concebida como película, sobre todo al elegir guionista, actores y actrices para hacer de protagonistas.

Cuando Fellini rueda 81/2 había celebrado sesiones de psicoanálisis con Ernst Bernhard y, según cuenta San Stourdzé, descubierto “a Jung y sus teorías sobre el análisis de lo sueños y el concepto del inconsciente colectivo”. Se trataba de nuevas experiencias que le permitieron penetrar en su subconsciente y reflejarlo en el personaje interpretado por Mastroianni.

Para ejemplificar esa introspección llevada a cabo desde una memoria personal que generaba visiones de todo tipo, sirven las palabras que Fellini empleó casi veinte años después para explicar una escena de La ciudad de las mujeres (1980) a su amigo George Simenon: “Estos días estoy rodando las secuencias que de forma genérica denomino “las visiones” de un largo viaje, una caída en suspensión de un protagonista que se desliza por un tobogán en espiral, desaparece, reaparece y vuelve a sumergirse en la deslumbrante oscuridad de su mitología femenina” . No es que Fellini estuviese en éxtasis a causa del LSD. Lo probó una vez después,  en 1965,  atendido por un equipo de médicos que le inyectó la droga y registró sus experiencias aunque Fellini jamás quiso escucharlas.

Sabemos que Fellini --como hacen los grandes poetas—rodaba la misma película una y otra vez modificando sólo plano y circunstancia. Su obra cinematográfica fue una constelación de autobiografías interiores persiguiendo el arte a través de obsesiones eróticas, fantasías sexuales y flash de memoria súbitos. En Fellini todo es plástico, expresivo, pero sobre todo visionario. Otto e mezzo parece una suma dislocada de imágenes, pero parte de un argumento simple: el director Guido Anselmi busca y encuentra la inspiración para una nueva obra a través de fantasías oníricas. A Fellini le saltaban de la cabeza y las filmó en 81/2.

La nueva versión de una película dista del modelo lo que el propósito del nuevo realizador respecto del anterior. La peripecia del protagonista se elaboró mediante los mecanismos del arte en la película de Fellini, pero el director Rob Marshall no lo hizo así. Sin duda mal llevado por los nuevos guionistas, intentó traducir las imágenes del film del italiano o, si se quiere, los demonios que suponía en su colega; el resultado fue un remake desorientado. Además, utilizar el título Nine (nueve) como  sumándose al listado de películas de Fellini parece un chiste o una broma pretenciosa.

Se dice que Fellini autorizó la imitación de Nine a condición de que su nombre no figurase en el título ni en la lista de sus personajes. Hizo bien. Su Guido Anselmi de 81/2 resultó un retrato inimitable para el Guido Contini de Nine. Daniel Day-Lewis aparece en escena con aspecto parecido al que tenía en Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007) y, casi sin cambiar de atuendo, se transforma en un latin lover lejanísimo al modelo que Fellini y Mastroianni habían patentado. Por mucho que Day-Lewis mariposee entre musas o mujeres míticas o carnales o circule por la Anguillara Sabazia o por las calles de Roma en un deportivo diminuto --parece un Alpine que provoca la risa debido al tamaño del actor--, sus cogitaciones atormentadas llegan al espectador con la fuerza desvaída de un eco.

El abanico de estrellas en Nine parecía rutilante, pero como sucede en ocasiones, las varillas del abanico se superponen y unas estrellas tapan a otras por mucho que las pintaran por igual en la tela de la propaganda.

Nicole Kidman es Claudia y hace de musa. Está siempre en la distancia, como una gemela de la estatua neoyorquina de La Libertad. No vislumbra rasgos humanos u oníricos, aunque sí toneladas de ropaje. Refleja muy bien a la musa del guión desgalichado de la película.

Parecida inexpresividad aporta Sofía Loren, a quien le va quedando muy poco de Sofía y menos de Loren por culpa de ese guión que olvidó programarla para actuar. Su papel de mamma proporciona una estampa hierática, semejante a la de un bloque de mármol blanco de Carrara.

Gran papel habría sido el de Judi Dench haciendo de Lilli si sus consejos se dirigieran a un actor diferente de la personalidad rústica que adorna a Daniel Day-Lewis.

Dos actrices destacan sobre las demás, la francesa Marion Cotillard haciendo de Luisa Contini, la esposa, y nuestra Penélope Cruz; ambas salieron indemnes del guión. La primera pone sentido en la interpretación y timbre y claridad de voz en el canto; con todo, el papel le impidió llegar tan lejos como en La Vie en Rose.

Hacemos punto y aparte para Penélope. El guión pedía que Carla, como amante de Contini, realizara un bailable erótico en paños menores achuchando una soga no sabemos si para representar su situación desairada, las visiones del protagonista o con fines simplemente comerciales; sin embargo, nuestra actriz se marcó un bailable lleno de arte, energía y sensualidad en paños menores ribeteados de encajes y abalorios como para dejar bizco al espectador y de lo más revuelto, esté sentado en un sillón del patio de butacas o ante el televisor. Lo mismo debieron sentir quienes la nominaron al Oscar de 2009; su escena salvó unos metros de la película de manera parecida a como Rita Hayworth salvó a Gilda en su día.

El comentarista cinematográfico del Chicago Sun-Times, Roger Ebert, afirmó que Nine también era anodina como musical; no tiene ninguna canción sobresaliente, ninguna sobrepasa la música típica de Broadway a excepción del Finale de Maury Yestin que recuerda el de Rota para la película de Fellini.

Si algo bueno puede alabarse de esta película --al margen de la interpretación de las actrices Cotillard y Cruz-- es su banda sonora, tan limpia que puede recomendarse como magnífica para practicar el inglés.
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NOTAS.:


i.- Lo escribió Sam Stourdzé en el texto Fellini o la fábrica de las imágenes del folleto de la Exposición Federico Fellini, El Circo de las Ilusiones patrocinada por la Obra Social de La Caixa - Fundación La Caixa presentada en Madrid, 1910, de la que fue Comisario.

ii.-Op. Cit., págs. 8-9.

iii.- Roger Ebert, “Nine”, Chicago Sun-Times, 23 de diciembre de 2009

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lunes, 9 de enero de 2012



BAGATELAS DE OTOÑO de Pío Baroja


¿Escribió Baroja libros prescindibles? Si hablamos del creador, seguro que no, pero si nos referimos al escritor profesional, pudiera ser, sobre todo cuando al final de su vida tenía poco nuevo que contar, la imaginación casi se había esfumado, se copiaba a si mismo …

Baroja se había quejado con razón de lo triste que resultaba ser viejo y estar obligado a escribir para comer –“el español no puede vivir de sus libros… Ese oficio no existe(1) -, y eso que él era de coger el dinero y tirarlo en el fondo de un armario donde lo más apreciado estaba en las estanterías de arriba: las tartas y dulces que le obsequiaban en sus celebraciones y guardaba para él como si fuera un niño.

Bagatelas de otoño (1949) fue el titulo del séptimo y último volumen de las Memorias que Baroja agrupó bajo el encabezamiento Desde la última vuelta del Camino. En el prólogo --“Explicación a una dama”-- afirma que “marcha en estos últimos libros de recuerdos a la deriva” y que las historias y anécdotas que cuenta “son pequeñeces” que dieron título al libro por su escaso valor, por escribirlas durante el otoño y, como colofón, grita “¡Viva la bagatela!”, el tópico también utilizado por algunos de sus compañeros de generación (2).

También justifica sus Bagatelas recordando una frase de Mérimée: “De la historia no me gustan más que las anécdotas” y por eso lo califica como libro donde hay “muchas anécdotas oídas; otras, contadas y pocas leídas”. Cerrando el prólogo, redefine la obra como “fuegos de artificio de aldea”, final de fiesta que “no sé si servirá para pasar el rato. Si sirve para eso, es bastante. Está uno viejo y gagá con poca fibra”.

La primera parte de Bagatelas de otoño se titula “Frases y Anécdotas” que hasta pueden ser de otros, aunque transcripción e intencionalidad sean suyas. A Baroja le había hecho gracia el libro de Salvador María Granés Calabazas y cabezas, más que el de Manuel del Palacio Cabezas y calabazas y no duda en copiar semblanzas de éste y caricaturas del primero. Habla mucho de literatura, de política, de autoridades como Aristóteles de quien, con intención probable, recoge esta frase que el filósofo dirigía a sus discípulos: “Amigos míos… no hay amigos”.

Introduce novedades, por ejemplo, comentarios solapados sobre algunos escritores; habla del vert galan, del historiador que “a lo último se dedicaba al alcohol más que a otra cosa” y del periodista cófrade de lo mismo; podríamos aventurar nombres, pero con riesgo de equivocarnos.

La segunda parte se titula “Periodistas, cómicos, médicos y otras gentes” y contra la presunción inicial de que entramos en uno de los territorios barojianos favoritos --a juzgar por obras pretéritas--, leemos páginas y páginas sobre personas no muy acreditadas que tuvieron momentos de gracia o sin ella. Suponemos que vienen al libro trasladando chismorreos, rumores y chascarrillos más o menos utilizados entre la gente de la época. Los nombres más conocidos son los del vizconde y novelista Ponson du Terrail, el médico y catedrático Letamendi, el psiquiatra don José María Esquerdo, el político Manuel Ruiz Zorrilla y hay muy breves referencias a Dickens y Unamuno.

La tercera parte se titula “Vasconia” y trata de las fantasías lanzadas sobre el vascuence y los vascos partiendo del axioma de que los vascos pasan por ser fantasiosos y confusos. Escribe sobre las lamias, gentes de caserío con nombre o sin él, poetas aldeanos, contrabandistas, los chapelaundis del Bidasoa y de la diplomacia vasca. Hay historias anónimas entretenidas, sucesos que acaecieron a José María Iparraguirre y a don Serafín Baroja. Son páginas donde aflora el sentimiento de la tierra aunque se vislumbra que al narrador le falta vitalidad.

En la cuarta parte, “El autor visto por los amigos”, recoge opiniones, artículos sobre él y anécdotas en las que Baroja circula de la primera a la tercera persona proyectando un poliedro de su personalidad tan variopinto como uno logre imaginar.

La quinta parte se titule “Música”. Opina sobre la ópera –era aficionado a Verdi en especial—, de la música española --salva a Barbieri, Gaztambide, Caballero y a Chueca--, de la música popular vasca y concluye enumerando los bailables de la época. Baroja presenta un cuadro de la música de su tiempo.

La sexta parte se titula “Conversaciones en París. El año 39”. Destaca la opinión que le merecen los escritores franceses; salva a muy pocos -Balzac, Mérimée, Stendhal- y se declara entusiasta de Verlaine. Ni Anatole France, Clemenceau, Gide, Daudet, Pierre Benoit, ni la poesía de Mallarmé o de de Paul Valéry merecen gran cosa en su opinión. Luego opina sobre los escritores en lengua inglesa mostrando su ya conocida predilección por Dickens, Poe, Hardy, Stevenson, Butler, y juzgando de poco valor a autores del momento desde Thomas de Quincey a Wells.

Supone que el porvenir traerá sorpresas desagradables al superrealismo y, acerca del existencialismo, asegura haber leído a Sartre pareciéndole “amanerado y poco original”. Opina sobre Freud y pontifica: “En su teoría erótica, Freud no hace más que exagerar la nota vulgar” manifestando su descreimiento acerca del psicoanálisis -- nada extraño si recordamos que el vasco admiraba a Dostoievski y que Freud confesó que todo lo que sabía de psicología lo había aprendido leyendo al ruso.

Habla de más escritores; con disgusto acerca de Céline, aceptablemente de Julien Green mientras Kafka le “parece un Dostoievski muy en pequeño“. Tampoco aprecia la ironía ni las bromas de Max Jacob, pero muestra afecto hacia Jean Giraudoux porque ni padecía de autosuficiencia ni era petulante.

Hace un aparte para referirse a los hispanistas que conoció en París y subraya la grandeza y superioridad de Marcel Bataillon sobre los demás dedicando palabras amables para Juan Camp y Delpit.

Si a lo expuesto añadimos que también escribe y opina sobre Aragón, Elie Richard y Malraux etc., podemos concluir que Baroja estaba muy al tanto de la literatura del momento gusten o no sus opiniones. Sin embargo, en estas páginas rechina esa dosis de antisemitismo que ha existido en el ADN de generaciones de españoles y que en este libro asoma cuando los judíos iban a ser asolados por los nazis: “El judío en Europa lo único que puede ser en buenas condiciones es un científico” (…) ”En la política, en las literatura, en las artes, el judío fallará porque se siente perseguido y tiene que dar unas nota estridente y colérica"

De gran interés me parece la séptima parte, titulada “Siluetas femeninas”, porque aborda las relaciones de un Baroja ya mayor con el sexo opuesto. Incluye un retrato dedicado a Lulú, la muchacha que conoció siendo estudiante y que Baroja convirtió en la protagonista de una de sus mejores novelas: El árbol de la ciencia. (3) También sobresale el relato titulado “Una pequeña aventura” donde bosqueja retratos de mujeres que incorporaría al elenco femenino de sus novelas.

La octava parte del libro “Cartas de personas conocidas” revela que Baroja no desdeñaba las opiniones sobre él -- en este caso femeninas. Toma como excusa una selección de cartas de amigas o conocidas norteamericanas –dice haber convertido a alguna en personaje de Laura o la soledad sin remedio- y también de Gabriela, una chica francesa.

Las norteamericanas le resultan atractivas porque se adornan con liberalidad, gotas de locura y humor además de cierta coquetería. Pueden llamarle viejito, como Dolly, sentirse muy amigas, pero junto a la familiaridad y a veces irreverencia existe una distancia que marca la edad.

Con Gabriela, la chica francesa, la relación es diferente. Hay clase en lo que ella escribe, tanto en el modo de dirigirse a Baroja como al hablar de una guerra que está en el momento de la ocupación nazi de Francia. No existe la sensación de distancia y sí un sentimiento de amistad genuina que, seguramente, Baroja cultivó. La última carta es de julio de 1941. Y Baroja cierra diciendo “al leer estas cartas, me siento sorprendido y emocionado al ver que una muchacha joven ha podido interesarse por un hombre como yo, viejo, sin porvenir y sin posición”.

La penúltima parte del libro se titula “Cartas de desconocidas” sugiriendo que no fueron enviadas por amigas precisamente. Se trata de mujeres que se consideran circasianas, neurasténicas… Las hay también de una donostiarra y una madrileña. La visión que dibujan de Baroja es muy contraria a la del capítulo anterior y puede definirse como poco o nada afectuosa. Se nota que algunas poseen una cultura literaria sui generis y confunden los nabos con las polillas. Alarcón, Pereda y Pardo Bazán son para la neurasténica, “secos, duros, fríos y agarbanzados”. Baroja se lamenta: “Le juzgan a uno por su conducta, que no conocen y en cambio uno no puede juzgar a personas cuya conducta, buena o mala, ha sido pública. Es curioso. A un escritor hay que juzgarle por su obra mientras su vida no sea pública”.

Así llegamos al “Epílogo” que incluye un escrito ingenioso, “La zona templada”, de Clover Pritchart y un brevísimo “Diálogo entre un lector y yo”. Pritchart piensa que Baroja se asemeja a esa zona templada que existe en el centro de cualquier villa que se resiste a cualquier cambio de estación, zona que ha sido creada “a fuerza de constancia y de aislamiento, por un solo hombre: uno viejo ya, con aire helénico, entre fauno y filósofo”. Y culmina su visión romántica del escritor afirmando que esa zona templada creada por Baroja es “el último rincón del individualismo”. El pretendido diálogo con el lector revela que no tiene más proyectos literarios y que le importa un bledo la trascendencia de cualquiera de sus libros. Sobre los tomos que integran sus Memorias afirma: “Este volumen será el último”.

Al comentar la aparición de Bagatelas de otoño, Melchor Fernández Almagro publicó en el ABC de Sevilla (1949) lo siguiente: “Aunque declare que sus Memorias acaban en este volumen, nada tendría de extraño que las prolongase en otros, aunque se manifiesten en novela o ensayo. Lo autobiográfico campea en cualquier libro de Baroja(4). Baroja dio la razón al crítico en sus libros postreros, pero cumplió su palabra en cuanto a no ampliar los tomos que integran Desde la última vuelta del Camino. La familia lo hizo con volúmenes procedentes de las obras inéditas halladas en carpetas azules, marrones y grises en su casa de Itzea y que han aportado sobre todo luz y detalles sobre el pensamiento, inquietudes y vivencias de Baroja relacionadas con la Guerra Civil.

Volvemos a la pregunta inicial. ¿Publicó Baroja libros prescindibles? Alguien puede pensar que Bagatelas de otoño podría incluirse porque no ofrece muchas novedades al conjunto de su obra y, además, Baroja se copió a si mismo e incluso a otros, pero también se puede pensar lo contrario. Almagro comentó en el artículo citado: “luces de otoño bañan muchos paisajes y figuras” y, añado yo, rememoradas con una pluma cansada que escribía en días no muy felices. También en eso reside el interés del libro.


NOTAS.:

1.-  Pío Baroja, Bagatelas de otoño, (Madrid -Caro Raggio), 1983, p. 191


2.-  ¡Viva la bagatela! fue uno de los tópicos de la Generación del 98. Pablo Cabañas en “¡Viva la bagatela! (Examen de una expresión noventayochista)” AIH. Actas III (1968) y en Centro Virtual Cervantes (artículo que se puede consultar en Google) descubre que el tópico nació en el libro de de Lawrence Sterne A sentimental journey through France and Italy, (Londres, Oxford University Press), 1965, para luego resumir: “Todo parece indicar, pues, que Azorín fue entre los escritores modernistas y del 98 el padre español de la expresión "¡Viva la bagatela!". De Azorín pasaría primero a Baroja para convertirse en El mayorazgo de Labraz en compendio de las ideas filosóficas y sociales de Samuel Bothwell Crawford y después —el último de todos— a Valle-Inclán quien en la Sonata de invierno la consideraría resumen de toda la doctrina del Marqués de Bradomín.”Op. cit., pág. 159. Al final del estudio Cabañas dice: “El ¡Viva la bagatela! es una melancólica renuncia, una escéptica reacción natural ante el fracaso de una literatura de regeneración y de protesta. A la ilusión, al ímpetu, a la crítica constructiva, sucede en breve tiempo la desilusión, el cansancio, el escepticismo. A los hombres del 98, cada uno por su lado, no les queda más camino que apartarse de sus sueños juveniles, amar al olvido, es decir a la bagatela y refugiarse en su personal obra creadora” Op. cit., pár. 162


3.-  Al hablar de Lulú, Baroja emplea las mismas palabras que utilizó para describirla en El árbol de la ciencia según Javier Salazar Rincón en el excelente estudio “El autor en su doble: Don Pío Baroja y El árbol de la ciencia”, (EPOS-UNED, p. 282) que se puede consultar en Google. Salazar hace una larga demostración de cómo Baroja copiaba pasajes de sus novelas en las Memorias.


4 ABC de Sevilla, miércoles 4 de mayo de 1949, p. 7




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