viernes, 9 de marzo de 2012


VAIVENES DE LA NOVELA ESPAÑOLA
EN CASTELLANO Y DE SUS LECTORES ENTRE
LOS AÑOS VEINTE Y LOS SETENTA DEL S. XX



La novela aún disfrutaba del favor de los lectores al llegar los años veinte del siglo pasado. El triángulo autor, editor y público parecía firme. La relación del lector con los poetas no era tan sólida porque las torres de marfil elevadas por el modernismo no siempre fueron accesibles para el vulgo municipal y espeso; la poesía se había orientado al cultivo de las minorías, la inmensa minoría de la que habló Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo, los modernistas que escribían novelas conectaron con el lector porque siguieron la dirección social marcada por Rubén Darío en el relato titulado “El fardo” en Azul que narra la historia trágica de una familia de obreros portuarios de los muelles chilenos. Mientras la poesía volaba y se alejaba, la prosa modernista se apegaba a la realidad de unas sociedades que se debatían entre la tradición campesina y los hervores de la sociedad industrial –tardía para nosotros-- que extendía los límites de la injusticia social.

El éxito de la llamada Generación de 98 había radicado en rehuir el relato puntual de la guerra con los Estados Unidos dedicándose a la sociedad española resultante, sus problemas intrahistóricos y socio-políticos que afectaban, sobre todo, a once millones de personas analfabetas en una población de veintiún millones hacia 1920.

La novela noventayocho perdió fuelle al irrumpir la llamada Generación de 1914 porque, entre otras cosas, entendía el arte de novelar de manera diferente. Se evidenció en la polémica entre José Ortega Gasset, notable pensador y escritor de capacidad metafórica, y Pío Baroja, el mejor novelista de España tras el fallecimiento de Galdós.

Ortega venía ocupándose de Baroja desde 1910 y lo hacía reconociendo su estatura creadora. En trabajos como “Observaciones de un lector” publicado en La Lectura en 1915 e “Ideas sobre Pío Baroja” incluido en El espectador (1916) había espigado como pocos en la obra del vasco, pero, sugestionado por la obra de Marcel Proust y los impresionistas franceses, consideró que la pluma de Baroja, aun con todas sus excelencias, era vieja. Por ello, le aconsejaba alejarse del realismo caduco y cambiar de estilo.

Para Ortega, habían existido dos tipos de literatura desde la Edad Media, la de los nobles y la de los plebeyos. La primera era la literatura irrealista que construye “un mundo de realidades levantadas, estilizadas, en bellas y fuertes formas”; la de los plebeyos era una literatura realista, esencialmente crítica, rencorosa, pesimista, donde campea el pícaro –o el golfo- cuya realidad el autor copia “con fiero ojo de cazador furtivo”. Para Ortega, Baroja caía de este lado; le veía capaz de escribir sólo novelas de estirpe picaresca, y achacaba el escaso equilibrio estético de sus novelas al excesivo subjetivismo.

Ortega concebía la novela como un género moroso de acción y peripecia mínimas, totalmente focalizada en escasos personajes bien perfilados. La novela que se debía escribir era semejante a la vida provinciana, de horizonte pequeño, de vida hermética. Para Ortega una novela que se escribía con intenciones morales, políticas, filosóficas, simbólicas o satíricas, nacía muerta a no ser que todo quedara desvirtuado y retenido por el acontecer novelesco.

Baroja rebatiría el concepto orteguiano de novela en La caverna del humorismo (1918) y en el prólogo a La nave de los locos (1925). No aceptaba que la literatura de los nobles fuese también noble en el sentido estético o que la de los plebeyos tuviese necesariamente que ser plebeya en la acepción de abyección o bajeza. Baroja salió en defensa del tema moral sobre el principio estético. Y por supuesto, la consigna de que la novela fuese hermética como la vida provinciana le parecía un disparate.

Para Baroja la novela era un saco donde cabía todo. Lejos de hermética debía ser porosa, abierta a cualquier aire de dentro o de fuera. Afirmaba que, al novelar, la mayor dificultad estribaba en la invención de los caracteres y lo más importante consistía en imaginar y fantasear.

Los novelistas jóvenes de los años veinte tenían dos caminos a seguir, el del realismo defendido por Baroja – eso sí, como en la novela picaresca o en los escritores rusos de finales de siglo- o el del estilismo nuevo sustentado por Ortega. Y la mayoría de los jóvenes, atraídos por lo escrito en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), prefirieron seguir el camino del pensador. Además, el experimento deshumanizador de la novela española se producía a la par que en otros pueblos de Europa, lo que abatía el tópico de los frutos tardíos que Menéndez Pidal había colgado como caracterizador de la literatura española de siempre.

Sin embargo, la consecuencia inmediata del cambio de ruta fue el divorcio entre los nuevos novelistas y buena parte del público. Al lector tradicional le resultaba difícil entender los relatos vanguardistas de Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas, la aventura espiritual del soldado Arenas en Cazador en el alba (1930) de Francisco Ayala o el viaje parabólico y mental del oficinista que protagoniza Fin de semana (1934) de Ricardo Gullón.

El alejamiento del lector de novelas sucedía cuando se estaba próximo a doblar el cabo de la Guerra Civil. Un fenómeno inverso acontecía con los poetas. La Generación de 1927, gongorista y amiga de los ismos, cobijaba poetas dispuestos a que sus poemas llegasen al lector tuviese el nivel que tuviese. Así, el Romancero gitano (1928) de Lorca y la poesía de Alberti o de Miguel Hernández conectaron con un público entusiasta que les siguió y llegó a escucharles en las plazas de los pueblos o a través de la radio.

El público se inclinaba hacia la novela plebeya y continuaba mostrando apego a los maestros del “98” aunque hubiesen perdido vigor; también se entretenía con Gómez de la Serna o se acercaba a las novela sociales y políticas de José Díaz Fernández (El blocao, 1928), Joaquín Arderius (Campesinos, 1931) y César Arconada (Los pobres contra los ricos, 1933). Mientras tanto, letrados e iletrados se habían aficionado a la radio y al cine, medios que proporcionaban nuevos y formidables contactos con la realidad y la fantasía.

La Guerra Civil tajó cualquier aspecto de la vida española. La mayoría de los novelistas que no sucumbieron en el torbellino se exiliaron y los que permanecieron silenciaron o soslayaron sus voces en una posguerra que se definió como la España del silencio.

La Generación de 1936 la formaron mayoritariamente soldados de Franco como Camilo José de Cela, Miguel Delibes, José María Gironella, Luis Romero, o de la División Azul como el último citado y Tomás Salvador, sumando a Torrente Ballester, Carmen Laforet o Ana María Matute. Ellos y otros no citados tuvieron un encuentro feliz con un público ávido por conocer lo acaecido desde el nacimiento de la IIª República, como si a pesar de haberlo vivido no lo hubiera visto.

La nueva generación no era homogénea, pero la tragedia vivida laceraba aún y los novelistas estaban dispuestos a desempeñar el papel de notarios. Un sello característico fue que los españoles se habían expresado con violencia y el lenguaje de la violencia –en sus múltiples formas-- estaría presente desde La familia de Pascual Duarte (1942) de Cela en adelante.

Lo dicho contrastaba de nuevo con los poetas del momento. Rosales, Leopoldo Panero y García Nieto se habían hecho celestialistas, garcilasistas, y su escapismo de la realidad no atraía el entusiasmo de un público que, si acaso, les oía en Radio Nacional o en los actos oficiales.

La Generación del 36 convivía con los viejos maestros del 98 como Baroja, Benavente y Azorín recién exaltados en un libro de Pedro Laín. Su supervivencia convenía al régimen porque poseían mayor estatura conjunta que los escritores del exilio. Pero el viejo Azorín escribía artículos de cine para el ABC y acudía silencioso a ocupar un sillón en el Ateneo madrileño por las tardes, Benavente embobaba con comedias de canastos y flores, y Pío Baroja publicaba seis tomos de Memorias y algunas novelas aceptables como El caballero de Erláiz ( 1941) o El hotel del cisne (1946), acogiendo en su casa una tertulia por la que caían jóvenes como Cela y hasta Juan Benet. La Generación de 1936 no fue parricida; los novelistas inmediatamente anteriores habían cruzado frontera y, como suele ocurrir, los nietos se parecían a los abuelos.

Ahora bien, la Generación de 1936 no podía llegar lejos porque la componían escritores que en su mayoría no manifestaron un antagonismo serio hacia el régimen político y porque ese mismo régimen les prohibía ir más allá de lo debido amordazándoles a través de la censura. Lo resaltable fue la vuelta a un realismo que volvió a conectar novela y lector. Sin embargo, la mayoría de los novelistas fue hundiéndose en el olvido y sólo Cela, Delibes y Matute han sobresalido gracias a su valía y al interés internacional que despertó su obra. Por su parte, el exilio tragó a casi todos los novelistas que se fueron. Los que regresaron tuvieron un reconocimiento efímero y sólo Ramón Sender y Francisco Ayala han ocupado un lugar relevante.

Mediados los años “50” surgió una nueva hornada de novelistas al destaparse Rafael Sánchez Ferlosio quien, alejado del realismo tremendista o subjetivista de la Generación de 1936, aportaba novedades importantes en el empleo del punto de vista narrativo, las técnicas creativas y la utilización del lenguaje; curiosamente, algunos le estimaron aburrido porque no entendían las novedades que aportaba. El Jarama (1955) se convirtió en una de las cuatro grandes novelas de la posguerra -- la primera habría sido La colmena (1951) de Cela, la tercera Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín Santos y el gran amigo de éste, Juan Benet, firmaría la cuarta, Volverás a Región (1967)

Tiempo de silencio (1961) sustituyó el lenguaje realista por el metafórico o neologizante – actitud parecida a la que Joyce y Faulkner tuvieron en su día. Asimismo, Martín Santos empleó la ironía y la parodia para acentuar o mitigar el ácido vitriólico que empleaba al urdir el relato. Su gran pecado fue poner en solfa a Ortega y Gasset --personalidad que aún dominaba entre los intelectuales de época— y definirle como el macho cabrío, el gran matón de la metafísica haciendo sorna del famoso discurso de "La manzana". La mafia orteguiana de aquellos años rebrincó e hizo un vacío al novelista que su muerte temprana amplió.

En tiempo escaso se popularizaron los novelistas antes citados, y Ana María Matute --que siempre plantea la duda de si pertenece a esta generación, la anterior o la que viene--, Juan Goytisolo, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano, Juan Marsé, Grosso, Martín Gaite, Luis Goytisolo y otros que animaron los corrillos literarios, se disputaron los premios y la fama, atizaron polémicas en las revistas literarias e interesaron a un público que compraba novelas como nunca desde 1942. Se trataba de una generación que, a diferencia de la anterior, mostraba un abierto antagonismo hacia el franquismo y tuvo reconocimiento en el exterior.

De esa generación hoy mantienen estatura la eterna Ana María Matute escribiendo literatura fantástica o infantil, Juan Goytisolo dedicado a elucubrar sobre la política más que a escribir novelas y el incombustible Juan Marsé, impertérrito en su quehacer novelístico.

Punto y aparte para los escritores no burgueses que se preocuparon del mundo obrero y sus penalidades. Cito a Antonio Ferres (1924), Armando López Salinas (1925) y Juan Eduardo Zúñiga (1929), cultivadores de una novela social muchas veces clandestina que fue perseguida sin ambages por el régimen de Franco al considerarles como muy peligrosos -- a Ferres se le prohibió publicar Al regreso del Boiras (1961) y Los vencidos (1964). La novela redonda de esta corriente social sería Central eléctrica (1957) de Jesús López Pacheco (1930), uno de los escritores más importantes de esos años junto al más tardío poliautor Manuel Vázquez Montalbán (1939), cuyo talento era inmenso y en su inmensidad se desperdigaba.

Si El Jarama de Ferlosio abrió el portón de la Generación de 1950, se cerraría con otra novela de Juan Benet, Volverás a región (1967). Del experimentalismo faulkneriano se pasó a una busca --que llegó a ser desenfrenada-- de nuevas formas expresivas incluidas las generadas por la nouvelle vague francesa, a pesar de que en un principio se pretendió mantener un compromiso básico con el realismo para no divorciarse del público.

Pero el editor español tardó poco en dar cobijó y promocionar a la nueva literatura hispanoamericana. Sus protagonistas llegaron en tromba y el negocio editorial continuó a salvo porque el lector español contribuyó entusiasta al recibimiento. El éxito se atribuyó sobre todo a lo exótico de sus creaciones, si bien, el acontecimiento invitaba a recordar lo sucedido siglo y medio atrás, cuando la llamada novela americana llegó a España en pleno romanticismo y El último mohicano de F. Cooper entusiasmó a Espronceda.

El alejamiento del público respecto de la novela española de esos días --mientras profesores y estudiantes se dedicaban fervorosos a analizarla aunque más a la hispanoamericana-- tuvo varias causas destacando un experimentalismo que llegó a contagiar a escritores como Delibes y Torrente Ballester, pero también se debió a la fuerza de una cinematografía que afinaba mejor la pintura de la dolce vita burguesa, la reiteración en el retrato de la abulía generacional cuando muchos españoles se despellejaban en busca del pan o corrían a coger el tren para emigrar a países europeos. Nuestros escritores fueron tachados de burgueses de pensamiento anti-burgués, aunque al igual que los realistas de generaciones anteriores sólo retrataban la clase que conocían mejor.

Los planes de estabilización y desarrollo a partir de 1959, el turismo y el ocultamiento del paro obrero mediante la emigración, produjeron una especie de milagro económico que encauzó la sociedad hacia el consumismo. La clase media dejaba de ganar sueldos de obrero y aspiraba a una cierta afluencia aunque fuera tan irrisoria como poseer un Biscuter o un Seat 600. Con la naciente industria surgía el obrero especializado. Los campos se vaciaron para aumentar el proletariado urbano. El albañil, hasta entonces paria social, veía un cierto horizonte en el auge constructor en pueblos y ciudades playeras. Hasta los gitanos eran empleados por el gobierno como trabajadores a destajo en la construcción de carreteras.

Ante una España entregada al materialismo capitalista afluente, el novelista español denunció, pero se fue desorientando. Los acontecimientos sociales se sucedían demasiado aprisa para ser digeridos, y el laurel quedaba para los que sabían aprovechar los titulares del día como Ángel María de Lera (1912) narrando la épica del emigrante español en Alemania en Hemos perdido el sol (1963) o los derroteros del turismo en Torremolinos Gran Hotel (1971) de Ángel Palomino.

Los novelistas de estirpe literaria prefirieron la literatura encrespada o intimista, pero ninguno era capaz de superar a García Márquez, Rulfo, Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz, Asturias, etc., etc., que se habían impuesto en Seix Barral y otras editoriales que les apoyaban. Lo que sucedió después, el agotamiento del boom, facilitó la aparición de una nueva hornada de novelistas, la de Javier Marías, Azua, Mendoza, Molina Foix, Cercás, Millás, Álvaro Pombo… Pero esa es otra historia.

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Notas.:
i.- Véase la Entrada de este blog En España, leemos, del viernes 18 de abril de 2008.
ii.- Pedro Laín Entralgo, La generación del 98, Austral, Madrid, 1945
.iii-Luis Martín Santos, Tiempo del silencio, Seix Barral, Barcelona, 1984, pp.153-161


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