viernes, 23 de marzo de 2012


AZORÍN en Castilla a los cien años



Era el año de 1897 y acababan de expulsarle de El país posiblemente por su ideario anarquista. Se disponía a escribir novelas. Azorín sufría de penuria económica, escasez de apoyos y un padecer ideológico propiciado por sufrir una confusión entre sus ideas políticas, místicas y estéticas que se desveló en cuatro novelas: Diario de un enfermo (1901), La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) escritas desde la intimidad autobiográfica entre los veintiocho y los treinta años.

Sin embargo, Azorín no se decantaría por la vida trágica como el protagonista de su primera novela, sino por vivir del arte y para el arte alimentándose, a esa finalidad, de una lectura incansable que sustentaría la mayor parte de sus experiencias. Ese vivir del papel le depararía alternativas constantes entre la inspiración y el agotamiento del proceso creativo, situación que se revelaría desde Diario de un enfermo.

La crítica pronto destacaría los aspectos relevantes de la narrativa de Azorín: su sensibilidad hacia el paisaje, la obsesión por el tiempo y su eterno retorno, el amor hacia los clásicos españoles y el empleo de un lenguaje tan rico en la variedad como austero en la elección de los términos, preciso y portador de sensaciones. Muchos son los autores (1) que dieron fe de todo ello, pero me referiré sólo a dos que mis lectores pueden consultar con facilidad, Ortega y Gasset (2) y el hispanista E. Inman Fox (3).

Comienzo por el estudio de Fox titulado “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín)”. Recuerda que Azorín adquirió un conocimiento básico de Nietzche leyendo el libro de Henri Lichtenberger La philosophie de Nietzche (París, 1892) y define: “Fue la lectura de Nietzche la que le animó a revalorar las opiniones literarias vigentes, y ahora el problema del Tiempo y su control sobre las emociones humanas, en forma de una suave tristeza producida por la Vuelta Eterna, llegan a ser clave en la estética de sus obras de ficción(4).

Sin embargo, la influencia del filósofo alemán no fue la única, pues, la de Schopenhauer tampoco sería menor como La voluntad puso de manifiesto. En cualquier caso, lo que importa es la afirmación de que muchísimo libros animaron su inspiración artística “y hasta podemos decir que le han suministrado casi la totalidad de su experiencia(5). Fox sostuvo que Azorín no se inspiraba en la observación de la realidad, sino en la lectura –desde textos clásicos y libros de viajes a guías turísticas pasando por diccionarios de geografía—y que sus ponderaciones sobre cualquiera de nuestros clásicos se hacían desde la vertiente estética de nuestro tiempo y esto le sirvió para reescribir obras maestras de nuestra literatura.

La crítica de entonces ignoró la influencia de los libros sobre Azorín pese a que periodistas y compañeros anarquistas sabían que siempre acudía documentadísimo a visitar cualquier lugar e incluso chinchorreaban –no siempre con buen gusto-- sobre el particular (6).

Ortega y Gasset parece en éxtasis cuando al recibir un libro del alicantino exclama: ”¡Un pueblecito! – casi no es necesario leer este libro: nos bastaría con el título. En él está todo Azorín(7) y aunque su ensayo “Un pueblecito, Azorín o los primores de lo vulgar” (8) sigue siendo de los mejores sobre el escritor de Monóvar, Fox descubre que Ortega desconocía la inspiración libresca porque resulta que, el libro admirado, Un pueblecito (1916), se inspiraba en otro de D. Jacinto Bejarano, clérigo que sirvió en la parroquia de Riofrío de Ávila en el s. XVIII. Mientras Ortega sospechaba que Azorín hacía su propia autobiografía al hacer la del cura, Fox sostiene que Azorín nunca estuvo en Riofrío --pese a lo mucho que disimulan las descripciones del lugar-- y que “el libro de Azorín consta de dos terceras partes del cura y de un tercio de Azorín, en párrafos que, expresando simpatía por el escritor del siglo XVIII, sirven para empalmar las citas(9).

Azorín no era un plagiario, sino un escritor que coincidía en sensibilidad, pensamiento o estilo con otros escritores separados en el tiempo. Ortega llamó a esto sinfronismo -- tomando el término de Oswald Spengler (10). En Un pueblecito afirmaba que la geografía es la base del patriotismo y corregía a Bejarano porque pensaba que las montañas de Ávila le cerraban el paso; Azorín declara: “La prisión es mucho más terrible. La prisión es nuestra modalidad intelectual; es nuestra inteligencia; son los libros” (11).

Dicho lo anterior hay que proclamar que Azorín también se alzó como uno de los mejores críticos de la literatura española de su tiempo. Sus opiniones llegaron a ser la interpretación. Eran años en que, como Fox recuerda, no existía aún la colección de Clásicos Castellanos, ni Austral, y sólo había algunas ediciones críticas carísimas que apenas se leían.

Azorín rescató a clásicos como Berceo y Juan Ruiz, libros como el Persiles y escribió sobre autores y obras con grandeza. En algún lugar comenté que nadie definió la poesía de Garcilaso como Azorín al decir: tiene el arte del orfebre y del joyero. Se le pudo adscribir al impresionismo, pero estuvo kilómetros por encima del mio-opinionismo barato tan al uso  entonces y ahora. Su análisis de los clásicos partía de esta premisa destacada por Inman Fox: “Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna (…) los clásicos evolucionan; evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones(12).

La pluma de Azorín llega a su madurez en Castilla (1912), uno de los hitos de la por él bautizada Generación del 98. En el prólogo bendice los cuatro primeros cuadros, dedicados al ferrocarril –como “obra capital en el mundo moderno”—y a los toros que, al parecer, se escribieron para otro libro. Hoy, tales cuadros parecen curiosos, pero no alcanzan el interés de los restantes donde Azorín pasa a recrear hechos y personajes célebres de nuestra historia literaria.

Castilla deja una primera impresión de que Azorín es hombre de tristuras, y no lo digo porque dedicara su libro a la memoria del pintor Aureliano de Beruete, amigo a quien llama el pintor de Castilla, fallecido justo antes de la publicación. Su tristura no tiene apellidos; es soledad, lamento por lo finito del tiempo, en la historia, las personas, las cosas, por el eterno retorno que lo devuelve todo, pero vacío de las imágenes que tuvo ayer.

A diferencia de los personajes del siglo XIX que los novelistas copiaban del natural, los de Azorín aparecen y desaparecen como sombras chinescas o como esa lucecita roja del tren que tantas veces emerge en su obra; son personajes que se identifican por el pronombre –yo, él…--, aunque en su mayoría provienen de nuestra literatura cobrando otra vida o parecer diferente a la que tuvieron con los escritores originales.

Los personajes de Azorín tampoco son lo que aparentan. Ortega diría del filósofo de Las confesiones de un pequeño filósofo que es lo contrario a un filósofo de la historia; se queda en alguien que elabora recuerdos sentimentales. En otras novelas apenas reconocemos a Don Juan o Doña Inés porque en las páginas de Azorín son distintos; les ha borrado la pasión. Son burgueses ya sin edad. Acentúan la impresión de que el tiempo no existe porque si vivieron en el s. XVI, también viven cuatro siglos después, aunque de otra manera.

Las ciudades que aparecen en sus libros, Castilla incluido, no parecen vivas sino extraídas de una literatura donde también se llamaban Ávila, Toledo… Baroja sacaba el espejo de Stendhal al camino para urdir la trama de sus novelas; iba a pie, pero sus novelas fluían aprisa, Azorín viaja en auto, en tren, o en coche de caballos, pero la velocidad del vehículo resulta una ilusión. Al leerle produce la impresión de habernos instalado en el compartimento de un tren verbenero donde, si miramos a un costado, nos pasan un cilindro de postales de diversos paisajes que producen la sensación de que viajamos por el mundo sin movernos del asiento. El viaje de Azorín es por España, en especial Castilla, el Levante, la Mancha… El lector no se mueve de la contemplación del lienzo; lo que se mueve es el pincel de Azorín, pero el lienzo tampoco se mueve.

En el episodio “Lo fatal” Azorín recuerda la casa del escudero del Lazarillo en Toledo: “No hay tapices, ni armarios, ni mesas, ni sillas, ni bancos, ni armas. Nada; todo está desnudo, blanco y desierto”, un tipo de descripción de las que hacía Baroja. Pero luego el texto azoriniano eleva al escudero a la condición de hidalgo que vive en un caserón notable de Valladolid. Se cuenta que acopió riqueza y también mala salud hasta el punto de sentir la necesidad de regresar a Toledo y visitar a Lázaro, ahora tan holgadamente establecido que, en su casa, hay hasta un retrato del hidalgo. Es del Greco. Azorín describe detalles y concluye: “Sus ojos están hundidos, cavernosos, y en ellos hay –como en quien ve la muerte cercana—un fulgor de eternidad.” Visión probablemente inspirada en la copia del autorretrato del Greco que Azorín tenía frente a su pupitre de escritor en casa (13).

El episodio del hambre en “Lo fatal” proviene de la novela matriz porque es una realidad que nunca cambia. Lo que Azorín traduce del autorretrato del Greco es una visión calderoniana del mundo: “La vida no es más que la representación que tenemos de ella”. Ortega y Gasset afirmaba que su visión del mundo es plástica donde la realidad sólo parece a través de una interpretación artística. Si Galdós cincelaba la vida, Azorín la pinta y la vida existe como en los cuadros, pero desprovista de toda existencia. Azorín se aferraba a la belleza de lo inmediato y a la importancia del detalle. Por eso Ortega definió su arte como “primores de lo vulgar”.

La Celestina, obra también rescatada del olvido por Azorín, se traslada en Castilla al cuadro titulado “Las nubes”. Calixto y Melibea se han casado y tiene una hija que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Calixto está en el solejar, absorto, con la mejilla reclinada en la mano. Sobre él pasan las nubes “que nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad”, sensaciones que entenderemos enseguida. De pronto aparece un halcón, y tras él un mancebo que llega ante Alisa y empieza a hablarla. Calisto adivina sus palabras. Vivir es ver volver ha escrito Azorín. La vida es intemporal por la acción del eterno retorno. Pasaron diez años para el escudero entre Toledo y Valladolid y dieciocho entre los encuentros de Melibea y Alisa en “Las nubes”, pero se trata de un detalle cronológico que importa poco.

Elabora el cuadro “Una ciudad y un balcón” como si dispusiera de un catalejo. Azorín ve e incorpora al Cid, a la Constanza de La ilustra fregona cervantina, a Fray Luis de León, etc., a su propia literatura. En “Una flauta en la noche” se repite la misma escena en 1820, 1870 y 1900; el niño es el viejo y el viejo el niño. En “Una ciudad y un balcón”, se contemplan diversos acontecimientos de la historia de España, se escuchan los romances de Blancaflor y del Cid, está el renacimiento, podríamos ver a la Celestina y a Lázaro deambulando por las calles…

En Castilla el tiempo transcurre como a cámara lenta porque es un tiempo personal, casi inaprensible y da vueltas, yendo y regresando como el agua en “Cerrera, cerrera” o la lucecita roja del tren. Hace infinito el paseo de un solitario. Eterniza una puesta de sol. A veces tiene tintes dramáticos. Han pasado veinticinco años desde la boda de Constanza, bien instalada en Burgos, y decide viajar a Toledo. Pero sólo queda una testigo de sus años mozos, la Argüello, ahora sorda, ciega y carente de memoria. El tiempo en Azorín no es una sucesión de minutos sino de momentos. Ortega acertó al decir en su ensayo sobre Azorín: “Como con unas pinzas sujeta Azorín ese mínimo hecho humano, lo destaca en primer término sobre el fondo gigante de la vida y lo hace reverberar al sol(14).

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NOTAS.:

(1) Me refiero a Leo Livingstone, Carlos Clavería, Pilar de Madariaga, Manuel Granell, Miguel Enguídanos, Marguerite Rand, Heinrich Denner, Robert E. Lott, Anna Krause, José Mª Valverde o Luis Rico Navarro entre otros muchos.

(2) José Ortega y Gasset, Ensayos sobre la Generación del 98, Alianza, 1989

(3) E. Inman Fox, Ideología y política en las letras de fin de siglo (1898), Col. Austral nº A 72, Espasa-Calpe, 1988

(4) Fox, op. cit., Ver el ensayo “Lectura y literatura (En torno a la inspiración libresca de Azorín”, pp- 121-155 y, en concreto sobre la influencia de Nietzche, la p.150

(5) Ibid, p.122

(6) Ibid , pp. 129-131

(7) Ortega, op. cit., p .213

(8) Ibid., Véase “Primores de lo vulgar”, pp. 211-254

(9) Fox, op. cit, p.133

(10) Ibid, p.133 y Ortega, op. cit., p.222-226.

(11) Ibid, p. 135

(12) Ibid, p. 139

(13) Azorín, Castilla, Losada, Buenos Aires, 1958, p.105. José Luis Bernal, recuerda que Azorín tenía el autorretrato del Greco frente a su pupitre, y que su entusiasmo por el Greco fue enorme entre 1901 y 1916 ; léase su curioso trabajo “Azorín, pintor de libros y escritor de cuadros” Azorín 1904-1924. III Colloque International, Pau-Biarritz , Université de Pau et Des Pays de L’Adour , editado por el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, 1996, pp. 53-66 Se puede encontrar en Google.

(14) Ortega, op. cit, p.215






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