jueves, 24 de marzo de 2011


Unamuno y LA ENORMIDAD DE  ESPAÑA 

En 1945 la Editorial Séneca publica en Méjico una colección de artículos de Miguel de Unamuno bajo el título La enormidad de España (i) con un prólogo breve de José Bergamín. Enorme fue el trabajo de algunos españoles emigrados por mantener vivo el caudal de nuestra literatura y promocionar la obra propia –de ello tenemos noticias en los escritos de Juan F. Escalona y de Daniel Eisenberg (ii). Lo sorprendente del libro de Unamuno son los comentarios sobre hechos y situaciones de la España en que vivía – comienzos de la IIª República—contrastables con realidades de la España de hoy.

Sabemos que Unamuno era asistemático al escribir sus artículos. La realidad, un determinado hecho o acontecimiento histórico, le invitaban a pensar y a escribir, a veces con el apoyo de una o varias lecturas que le respaldaran -- aunque carecía de miedo a contradecir sus opiniones anteriores como le sucedió con Galdós que, de no gustarle, pasó a descubrirlo con provecho cuando estuvo desterrado en Fuerteventura.

Unamuno a veces conversaba consigo mismo y no ocultaba a su otro yo del que Arturo del Villar(iii) habla de manera eficaz y lo ilustra al recoger estas palabras unamunianas de El sepulcro de Don Quijote: “Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que te confío, ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara, y si me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.”

La dicotomía al abordar sus escritos no era ajena a su creencia de que España era una nación de neurasténicos, por eso puede sorprendernos con una defensa del liberalismo, o bien, opinando de manera vigorosa sobre situaciones de ayer que parecen de hoy, las compartamos o no.

El tema de la renovación de España es recurrente en Unamuno y lo exterioriza con frases acertadas o estólidas, pero siempre extraordinariamente descriptivas. Habla de una España heredera de la Imperial que quedó sin fortuna y con una personalidad más bien doliente, una España que la IIª República pretendía superar y hoy parece liquidada: “¡Renovación nos de Dios! De aquella vieja España de picardía y ascética –más que mística--, de picarismo ascético y de ascetismo picaresco, de aquella España de clérigos y soldados hambrones, de frailes mendicantes y andariegos y de tercios que iban a poner pica en Flandes o a poblar las Américas. Mientras las incipientes industrias –tejedores, ferrones, curtidores…-- se arruinaban y despoblaban los campos. Los cruzaban, camino a la ciudad universitaria, estudiantes capigorrones de cuchara de palo en la gorra, mendigos de pan y de aparentar saber”.

Una España que en ocasiones pretendía reaparecer en los pronunciamientos cuyo fracaso se debe a que los pronunciados, a juicio de don Miguel, son analfabetos porque “no saben leer en el alma del pueblo. Toman una opinión pública –la de su público—y aun está mal leída, por opinión popular. Y, es claro, con caudillos así no se hace política”.

Unamuno arremete contra la obsesión de los políticos por el programa. Afirma que nunca hizo programa alguno ni para su asignatura universitaria limitándose (al ser obligatorio) a copiar el índice de cualquier libro de texto. “¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario.

Otra de sus preocupaciones respecto de la estructura social de España recae sobre la situación de los funcionarios de bajo nivel en quienes “la vocación se ve rebajada por el destino”. Destaca que, además del conflicto con la vocación, su situación es poco menos que mendicante, refiriéndose a quienes mantenían a su familia con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas (situación más o menos equivalente a la de los  funcionarios contratados de hoy, también mileuristas) y precisa: “Tan mendicantes, tan pordioseras como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios”. Y no duda en alinearles a los curas de misa y olla, los pregoneros de la fe del carbonero, que a veces atacaban sin verdadero conocimiento a Voltaire, Rousseau y el liberalismo, haciendo daño a la religión y a la educación de los ciudadanos.

Curiosa es su creencia de que el divorcio es cosa de burgueses y aristócratas porque al “que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor.” Eso tampoco le impide denunciar otro problema social al añadir: “Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada.”

La IIª República ordenó retirar los crucifijos de la escuelas nacionales, medida que fue contestada y tuvo desigual seguimiento. Unamuno, que inicialmente había protestado contra la orden, reflexiona y escribe sobre la prepotencia de la Iglesia respecto del Estado, prepotencia que “le acostumbró a la relajación de sus deberes evangélicos, a preocuparse más de enseñanza oficial que de organizar la propia” para sentenciar que: “La separación de la Iglesia y el Estado y el nuevo régimen de laicismo en la enseñanza va a obligar al clero católico español a preocuparse de la instrucción religiosa de los hijos de los fieles, menester que tenía”, pero no ejercía.

Unamuno distingue entre el espíritu público español y la llamada opinión pública porque ésta “no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu” refiriéndose a que la mayoría de los españoles no saben lo que quieren ni tampoco lo que no quieren: “Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no otra cosa son los más de los vivas y de los mueras”.

Que Unamuno no tenía buen concepto del Parlamento es sabido y aún peor del parlamentarismo porque le encocoraba su afición a la palabrería. Equipara Parlamento con Palabramento al que, a su juicio, son dados los abogados palabreros y escribe: “Oficio no de fabricantes de palabras, sino de revendedores de ellas”. Tampoco defiende al político, y menos a las llamadas personalidades, pues según él, si Marx enseñaba que el estómago dirige al hombre, Maquiavelo, mejor psicólogo, “enseñaba que el hombre entrega la vida por la bolsa y la bolsa por la vanidad. Y a la vanidad suele llamársele personalidad.”

Toca el tema de la convivencia que, para un lingüista como él, no es cosa de convención porque “convivir no es sólo convenir”. Para Unamuno la convivencia no se pacta: “Y más cuando, querámonos o no nos queramos, tenemos que convivir.” Y recordando que alguno le dijo que quería a España con locura le respondió: “no es que yo quiero a España, sino que quiero España. Y no es lo mismo”.

Sobre la cuestión nacionalista entra de lleno y se pregunta: “¿Nación? ¿Estado? ¡Es cuestión de palabras! Así me decía mi buen amigo, como catalán que es, el Sr. Companys. ¡Cuestión de palabras, por si le llamo tal o cual, por si habla así o asá, llegan a matarse los hermanos!”. Para él lo sustancial es el espíritu íntimo de la palabra que se aplica al razonar: “Por algo en catalán a hablar le llaman razonar, “enrahonar”. ¡Y ojalá razonaran siempre!”.

En el artículo "¡Pobres metecos!" recuerda que Cambó le dijo en la Plaza Mayor de Salamanca que la envidia había nacido en Cataluña y Unamuno comenta que lo mismo diría cualquier otro ciudadano importante de su región o patria chica: “Porque la envidia, que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican”. Comenta, por ejemplo, la frasecita “hable usted en cristiano”, que califica de grosera, y dice “mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos –y no he tratado otros allí—se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y por eso yo les rogaba que hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido si hubiesen pretendido imponérmelo.”

Esa opinión no impide a Unamuno hablar con rotundidad sobre el papel unitario de la lengua española y se manifiesta contra cualquier posibilidad de bilingüismo oficial: “España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto –me es igual—español; pero no debe consentir el que se imponga –así, se imponga—a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota, ¿pero como obligación de ciudadanía? ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay ni doble, ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales”.

Recuerda Unamuno que la norma era una escuadra que servía a los agrimensores romanos, y se pregunta cuál sería la norma española para contestarse: “Esa norma fue y es –y esta sí que paradoja, y trágica—la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.” Y recuerda que nuestros antepasados hicieron lo mejor con el verbo y no la espada. Y concluye para entendidos: “Norma, la palabra”.

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NOTAS.:
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i.-Miguel de Unamuno, La enormidad de España. Comentarios. Col. Lucero, Editorial Séneca, México D.F., 1945

ii.-Ver los trabajos de Juan F. Escalona "La imprenta peregrina: escritores y editores en México, y Las publicaciones de le Editorial Séneca "(1997) del profesor Daniel Eisenberg en el Homenaje a Pedro Sáínz Rodríguez , Fundación Universitaria Española, Madrid, 1986 que se pueden leer en Google.

iii.-Arturo del Villar, “Unamuno y su otro”, Revista Esfinge nº 18 (Noviembre, 2001), leer en Google.

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jueves, 10 de marzo de 2011

UNA HISTORIA 
DE IRLANDESES DE BOSTON

En Boston, víspera de San Patricio, Donncha y su tío velaban el cadáver de Patt O’Brien, también conocido como El Irlandés. Eran las dos de la madrugada. Se había acabado todo el whiskey que había en la casa y habían quedado solos. Se miraron el uno y el otro y entonces Donncha dijo:


--¿Qué te parece si cogemos a Patt y nos lo llevamos al bar de abajo para que nos acompañe en la última copa?

Le cogieron por los sobacos, le sacaron del ataúd con gran dificultad por lo recio que estaba, le bajaron como pudieron y le estiraron sobre una silla cerca de una gramola de la que salían melodías revolucionarias porque revolucionarios eran los que acudían al bar Bushmills, propiedad de Éamon Donovan, también atendido por el camarero Liam Connell, dos de los tipos más alumbrados de la ciudad.

Donncha y su tío se sentaron y pidieron al camarero una botella de Black Bush. Recordaron, a palabra lenta, que Patt se quedó seco defendiendo que el whiskey se inventó en Irlanda y que fue San Patricio el que trajo el primer alambique de Egipto al que el santo halló mejor uso que el de hacer perfumes, el mismo whiskey que facilitó la conversión de Escocia por los monjes irlandeses y los escoceses pagaron robándoles la fórmula.

Habían pasado un rato irlandés charlando y ya no quedaba ni una gota en la botella de whiskey, así que palmearon y pidieron otra. Cuando el camarero Liam Connell vino a servirla, Donncha y su tío habían ido al servicio. Entonces el camarero preguntó a Patt:

--¿Quién diablos va a pagar esta botella?

Patt no respondió. Estaba estiradito, con los brazos cruzados sobre el pecho, una sonrisa muy amplia en los labios y la mirada al infinito. El camarero Liam Connell insistía e insistía en su pregunta hasta que, un tanto molesto, solmenó un hombro de Patt y este se fue con sus brazos cruzados su media sonrisa  y su mirada socarrona al suelo.

Ocurrió justo cuando Donncha y su tío regresaban a la mesa. Donncha se quitó la chaqueta y plantando los puños muy cerca de la cara del camarero Liam Connell, preguntó:

--¿Por qué has pegado a mi amigo, di, idiota?

El camarero Liam Connell, que se había quedado lívido tratando de adivinar a Patt con sus brazos cruzados, su sonrisa y la mirada infinita en el suelo, respondió:

--Tuve que hacerlo. ¡Me sacó un cuchillo así de largo!—Y Liam Connell puso los brazos en cruz.
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jueves, 24 de febrero de 2011


LOS INTERESES CREADOS

Se considera la mejor obra de Jacinto Benavente. Estrenada en el Teatro Lara de Madrid el 10 de diciembre de 1907, he sentido la curiosidad de releerla con el fin de adivinar las razones de la aceptación permanente del público en épocas y escenarios de países distintos, sea interpretada por actores profesionales, universitarios o aficionados, pese a que el comediógrafo esté relegado en la estima literaria que no en la histórica.

Iniciada la lectura nos encontramos con personajes escogidos mayoritariamente de la Comedia del Arte, caracterizados y vestidos ad hoc como tipos del siglo XVII llegados a una ciudad imaginaria. La voz cantante --nunca mejor dicho-- la lleva Crispín quien define la obra ante el espectador con estas palabras: He aquí el tinglado de la antigua farsa…, anticipando una pieza cómica para hacer reír.
 
En la farsa hay un titiritero y unos muñecos de trapo, marionetas o fantoches que representan clases e importantes oficios sociales; ricos, burgueses o pobres encarnan el poder, la riqueza, la justicia, la milicia, la literatura, mientras el titiritero personifica al autor y capitaliza el tema como muñidor de la trama. No extraña, pues, que cuando Benavente viajaba con intención de participar en la representación de la obra llevara entre sus ropas las de Crispín.

El planteamiento es bastante simple. Dos pícaros, Crispín y Leandro, llegan a la ciudad dispuestos a conseguir para el segundo la mano de Silvia, hija del opulento Polichinela. Pretenden sustraerse a la pobreza y los quehaceres que les tienen perseguidos por la justicia y en huida permanente.
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El enredo es colosal. La astucia de Crispín teje una maraña de intereses en torno a Leandro a quien ha presentado en sociedad como importante, culto y generoso, adornándole de un halo de misterio.

Crispín lo enreda todo con el objetivo de lograr la conquista de Silvia para su compañero de andanzas. Los intereses que origina para favorecer el proyecto son ardides disfrazados de verdades convenientes a todos. Por detrás, el autor pone en solfa los grandes principios e instituciones de la sociedad ya comentados: el matrimonio, la actividad financiera, la milicia, la justicia, incluso la poesía y destaca el pragmatismo interesado de quienes los representan.

El desenlace surge de un imprevisto. Leandro, antes movido por el interés, se ha enamorado de la rendida Silvia y está dispuesto a abandonar su porfía, pero Crispín convence al resto de los personajes de que el matrimonio de los jóvenes amantes interesa a cada uno de ellos y se colmarán sus expectativas lucrativas. Obviamente el amor ha surgido de aquella manera, pero Crispín lo ha utilizado como vehículo de los intereses más convenientes.

Se ha dicho que los personajes de Benavente carecen de profundidad psicológica, aserto que no se aviene con esta farsa. Torrente Ballester afirmó que los caracteres benaventinos pensaban más que actuaban, pero en Los intereses creados, Crispín teje y mueve los hilos de una representación propia del teatro de fantoches como gran pensador y con verdadero dinamismo. Además la obra se adorna con vestuarios, músicas, festejos y una actuación coral que proporcionan un campo de libertad enorme al posible director de escena y también a la imaginación del lector.

Benavente irrumpió en la literatura española para modernizar el teatro que se hacía a finales del siglo XIX, limpiarle de romanticismos dotándole de realismo y naturalidad, eliminando las poses declamatorias, los efectismos, y aportando un lenguaje cuidado, eficaz, e incluso poético cuando tocaba.

Si la obra de Benavente que hemos comentando se estrenó cuando se evidenciaban los problemas económicos que condujeron al crash económico de 1919/1929 (¿influirían tal deriva y el tema universal de su farsa en el Premio Nobel de 1922?), leerla casi cien años después cuando estamos afectados por otra larga e importantísima crisis económica, descubre su intemporalidad al margen de su actualidad.

Las palabras finales de Silvia al hablar de los muñecos de la obra: “como a los humanos, muévenlos cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición” ofrecen un retrato de toda época.

Silvia concluirá su parlamento diciendo que el hilo salvador del amor “pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba”. Al calificar el amor como algo que trasciende al mundo de los intereses, ¿no hace Silvia una concesión de final feliz muy propia de enamorada?


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lunes, 24 de enero de 2011



RAMÓN PÉREZ DE AYALA: “CUARTO MENGUANTE


No es raro que si tienes librerías distribuidas por toda la casa y sacas un libro de cualquier estantería te sorprenda algún hallazgo imprevisto. Me sucedió cuando pretendía leer El trueno dorado de Valle Inclán. Estaba junto a otro libro --dos de las Sonatas de don Ramón-- y allí, aplastadillas entre ambos, aparecieron las 57 paginillas de Cuarto menguante. Novelita ingenua y sentimental de Ramón Pérez de Ayala con ilustraciones de Bartolozzi, nº 14 de La novela semanal, una publicación que existió entre 1921 y 1925.

En septiembre de 1921, mes de su publicación, Pérez de Ayala tenía 41 años y era un escritor de recorrido largo. Hacía 11 años que había publicado A.M.D.G., luego Troteras y danzaderas (1913), ensayos y libros periodísticos, saliendo de su pluma medio centenar de creaciones entre 1902 y 1928, incluyendo las que llamó novelas poemáticas de la vida española: Prometeo, Luz de domingo y La caída de los limones. El año 1921 también fue el de otra de sus novelas más conocidas: Belarmino y Apolonio.

Cuarto menguante es una novelita que tras su edición en La novela semanal, sería retomada, profundizada y ampliada por el autor en Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona (1923). El asunto era el amor, más concretamente, la educación erótica de los españoles o, precisando, la educación sexual inadecuada, tratada en falsete y con enormes dosis de ironía no exenta de sesgos caricaturescos. Como Pérez de Ayala era un buen helenista, tuvo a mano la historia de Dafnis y Cloe.

El argumento de Cuarto menguante es este: Micaela y Victoria han concertado el matrimonio de sus hijos, Urbano y Simona, educándoles de manera estricta “para la perfección en la tierra y la bienaventura en el cielo” y así ambos llegaran al altar sin que les haya rozado “ni siquiera el ala de un mal pensamiento”, es decir, desconociendo todo lo relativo al sexo.

Alrededor de los jóvenes cumplen función otros personajes descritos con dosis de humor --esperpéntico en ocasiones-- como don Leoncio Fano, el progenitor de Urbano, “testa de nieve, rostro oliváceo é hidalgueño, barbas de acero”, el preceptor don Cástulo Cólera que “daba la impresión de un crepúsculo otoñal”, la abuela doña Rosita que inspira en don Leoncio “devoción é irreprimible deseo de arrodillarse”, el centauro Paolo “con botas de montar, de las cuales nunca se despojaba” o la decidida madre de Urbano, doña Micaela, llevando a la boda “unos plumachos negros que á ratos sacudía con majestad, como caballo de funeraria”.

Tal despliegue de humor jocoso va in crescendo hacia un final que muestra a un Urbano colgado del cuello del padre, lloroso, pidiendo que no le deje hacer el viaje de novios porque tiene miedo. Continúa con el dibujo de los novios con la cabeza gacha en el landó que les conduce a la diligencia y, una vez en ella, asegurándose mutuamente que son felices por el simple hecho de estar casados mientras otro viajero bromea, o supone, que Urbano ha raptado a Simona. Urbano llega a la fonda con el pensamiento tan difuso y confundido que propone a Simona dormir en habitaciones separadas; lo hacen así y, al amanecer, él huye a su casa mientras Simona regresa a la suya creyendo que va a tener un hijo porque se le apareció el Ángel Anunciador en el horizonte, aunque se obstina en creerse una desgraciada como lo han sido todas las mujeres de su familia.
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Pérez de Ayala se percató de las posibilidades de Cuarto menguante motivándose a ampliarla en las novelas antes citadas. En cualquier caso y pese a su rápido final, Cuarto menguante resulta un primor de narración breve, un ejemplo de la mejor prosa novecentista pese a los cultismos que, en el diapasón de Pérez de Ayala, siempre aparecen cogiéndonos desprevenidos, pero que, gusten o no, también constituyen una de las notas personales de su estilo.
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domingo, 9 de enero de 2011


RECORDANDO A SHERWOOD ANDERSON


Se tragó el palillo que pinchaba la aceituna mientras bebía uno de sus martinis. Iba de crucero hacia Sudamérica  El palillo recorrió los intestinos y cuando Sherwood  llegó a Cristóbal, en la zona del canal de Panamá, se declaró la peritonitis que le produciría la muerte  el 8 de marzo de 1941 en Colón. Tenía 64 años. Del suceso se cumplirán setenta años en dos meses. El epitafio grabado en su tumba dice: “La vida y no la muerte es la gran aventura”.

Había publicado bastante. Un libro destacaba sobremanera, Winesburg, Ohio (1919), colección de 22 narraciones breves que forman una novela para unos  y una colección de historias cortas para otros. El libro no tuvo mucho éxito en las librerías, pero sí crítica excelente. Es un collage de la vida en una pequeña ciudad y explora la relación y comunicación entre sus habitantes. En su tiempo y después concitó la admiración de quienes atribuyeron a la lectura de Winesburg, Ohio su vocación de escritores.

La estúpida muerte de Sherwood Anderson tampoco empañó su reputación de haber sido el autor que más influyó en  la Generación perdida (Lost Generation). William Faulkner lo reconoció: “Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece.” Su influencia no sólo derivó de los libros sino que la ejerció personalmente, por ejemplo, respecto de Hemingway y el citado Faulkner.

A Hemingway le conoció en Chicago en 1921, justo cuando Anderson acababa de regresar de París. Anderson le persuadió de que también debía irse a la capital francesa por ser la única ciudad recomendable para un escritor aprendiz debido a su liberalidad y amor al arte en todas sus manifestaciones; además, allí vivía la gente más interesante del mundo y era barata y conveniente para el cambio de moneda. También le facilitó cartas de recomendación para Gertrude Stein, quien había sido su amiga y se convertiría en mentora del joven Ernest.

Faulkner recordó siempre que coincidieron en Nueva Orleans y que Anderson le convenció para que se dedicara a la prosa y dejara la poesía en segundo lugar. Trabajaban en el mismo periódico, paseaban, charlaban y bebían hasta que Faulkner se encerró para escribir una novela. Años más tarde escribió: “Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: “Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro”. Yo le contesté “trato hecho”, y así fue como me hice escritor”.

Mientras Faulkner se convertiría en uno de los apologistas de Anderson, Hemingway, esclavizado por un carácter bipolar que dominaba sus emociones, parodió el estilo de Anderson en The Torrents of Spring (1926). También se alejaría de la Stein –que siempre tuvo a Anderson en un alto concepto- y mantuvo diatribas con ella mientras se hacía amigo de Ezra Pound, quien le presentaría a James Joyce, pronto compañero de borracheras épicas. Otra muestra de su personalidad es que Hemingway tampoco estaba ufano de su nombre de pila simplemente porque lo asociaba al del protagonista ingenuo y loco de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde.

Sin duda los movimientos literarios engullen a sus precursores de la misma manera que las revoluciones devoran a sus hijos. El palillo famoso fastidió la vida de Anderson como, antes, ciertos amigos pusieron palos en la rueda de su fortuna, pero dejó buenos libros y, sobre todos, Winesburg, Ohio. Con él alumbró los caminos literarios por los que discurriría la Lost Generation y continuará motivando a escritores en ciernes. Vale la pena recordarlo.

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Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio, Traducción de Emilio Olcina Aya, R.B.A. Editores, Barcelona, 1995.

jueves, 9 de diciembre de 2010


DICIEMBRE EN MADRID

Hace muchos años publique en LA NOCHE -- por entonces ”Único diario de la tarde en Galicia” – historias que llevaban por título general Historias de mi ciudad. La primera se tituló “Diciembre, lluvias y café” y decía, más o menos:

“¿Cómo será este diciembre en Santiago?” Me preguntaba ayer un gallego viejo, melancólico, cansado de trotar por el mundo. Hacía sesenta años que no aparecía por su tierra. Llegó a Madrid muy joven, en diciembre de mil novecientos y… No recordaba el año con exactitud. Quería ser escritor. Traía los libros de Rosalía bajo el brazo. Después de publicar algunos artículos en periódicos menores de la capital, se fue a América, como tantos y tantos paisanos. Estuvo en China y dio más vueltas por el mundo. Volvió hace unos meses cansado y derrotado. Me dijo que conoció a Valle–Inclán en Méjico y que habían discutido mucho. Le volvió a encontrar en Argentina donde casi se pegaron. “Nunca tuve suerte con mis hermanos de raza. Ahora me echó Fidel, que también es gallego”, decía.

Y repetía: “¿Cómo será este diciembre en Santiago?”. Le contesté que sería parecido al de Madrid, aunque la lluvia aquí no tiene el sabor de Compostela y, además, fastidia. “Jamás me salen bien las cosas. No puedo ir. Parecerá extraño, pero es que vivo contra el tiempo. Fíjese que hay comunicaciones, pero nada… siempre sucede algo que me impide volver a mi país. ¡Y estas Navidades…!” Pensé frívolamente que no tenía dinero y acabaría pidiéndome alguno para el viaje.

El hombre miraba continuamente hacia la puerta del café. Dijo que esperaba a un amigo. Le pregunté muchas cosas sobre aquel diciembre de mil novecientos y tantos…, pero empezó a responderme distraído. No comprendía su actitud puesto que él me había abordado diciendo que me conocía –quizás por ser asiduo del local—y me había invitado a tomar café; sin embargo, ahora no quería hablarme o me contestaba con desgana.

Pensé en lo absurdo de la situación aunque no me sentía violento. Lo lógico hubiera sido agradecer el café y haber salido del local. Pero era justamente lo último que estaba dispuesto a hacer. Al fin y al cabo, ¿no era curioso cuanto me sucedía? Estaba al lado de un hombre que había viajado por todo el mundo, pero no podía recorrer la distancia entre Madrid y Santiago porque se lo impedían las circunstancias o Dios sabe qué historias. Pensé, también, que quizás me había invitado para entretener la espera de su amigo. Juro que mi imaginación trabajaba a destajo. ¿Me pediría dinero? ¿Se habría confundido conmigo y, con escasa diplomacia, daba pie para que me marchara? ¿Sería uno de esos ancianos de tuercas flojas que pululan por los cafés madrileños?

Le dije que era escritor y contestó con ironía que ya lo sabía, De pronto me confesó: “Conocí a Baroja y a Unamuno. Cuando era panadero, Baroja me regaló pan alguna vez; nunca supo hacerse con el negocio. También conocí a Juan Ramón apenas llegado a Madrid; vivía de síncope en síncope” dijo extrañamente.

Me interesé por su apellido, pero no quiso dármelo y respondió solamente: “Nunca escribí libros. Esto le sucede a muchos escritores.” Cada vez me parecía más enigmático y mi curiosidad iba a más.

Fue entonces cuando la puerta del café se abrió dando paso a un hombre también mayor. Era bajo, cojeaba y llevaba una boina estrecha calada hasta las orejas. Iba tan mal vestido que así distraía de la fealdad del rostro. Andaba como quebrándose por una de sus rodillas. Se acercó a mi acompañante y se abrazaron. Luego me lo presentó: “Aquí un gallego que nunca estuvo en América, que no sabe leer ni escribir, que un día salió de Vigo soplando en su flauta de viento, con su carrito y su tarazana para mover la piedra redonda de esmeril y fue afilando cuchillos, navajas, espadas y cacerolas hasta la China. Hace veinte años que no nos veíamos. La última vez debió ser en Macao… y no importa que, cuanto estoy diciendo, le sirva para escribir alguna de esas historias que publica en LA NOCHE. Es como un encuentro para la eternidad; en esto mi amigo y yo estaremos de acuerdo”. Y acto seguido se despidieron de mí.

Disculparán que no sepa contar lo que sentí entonces, pues ni tengo imaginación ni había escrito historia alguna para el periódico que habían citado. Quedé chafado, estado en el que pasas de ser vidente y percibes las cosas que suceden a tu alrededor de modo más nítido, entre ellas que, si bien estaba invitado, tuve que pagar los cafés. Salí. Pensé en la lluvia, en la radioactividad sin saber la razón, en diciembre, en las distancias por tren. Después, en un quiosco, compré dos números atrasados de la revista Índice.

Como si la imaginación me hubiese inundado –de idiotismo, entiéndase-- regresé al lugar del crimen, digo al café. Pedí el servicio – tal como hacían los escritores de antaño antes de trasladar al papel los frutos de su imaginación. Tenía que escribir algo, mis confesiones, lo que fuese… “De eso no tenemos, señor”. La realidad cruel me devolvió el conocimiento. Empecé a ojear las revistas que había comprado y de pronto sentí la necesidad de imaginar aquel diciembre de mil novecientos y…

Baroja estaría mirando las cuentas de los repartidores en el despacho de su panadería. De vez en cuando se tomaría un respiro para repasar algún diálogo de La casa de Aitzgorri. De pronto miraría si llovía. Unamuno empezaría una de sus cartas a Candamo confiándole que Juan Ramón “nunca sabe lo que dice, balbucea y tararea como los loros, imitando lo que ha oído”. Después, gustoso de pasear por la calle de Alcalá, repetiría al acompañante de turno que en Vidas sombrías de don Pío se nota la influencia de Poe y Dostoiewsky. El acompañante aprovecharía el primer silencio del maestro para añadir que Baroja afirmaba que se había olvidado la influencia de Dickens.

¡Mundo fabuloso de los diciembres madrileños! pero, ¿y mi amigo, el viejo escritor gallego? ¿No le debo escribir ésto? ¿Fue ayer, hoy..? ¿Cómo se llamaría? ¿Qué escribió?

Pedí la cuenta y el camarero me dijo: “Señor, cuando usted se fue volvieron sus amigos; me refiero a los dos señores con lo que estuvo antes. Me dijeron que usted les pagaría las dos copas de coñac que se tomaron a cuenta de la historia que de seguro escribiría. Usted sabrá a qué se referían.”
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lunes, 15 de noviembre de 2010


LEYENDO A VALLE INCLÁN, BAROJA, PINILLA y SALINAS...


No soy de leer sólo un libro, sino varios en los que avanzo a distintas velocidades según el pulso de interés que me echan. En los días pasados me las vi con El trueno dorado de Ramón del Valle Inclán, Cuentos de Pío Baroja, Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera de Ramiro Pinilla y El valor de la vida de Pedro Salinas .

La novelita de don Ramón me atrajo pronto y la concluí enseguida. El asunto no sorprende: señoritos de juerga que terminan lanzando a un guardia por la ventana y tratan de esquivar el proceso subsiguiente.

Se publicó por entregas del 19 de marzo al 23 de abril de 1936 en el diario Ahora de Madrid. Eran “las últimas cuartillas” escritas por don Ramón, parte de una novela inacabada por su muerte, acontecida el 5 de enero de 1936. Según Gustavo Fabra Barreiro, prologuista y anotador de la publicación, El trueno dorado estaba destinado a inscribirse en El Ruedo Ibérico.

Me fascinó el dominio y empleo del lenguaje cheli de su tiempo, el poder metafórico de las palabras y giros elegidos, el humor negro sobre blanco que barbotea en el relato sugiriendo perfiles de la esperpéntica vida española según la visión del autor.

Leo el librito de Baroja cuento a cuento en los ratitos para leer un poco. Los primeros son preciosidades modernistas de Vidas sombrías que requieren una lectura concentrada, sin intromisiones, para paladear un tono y un ritmo cercanos a la poesía. Luego hay cuentos más largos y de piel distinta, algunos en deuda con otros géneros y libros barojianos. En cualquier caso es un librito para escolares. Es como un muestrario. A este tipo de libros no articulados por el escritor siempre les falta algo, como la rúbrica en la firma del autor.

Garantiza la lectura del libro de Pinilla que Planeta y Plaza & Janés no aceptaran su publicación; lo hizo ediciones Albia en 1977. El autor califica su libro de novela-biografía y no voy a perder tiempo elucubrado sobre su deuda con los cuadernos autobiográficos de su personaje, Antonio Bayo.

Si admitimos que la literatura española se caracteriza por ser de frutos tardíos –dijo Menéndez Pidal— la novela de Pinilla lo sería del neorrealismo o de la novela social de los años 50 del siglo pasado. Es un libro durísimo, una historia del hambre que subyugó a los pueblos y gentes de España después de la Guerra Civil. Antonio Bayo pone en solfa la frondosidad del Imperio hacia Dios que emergió de La Cruzada como Lázaro lo hizo con la grandiosidad del imperio español que se exhibía en el escaparate de Toledo. Antonio “El Ruso” practica el hurto para saciar el hambre; ello le conduce a varias cárceles, a penales, al manicomio, a una vida amorosa y un final trágicos.

Es un libro de pocos capítulos que contienen numerosos segmentos y se alarga por 633 páginas. No me gustan los libros que pasan de las 350, pero el de Pinilla me arrastró a velocidad de lectura creciente pese a sus situaciones reiterativas. Y leyéndole recordé a Baroja y a Ramón Carnicer, quien escribió un libro precursor titulado Donde las Hurdes se llaman Cabrera donde ya denunciaba una región que era de España, pero no lo parecía.

El valor de la vida resplandecía en el escaparte de la librería Villadrich de Tortosa y mi mujer tuvo el detalle de regalármelo. Me las prometía felices con la novela aún a sabiendas de que estaba inacabada y el autor ni la había corregido.

Salinas había publicado excelentes ensayos literarios y conocidos relatos; estaba más que placeado en prosa. Pero esta novela… Hubo días que leí página y media y nunca alcancé las diez si no era con esfuerzo. El argumento es inconstante, tan pronto acontece en una ciudad norteamericana como en la Guerra Civil o en pesadillas parentéticas. Pasamos de un presente realista a una ensoñación. Gozamos de la descripción proustiana del living de Mrs. Harrison, para luego quedar poco menos que emparedados en las páginas que apelmazan La Biblia con el Catálogo de los grandes almacenes de Sears and Roebuck…

Pero nada de esto entorpece la lectura como el mismo texto. El poeta Salinas se caracterizó por ampliar el margen de los objetos poetizables, mas en esta novela surgen por doquier palabros y giros, por decirlo así, sorprendentes. Leo, por ejemplo: “Es la mañana, la prima hora del día, diosa del aseo, ministra de la mundificación.” Te quedas perplejo, quieto parado, varado para seguir. Quizás sea una novela tan en bruto y, por otras razones recluida en los cajones de don Pedro, que te expones a hacer juicios peripatéticos.


NOTAS.:

Ramón del Valle Inclán, El trueno dorado, Nostromo, Madrid, 1975.
Pío Baroja, Cuentos, Prólogo de Julio Caro Baroja. Alianza Editorial, 11ª edición, Madrid, 1982.
Ramiro Pinilla, Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera, Tusquets, Barcelona, 2010.
Pedro Salinas, El valor de la vida, Edición y estudio preliminar de José Paulino Ayuso, Biblioteca del Exilio, Renacimiento, Sevilla, 2009

viernes, 24 de septiembre de 2010

PÉTALOS CAÍDOS


El amor nos duele
y según nos duele, latimos.
Encontrar rosas
donde las rosas han bebido.
Lágrima fresca
yendo del corazón al nido.
Lágrima ácida
de lágrimas en olvido,
de los pétalos que han caído
en procesión misteriosa.
Y sin embargo, la flor mía
a tus encuentros, viva alondra.


DISLOCACIÓN

Tres campanas.
Soli solitario.
Tres campanas en una.
Tres pitos, tres estrellas;
el pájaro burlón.
Flores, bajas nubes;
aroma con aroma,
lluvia, desolación.
La raya huyente
huída, da adioses
lejanos; punto.
Aura. La luna
- pañuelo de lágrimas;
tengo pañuelo,
pañuelo de lágrimas;
y añil, tres estrellas,
pájaro burlón.
Tres trinos, tres ardillas.
Vuelan, rabo, arco…
¡Halló la raya fugitiva
el último perfil!
Soli, solitario.
Blando pito, blanda
luna, tres estrellas
y el pájaro burlón.
Flores, bajas nubes;
aroma con aroma,
lluvia, desolación.

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jueves, 9 de septiembre de 2010

Sonrisa navegante


Has sido patito en el rincón,
sonrisa navegante
para mi cuerpo niño de cristal y rayo.
Ven con otro beso a mi granada abierta",
y voy con las palmas hojaldradas de luz
y los ojos de raso cardenal a santiguarte.
Sonrisa navegante,
¿dónde posas por tu azurar naranja la espuma
que me siento ola desnuda de cresta y playa?
Pero eres mi sonrisa navegante”,
y soy, como soy, cabriola de lirios
heridos por el arpón de tu prisa blanda.



Susana: sueño definitivo


Por el pasillo de libros, pasito corto de Susana.
Por el pasillo de libros, la sonrisa Canela: Susana.
Por el pasillo de libros, el piernaslargas de Susana.
Por el pasillo de libros, misteriosa búsqueda: ¡Susana!

Ratoncito juguetón,
patizambito.
Merienda de rosas
la niña Susana,
patizambita.

Me la traes entre risas (…¡y el tesoro perdido!)
Mi ojos traidores te buscan más allá de la niña,
¡Susana!

La niña en medio,
la niña morena
de las puntitas.
La niña en cruz
y a sus dedos,
tu mano y la mía,
y la niña buscapapá
y la niña sonrisa
y yo y tú
desde los extremos,
tirando flores,
abriendo los labios
columpiando los ojos
sobre la niña en cruz,
la niña risueña
buscapapá, ¡patizambita!


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viernes, 27 de agosto de 2010

Tú, ancho mar

Yo no sé esta llama
que devora el corazón
dejándole en cenizas;
no es morir de la materia.
que la llama flota
con sus mil figuras.
y tórnase ancho mar
donde el corazón navega.
Es el corazón alma al fin en rumbo,
que avanza sin horizontes
sumando las distancias, lejanía;
es el permanecer en sabiduría
de estar en un tiempo sin huida.
Es el corazón envuelto en llamas
el crepitar de la existencia madurándose…
Es el corazón una torre de perdiz
viendo su morir en la altura sin retorno
que, elevándose de ojos ciegos,
siente entrar el morir más puro
para seguir, sin confín, adonde ella espera.
¡Ay fuego revelador del amor!
¡Cuando dañas al enmortecer la sangre
y al purificar las sombras!
Allí esa llama devora,
allí nace y crece la vida
que entra a navegar el mar de plenitud.
Allì el caminar sin romería,
allí la delicia del pasar
por uno mismo y volver a pasar
por el ancho mar de ti derramada sin orillas.

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lunes, 9 de agosto de 2010


MI PADRE CUMPLIRÍA LOS CIEN AÑOS…


De haber vivido, mi padre cumpliría los cien años hoy lunes 9 de agosto. Fue el tercero de seis hermanos. Su madre, Amparo Vázquez Armesto de Arellano, era mujer de linaje, educación exquisita y serena y cuidada belleza. Su padre, el manchego Augusto Martínez Ramírez, procurador de los tribunales, alcalde de Villafranca del Bierzo varias veces, fundador y director de algunos de los primeros periódicos del Bierzo.

De la infancia y adolescencia de mi padre contaré dos anécdotas reveladoras.
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Estudiaba interno junto a su hermano en uno de los colegios religiosos de La Coruña. Cierto día, uno de los profesores regañaba severísimamente a su hermano Pepe, tanto, que terminó cogiéndole de las orejas, sacudiéndoselas y aupándole a pulso desde ellas. Mi padre, que contemplaba la escena, se disparó como una centella y propinó un puntapié tremendo al profesor en una de sus canillas obligándole a soltar a su víctima. Ambos hermanos fueron expulsados del colegio al día siguiente.
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La otra anécdota se relaciona con mi abuelo. En cierta época electoral debía llevar a León las actas de los resultados. En la estación fue detenido y desposeído de los escrutinios aunque, para dulcificar el acto, le llevaron a casa del gobernador civil invitado a comer con él. Lo que el gobernador desconocía es que mi padre y su hermano también habían viajado por separado en el tren de su padre, aunque en vagones de segunda y tercera, y que uno de ellos custodiaba las actas auténticas con la misión de entregarlas al juez correspondiente.

Mi padre cursó Derecho en la Universidad de Valladolid en tan sólo tres años. Al terminar era tan joven que no alcanzaba el requisito de la edad mínima para colegiarse.

Años después, una excursión lúdica a Biarritz y su casino le deparó fortuna y bancarrota; tuvo que pedir la ayuda de su padre para regresar. Y regresó a Madrid justo cuando estalló el alzamiento de julio de 1936.

La IIª República y Guerra Civil le proporcionaron alegrías y sustos. Fue apoderado o secretario de Alejandro Lerroux, Calvo Sotelo, del jurista Antonio Royo Villanova, algún trabajo hizo en las Cortes. Estando con Calvo Sotelo tuvo que refugiarse detrás de un armario para protegerse del lanzamiento de una bomba.

Su boda tuvo lugar en 1938 , pero el acontecimiento fue distinto al de sus padres, cuya ceremonia ofició el Nuncio de S.S. el Papa en Madrid. Mi madre vivía en la casa que tiene estrellas doradas en los balcones y está situada en los comienzos de la calle Príncipe de Vergara. Mi abuela materna alejó convenientemente a la criada e instaló con rapidez una capilla accidental en el comedor de la casa. Ofició don Isidoro, pariente de mi padre, quien había sido un monseñor principal en el Tribunal Eclesiástico de Madrid, aunque por entonces anduviese oculto.

El joven matrimonio no vivía para sustos. Al margen de las bombas de la aviación franquista en las proximidades de su estrenada vivienda, estaban los requerimientos para acudir al frente. Mi padre sufrió unas fiebres tifoideas que habían mermado su salud y desmejorado su aspecto considerablemente; cuando venían a buscarle, aclaraba que el buscado era su hermano Román – un nombre que, aun siendo su primero, papá jamás había utilizado aunque costara en sus papeles de identidad; añadía que Román no estaba en casa en aquel momento y que posiblemente ya se había ido al frente.
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Como la argucia no podía durar mucho --su aspecto físico mejoraba-- decidió buscar otro acomodo para huir de sobresaltos y se alistó como abogado de la CNT-FAI, avío que le deparó alguna aventura como la acontecida con Valentín González El Campesino. La CNT le encomendó la defensa de un afiliado que había sido apresado por el militante comunista. Mi padre se desplazó a Extremadura en un Rolls-Royce escoltado por compañeros motorizados que llevaban las cananas cruzadas sobre el pecho. Cuando El Campesino hizo el ademán de arrojar una bomba de mano para disolver al grupo que solicitaba la libertad de su correligionario, los motoristas le amenzaron con sus metralletas y torcieron la querella a su favor, pero podemos imaginar el susto sufrido por mi padre.

A mis abuelos les ganó la pena cuando escucharon por radio la noticia de que el jurista y ex ministro republicano Antonio Royo Villanova y su secretario –mi padre- habían sido hallados muertos en un pozo negro. Al concluir la Guerra Civil mi abuelo se encontró con Germán Gullón, notable amigo maragato que había sido Presidente de la Diputación de León en tiempos de la monarquía. Mi abuelo le confió el desastre acontecido a mi padre, pero don Germán le dijo gozoso: “Nada de eso ha ocurrido, Augusto. Tu hijo no sólo está vivo sino que de alguna manera somos parientes porque se ha casado con una hermana de la mujer de mi hijo Ricardo”.

Quizás la primera imagen de mi memoria sea mi llegada a Villafranca del Bierzo con mis padres, brazos rodeándome o abalanzándose sobre mi mientras mis ojos estaban puestos en las escenas de caza que ilustraban el papel de la pared interior de la amplia galería del caserón y en el enorme caballito-balancín de cartón –seguro que de mi primo Mariano- sobre el que deseaba auparme.

Al concluir la guerra mi padre fue depurado y las cosas le habrían ido mal si personas a las que había ayudado o defendido durante la contienda no hubiesen intervenido en su favor. Por estos motivos recuerdo el formidable abrazo que don Gaspar Bayón Chacón --jurista que fue mi catedrático de Derecho del Trabajo en la Complutense-- le dio al encontrarse en Segovia el día de mi jura de bandera.
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Carecer del marchamo de afecto al Régimen siendo abogado penalista no era muy propicio en el Madrid que iniciaba los años cuarenta. Papá entendió que debía hacer oposiciones si quería que su familia saliese adelante, pero todavía pasó un tiempo antes que se le permitiera opositar a juez comarcal, cargo que ejerció en Pozuelo del Rey, Arganda, Alcalá y otras localidades próximas a Madrid. Después opositó a la justicia municipal y tuvo suerte, pues, dos opositores que le antecedían solicitaron plazas en la periferia española y así obtuvo la única que había en la Capital, la del Juzgado nº 14, distrito Centro de Madrid; luego les llamarían Jueces de Distrito. Recibió dos cruces distinguidas de San Raimundo de Peñafort, sin embargo, su recuerdo profesional más emotivo fue el homenaje que le tributaron los abogados madrileños con motivo de la primera.
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En 1965 viajó a Texas para asistir a mi boda. Un tío carnal de mi mujer, Jake Inselmann --a cuya memoria se erigió el Jake Inselmann Baseball Stadium de San Antonio--, era el secretario de esta ciudad y favoreció el nombramiento de mi padre como Alcalde de La Ciudad de La Villita, el pintoresco enclave de sabor hispanomejicano que atesora la preciosa ciudad tejana y que sirve para honrar a ciudadanos ilustres. El nombramiento anterior al de mi padre fue concedido al astronauta Leroy Gordon Cooper.

Después de mi boda mis padres se desplazaron a Washington. Papá deseaba conocer la Corte Suprema y otras instancias de la justicia federal americana donde fue tratado con una hospitalidad y cordialidad de las que guardó siempre un recuerdo muy agradable.

Mi padre había ilusionado que yo continuara la relación familiar con las leyes, pero no era mi vocación. Cumplí con él haciendo la carrera de Derecho, pero una vez finalizada marché a Texas con mi tío Ricardo Gullón para dar campo a mi vocación literaria. Siempre pensé que para mi padre fui un desencanto notable, pero a su muerte mi primo carnal Germán Gullón me confió en carta entrañable lo complacido que papá estaba de ver cómo me había desenvuelto en la vida y las palabras de Germán me reconfortaron sobre manera.

Hizo algunos artículos y reseñas profesionales para la revista Pretor de su compañero Pedro Aragoneses, pero sus ilusiones fueron menguando a medida que se acercaba la jubilación… exceptuada su afición a los viajes que realizaba junto a mi madre a la mínima oportunidad.

Sin embargo, su amistad con el financiero y mecenas José Celma Prieto le deparó una ilusión postrera: la de colaborar como secretario del primer Premio Internacional Rey Juan Carlos de Economía con el que don José quería honrar al Rey. La organización fue laboriosa jugando el Banco de España un papel primordial desde el primer momento. Aquel premio inicial tuvo un jurado de honor encarnado por los rectores o representantes de las universidades históricas que tuvieron el patrocinio de la corona española como el Real Colegio de España de la Universidad de Bolonia, la Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás de Filipinas o la Universidad de San Marcos de Lima, la más antigua de América. El premio se concedió el 20 de noviembre de 1981 en una ceremonia hermosísima que tuvo lugar en el Instituto de España de la calle San Bernardo. Mi padre disfrutó mucho en aquel empeño y aquel día.

Sólo unos meses después, en marzo de 1982, moría. Mi abuelo Augusto dejó el tabaco a sus cincuenta y pocos años y vivió noventa y dos; todos sus hijos, incluyendo mis tías Concha y Pilar --que viven y gozan de salud-- superaron o superan los noventa años. Mi padre sólo vivió setenta y uno. En vista de la genética familiar, sus hijos jamás imaginamos que viviría tan poco, él, siempre tan lleno de vitalidad, tan activo y amigo de ayudar. El tabaco pudo con él. Mi padre se llamaba Gaspar Martínez Vázquez. Yo siempre estuve orgulloso de ti. Te quise y te quiero, papá.
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sábado, 24 de julio de 2010

ROMERÍA


De un sueño
nos traen al camino.
Para caminar venimos
aunque alcemos
nuestras manos, la luna roja
en nuestros pechos,
las manos para acariciar
y soñar, dormir y libar
de Venus como el cielo.
Por la tierra nuestros pasos
castañuelas solas
del alma en soledad.
Y un suspiro y un beso,
y de vez en cuando
la canción leyenda.
Risas, flores, sortilegio…
y más pasos peregrinos.
Caminar, el destino
del hombre oído
en las caracolas del mar.

Vientre de donde venimos
por un beso de menta
las estrellas al repicar.
Luna mora de las ojeras
danos tu bendición;
luna, no olvides las rosas
al decirnos adiós.

Dos rosas, blancarrosa.
Al medio la margarita,
--como beso en estampida.
como sol desperezado,
como sol desparramado…--
Margarita de las Rosas.

Si margarita es mi flor
será mi romera trigueña y blanca.
Y rosa cuando el rubor de la aurora
si margarita es mi flor.
Jugaré por las noches al corriverás de estrellas,
cantaré con el mimo del burlón en el nido,
si margarita es mi flor.

Dime estrella por qué camino
mi niña hila y muele el pan de rosas,
Dime estrella la ermita
donde hallaré cobijo
de una mujer blanca y lumbre a solas.
Dime estrella si mi esposa
me aguarda noche y día.



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sábado, 10 de julio de 2010


JUAN CRUZ RUIZ Y SUS "EGOS REVUELTOS"

Imaginamos al escritor sentado en el porche de su casa, frente al mar, recordando y escribiendo. Bajo su cabellera canosa hay dos brochazos de cejas negras y brillan dos ojos como carbones de arco azulado.

Su vida ha sido la de un periodista, editor, novelista; sobre todo un hombre de El País, del universo Prisa para el que ha trabajado y corrido mundo; a veces, muchas, lo ha pasado bien, otras no porque la gente se le va, muda a otro lugar o continente, o simplemente desaparece.

Ha concluido su libro Egos revueltos. Una memoria personal de la vida literaria (1). Ha escrito sobre los escritores con los que tuvo trato procurando contar qué les movía, si la vocación, la pasión, sus egos, es decir, su autoestima, pacífica, exacerbada y hasta violenta según quiénes.

La historia comienza cuando se traslada a Londres para entrevistar a Cabrera Infante, pero el cubano estaba, ¿cómo lo diremos?, ensimismado o, como excusaría su mujer, sufriendo un nervous breakdown. Así que Cruz disimula, habla de sus tiempos de estudiante, de cuando "los libros eran como lugares de recreo", de sus maestros -Emilio Lledó sobre todos- o Domingo Pérez Minik, de otras amistades españolas o londinenses, hasta que decide utilizar la lista que recibió de su amigo Marcos Ricardo Barnatán para contactos con los grandes escritores.

Narra sus charlas con Julio Caro Baroja, Gabo, el grupito de Carlos Barral. Salimos de su primer encuentro en Tenerife con un Cela griposo y tumbado en la cama que pide que hable y hable porque lo necesita para dormirse. Ese primer Cela que era un tipo como no había dos. Sobre su primer viaje a USA escribió que su primera mujer le llevó un bocadillo al avión para el viaje. Y cuando llegó al Austin tejano–fui testigo- escandalizó a los norteamericanos prefiriendo charlar y tomar un café a visitar la casa donde vivió O’Henry, gusto que mirándolo desde otro punto de vista estaba justificado.

Se cruzan en la memoria de Juan Cruz gente importante como el poeta Pablo Neruda y su devoción por las arepas, Juan Marichal, Leonardo Sciascia, Francisco Brines, los viajes a Oliver o el Boccaccio de los tiempos de la movida madrileña y tantas y tantos, hasta que Cabrera Infante le recibe para mantener una entrevista o, más bien, una hora de silencio que concluye la mujer del cubano alentándole con un “La próxima vez le hablará, ya lo verá usted”.

Hemos leído 101 páginas, pero el libro no concluye; sólo recorrimos cerca de un cuarto, apenas el 21%. El tinerfeño consulta la lista de contactos que le dio Barnatán y los encuentros continúan.
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Ahora estamos en París y Julio Cortázar emerge en páginas fenomenales aunque Cruz lamenta un olvido que no vemos por ninguna parte, pues, Rayuela es como el Ulises de Joyce, novelas que marcan épocas en la literatura y entierran a sus autores en el Partenón.

Aparece Juan Carlos Onetti y tras él, Adolfo Marsillach, Rafael Azcona y, fugazmente, Jesús Aguirre, Jaime Salinas, Jesús Fernández Santos, etc., etc., hasta que llegamos a Octavio Paz, el hombre que tuvo la suerte de desmentir su propia muerte a una emisora mejicana, que estaba obsesionado por corregirlo todo y que llamaba Juansito a nuestro autor.

Juan Cruz fue el lazarillo de Borges por las calles de Madrid y le pareció el hombre menos pedante que había conocido pese su bastón chino y sus camisas a rayas. Pedante no, pero presumido sí lo era, tanto que hasta consultaba su reloj para ver la hora, número que montó mientras daba una conferencia en Austin para asombro de los que allí concurríamos. Así que su lazarillo bien puede asegurar que Borges veía luces en el Hotel Palace de Madrid.

Y pasamos del yo revuelto de Francisco Ayala al de Eduardo Haro Tecglen, al irritable de Mario Benedetti por el que, no obstante, Cruz sintió cariño porque “estar con Mario, como con su poesía, era un viaje a la melancolía”.

Pienso que Paul Bowles –cuyo centenario se cumple este año- fue un compositor interesante y se pueden decir incluso cosas buenas sobre él como escritor, aunque según Mohamed Mrabet (2) , quien trabajo más de cuarenta años para los Bowles como cocinero, chófer, guardaespaldas, el americano vampirizaba sus historias, es decir, se las oía, las cogía y las moldeaba, pero Juan Cruz no ha visto a ningún vampiro, sino al hombre cuya “biografía haya sido un compendio de lo que le pasó al siglo XX cuando sólo quiso ser feliz y viajero”. Vio a un anciano desamparado, asustadizo, al que José Luis Gómez, Jesús Quintero y él trataron de divertir en una cena muy festiva porque le habían tomado un enorme afecto.

Aparece Severo Sarduy, un hombre sentenciado por unos análisis, pero aficionado a los crustáceos y los Bloody Mary. Son páginas centella que dejan el mensaje de que todos deberíamos querer a aquel cubano vitalista y divertido que escondía sus cicatrices.

Vemos a Juan Benet como amigo y consejero cuando Juan Cruz se convirtió en editor. Conectaron fácil porque Benet era un hombre de muchos amigos. Las páginas finales hablan de su muerte y entierro; son agrias, tristes, difíciles aunque las palabras carezcan de intención.

Las dedicadas a Manuel Vázquez Montalbán son las mejores del libro, tan emotivas como las que dedica a Hunter Gräss. Después de leerlas nos preguntamos: ¿dónde se nos ha quedado Manuel? ¿Por qué se martirizó al alemán, qué sacaron con ello?

Llega Pepe Hierro a consolarnos; parece un retrato a plumilla que le hubiera hecho Zamorano. Los bares, las bebidas y la vida se titula uno de los capítulos, y es que hay muchos bares recorridos y mucha bebida consumida en el libro. Se podría hacer un censo de las zonas húmedas de varias ciudades españolas y algunas de ultramar.

Me gusta lo que dice de Rulfo. En 1964 seguía yo un curso graduado sobre literatura hispanoamericana con el profesor George Shade en la Universidad de Texas, en Austin, cuando apareció una bellísimna compañera nuestra que se había desplazado a Méjico para sonsacar a Rulfo sobre La cordillera, posiblemente su última novela. Aquella linda pelirroja volvió para decirnos que de la novela sólo había el título y no se había progresado. Rulfo, es decir, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, tenía la costumbre de identificar los cementerios que sobrevolaba el avión en el que viajaba poniendo los pelos de punta de algún célebre compañero. Con personajes así no hace falta tenérselas como el Cid, la barba recogida y apretada bajo el cinturón para que no nos la mesen.

Eran los años del boom y abundan los hispanoamericanos, algunos salados como Alfredo Bryce Echenique, otros melancólicos como Augusto Monterroso, otros puestos como José Donoso “acostumbrado a adivinar que algo era de cahemir desde una milla de distancia” hasta que la vista se le apagó.

El ego de Ernesto Sábato reventaba porque siempre le ponían el tercero, detrás de Borges y Cortázar -aunque tan sólo se tratara de ponerles en orden alfabético-, y él tan pequeño, pero siempre enhiesto y con lanzas en los labios.

No podía faltar Augusto Roa Bastos un ejemplo del gran escritor mendicante, autor de una obra tan enorme como Yo el supremo, pero también obligado a escribir para alimentarse. Recuerdo que Baroja en sus Memorias se quejaba de que era muy triste llegar a anciano y continuar escribiendo para poder sobrevivir.

Miguel Delibes, Francisco Umbral, Camilo José de Cela tienen las páginas que tienen que tener… Son el bueno, el feo y el malo –dicho en solfa-- de nuestra literatura reciente; dejémosles con sus cuitas y lleguémonos hacia al final con Ángel González y algún otro.

El libro de Cruz es amable porque no parece haber hecho enemigos debido a su natural amistoso y expansivo. Además, siempre se habla bien de los muertos; como mucho te atreves a hacer dos o tres morisquetas a los que menos te han gustado, pero no pasas de ahí. Tampoco hay análisis de libros ni crítica literaria; sólo memorias personales contadas en buena e imaginativa prosa.

El libro tiene como brumas de cementerio. Ha desfilado casi toda una generación que se fue. Quizás nuestro autor ha sido uno de los primeros en darse cuenta y debemos agradecer su generoso retrato coral. Y esa generación tampoco parece tener una gran descendencia. ¿Tendrá razón Carlos Fuentes cuando dijo a Cruz: “El porvenir es otra vez latinoamericano” reafirmando una frase anterior, “Del boom al bumerang”?
______________
NOTAS:

1. Juan Cruz Ruiz, Egos revueltos. Una momoria personal de la vida literaria, Tusquets, Barcelona, 2010. Este libro obtuvo el XXII Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias.

2. Ver César Antono Molina, "El amigo secreto de Paul Bowles", El Cultural de ABC, 14 de mayo de 2010. También se puede consultar en Google.

viernes, 25 de junio de 2010



POEMAS DEL BURBIA
(Final)





ARMONÍA


La tarde es alta sobre el río
y ese pescador de memorias
se persigna
Son campanas de San Francisco
proa al valle voces sonoras
maravilla
al aire de ese sin sentido
que repicando son las horas
armonía



ATARDECER


Y la tarde se volvió de oro
mirando a las montañas
donde el sol soñaba
El agua suspiraba en las cañas
y los pájaros de la vega
nadaban hacia los álamos
altos de Vilela
Por la huerta se oía cantar

El río no tié barca
porque no hay barquero
Se fue con la niña
del molinero


Frente a las Médulas
Vilela soñaba su alameda
en el cascaluz del cielo



OCTUBRE


Bajo la sombra
de las nubes
viaja el río
El sol que asoma
nos descubre
su camino
Ven y reposa
Es octubre
ocaso amigo



LLUVIA


Plata y gris
las estrellas sobre el río
Es que llueve
y son gotas de marfil
nácar frío
que esta noche me conmueven
Por decir
que de soledad herido
sí me duelen



CIPRES DE LA ANUNCIADA


Bajo el ciprés solitario
dicen que un hombre tendido
teje con mimo sueños sagrados
Que las margaritas silvestres
junto al ciprés solitario
consejas de amores deshojan
en silencios de sagrario

Si tuviese el cielo
secreto de hombres
iría a arrancarlos
para leer mi destino
sobre paz tan muerta
por estos caminos



TRISTEZA


Vivir es morirse
en el río
que ya no es fuente
sino mar al poniente
en el río
que es espejo doliente
de una memoria ausente
en el río
oscuro que dice
no volverás a sentirte



TRANSPARENCIAS DE
VILLAFRANCA DEL BIERZO



Al alba
desprendida la villa
de su nocturna silueta
al Burbia venía

Como blancas mariposas
San Francisco el Castillo
y la Colegiata
recogían el caserío
y lentamente posaban
en los cristales líquidos
que el río entramaba

Al mediodía
había ¡Dios! que verla
transparente móvil
sobre los peces de sol
que la encendían

La sombra
del martín pescador
el lienzo disolvía
Volvían San Francisco
el Castillo y la Colegiata
al cuadro que solían
y nos ganaba un silencio
entristecido
por el sendero del agua
.

martes, 8 de junio de 2010



POEMAS DEL BURBIA
(Segunda selección)


ENAMORADOS


Las luces del cielo
mi morenilla enciende
cuando al río la llevo
Por eso la quiero
porque es franca y no miente

De tus pies la senda
iré a penar un día
de rosas desvanecidas


ENSOÑACIÓN


Por un campo de nardos
yo vite en sueños
cantarina el agua
entontecía…
tántala agua
sobre la risa
tántala la brisa
sobre la ría…
y a volar paloma
fuiste lejos
solecita el agua
ensombrecía…
tántala agua
adormecida
tántala agua
ría ría…
por un mal aire
palomilla
por un mal aire
lejos ibas…

.

ADELFAS EN FLOR


Sabroso de amor
faltome ventura
Burbia que te quiere
Burbia que te halle
de la vega donaire
pasito de tarde
¡Ay molinera ay segadora
que yo era en la tolva
lo que en el rio ahora!
Y vosotras la adelfa
la adelfa en flor
que el agua amarga
que el agua endura…
Sabroso de amor
faltome ventura

.

CAMPANAS DE SAN FRANCISCO


No sé que son tienen
los vencejos cuando trinan
ni las golondrinas
esta tarde de color gris
Asoman entre las nubes
que el sol desbarata
y espantan camino del Malvís
No hay azor que las persiga
ni las obligue a huir…
Serán las campanas locas
que en San Francisco
tañen para dejarse oír




LAR


Los sarmientos secos
la abuela prendía
y echaba castañas
y después patatas
El fuego crujía
El abuelo miraba
con melancolía
mientras nos contaban
la noche nacida
cuentos magníficos
que él ya sabía



AUSENCIAS

I

Calle del agua

Me iba
camino de la estación
Me iba
y me decía adiós
Mi abuelo en el balcón
solía
mirar calle arriba
¡Adiós abuelo!
No volvería
en el balcón
tu sonrisa
a recibirme
ni a despedirme
con amor


II


Ramón El Pescador

Y ya dispuesto
pues su vida fue tanta
el pescador
entró en el río
Tenía la barca
esperándole
las monedas contadas
los remos listos
y al buen Caronte
que le tendía
el vino amargo
para la travesía
Y bebió el vino
mientras la barca
se deslizaba
por las aguas dormidas



III

Senderos

De la mano de mi padre
paseaba por la orilla del río
los espejos de la tarde
navegaban por sus ojos
amigos
y me hablaba y sus palabras
quedaban suspendidas

Sé que olvidaba
que tenía como un sueño
arisco
y de pronto encalmaba
no se qué me susurraba
al oído

De la mano de mi padre
caminaba a orillas
del río
Los senderos de la tarde
se adentraban en mis ojos
perdidos

¡Dios! Pues si él era mi gozo
¿por qué lloro? ¿por qué olvido?

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