sábado, 25 de febrero de 2017



BLASCO IBÁÑEZ:
LA SOCIEDAD RURAL DE LA BARRACA


La barraca[i] es una novela que ayuda a conocer la España rural de finales del s. XIX en los comienzos de la Restauración.  Por entonces, una mayoría de personas trabajaba o arrendaba tierras de otros para sustentar a sus familias, situación que derivaba del atraso agrario de la nación, pues,  los propietarios –en su mayoría pertenecientes a la burguesía financiera y terrateniente-- ni arriesgaban ni tenían interés en el cultivo eficaz de sus tierras. [ii]

La sociedad agrícola valenciana se dividía –de manera parecida a otras regiones de España-- en dos clases: la de los arrendadores, sencillamente identificados en la figura del amo, y los pescadores de la Albufera o del Mediterráneo, los huertanos, y los que trabajaban en los servicios y los artesanos pobres. Nada quebraba el muro que dividía ambas clases que otros definían con sutileza y brevedad como el mundo de los señores educados en castellano y el de los analfabetos que hablaban valenciano.

En La barraca los amos están representados por don Salvador, sus herederos o  la señora cuyas tierras arrendaba Pimentó. Viven en los barrios nobles de la ciudad y acuden al campo para subrayar su condición de propietarios, exigir lo suyo y disponer de vidas y haciendas según sus intereses. Don Salvador avisa a Barret que no consentía su empeño en cultivar tierras más extensas que sus fuerzas, “Y como le habían hecho proposiciones de nuevo arrendamiento, avisaba a Barret de que  dejase los campos cuanto antes.(p.27) Mientras fue útil, el aparcero dispuso de las tierras, al dejar de serlo tiene que salir. Los huertanos procurarán que nadie viva y trabaje los campos que fueron de Barret, pero los herederos del amo los rentarán por casi nada a un foráneo, Batiste, con el propósito de doblegar la resistencia de los huertanos.

La huerta es el espacio de los de abajo; tiene apariencia de paraíso debido al sudor de los trabajadores que, sin embargo, viven en barracas miserables; sí las barracas tienen un mirar, es gracias a la disposición de las mujeres y de algunas flores. El huertano es un proletario más entre las gentes que acuden a la ciudad a ganar el sustento: “Animábanse los caminos  con filas de puntos negros y movibles, como rosario de hormigas, marchando a la ciudad.(p. 11/12) También viven en barrios marginados o, como Rosario, en el prostíbulo; de alguna manera siempre al servicio del rico.

Blasco Ibáñez, como antes Pérez Galdós, había observado que cada clase --incluida la más insignificante-- se jerarquiza y unos individuos marginan a otros en cada una. La familia de Batiste será marginada por haber rentado las tierras de Barret: “Los vecinos burlábanse de ellos con una ironía que delataba su sorda irritación. ¡Vaya una familia! Eran gitanos como los que duermen debajo de los puentes. (p.41)  Al no ser originaria de la huerta, la familia de Batiste se convierte en el enemigo a batir cuando debía estimarse como una igual en la lucha por la vida.

Las clases superiores tienen instituciones como la justicia y la Guardia Civil para mantener reducidas a las inferiores: “Los dueños de las tierras pidieron protección hasta en los papeles públicos. Y parejas de la Guardia Civil fueron a recorrer la huerta, a apostarse en los caminos, a sorprender gestos y conversaciones, siempre sin éxito. (p. 37) Cuando el anteriormente dócil Barret sabe que el juzgado procederá en su contra embargando cuanto tiene en la barraca para el pago de sus deudas y echarle de sus tierras, se convertirá en la figura de El Libertador: “agarró la vieja escopeta que tenía siempre cargada detrás de la puerta, y echándosela a la cara plantóse bajo el emparrado, dispuesto a meterle dos balas al primero de aquellos bandidos de la ley que pusiera el pie en sus campos(p. 28) El arma le será arrebatada por Pimentó y las mujeres de la casa, pero Barret segará la vida del amo blandiendo la simbólica hoz del abuelo y, aunque será indultado, “salió de la cárcel hecho una momia y fue conducido al presidio de Ceuta, para morir allá a los pocos años” mientras su familia “desapareció como un puñado de paja en el viento(p. 35).

El tema de la educación  también juega un papel en la vida de los huertanos.[iii] Don  Joaquín es un maestro oficioso; desempeña el papel por voluntad propia y como una manera, diríamos pícara, de ganarse el sustento. Nadie le expulsa porque el Estado, interesado en la formación de las clases superiores, se despreocupa de las inferiores. Por eso la escuela es una barraca vieja, sin apenas luz, con paredes de dudosa blancura: “unos cuantos bancos, tres carteles de abecedario mugrientos, rotos por las puntas (…) Libros, apenas si se veían tres en la escuela; una misma cartilla servía para todos. ¿Para qué más?...Allí imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas.” (p. 77) Las ideas no se desplomarán sobre las cabezas de los discípulos, pero sí una caña larga correctiva.

Don Joaquín llena el vacío del Estado; en realidad no puede educar porque ni sabe enseñar ni es capaz de inspirar amor al estudio. Su esfuerzo no sirve para reducir el analfabetismo dominante del huertano y, en consecuencia, el huertano que no sabe leer desconocerá sus derechos. Lo refleja Barret cuando manifiesta miedo hacia los papeles del juzgado, a los oficios, la letra impresa. Por el contrario ese miedo no lo tienen sus iguales al Tribunal de las Aguas: “La ausencia de papel sellado y del escribano aterrador era lo que más gustaba a unas gentes acostumbradas a mirar con miedo supersticioso el arte de escribir, por lo mismo que lo desconocen(p. 50), porque es un tribunal que se conduce  en valenciano y sólo por medio de la palabra aunque Batiste lo estime como el monstruo de las siete cabezas (p.53).

Privados de la educación, viviendo como en una colonia al servicio del amo, la sociedad de la huerta revela su primitivismo. Sus mejores armas defensivas son la violencia contra el amo opresor y la solidaridad al estilo de Fuenteovejuna. Cuando Pimentó está a punto de ser preso por una agresión,  “todo el distrito desfiló ante el juez afirmando la inocencia de Pimentó (p. 36). Se dice que las tierras de Barret “eran el talismán que mantenía íntimamente unidos a los huertanos (p. 37) y que Rosario estaba muy agradecida porque habían impedido que otros entrasen a trabajarlas. 

Cierta solidaridad aparente funciona cuando muere Pascualet, el Obispillo, pero sólo puede estimarse como auténtica y sin doblez en el caso de Pepeta, que le amortaja; el resto de los huertanos visita la casa de Batiste impulsados por un sentimiento de culpa, nunca porque la familia del muerto pertenezca al clan: “Algo se había enfriado el afecto que mostraron todos los vecinos al enterrar al pequeño.  Según se amortiguaba el recuerdo de aquella desgracia, la gente parecía arrepentirse de su impulso de ternura, y se acordaba otra vez de la catástrofe del tío Barret y la llegada de los intrusos.(p. 115)

El primitivismo que aflora en la malevolencia de Pimentó o en las palabras sibilinas del Tío Tomba también se manifiesta en la manera que el huertano tiene de matar el tiempo libre. Su ocio ni es creador ni reparador; su espacio es la taberna de Copa, “la cueva de la fiera”, “la rojiza boca que despedía el estrépito de la borrachera y la brutalidad.(p. 64) La taberna engendra el machismo de los vagos, los matones y los borrachines, valentones que pasan el tiempo chismorreando, jugando a los naipes, bebiendo aguardiente y metiendo miedo a las jóvenes que transitan por el camino al atardecer; sin embargo, la sociedad de la huerta estima su fuerza y brutalidad y les convierte en ídolos cuyos atributos no son las virtudes, sino la arrogancia, el menosprecio del trabajo, el buen ojo con la escopeta y la lengua viciosa. En la Copa se desencadenará la tragedia que conduce a la muerte de Pimentó y al fracaso de Batiste, obligado a irse a otro lugar para ganarse la vida.

La mujer vive escondida en los pliegues de esa sociedad conociendo que su posición es inferior a la del hombre. Su destino es el trabajo parecido al de la mula de carga. En el primer capítulo de la novela avistamos a Pepeta muy de madrugada recorriendo las calles de la ciudad para vender  hortalizas y después la leche de la vaca Rocha mientras Pimentó permanece arrebujado en el camón  de su barraca. Pepeta es joven, pero su belleza marchita a causa del trabajo y no es feliz. (pp. 13/21) La mujer arrastra el destino de su hombre, pero si a él le es dado –cuando menos-  el derecho a protestar, la mujer está obligada a estar siempre ante los hombres con los ojos bajos. De hecho, no depende de un hombre en concreto, sino de todos, como Rosario a quien los demás han desposeído de su identidad transformándola en Elisa, la prostituta.

En La barraca todo combina conforme a los esquemas naturalistas del determinismo, sobre todo, la presión que el medio ejerce sobre el ser humano, condicionandole. A modo de conclusión podemos decir que coincidimos con quienes piensan que el Blasco de las primeras novelas también fue un escritor de origen naturalista. En La barraca puso de relieve que el ser humano privado de bienestar y de  posibilidades desde la cuna se afana inútilmente en escapar de los condicionantes  de una religión que no le consuela, de un Estado que ni le enseña ni  protege sus derechos,  de una sociedad que le condena a vivir reducido y dependiente.

La barraca narra la vida de unos campesinos de la huerta valenciana, pero su regionalismo innegable no impide la proyección universal que ese espacio  y personajes adquieren, convertido uno y otros en una alegoría formidable de la lucha por la vida, tema del 98, modernismo al que la novela también se emparenta, y jamás reducida al costumbrismo regional que algunos han pretendido.

La  barraca es un testimonio del vivir, pero seríamos injustos con Blasco Ibáñez valorándola sólo desde una perspectiva social. El escritor hurgó en la entraña misma del ser humano y, a través de imágenes literarias, sí de raíz naturalista, pero de modulación impresionista, ofreció una dimensión sincera y sobrecogedora del homo homini lupus  de Plauto, “el hombre es el lobo del hombre”, al que Thomas Hobbes se apuntó  siglos después.



 NOTAS:



[i]  Vicente Blasco Ibáñez, La Barraca, con ‘Notas de un ensayo de Federico de Onís’, más unas palabras ‘Al lector’ del autor escritas en Menton (Alpes Marítimos) en 1925.  Las Américas Publishing Company, New York s/f.

[ii] Vicente Blasco Ibáñez dijo en el artículo Alma Valenciana: “no hay provincia española que tenga tantos propietarios como Valencia. La agricultura esta subdividida hasta lo infinito. Cada labriego es dueño del pedazo de suelo que cultiva. Unos son propietarios por la ley: los mas tienen la tierra en arrendamiento, transmitiéndose su posesión por herencia, dentro de la familia, desde hace siglos, sin que el verdadero dueño que reside en la ciudad ose intervenir en estas donaciones ni aumentar el arriendo que aún se cuenta por libras y sueldos como en tiempos de los reyes de Aragón. La escopeta, compañera inseparable del huertano desde que entra en la pubertad, y el fraternal y enérgico apoyo que se prestan todos los trabajadores de la vega, son los sostenes de este derecho tradicional del que extraje la trama de mi novela La Barraca.” Vicente Blasco Ibáñez, “Alma Valenciana” en Alma Española, Año IIº,  nº 11, 17 de enero de 1904, pp.10-12. Este artículo se puede leer en Google.

[iii] Juan Oleza,  en una muy interesante conferencia de noviembre de 1998, dijo: “La barraca atestigua la barbarie de unos labradores ignorantes, entre los que un miserable maestro rural trata de inculcar rudimentos de cultura - “¡Pobre gente - exclama - ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie les saca de su condición?” - y atestigua sobre todo la lucha de clases entre aparceros y rentistas, hasta aquí el lado sociológico del determinismo del medio, pero sobre esas tierras malditas pesa también una especie de fatalidad telúrica, que emana de la tierra misma, del clima, de la violencia salvaje de los hijos de la huerta, que aspiran desde niños con delicia el humo de la pólvora, que “sienten un completo desprecio por la vida de un semejante”, y que tienen un pasado reciente de guerras encarnizadas y hechos sanguinarios, como evoca complacido el tío Tomba.“ Juan Oleza, “Novelas mandan. Blasco Ibáñez y la musa realista de la modernidad.” Debats. València. 1999. Nº 64-65. 95-111. El texto se puede leer íntegro en Google. En 1981 Miguel Delibes publicaría Los santos inocentes, excelente novela que también se llevaría al cine tres años después reflejando temas paralelos a los de La Barraca aunque más actuales y situados en una hacienda extremeña en los años 60 del siglo pasado.

.

domingo, 15 de enero de 2017



La Iª Guerra Mundial de John Dos Passos,
La iniciación de un hombre, 1917[i]

Corrían los primeros años del siglo pasado. El joven John Dos Passos (1896/1970) tenía dos pasiones, la arquitectura y la pintura; cultivó la primera en sus estudios y en sus viajes –varios a España-- trabajaría la pintura –en especial la acuarela-- hasta el final de sus días; ambas tuvieron influencia en su literatura.

Estudio arquitectura en la Universidad de Harvard graduándose en 1916. Siguiendo la costumbre escolar de buscar experiencias al finalizar los estudios, quiso apuntarse al servicio de ambulancias de la Iª Gran Guerra. La muerte de su madre, persona amada y clave en su vida, le asoló;  su padre, un ser distante que había rechazado su disposición a servir en la guerra, murió meses después de la madre en 1917. El suceso permitió a John unirse al Norton-Harjes Ambulance Group. De sus experiencias en Francia –y también en Italia-- resultaría la novela autobiográfica La iniciación de un hombre, 1917 (One Man’s Initiation, 1917) que vamos a comentar.

Un buque zarpa de un muelle neoyorquino entre el revoloteo de pañuelos, aires hawaianos, la sirena silbando agudos. El narrador inicia su trabajo acoplando la historia al punto de vista del personaje Martin Howe que va de pie en la popa. Martin y sus conmilitones de viaje pertenecen a la edad del Jazz, según el escritor Scott Fitzgerald, jóvenes que carecen de pasado, parecen no tener futuro y aprecian vivir en una fiesta inagotable; no representan nada, pero gustan de adquirir experiencias extremas. Se han apuntado a la guerra sin idea de lo que representa -- es “una ocasión que nadie debe perderse” afirmaría uno de los personajes de Faulkner.

En las primeras páginas asistimos a la reunión que transcurre en el salón de fumar del buque; la atmósfera es de total despreocupación: “El humo del tabaco y el olor a cerveza y champaña espesan el ambiente(p.9). Los jóvenes celebran y parecen felices, confiados y dispuestos a acabar con los alemanes; el icono del Tío Sam se impone en algunas de sus canciones, otras se dirigen  contra  el kaiser Bill (el emperador alemán).

Hablamos de una novela que suma narraciones episódicas, modalidad criticada en USA --pero excelente en mi opinión-- para reflejar primeras impresiones sobre la experiencia caótica de la guerra donde los sucesos son continuos aunque diversos y tienen una naturaleza inesperada. Además,  la novela guarda un cierto orden: se parte para la guerra en verano y concluye en el otoño; se estructura en capítulos y estos en cuadros creados por un artista de pincel y pluma aunque no siempre ligados salvo en lo principal: se trata  de la 1ª Gran Guerra y por ella corre el conductor de una ambulancia captando sensaciones, mayormente tragedias y minutos de coñac, champaña y amistosas charlas con otros combatientes.

El lector enfrenta un aluvión de imágenes desde el comienzo: “Amarillos-rosáceos y púrpura-amarillentos, los edificios de Nueva York se aglutinan formando una pirámide  que se eleva por encima de oscuras manchas de humo que flotan en el agua(p.8); se formarán ramilletes de diversas tonalidades mutando en colores y palabras descriptivas. Welford Dunaway Taylor de la Universidad de Richmond[ii] escribió que para Dos Passos era tan natural expresarse pintando acuarelas como con las palabras porque eran su medio de expresión natural. Usaba las técnicas modernistas y la influencia de las cubistas se puso de manifiesto al escribir Manhattan Transfer o la trilogía USA. El Dr. Taylor recordó que la combinación pluma/pincel no era ajena a su generación como lo atestiguan las obras de Sherwood Anderson  y de Faulkner.

Martin es un personaje para quien ni el pasado ni el futuro representan nada; carece de sentimientos hacia su hogar y de prejuicios hacia la guerra, si bien, va a someterse a experiencias radicales. El y los demás jóvenes del barco revelan una situación parecida a la de Ulises: vivirán su aventura sabiendo que algún día desean regresar,  pero… ¿triunfantes como el héroe clásico?

El grupo que parte feliz de Nueva York, en cierto momento escucha palabras maléficas que alteran ligeramente su estado de ánimo: el gas --“Te corroe los pulmones como si estuviesen podridos dentro de un cadáver (p.11)—, palabra conjurada por otra contundente: el odio al enemigo: “Siempre he sentido odio por los alemanes, su lengua, su país, todo lo que se refiere a ellos(p.12) dice alguno mientras  Martin, reflexivo,  se pregunta “si será todo verdad (p. 12).

Llegados a Burdeos continúa el ambiente de fiesta y las preocupaciones se circunscriben a las  bebidas y a las mujeres. Una presentación bucólica de la naturaleza no tardará en mudar. Los recién llegados no esperan que el porvenir sea de rosas. En el ambiente empieza a crecer la inquietud motivada por los aviones de los boches, tan temidos por los conductores de ambulancias. Martin  observa un  desfile sobre el barro; los rostros de los soldados son como de niños “tiernos y sonrosados(p.29). La mujer de un maestro comentará después: “¡Oh los pobres muchachos, vimos subir a tantos…! (…) y jamás vimos regresar a ninguno de ellos”. (p. 30/31) Cuando Martin y su amigo Tom van por una carretera hacia el hospital, el pincel del narrador contrasta el olor y la humedad que aspiran y respiran, la muerte y la vida. Más tarde y como un fogonazo aparecerá otro hombre que quiere matar a todo el mundo para detener la guerra (p. 49).

Romanticismo y modernismo fluyen de la paleta del autor; por ejemplo cuando Martin contempla una abadía que “se erguía  como una torre de fantástica perfección sobre una velo de brumas a escasa altura, haciendo que el valle pareciese un lago bañado por la resplandeciente luz de la luna(p.49),  una abadía que al convertirse en su visión favorita también simbolizará –al ir destruyéndose-- la evolución de su conciencia sobre una guerra que le va alienando: “¿Dios mío!, si por lo menos existiese algún lugar adonde uno pudiera huir de toda esta estupidez, de la hipocresía de los gobiernos, de  esta terrible reiteración del odio, este odio asfixiante…” (p. 52) 

En las pausas de la guerra se canta La Madelon y se bebe Chartreuse o champán. París es una fiesta de amor para el grupo de soldados entre los que encuentra Martin y también su camarada Tom Randolph empecinado en la busca de preservativos. La imagen femenina recurrente es la de las mujeres-objeto que aparecen y desaparecen rápidamente de la narración.

La guerra adquiere una presencia visual y auditiva características. A inicios del capítulo Vº se dice que “los obuses estallaban en pequeñas nubes de algodón”; aparece una escuadrilla de aviones franceses acosados por los antiaéreos y las ametralladoras mientras “la majestuosa bóveda añil del cielo del mediodía se llenaba del distante rugido de los motores”; un tren chirriante llega a una estación y los licenciados “con sus repletas musettes balanceándose en sus caderas, corrieron hacia la plataforma”… (p.59)

Mientras, París continúa como espacio de fiesta para el grupo de soldados de Martin y Tom; desean desprenderse del fango y del aburrimiento por medio de la gula y el amor vicario. En otras imágenes aparece la muerte: “¿Has visto alguna vez un rebaño de reses conducido al matadero en una espléndida mañana de mayo?” (p.85) se pregunta alguno como si adivinase el pensamiento de Martin. La situación real que les sobrecoge es la de estar esperando un ataque enemigo; simbólicamente, el narrador utiliza otra imagen: la columna de humo que produce una bomba al caer se alza como un ciprés (p. 87).

La guerra varía los pareceres; los aguerridos soldados que ayer desfilaban marchando al combate bajo el peso del armamento y de los cascos, ahora “parecían fatigados, descoloridos y cadavéricos(p.89). Las imágenes cosificadoras emergen: “Las cabezas de los hombres tenían un aspecto fantasmal, con extraños y grandes ojos, y pedazos de hule gris en lugar de semblantes(p- 96). En contraposición, la naturaleza se humaniza al estar tan herida como los combatientes: “El terreno está repleto de cicatrices, con tierra revuelta como heridas abiertas, y los brazos inclinados de las pequeñas y agolpadas cruces de madera, con alguna que otra corona torcida y un ramo de flores mustias.“(p.123)

En la parte final se expresa la desilusión que padecen los soldados y el anti belicismo aflora: “Y para esto habían estado luchando durante siglos y siglos de civilización. Generaciones enteras habían consumido sus vidas en minas, fábricas, fraguas, capos y talleres, afanándose, tensando más más sus mentes y músculos, puliendo el espejo de su inteligencia…para esto. ¡Todo para esto!(p-130). La muerte del prisionero alemán que  ayudaba transportando camillas refleja que el deseo de matar alemanes ha mutado, al menos en Martin, y se evidencia al recoger su cuerpo: “Era como si su propio cuerpo participara de la agonía de aquel hombre. Por fin todos los odios y mentiras estaban siendo purificadas con sangre y sudor. No quedaba más que la serena amistad entre seres semejantes provenientes de diferentes rincones del universo, eternamente semejantes.(p.131).

Martín ha sido el testigo principal de cuanto sucede a lo largo de la novela. Participa en la guerra  conforme a su cometido de  conductor de ambulancia o de camillero, pero su implicación coge vuelo cuando el proceso de la guerra le alcanza y entonces reflexiona. Contemplando el mar que se extiende a lo lejos, confiesa a su amigo Tom: “¡Pobre vida! –exclamó-- ¡Y yo que esperaba hacer tantas cosas con ella!(p. 139); ambos reirán, pero con cierta amargura. Piensa  que su participación en la guerra ha sido una tragedia precisamente porque no  sabían lo que era; los americanos en casa tampoco lo sabían. En otro momento dice: “Yo solía creer en la libertad(p. 143) porque se ha pasado la vida luchando por ella, pero ahora “no estoy seguro de que exista tal cosa.(p. 144)   Martín recuerda el ondear de las banderas en América, un país guiado por la prensa y se pregunta: ¿quién la rige? Y cavila sobre las fuerzas ocultas que les sobornaron hasta que decidieron ir “cegados y amordazados, a la guerra” para concluir: “Somos esclavos del talento adquirido, unos esclavos consentidores(p. 145).

La visión política del drama se enfatiza con el soldado Merrier al sentenciar: “Todo lo que sucede hoy en día no es más que la lucha de clases…” (p.147) André Dubois estima que ellos son parecidos a las ovejas, que siempre hubo una ley para el señor y otra para el esclavo: “Somos esclavos. Estamos ciegos. Estamos sordos (…) Ahora sólo sabemos aquello que nos dicen los dirigentes. ¡Oh mentiras, mentiras (…) que están asfixiando la vida! (…) Debemos alzarnos desesperada, cínica y despiadadamente, para demostrar, al menos, que no vamos a consentirlo (…) ¡Oh, hemos sido engañados tantas veces! ¡Hemos sido tan ingenuos, tan ingenuos!(p.152) Los jóvenes que en uno de los cuadros de la novela brindan por la Revolución saben que la guerra es su principal enemigo y cuando Martin se pregunta si lo creen realmente, el soldado Dubois asegura que son simples intelectuales, pero el poder lo detentan los otros, y el soldado Lully reduce las expectativas: “Sólo podemos combatir las mentiras(p. 156).

Los últimos cuadros de la novela son devastadores: los camaradas mencionados anteriormente, Merrier, Dubois o el anarquista Lully están muertos; se lo participa a Martín el soldado herido cuyo rostro “adopta el aspecto macilento de la muerte.(p. 164) Algún crítico ha recordado que uno de los poemas más conocidos de la época tenía por título “They are dead”  (Ellos están muertos)     
        
Lejos de sentir lo mismo que en su juventud –ya no era el izquierdista radical de antaño-- Dos Passos comentó en la primavera de 1969 a David Sanders para  The Paris Review[iii], que los jóvenes que en su tiempo estaban o salían de Harvard, tenían un pensamiento liberal, ideas independientes, pero con una suerte de ética protestante tras ellos. Él no congeniaba con sus  camaradas, pero al cabo del tiempo mejoró su opinión porque habían estado sometidos  a la presión social que era favorable a los aliados y la contraria y anti-germana que les habían vendido. Cuando la guerra estalló en el verano de su segundo año de universidad, desaprobaba la guerra como actividad humana, pero ansiaba ver cómo era. Y cuando fue, la Iª Guerra Mundial se convirtió en su universidad. Expresó que desde una ambulancia se podía tener un punto de vista más objetivo sobre la guerra porque el espíritu de combate que conduce a los soldados de infantería es distinto al de quienes van recogiendo los deshechos de la refriega. Evidentemente, todo esto inspiró y quedó reflejado en La iniciación de un hombre: 1917.

Opino que  Dos Passos estaba entre los que consideraban que el héroe ya no se sobreponía a la aventura y triunfaba como Ulises, sino que quedaba asolado asistiendo al triunfo de  los intereses sociales que le manipularon.

La primera edición de esta novela se publicó en Londres y el autor debió aportar 75 libras. No parecía una novela para darle fuste, sin embargo, ha envejecido como los buenos vinos hasta convertirse en una de las novelas más estimables sobre la Iª Guerra Mundial pese a que un trabajo posterior de Dos Passos tocase parecidos temas con alarde más profesional.  Debemos felicitar a Errata Naturae y a la traductora  Elena Sánchez Zwickel por habernos acercado libro tan notable mientras se celebra el centenario de la 1ª Gran Guerra.





NOTAS

[i] John Dos Passos, La iniciación de un hombre: 1917,Traducción de Elena Sánchez Zwickel, Errata Naturae, Madrid, 2014.

[ii] University of Richmond Museums. John Dos Passos and His World, September 26 to December 07, 2003, Marsh Art Gallery, Universityof Richmond Museums. Richmond Virginia: University of Richmond Museums, 2003. Folleto de la Exposición (El texto mencionado se puede leer en Google)

[iii] David Sanders, “John Dos Passos, The Art of Fiction No. 44”, The Paris Review. Se puede leer en Google.

jueves, 3 de noviembre de 2016





LOS 7 CUENTOS DEL VENEZOLANO 
JORGE OLAVARRÍA



Se acercó a José Luis Mendívil y a mí buscando información sobre el curso, las aulas y los catedráticos. Al concluir la conversación éramos ya buenos amigos. El joven venezolano se llamaba Jorge Olavarría de Tezanos Pinto y había llegado para estudiar Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Esto ocurría hace 58 años.

Nos uniría algo más y fue nuestra vocación europeísta. Jorge acababa de graduarse  en el Collège d’Europe de Brujas y nosotros acudíamos regularmente a las sesiones de tarde que la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE) celebraba en un piso de José Antonio 42 (la Gran Vía de siempre). Algún tiempo después Jorge cedería su vivienda para la celebración de un coctel en honor de M. Robert van Schendel cuyas visitas a España eran generalmente silenciadas por el Régimen, asistiendo el embajador de Francia, algunas personalidades franco-europeas y españolas, y en cuya preparación actuamos.

La amistad de Jorge con José Luis Mendívil se afirmaba en lo político mientras la mía se orientaba a lo literario porque ambos escribíamos. Jorge tenía claveteado un gran plano en la pared frente a su escritorio con esquemas argumentales, nombres de personajes y otros pormenores que servían para desarrollar los cuentos de su futuro libro. Le interesaban las opiniones, sobre todo de los venezolanos que vivían en nuestra capital. En el Preámbulo de los 7 Cuentos escribió: “Las contadas personas a las cuales les he mostrado los manuscritos, en busca de opiniones críticas, me han expresado, todas, la misma objeción: son demasiado duros y algo ‘injustos’. Me aferro a creer lo contrario y llegaría a afirmar que son demasiado suaves con la realidad Venezolana y Caraqueña”.

Jorge era pasión y creía que los libros todavía impactaban en la conciencia de políticos y ciudadanos, efecto que había dejado de ser real. Creía que el arte aún tenía esa misión.  Se empecinaba en escribir porque le enervaba la visión que se tenía de Hispanoamérica y de su país en particular.

En el Preámbulo explicaba que la visión típica y exótica que europeos y norteamericanos tenían de hispanos y venezolanos era falsa porque ambos conceptos enmascaraban “las injusticias sociales, la miseria, el hambre”, tanto si se admiraba a los del lugar rasgueando descalzos sus guitarras a la luz de la luna como si se observaba la apariencia de los pescaderos margariteños con camisetas Made in USA, sombreros Made in Italy y botines Made in Texas.

Afirmaba que las leyes no servían a los ciudadanos en Venezuela: “Los intereses creados, la torpeza, los prejuicios y las enormes diferencias económicas y culturales han impedido que la legislación llegue a una interpretación honrada y cabal de la verdadera realidad de la Venezuela campesina y suburbana”. El relato …Anote allí señol… es el de un viejo que se considera ‘letrao’ y quiere registrar la muerte de un hijo natural suyo –que no de otro-- porque ya hubo lío con la herencia de su propio padre al no haber registrado los hijos que tenía vivos o muertos.

Olavarría anteponía a algunos de sus cuentos –preocupado porque se entendieran bien—párrafos o unas páginas de denuncia social sostenidas por la historia o estadísticas demoledoras que apoyaban su labor creativa y anunciaban al periodista, escritor y político en que se transformaría pronto. Por ejemplo, se refiere a Diego Losada --cuando entró en el valle de los indios caracas en el siglo XVI--  para decir que el conquistador  jamás habría imaginado que la topografía del lugar sería la de los Cerros y las Colinas que representan las dos Caracas tan dramáticamente diferentes: en Las Colinas se hacen las leyes y se reparte la riqueza mientras en  los Cerros se sufren esas leyes y sólo se obtienen las migajas del aludido reparto.

Venezuela no era un país rico aseguraba Jorge. En los aledaños de 1960 unos 750.000 venezolanos ingresaban entre 11 y 15 bolívares al mes (unos 4$ USA). Con anterioridad a 1950 las estadísticas revelaban que el 52% de las casas tenían piso de tierra, el 59% carecía de servicio sanitario y el 71% no disponía de cubo de la basura. Más de un 50% de la población estaba por debajo de los 21 años creciendo a un 3% anual. En 1958 se calculaba que del 1.300.000 niños que tenían entre 7 y 14 años, medio millón dejaría de asistir a la escuela al año siguiente por no haber suficientes escuelas, suponiéndose que en 1960, fecha de la publicación del libro, las cifras serían mayores.

Lo anterior subyace en el cuento titulado intencionadamente Carnaval. Las dos ‘Venezuelas’ están representadas en dos bailes, El baile de las colinas y El baile de los de abajo. Cada uno tiene su ‘reina’  y sus personajes característicos. Sonia impera en el primero disfrazada de rusa ucraniana con sobrero de astracán; a su padre se le describe como hombre “marcando un paso digno de ser acompasado por un trombón” y a su novio se le bautiza con el nombre de Perucho Oropendiente. Sonia está escandaliza porque al paso de su carroza los de abajo  lanzaron algunas piedras.

El personaje de Rosa concita cuanto sucede en El baile de los de abajo acompañada de otra figura que transita entre los dos bailes, un Luis Pedernales cercano, aunque no lo suficiente, al protagonista típico de la novela social. Cuando ambos entran en el citado baile se dice: “Una vez adentro, un ambiente de sexo, un vaho de hormonas, una música de sensualidad les rebota en sus cuerpos recién salidos del frescor de la noche”. El sexo domina la acción como si fuera el único magma vital que personifica a los de debajo de la misma forma que el parecer y la mentira restallan en el baile de las Colinas. No hay lirismo descriptivo alguno: “La multitud se mueve como un inmenso pastel humanos”. Es el carnaval venezolano de la ciudad muerta para Luis o de la ciudad dormida para Rosa que concluye el miércoles de ceniza.

Recordando que la población crecía a un ritmo del 3%, Olavarría añadía que 32.000 de los 163.000 niños abandonados vivían en Caracas, subrayaba que el gobierno dedicaba cuarenta y dos millones de bolívares --de un presupuesto de seis mil millones-- al alivio de los menores de 14 años cuando constituían el 43% de la población. Asociado a este panorama infantil estaba el de los viejos cuyas cifras podían ser peores. Por eso escribió El hueso filosofal, donde  un perro añoso que deambula por las calles “ya no gruñe. Sólo enseña los dientes”, no tiene mayor ventaja que la de ‘saber esperar’, pero se defiende mejor en la vida que la pobre mendiga de la que se compadece.

Nuestro autor pensaba que “El hombre  de la llamada ‘clase media’ lucha la batalla más absurda de nuestra sociedad: tiene que ganar sueldo de obrero y sobrellevar apariencia de patrono”.  Esa clase media sólo se diferenciaba de la nueva –que integraban los obreros especializados mayormente-- por el nivel cultural y porque no habían seguido estudios universitarios. Si se llamaba a la clase media la espina dorsal de muchos países por serlo tanto del capitalismo como de la democracia, en ningún sitio lo era tanto como en Venezuela donde el 65% de la población estaba formado por hijos ilegítimos, mientras la gente del cuello blanco “representa el orden familiar óptimo”, pero también es “la espina dorsal del servilismo, de la mediocridad, del odio, de  la burguesía intolerante, de la vulgaridad, de la decadencia y, en general, de la marcha difícil y dolorosa de un pueblo que busca angustiosamente su destino sin conocer ni su camino ni las piernas con que andarlo"

En El Talco y la Seda, Jacinto concluye su trabajo de conductor de autobuses y se dirige a casa dispuesto a parar los pies a su suegra por criticar su costumbre de ir al comedor en bata de seda. Efectivamente, al poco de llegar va al cuarto de baño donde se ducha, adecenta,  perfuma dejando atrás la mugre obtenida en su jornada laboral, hasta que ya vestido con la famosa bata y contemplándose en el espejo dice para sí: “Parezco un lord”. Gustándose, deja el propósito que tenía para el día siguiente.

En la breve segunda parte del libro incluye Tres cuentos de muy adentro, entre surrealistas y enigmáticos, que son  Los ruidos, Medusa y El niño ciego. Se distinguen de los anteriores por mantener significados sociales diluidos en una línea simbólica, sobresaliendo en el primero de ellos la figura de Vidente Libertador quien abre toda puerta cerrada que encuentra, porque, ha sido considerado loco y encerrado en el manicomio, perseguido y encerrado en la cárcel… 

La población de Venezuela era de 7.996.896 millones de habitantes en 1960 llegando hoy a los 31.335.113 según el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas; las mujeres forman el 49’8% de la población. La tasa de crecimiento que, según  la misma fuente, era del 3,8% en 1960 – algo superior al 3,1% que daba Olavarría- es del 1,4% en la actualidad.

La fuga de cerebros que se está produciendo en la universidad venezolana, por ejemplo, de 700 profesores de la U. Central y 400 en la U. Simón Bolívar desde 2011 no se debe sólo a cuestiones de dinero, sino a la escasa consideración que se muestra a su oficio. Por el Venoscopio (que se puede consultar en Google) sabemos que  711.982 personas constituían el personal docente del curso 2010/2011, pero la cifra bajaba a 470.598 un año después sin que se den cifras de años posteriores. 

En la memoria “Escolaridad e Inversión Educativa en Venezuela al 2015” de Luis Bravo Jáuregui (que también se puede leer en Google) destaca sobre la inversión pública en educación “una tendencia al achicamiento de la inversión que hace el Estado venezolano en la educación de los venezolanos reales. Lo cual abona la tesis de que más que una “educación para todos de calidad” según reza la propaganda oficial, se está desarrollando una gestión y política pública educativa más próxima a la “pobre educación para pobres” que denuncian los sectores críticos de la presente administración educativa.” (p.68) Una cosa son los propósitos y otra las realidades; el Sr. Bravo apostilla en sus conclusiones que la pretensión real de su Memoria es “mostrar las limitaciones de esa buena intención y las incapacidades para hacerla buena en los hechos”.

Hay diferencias entre los que sucedía en la Venezuela de 1960 y la actualidad, pero ¿son tantas? Creemos que los Siete Cuentos de Jorge Olavarría de ninguna manera deben quedar como marginales a sus libros y artículos históricos o políticos, sino que por su valía deberían ser reeditados incluso con mayor dignidad de la que luce en aquella vieja edición impresa en Madrid en 1960.
.

lunes, 24 de octubre de 2016

Los cuentos bilingües de Christopher


 Christopher Diego en “La Mancha”


Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio

Apenas dormido, Christopher sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin sentido. 

Christopher no estaba asustado; miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para descansar y reponerse.

Visto lo visto, Christopher ni lo pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.

--¿De dónde vienes y adónde vas, pequeño? –interrogó con voz grave.

-- De Carolina del Norte - respondió Christopher.

-- Tierra ignorada en los libros de caballería, ¿Dónde queda?

-- Pues no lo sé, porque vengo de un sueño y ando perdido –respondió el niño

--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.

-- Soy hijo de Elizabeth y Ricardo.

--¡Notable dinastía! – aseguró el caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.

--Me confunde, señor; mis padres, Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo, se ven las alturas por ser tierra de montañas.

El gordinflón se hizo notar; mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:

-– Jovencito, este caballero es Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.

Christopher comió con apetito, pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos y preguntó por preguntar y hacer conversación:

--¿Y qué hacéis por aquí?

-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.

-- ¿El yelmo de quién...? – casi gritó Christopher.

--Mambrino era un rey moro –respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.

--Mi armadura, que era de mi bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:

--Pues yo te puedo prestar el mío si es que tienes pensado entrar en combate.

--¿Que tú, pequeño hombre de treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara de mucha extrañeza y preguntó:

-- Este yelmo no parece tener mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?

--De plástico --respondió Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi espada aterrorizo incluso a mis padres.

--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico arrascándose detrás de una oreja.

--¡Oh, seguro! -respondió el niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar sin matar.

Christopher también la sacó de la mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:

--¿Cómo te llamas?

--Christopher Diego.

--¿De dónde dijiste que vienes?

--De Carolina del Norte.

--Pues desde ahora te llamarás Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas. Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.

--No se preocupe, Don Alonso –-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.

Estaban en estas cuando Don Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies, miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después. 

El polvo que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:

--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que compuesto!

A medida que se aproximaba, Don Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras, enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.

Había también esqueletos que bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una canción ululante.

--¡Deteneos! – gritó Don Alonso colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!

Las máscaras se detuvieron sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de mujer:

--Mi Señor, ensayamos la Danza de la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.

--¿Y qué os proponéis con ella? —interrogó el caballero.

--Divertir a los aldeanos y que nos den pitanza y cobijo.

--¿Divertir llevándoles miedo?

--Con nuestras representaciones le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.

Estaba Don Alonso enfureciéndose y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran alegría:

--¡Halloween! ¡Halloween! ¡Halloween!

--¿Pero qué gritas? – preguntó Don Alonso.

--¡Es Halloween! ¡Una costumbre muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios, llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su casa.

--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras de agrado.

Al observar que la actitud de la comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y dijo:

--Proseguir vuestra aventura que la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.

Los comediantes agradecieron la buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:

--Muchas gracias pequeño amigo por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los aldeanos como nunca antes.

Christopher contestó mientras se quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:

--Señora, no dudéis en llamarme si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.

Y se despidieron todos con gran cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.



A la mañana siguiente, mientras Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la coraza y su espada.
.