domingo, 24 de junio de 2012


PÍO BAROJA: "LA BUSCA"
de LOS PERSONAJES FEMENINOS de
"LA LUCHA POR LA VIDA" [i]


En la famosa trilogía de Pío Baroja, los personajes femeninos cumplen una función específica de torno a los principales y son ilustración del leitmotiv de la busca.

El sentimiento de orfandad condiciona el desarrollo de Manuel Alcázar y justifica su desorientación continua. Como ya se explicó, la falta de un padre le apega a lo femenino y así comienza el aprendizaje del vivir: la madre –Petra—le predica la moral, doña Violante actúa como institutriz del “vivir a lo que salga”, mientras Matilde le inicia someramente en la vida sexual; la realidad se encarga de ampliar el voltaje de las lecciones que el muchacho recibe en la pensión de doña Casiana.

El narrador refleja el crecimiento de Manuel subrayando las fluctuaciones amorosas propias del adolescente: ama platónicamente a Kate al mismo tiempo que se prenda de Justa y deja estallar su sexualidad con Matilde.

El sentimiento de orfandad se aviva con la muerte de Petra. Manuel combate el desamparo buscando el amor de Justa y, al fracasar, no tarda en acomodarse al lado de la Baronesa, personaje que montará una farsa en la que Manuel desempeña el papel de hijo con más propiedad que ficción; lo prueban sus lágrimas al separarse de ella y de Kate.

A consecuencia de los sinsabores y desengaños recibidos de las mujeres, Manuel opta por la tutela masculina, estableciéndose una serie de correspondencias entre la tutela anterior y la nueva: la de Roberto paralela a la anterior de Petra, pues no quiere que Manuel disuelva su personalidad y le predica un cierto tipo de moral; la de Vidal semeja a la de doña Violante incitándole a la golfería; y la de Jesús a la influencia destructiva de Justa, pues ambas desencadenan en Manuel el espíritu revanchista contra la sociedad.

No obstante, la influencia de los hombres no es suficiente para mitigar el sentimiento de desamparo y contrarrestar el apego del protagonista a lo femenino. 

La aparición de Salvadora parece predestinada desde Patología del golfo [ii], donde se advertía que sólo un carácter moral, recto y firme, puede salvar al golfo. Salvadora viene a la novela a cumplir esa función y en su desempeño descansa la importancia de su papel más que su presencia discontinua en el espacio novelesco. 

La crítica, por lo general encariñada con ella, censuró a Baroja haber sido inconsistente en la creación de Salvadora. Torrente Ballester llegó al extremo de negarle otra aptitud que no fuese la de producir personajes malos: "Cuando tropieza con una buena persona, parece molestarse como si hallase la muestra viva que contradice su tesis. Será por eso por lo que acontece tan escasa atención a la Salvadora, esa excepcional criatura de La lucha por la vida."[iii] ¿Por qué Baroja tenía que prestar más atención a Salvadora? Baroja no pretendió convertirla en ninguna criatura excepcional, ni siquiera en un personaje extraño, diferente del mundo de la trilogía y debe respetarse la intención del autor.

Fijémonos en la presentación de Salvadora; sufre  de la misma orfandad que Manuel y su aspecto y maneras de actuar son parecidas a las de las golfas:Sobre un montón de trapos y arropada en un mantón raído había una chiquilla delgada, esmirriada, la cara morena y flaca, los ojos negros, huraños y brillantes. A su lado dormía un chiquillo de dos o tres años.” (I, MH., pp. 437) La madre no llevaba buena vida y había muerto. Salvadora roba huevos, pan, cuanto puede para alimentar al hermanito. Jesús la lleva a su casa y entonces aparecen las notas que le dan un perfil característico: el pudor, un humor desenfrenado por el trabajo y un genio huraño y despótico de ser superior, superioridad que descansa en la posesión de un sistema de moral inalterable.

La circulación de Salvadora por el espacio novelesco pasa a depender   exclusivamente de Manuel. Cuando le expulsa junto a Jesús porque no quiere golfería en su casa, la acción sigue el curso de Manuel y Salvadora sale de escena, reapareciendo cuando Manuel y su hermana Ignacia la recogen debido al matrimonio del Aristón con la Fea.

A partir de ahí Salvadora será la redentora de Manuel por la vía de la atracción amorosa. Para ello se requería un cambio físico de la muchacha, el suficiente para impresionar a Manuel y el narrador aprovecha su regreso a escena para ofrecer un retrato muy distinto al primero que vimos: "No recordaba lo que había sido de niña; su carácter se había dulcificado de tal manera, que estaba desconocida; lo único que persistía en ella era su afición al trabajo. A los veinte años, la Salvadora era una muchacha alta, esbelta, con cintura que hubiese podido rodear una liga, y la cabeza pequeña." (I, AR, p. 536)

Sin embargo, la evolución del personaje ha sido física, pero no moral, ya que persisten la energía del carácter, la pasión por el trabajo y, por supuesto, el pudor. No obstante, el narrador como si la quisiera más trascendental, le añade enigma cuando Juan esculpe el busto de la mujer: "Todos los días variaba el retrato; unas veces era la Salvadora melancólica; otras, alegre; tan pronto imperiosa como lánguida; con la mirada abatida, como con los ojos fijos y relampagueantes" (I, AR, p. 543) Ese retrato ambiguo, entre realista e impresionista, probable embrión de mejores retratos femeninos, no va más allá del texto. Coincido con García de Nora cuando escribió: "demasiado hormiga para encarnar, como algunos han creído, el ideal femenino del novelista." [iv] Será Manuel quien pida a su hermano que deje la obra como está, surgiendo la Salvadora limitada del joven: "Era una cara sonriente y melancólica, que parecía reir mirada de un pronto y estar triste mirada de otro, y que, sin tener una absoluta semejanza con el modelo, daba una impresión completa de la Salvadora." (I, AR, p. 545)

Lo anterior no obsta para que se detecte simpatía del narrador  y la clave puede estar en esa ausencia de lascivia, ese pudor que la adorna siempre que viene a cuento, porque no hay otro personaje en el mundo airado de la trilogía que encarne el sentimiento de vergüenza como Salvadora. Personifica la imagen romántica del amor de salvación opuesta al amor de perdición en el que la lujuriosa Justa tenía extraviado a Manuel. Tampoco deja de ser sintomático que sea precisamente la Justa la que ofrezca un retrato negativo de ella: le parece "un fideo raído" (I, AR, p. 550)

Desde cierta perspectiva, Salvadora parece tener la grandeza de la Ariadna que da hilo a Teseo para que salga del laberinto, pero en realidad gasta su tiempo conquistando, sobre todo domando a su hombre. Posee grandeza y vulgaridad; su grandeza le lleva a impedir que un sacerdote perturbe los momentos postreros de Juan, lo mismo que su olfato femenino resulta decisivo para descubrir la bomba que ocultaba Passalacqua. Su vulgaridad está en su sistema de ideas: piensa que las mujeres están para tener muchos hijos y, en la busca de seguridad, es pertinaz en la procura del dinero. Tampoco hay nada extraordinario en su amor por Manuel: "Te quiero, porque tengo mal gusto; te quiero así, brutito, feo, poco enérgico." (I, AR, p. 646) En realidad goza dominando a su hombre lo mismo que queriéndolo. No puede sorprender que Baroja dedique tres líneas a la boda, un hecho vulgar y escasamente novelable.

Al margen de Salvadora, la mayoría de las mujeres de la trilogía son pupileras, golfas, tentadoras, buscones, mujeres-objeto... La tipología emana del espacio suburbial, arrabalero, donde transcurre la acción. La sociedad impone tales papeles a las mujeres pobres o caídas, no Baroja; su busca del acomodo o de la subsistencia en la lucha por la vida queda casi circunscrita a la esfera sexual; los resultados de tal busca son la degradación moral y física.

En esa galería femenina destacan  secuelas de la sirena, la mujer avispa y la mujer boa, que el modernismo puso de moda. Como  dije en  un trabajo anterior sobre Baroja publicado en este blog, el tipo de sirena joven está representado por la Milagros, protagonista junto a Leandro del anti-sainete que concluye con el asesinato de la mujer y el suicidio del novio. También comentamos que la baronesa de Aynat encarna la parodia de la sirena madurita. Además existe un personaje esporádico que ejemplifica la mujer avispa; en la escena, tres hombres hablan con una mujer cuyo carácter se describe así: La muchacha aquella daba la impresión de una avispa o de un bicho con aguijón. Se agitaba en el asiento cuando iba a decir algo, pinchaba, y quedaba ya tranquila y satisfecha por un momento.” (I, MH., p. 480)

Justa, antes de caer en la prostitución, encarna el tipo de la mujer boa, imagen que aparece en la escena de su baile con el Carnicerín: Al bailar se le echaba encima, sus ojos brillaban y le temblaban las alas de la nariz; parecía que le quería sujetar, tragar, devorar.” (I, LB., p.366)

Como se dijo, Baroja utiliza las imágenes animalizadoras y cosificadoras para reflejar el deterioro físico y moral de los personajes, proceso que culmina en la casi desaparición del aspecto humano. Cuando Manuel encuentra a su primer amor, la Justa, convertida en ramera, nota el cambio operado en su aspecto: sus mejillas tenían un color sucio y su sonrisa era muy triste.” (I, MH., p.484)

Manuel proyecta una redención que imposibilita la indolencia y la ausencia de sentimiento en la mujer. Más tarde Flora dice que está “hecha una jamonaza” (I, AR. p. 535), que no hace sino beber y engordar. Cuando Manuel la encuentra de nuevo: la miró y sintió una impresión repelente. La Justa había tomado un aspecto de bestialidad repulsivo; su cara se había transformado, haciéndose más torpe; el pecho y las caderas estaban abultados, el labio superior lo sombreaba un ligero vello; todo el cuerpo parecía envuelto en grasa, y hasta su antigua expresión de viveza se borraba, como ahogada en aquella gordura fofa.” (I, AR., p.540)

Las notas animalizadoras recaen preferentemente en las criadas y prostitutas[v], pues Baroja creía que la mujer es un sexo que se vende y la mujer pobre sólo tiene dos salidas: el servicio doméstico o la calle, por eso la galería femenina de la trilogía deja una impresión amarga, aunque no menos real que la ofrecida por los personajes masculinos; es la amargura de constatar el fracaso en la lucha por la vida.

NOTAS.:

[i] Revisión del artículo del mismo título publicado en El Urogallo, Año III, nº 15 (Mayo-Junio, 1972), pp. 106-110. Mis citas de Pío Baroja son de Obras Completas, Biblioteca Nueva (Madrid, 1946). Precisaré el volumen, iniciales de la novela y la página.


.[ii] Pío Baroja, Obras Completas, op.cit., Vol. V, p. 59.

[iii] Gonzalo Torrente Ballester, “La lucha por la vida” en Baroja y su mundo, Vol. Iº, Ed. de F. Baena, Edcs. Arión, (Madrid, 1962), p 218.

[iv] Eugenio G. De Nora, La novela española contemporánea, 2ª ed., Gredos (Madrid, 1963), p.154.

[v] En El Tablado de Arlequín, Baroja hace este comentario: “Una prueba de la poca concurrencia sexual y de la honradez de las mujeres en España, es la fealdad horrorosa de nuestras prostitutas. En un pueblo en donde las relaciones sexuales fueran fáciles, prostitutas como las que hay en Madrid no podrían vivir; se tendrían que dedicar a trabajos de mujeres honradas,Obras Completas, op. cit., Vol. V, p. 14.


1 COMENTARIO

Dani Docampo dijo...


No hay que olvidar el sentimiento maternal que acompañó siempre a Baroja: "Yo siempre he sido de esos tipos maternales que se sienten más unido a la madre que al padre" (OC, VII, p. 538). La pérdida de rumbo por la muerte de Petra, su madre, y la función salvadora de Salvadora van en esa consonancia. Buen artículo, como siempre. Un saludo. Dani

2 de diciembre de 2008 02:17


sábado, 9 de junio de 2012



PARÁBOLA de ROQUE




Regresaba con mi mujer del paseo matinal de los domingos cuando encontramos a Conchita, amiga con la que solemos departir sobre la actualidad. Aquella mañana, no recuerdo el motivo, saltó el tema de las caídas, percance que nosotros sufrimos no hace tanto.

Conchita comentó que la mayoría de la gente desconoce que las caídas no sólo contusionan partes del cuerpo, también afectan al cerebro y, cuando la gente es mayor, en no pocos casos olvida caminar costando muchísimo aprender de nuevo.

Entonces contó la historia de Roque, una historia tan chocante y peculiar que se nos quedó grabada. La transcribo más o menos como Conchita la relató.

Roque estaba sentado en la cama cuando su amigo Sicinio entró en la habitación. Aunque el enfermo le saludó con una sonrisa y le extendió la mano, Sicinio sospechó que su mente no se le avenía sino que estaba en otra parte, pues miraba de continuo hacia algún lugar en su proximidad, aunque, puestos a descubrir, no se veía nada especial, al menos sobre la colcha. No obstante, Roque movía la cabeza afirmativamente mientras Sicinio comentaba las últimas noticias, especialmente las relacionadas con la crisis económica que asola el país, pero manteniendo la vista poco menos que atrapada en algún lugar de la colcha.

La incógnita del extraño mirar quedó despejada poco después, cuando llegó su hija Elena. Mientras la besaba, Roque comentó:

--Hija, se me ha vuelto a fastidiar el ordenador y no sé arreglarlo.

La chica respondió:

--Pero papá, ¿otra vez? Aguarda que te lo dejo como nuevo en un periquete.

Elena se sentó en la cama a la derecha de su padre, hizo como si trasladara un ordenador desde el regazo de Roque al suyo y empezó a teclear en el aire un ratito hasta que dijo:

--¡Ya está! ¡Solucionado!

Entonces Roque, que se había quedado mirando a la hija como embobado, le espetó:

--Pero hija, ¿me tomas por tonto o qué? El ordenador está a mi izquierda y no en mi regazo como has creído.

Elena sonrió y, sin inmutarse, se mudó al otro lado de la cama y repitió la operación anterior. Cuando concluyó, Roque dijo:

--Nena, ahora sí que me lo aviaste y no antes--. Y la abrazó.

El amigo de Roque se despidió pensando en las semejanzas que existen entre la caída de nuestra economía y las sufridas por el enfermo tras su costalada, efectos que el lector sabrá desvelar sin la menor de las dudas, sobre todo si tiene presente la afirmación calderoniana de que la vida es sueño y, los sueños, sueños son.

jueves, 24 de mayo de 2012

Christopher's bilingual stories

CHRISTOPHER
IN THE HOUSE ON THE HILL

Para nuestro nieto Christopher Diego en su 6º cumpleaños.
English translation by his grandmother Betty Jean Curtis Inselmann


It must have been the chocolate milk that he drank before going to bed; the point is that Christopher fell sound asleep. It was a clear night with such a brilliant moon that you could follow the lively and unexpected flight of the fireflies and, following them was when Christopher perceived that they were guiding him towards a grass lawn bathed in radiant sunlight, similar to the one behind his house, if indeed it was not the same one. Then he began to scamper around as if he were holding the handlebars of a motorcycle in his hands and, as he was running around in endless circles, he saw Donald approaching, the oldest son of the new neighbors who lived in the house on the hill above his house.
 
Donald was a tall, slim boy with deep blue eyes and hair which was almost white it was so blond. When he reached Christopher, he asked:

“Do you want to play Nascar (The Game) 2011 on my Wii. It was just given to me.”

“Yeeeees!”, answered Christopher elated.

“OK, let's go to my house”.

They climbed toward the house on the hill rather quickly. To enter, they slid open the French doors and pushed aside the curtains that sheltered the entrance to the living room from the outside world and, after halting for a moment in front of a spacious square cage sitting on a shelf – the home of a parakeet who was eating something that looked like a wild strawberry or a piece of watermelon - , they walked towards the stairs that led to the upper floor, and entered Donald´s bedroom.

“Listsen, don't you have a brother?”, asked Christopher. “Why doesn't he come and play with us?”

“Edward doesn't want to play with me because I always beat him. I imagine he is with grandfather Jeremy, although lately grandfather spends most of his time with Mister, the parakeet you just met.”

“Oh, so he belongs to your grandfather? But Mister was alone in the living room.”

“He's not well; didn't you notice?”

It didn't take long to start up the Nascar and play tracks, playing against each other or pretending to be like the pilots Tony Stewart, Matt Kenneth or Jeff Burton. They shared the victories until, after competing for quite a long time, Christopher, less enthusiastic than at first, tired and commented that it was getting late and he should go back home. Donald continued absorbed in the game trying to become familiar with its winning points and exploring its difficulties.

Going down stairs Christopher bumped into Donald's brother. Edward looked like an ugly duckling walking around in slippers. Actually, he was a small, chubby boy who wore very thick glasses and scratched his left ear as he spoke, doing so in a flustered and confused manner showing insecurity.

“I waanted to aask you...” and he stopped; Christopher thought that his presence had upset him and to reassure him, he said:

“What?”

“Well...if yoou are a deeetec...tive.”

“The detective is my dad, not me”, answered Christopher.

“Buut... do you know ...soomething about that?”

“Yeah, I know something, of course”, responded Christopher proudly.

“Well, youuu see, I don´t know...how to say it. You haven´t... coome to inveestigate, have you?”

“Me? I came to play with your brother.”

“Ohh!”

The previous question surprised Christopher who in turn inquired,

“Is there something that I should investigate?” And with the greatest self confidence in the world, added, “because it's a breeze for me; I know a lot about investigating.”

Edward was confused, as if he were not expecting the answer. He looked down, played with his fingers and it wasn't long before he said:

“Weren't yooou going?”

Christopher, bewildered, replied immediately.

“Are you kicking me out?”

Christopher didn't wait for the answer. He headed for the living room looking for the French doors, but a muted murmur from Mister attracted his attention. It was true that he was ill; he seemed very low, his feathers were ruffled, his eyes were half closed and he was suffering from diarrhea. He was absorbed in this observation when he was startled by the sound of someone approaching; he hid behind the curtains that covered the glass door, although near a gap which allowed him to observe without being seen.

It was Donald´s mother. She wore a colorful scarf tied around her head and sported a small feather duster tucked in the waistband of her dress. She had an exhuberant personality; she greeted Mister with little shouts, wished him a quick recovery and tried to imitate what she thought might be his chriping. Then she checked to see if there was birdfood in the feeder and water in the water dish and walked away, up the Nascar and play up the Nascar tranquility

But he did not have time to leave the house. Aunt Ruth entered the living room followed by a Siamese cat whose hair stood on edge every time it looked at Mister or when it came near the curtains smelling Chritopher's presence. But Aune Ruth was only interested in the parakeet showing that she had very little sympathy for him. She called him everything, shouting that she was fed up with cleaning his cage, while the bird, whose eyes had changed from half-closed to sheer terror, scrambled to the top bars of the cage or jumped frenetically from one to another, specially when the pussy cat cleaned its whiskers with its left paw and looked at him greedily and meowed. When Aunt Ruth found what she was looking for in the living room, she dedicated several more insults at him and a Goodbye, bandit! in parting, and she withdrew with her cat, much to Christopher´s relief.

Christopher thought that he could come out of hiding now, when grandfather Jeremy entered with weary steps. Gently, he began to scrape the bars of the cage with a pencil whispering to Mister something like “Why are you doing so poorly? “. The bird swelled up his feathers even more and his eyes turned sad while grandfather Jeremy moved his head sadly and then said goodbye.

Christopher was just about to leave when another person appeared except that this time he was interested. He saw little Edward enter the living room. He noticed that he went up to the cage very cautiously and in a secretive manner, placed something small, round and red between the bars of the cage, which Christopher, after straining considerably, assumed was a holly berry. At that moment he came out of his hiding place and asked Edward:

“Listen, what are you giving the paraket? If it is a holly berry you will poison him slowly”. The little boy trembled upon being caught and responded nervously:

“Iiit's nothing...nothing.”

“Are you feeding the parakeet what I just said?”, insisted Christopher.

“Weell..., well...”

Edward's nervousness increased, his face turned sorrowful and tears filled his eyes. He pouted as he said:

“Doon't give me away...Come...with mee,... pleease.”

They went to the garage of the house and there Edward began to cry openly. Sobbing and choking on his anguished tears he confessed:

“It's because I am jeealous of Mister. Before… grandfather neever left me alone...hee toook care of me, played with me and...hee told me stoories...both during the day and when I weent to beed, buut...now...all of his attention...goes to Mister...he almost never plays with me...and now I don't knooow if he loves mee anymore.”

“But you know that older people spend quite a lot of time with us but they also have to spend time with the other people and animals that live in the house, specially if they belong to them; but to assume that grandfather Jeremy no longer loves you, that's crazy!”

“Yes, I knoow, buut..I am sad becaause...I can't get used to the change.“

Christopher felt sorry for the little boy and suggested:

“Look, we are going to get Mister and take him to the house of Mr Trumpeter who is a veterinarian and surely he will cure him. When he is healthy you will see that your grandfather is very happy and he will tell you stories again, at least at night.”

The following morning Christopher woke up and asked his mother if he had a friend whose name was Donald and his mother said “no”, that if she wasn't mistaken, Donald was one of the main characters in a story that his grandfather Javier had written for him.

“And Edward? Do I know a boy whose name is Edward?”

And his mother responded: “It seems to me that you invented that little boy.”



Los cuentos bilingües de Christopher



CHRISTOPHER EN LA CASA DE LA COLINA



Para nuestro nieto Christopher Diego en su 6º cumpleaños.



Debió ser por la leche achocolatada que bebió antes de acostarse; el caso es que Christopher quedó profundamente dormido. Era una noche clara de luna tan reluciente que podías seguir el rumbo alegre e imprevisto de las luciérnagas y, siguiéndolas, fue cuando Christopher ensoñó que le guiaban hacia un césped bañado por un sol radiante, semejante al que había detrás de su casa si no era el mismo. Entonces se puso a corretear como si tuviera el manillar de una moto entre sus manos y haciendo círculos y dando revueltas fue cuando vio acercarse a Donald, el hijo mayor de los nuevos vecinos de la casa situada arriba de la suya, sobre la colina.

Donald era un chico espigado de profundos ojos azules y pelo casi albino de tan rubio que, cuando llegó a su altura, preguntó:

--¿Quieres jugar con el Nascar The Game 2011 en mi Wii? Me lo acaban de regalar.

--¡Síííííííí!- contestó Christopher exultante.

--Pues vamos a mi casa.

Subieron hacia la casa de la colina con bastante rapidez. Para entrar, deslizaron la cristalera y corrieron las cortinas que guardaban la entraba al salón desde el exterior y, tras detenerse un momento ante una jaula cuadrada y espaciosa que estaba sobre una repisa –el hogar de un periquito que estaba comiendo algo parecido a una fresa salvaje o un taquito de sandía--, se dirigieron a la escalera que conducía al piso superior, y entraron en la habitación de Donald.

--Oye –preguntó Christopher--. ¿No tienes un hermano? ¿No viene a jugar con nosotros?

--Edward no quiere jugar conmigo porque le gano siempre. Imagino que estará con el abuelo Jeremy, aunque ahora se ocupa menos del nano desde que mis padres le regalaron a Mister, el periquito.

--¡Así que es de tu abuelo? Pero Mister estaba solo en el salón.

--Está malito; quizá no te diste cuenta.

Tardaron muy poco en arrancar el Nascar y en disputar carreras, desparramándose por algunas de las 22 pistas del juego jugando entre ellos o poniéndose en la piel de pilotos como Tony Stewart, Matt Kenneth o Jeff Burton. Se repartían las victorias hasta que después de competir un rato largo, un Christopher menos emocionado que al principio, se cansó, comentó que iba siendo tarde y debía regresar a casa. Donald prosiguió ensimismado en el juego tratando de familiarizarse con las recompensas del Nascar o explorando sus trucos.

Al bajar la escalera de los dormitorios Christopher tropezó con el hermano de Donald. Edward le pareció un cerdito feo que caminara con chanclas. En realidad era un chico pequeño, gordito, que usaba unas gafas muy gruesas y se arrascaba la oreja izquierda al hablar, haciéndolo de manera aturullada y confusa, mostrando inseguridad.

--Queería preguntarte… –y se quedó parado; Christopher creyó que su presencia le había aturdido y dijo para animarle:

--El qué.

--Pues… si eres detec…tive.

-- El detective es mi padre, yo no. – Respondió Christopher.

--Pero… ¿tú sabes… algo de eso?

--Hombre, algo sé, desde luego– respondió Christopher con autosuficiencia.

-- Pues verás, tampoco sé… como decirte. ¿No habrás… venido a investigar?

-- ¿Yo? Vine a jugar con tu hermano

--¡Ahhh!

La pregunta anterior sorprendió a Christopher quien inquirió a su vez:

--¿Es qué hay algo que deba investigar?-. Y con la mayor seguridad del mundo añadió-. Porque lo tengo chupado; en esto de investigar sé un rato largo.

Edward quedó confuso, como si no esperara la respuesta. Bajó la mirada, jugueteó con sus dedos y tardó poco en decir:

--¿No te ibas?

Christopher, desconcertado, replicó enseguida.

--¿Es que me echas?

Christopher no aguardó la respuesta. Se encaminó el salón buscando la salida de la cristalera, pero un runruneo sordo de Mister llamó su atención. Era verdad que estaba malito; parecía decaído, tenía el plumaje levantado, los ojos semicerrados y padecía diarrea. Estaba absorto en su observación cuando le sobresaltó el ruido de alguien aproximándose; se refugió tras las cortinas que cubrían la cristalera, aunque cerca de una rendija que le permitiera escudriñar.

Era la mamá de Donald. Llevaba un pañuelo de colorines atado sobre la cabeza y lucía un plumero corto sujeto por el cinturón del vestido. Tenía una personalidad alborotada; saludaba a Mister dando grititos, deseándole que se recuperara y trataba de imitar lo que debían ser sus cotorreos. Luego inspeccionó si había alpiste en el comedero y agua en el bebedero y se marchó devolviendo una momentánea tranquilidad a Christopher.

Porque no le dio tiempo a salir de la casa. La tía Ruth entró en el salón seguida por un gato siamés cuyos pelos se estiraban cada vez que miraba a Mister o se acercaba a las cortinas husmeando la presencia de Christopher. Pero la tía Ruth sólo estaba interesada en el perico evidenciando que le tenía poquísima simpatía. Le llamó de todo, gritándole que estaba harta de limpiar su jaula mientras el pájaro, que había mutado sus ojos semicerrados a ojos espantados, se encaramaba a lo alto de los barrotes de la jaula o saltaba sin sosiego entre ellos, especialmente cuando el minino se limpiaba los bigotes con su pata izquierda y le miraba con gula maullando. Cuando la tía Ruth encontró lo que venía a buscar en el salón, dedicó al perico varios denuestos más y un ¡Adiós, facineroso! de despedida, pero se retiró con su gato para el sosiego de Christopher.

Christopher pensaba que ya podía salir cuando entró el abuelo Jeremy con paso cansino. Se puso a raspar delicadamente los barrotes de la jaula con un lapicero susurrando a Mister algo así como ¿Porqué estás tan malito? El pájaro se hinchaba entre las plumas y ponía los ojos tristes mientras el abuelo Jeremy movía la cabeza como apesadumbrado, afligido y luego se despedía.

Christopher estaba a punto de marchar cuando se produjo una nueva aparición, sólo que esta vez le interesó. Vio entrar al pequeño Edward en el salón. Advirtió que se acercaba a la jaula con pasos muy cuidadosos y, de manera disimulada, ponía entre los barrotes de la jaula algo pequeño, redondo y rojo que a Christopher, tras mucho castigarse la vista, le pareció un fruto de acebo. Entonces salió de su escondite y preguntó a Edward:

--Oye, ¿qué le das al perico? Si es fruto de acebo lo envenanarás poco a poco.

El pequeño tembló al verse sorprendido y respondió inquieto.

--No es nada, nada.

--¿Estás dando de comer al pájaro lo que he dicho?- insistió Chritopher.

--Pues…, pues…

La inquietud de Edward fue en aumento, su rostro se compungía y le brotaban lágrimas. Haciendo pucheros dijo:

--No me descubras… Ven… conmigo, por… favor.

Fueron al garaje de la casa y allí Edward rompió a llorar sin disimulos. Entre resoplidos de angustia confesó:

--Es que tengo celos de Mister. Antes… el abuelo no se separaba de mí…, me cuidaba, jugaba conmigo y… me contaba cuentos… lo mismo por el día que por la noche, pero… ahora… toda su atención… se la lleva el Mister… casi no juega conmigo... y ya no sé si me quiere.

--Pero tú sabes que las personas mayores se ocupan bastante de nosotros y también deben atención a las otras y a los animales que viven en la casa, sobre todo si son suyos; de ahí a pensar que el abuelo Jeremy ya no te quiere ¡es de locos!

--Sí, lo sé, pero… estoy triste porque… no me acostumbro a la situación.

Christopher se apiadó del pequeño y le propuso:

--Mira, vamos a coger a Mister y llevarlo a casa del Sr. Trumpeter que es veterinario y seguro que lo curará. Cuando esté curado verás como tu abuelo se pone muy contento y vuelve a contarte cuentos, al menos por la noche.

A la mañana siguiente Christopher despertó y preguntó a su madre si tenía un amigo que se llamara Donald y la madre le dijo que no, que si recordaba bien, Donald era uno de los protagonistas de un cuento que le había escrito su abuelo Javier.

--¿Y Edward? ¿Conozco algún niño que se llame Edward?

Y su madre respondió:

--Me parece que a ese niño lo has inventado tú.




miércoles, 9 de mayo de 2012


RIÑA DE GATOS de EDUARDO MENDOZA



Puede que Eduardo Mendoza exclamara al concluir la novela Riña de gatos. Madrid 1936(i) algo así como “¡Menuda la que he armado!”. No se le ocurre a cualquier novelista mezclar la visita de un inglés experto en obras de arte para autentificar un cuadro que pudiera ser de Velázquez, rodearle de entes de ficción y figuras históricas desde Niceto Alcalá Zamora al general Franco, y situar la acción en el Madrid de marzo de 1936.

Para el proyecto, Mendoza contaba con su pericia para urdir tramas obsequiando al lector con una o dos sorpresas en cada uno de los numerosos capítulos, además, adobando la prosa con su facilidad para transitar entre la ironía y la parodia de continuo. Novela mitad policial, mitad folletinesca, abunda en enredos rocambolescos que prometen un entretenimiento creciente y seguro.

Sin embargo, la novela quedó en muy buena para unos, buena para otros y en entremés o broma para los demás. ¿Existió la tentación de escribir un best-seller ligero? ¿Fue escrita para ganar el Premio Planeta 2010? ¿Para entretener al público fiel a sus entregas mientras aborda novelas más importantes?

Empecemos diciendo que el arranque de la novela con la llegada de un inglés a España tiene antecedentes. José-Carlos Mainer en su artículo Un cuadro de Goya (Eduardo Mendoza, 1936) comentó que el novelista catalán quizá no tuvo en cuenta “que en 1942 Wenceslao Fernández Flórez nos dio su agria y sectaria visión de la Guerra Civil en una narración, La novela número 13, donde un detective inglés, estólido y egoísta, busca inútilmente un caballo de carreras perdido en la retaguardia de la España republicana(ii). Esto de los ingleses paseando por la piel de toro con cualquier pretexto no es precisamente nuevo, ni Anthony Whitelands será el último en deambular por nuestra geografía.

El cuadro de posible autoría velazqueña se convierte en el porqué de la trama, el objeto del deseo de algunos, el pretexto de momentos narrativos dedicados al arte, el asunto de una posible venta para comprar armas y así financiar una conspiración antirrepublicana, el pretexto de las idas y venidas de los personajes hasta que el Deus ex machina se presenta y consuma la acción.

Mainer razonó bien al decir que la novela es eco del cartón para tapiz o, mejor, la pintura atribuida a Goya, aunque los gatos que transitan por la novela son muchos y la mayoría parecen pelones, de porcelana o llenos de serrín. Me explicaré. Por un lado están los personajes inventados que pertenecen al entorno de Whitelands, un segundo grupo en torno al Duque propietario del cuadro suma personajes de la historia real de los días retratados, otros son lo que llamaríamos extras porque asoman y desaparecen.

Unos y otros bullen por un Madrid presto a celebrar una primavera espléndida aunque sus noches se iluminen con el fuego de las pistolas. Los personajes no se despistan de la trama y las circunstancias narrativas les determinan. Son más o menos de una pieza exceptuando a Whitelands y pocos más. En mucho se parecen a los gatos de Goya; se ven sus siluetas recortadas contra el blanco nuboso del cielo en magnífica actitud desafiante, pero los rasgos característicos de su anatomía no se distinguen bien.

También los personajes se enreden en escenas donde se les supone activos, pero no se les ve; por ejemplo, en los escasos encuentros amorosos. Se dice que Paquita está enamorada de José Antonio Primo de Rivera, pero se entrega a Tony Whitelands, momento despachado en dos líneas; páginas después, varios párrafos embrollan los motivos de esa entrega ya-está del chiste japonés. Paquita se enamora y desenamora y planta la duda de si es de porcelana o de serrín como su hermana Lilí. Para mayor confusión, Tony parece del gremio de los casanovas, pero anda casi siempre mal vestido, le enciman los sobresaltos y pasa más tiempo de copas, en cogitaciones varias o recuperándose de algunas palizas físicas o morales, que despejando dudas sobre el famoso cuadro.

Los personajes que podríamos llamar históricos, como era fácil de suponer, carecen de interioridad. El Napoleón de la realidad nada tiene que ver con el de las novelas. En el episodio Gerona de Galdós, Napoleón es una rata que cae en la jaula-España; la imagen animalizadora representa la idea que los españoles del momento tenían de él. Nada impide que Mola, Franco, José Antonio y Queipo de Llano transiten por la novela de Mendoza e incluso protagonicen alguno de los pasajes más hilarantes del libro. A diferencia del Napoleón galdosiano, los históricos de Riña de gatos representan la idea juglar que de ellos ha corrido entre los españoles después de la transición. En la derecha como en la izquierda de esa época se crearon estereotipos respecto de los protagonistas de la Guerra Civil y Mendoza escogió sus preferidos dulcificándolos como personajes grotescos. Sucede con los generales ante citados y con Alcalá Zamora en su encuentro con Maruja, la mujer del Duque; se le presenta como un presidente que da por concluida la etapa de la actividad política y no como la víctima que fue de una destitución(iii). El diálogo con Marujín es de pitorreo y provoca risa a lo menos.

Tampoco los personajes republicanos o de izquierdas escapan del tratamiento irónico. El jefe de la policía se llama Gumersindo Marranón y su ayudante, Coscolluela, se convierte en bufón de Franco en una de las escenas más desternillante del libro (Capt. 29). No falta un espía ruso de quien se habla, pero al que vemos poco. Aparece en una escena breve decidiendo la muerte de Whitelands que debe ejecutar Higinio Zamora Zamorano, un comunista conocido del inglés que, sin embargo, se convierte en su Pimpinela al favorecer su fuga en una escena posterior disparatada. Lo que Higinio ampara realmente es el porvenir de una puta que quería encasquetar a Tony con bebé y todo. Los diplomáticos ingleses son de cliché. El trabajo caracterizador pudo ser otro, pero los personajes quizá se crearon para solaz de un determinado público y la novela encogió en mi criterio.

La peripecia del inglés tira de nosotros página tras página sorteando las opiniones críticas que se nos ocurren en el tránsito. Mendoza, desde luego, acomoda la acción a su gusto; transita con ella por un Madrid a veces tierno, a veces convulso. Su pluma resulta algo ligera en ocasiones. Se atasca en otras al perorar sobre el arte o comentar la situación política entorpeciendo la frescura de algunos diálogos que resultan ajenos a los personajes y demasiado largos. Pero también arte y política realzan otros pasajes y la descripción ambiental resplandece casi siempre. Hablamos de una novela que puede leerse de un tirón aunque no figure entre las mejores del autor.

Quizás pedimos por demás a Mendoza porque anhelamos la lectura de una gran novela sobre la Guerra Civil, pero nuestro escritor posiblemente quiso escribir una novela amable en clave de humor y nosotros nos empeñamos en leer otra novela.
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NOTAS.:

i.- Eduardo Mendoza, Riña de gatos. Madrid 1936, Planeta, Barcelona, 2010.
ii.- Ver EL País, 20 de noviembre de 2010.
iii.- Joaquín Tomás Villarroya es autor de un libro La destitución de Alcalá Zamora, CEU, Valencia, 1988, que historia el episodio que resultó una obra maestra de la intriga política

martes, 24 de abril de 2012


JOAQUÍN TOMÁS VILLARROYA
 Y LA PEPA



Conocí a Joaquín en enero de 1975. El rector de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Juan Díez Nicolás, acababa de nombrarle director del Centro de Tortosa-UNED y director adjunto  a un servidor. Joaquín era miembro del patronato del Centro y había aceptado la propuesta que se elevó al rector a condición de no serle retribuida ni una peseta. A la sazón ya era profesor numerario de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia y abogado del Estado en la capital levantina.

Desde el primer momento me sorprendieron, aparte del saber que su obra atestiguaba, las calidades que enriquecían su personalidad, evidentes en nuestros encuentros y en la resolución de problemas que a su consejo o decisión planteaba. Alguno como “adelantarse siempre a los acontecimientos” –la universidad de entonces hervía problemas en los claustros aparte del malestar continuo de los estudiantes…--, se sumaba a otro que aprendí en la universidad norteamericana: decir siempre la verdad de cada situación con todas las explicaciones posibles, independientemente de que gustaran o no a los estamentos dependientes.

Yo sabía que Joaquín era un gran constitucionalista y un investigador jamás condicionado por la política. Me lo puso de manifiesto cuando en una conversación sobre colegas y profesores de Derecho Político destacó a Jordi Solé Tura como una de las personalidades de su mayor consideración intelectual y personal estima. La objetividad y el buen criterio de Joaquín eran proverbiales, de ahí lo notable de sus amistades y lo perdurable de sus escritos.

En la UNED –universidad que ahora celebra sus 40 años de actividad-- había colaborado en la redacción de las primeras unidades didácticas de Derecho Constitucional y Derecho Político II con Faustino Fernández-Miranda y Manuel Gonzalo, unidades que, por la claridad de su redacción y estructura excelente para los estudios a distancia, siguieron manejándose por los estudiantes incluso después de ser preteridas por libros de texto más que por la actualidad (i) . Pero el Centro de Tortosa disfrutaría de algo que, de manera puntual, sólo gozaron sus alumnos de la Universidad de Valencia en mayor medida.

A Joaquín no le apasionaban los días de traca y mascletá de las Fallas de Valencia y, sabiéndolo, aproveché para invitarle a impartir tres conferencias en Tortosa coincidentes con la celebración valenciana en la primavera de 1976. Estaban dedicadas a poner a los asistentes en situación sobre la Ley para la Reforma Política y los temas que se discutían como proyecto de la que luego sería la Constitución de 1978. La invitación se repitió en los años siguientes y así pudimos seguir, paso a paso, la elaboración de nuestra Carta Magna a través de un especialista notable.

Sus conferencias eran sólidas, no tenían desecho. El rigor también venía acompañado de un decir pausado y salpicado de momentos divertidos. Entendí entonces la razón de que sus alumnos de la Universidad de Valencia aplaudieran frecuentemente al final de sus clases en aquellos tiempos de turbulencia universitaria. Fueron conferencias que llenaron nuestra Aula Magna, impagables e impagadas pues Joaquín solo aceptó, cuantas veces vino a Tortosa, que se abonase su estancia y la de su mujer en un hotel modesto cercano al Centro.

Joaquín dejaría la dirección del Centro en 1983 por creer que, aunque no cobraba, el cargo le afectaba en relación con la entonces nueva Ley de Incompatibilidades. El Centro de Tortosa le nombró Director de Honor, pero nunca se le agradeció debidamente, ni quizás sería posible compensar su labor, los consejos, ni aquellas visitas que encumbraban nuestra tarea universitaria a cotas inimaginables cuando el Centro fue creado en 1973.

En estos días que se celebra el bicentenario de La Pepa he recordado mucho a Joaquín y supuesto el protagonismo que hubiera tenido de vivir, pues, la muerte le sobrevino demasiado pronto. Me acuerdo de su quehacer como analista de los proyectos constitucionales y de algunas de las cosas importantes que nos dijo, por ejemplo, que cada Constitución trataba de resolver algún problema principal y que la Constitución de 1978 sólo tendría éxito si resolvía el de las autonomías.

Volviendo a La Pepa, Joaquín recordaba que el primer acierto de la Junta Suprema Central Gubernativa que dirigía la guerra contra Napoleón en 1808 fue darse cuenta de que la invasión “había arrasado el viejo Estado y era necesario reconstruirlo(ii), aunque ya entonces se pondrían de manifiesto dos problemas que presionarían siempre sobre la redacción de cualquier empeño constitucional en España, la pretensión de cada partido en convertir puntos de sus programas en artículos constitucionales y que los defectos de nuestra vida política se atribuyeran a la falta o especial configuración de alguna institución, por ejemplo, el senado.

Aunque antes de La Pepa existió la Constitución de Bayona (1808), muy afrancesada y de nula influencia en nuestro Derecho, Joaquín recordaba que Gaspar Melchor de Jovellanos --representante de un sector de la opinión-- entendía que la reconstrucción del Estado debía hacerse restaurando las leyes antiguas que el absolutismo había prohibido pese a su buen funcionamiento entre los poderes públicos y, además, porque defendían las libertades de los españoles, pero el sector afrancesado pensó que, sin menoscabo de esas leyes, el Estado debía acompasarse a los tiempos modernos, pensamiento que siempre oculta la costumbre remolona de imitar lo de afuera.

La Pepa promulgada el 19 de enero de 1812 tuvo un origen popular, era extensa (384 artículos) y era rígida al exigir trámites diferentes a los necesarios para modificar una ley ordinaria, intención vana porque Fernando VII la derogaría dos años después de su proclamación y, aunque volvió a la vida años más tarde, lo hizo condicionada por las disposiciones que la modificaban.

Hoy La Pepa vuelve a escena entre fastos políticos y académicos con amplia cobertura en los medios de comunicación. Podemos presumir qué se pretende, pero Joaquín también ponía el dedo en esa llaga que escuece desde el s. XIX: “entre nosotros no ha existido una auténtica devoción y afección a la Constitución”. Joaquín afirmaba que admiramos la inglesa porque “hunde sus raíces en la historia” o la norteamericana porque ha sido “un factor de integración en la vida política de ese país”, pero “La Constitución, entre nosotros, generalmente, no ha sido vínculo de unión, sino factor de discordia política y civil. Esta triste historia es, seguramente también, realidad actual(iii). Lo decía en 1976. Ojalá la Constitución actual, a la que contribuyeron tantos partidos, supere el legado de La Pepa resolviendo el problemas que enunciaba Joaquín así  como en logros más que ilusiones.
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NOTAS.:
i.- Ver las palabras de Faustino Fernández-Miranda incluidas en “Los orígenes metodológicos de la UNED ", en la entrada al blog García Aretio de 8 de febrero de 2012 en Google.
ii.- Joaquín Tomás Villarroya, Breve historia del constitucionalismo español, Planeta, Barcelona, 1976, p. 7
iii.- Ibid, p. 6