jueves, 24 de mayo de 2012



Los cuentos bilingües de Christopher



CHRISTOPHER EN LA CASA DE LA COLINA



Para nuestro nieto Christopher Diego en su 6º cumpleaños.



Debió ser por la leche achocolatada que bebió antes de acostarse; el caso es que Christopher quedó profundamente dormido. Era una noche clara de luna tan reluciente que podías seguir el rumbo alegre e imprevisto de las luciérnagas y, siguiéndolas, fue cuando Christopher ensoñó que le guiaban hacia un césped bañado por un sol radiante, semejante al que había detrás de su casa si no era el mismo. Entonces se puso a corretear como si tuviera el manillar de una moto entre sus manos y haciendo círculos y dando revueltas fue cuando vio acercarse a Donald, el hijo mayor de los nuevos vecinos de la casa situada arriba de la suya, sobre la colina.

Donald era un chico espigado de profundos ojos azules y pelo casi albino de tan rubio que, cuando llegó a su altura, preguntó:

--¿Quieres jugar con el Nascar The Game 2011 en mi Wii? Me lo acaban de regalar.

--¡Síííííííí!- contestó Christopher exultante.

--Pues vamos a mi casa.

Subieron hacia la casa de la colina con bastante rapidez. Para entrar, deslizaron la cristalera y corrieron las cortinas que guardaban la entraba al salón desde el exterior y, tras detenerse un momento ante una jaula cuadrada y espaciosa que estaba sobre una repisa –el hogar de un periquito que estaba comiendo algo parecido a una fresa salvaje o un taquito de sandía--, se dirigieron a la escalera que conducía al piso superior, y entraron en la habitación de Donald.

--Oye –preguntó Christopher--. ¿No tienes un hermano? ¿No viene a jugar con nosotros?

--Edward no quiere jugar conmigo porque le gano siempre. Imagino que estará con el abuelo Jeremy, aunque ahora se ocupa menos del nano desde que mis padres le regalaron a Mister, el periquito.

--¡Así que es de tu abuelo? Pero Mister estaba solo en el salón.

--Está malito; quizá no te diste cuenta.

Tardaron muy poco en arrancar el Nascar y en disputar carreras, desparramándose por algunas de las 22 pistas del juego jugando entre ellos o poniéndose en la piel de pilotos como Tony Stewart, Matt Kenneth o Jeff Burton. Se repartían las victorias hasta que después de competir un rato largo, un Christopher menos emocionado que al principio, se cansó, comentó que iba siendo tarde y debía regresar a casa. Donald prosiguió ensimismado en el juego tratando de familiarizarse con las recompensas del Nascar o explorando sus trucos.

Al bajar la escalera de los dormitorios Christopher tropezó con el hermano de Donald. Edward le pareció un cerdito feo que caminara con chanclas. En realidad era un chico pequeño, gordito, que usaba unas gafas muy gruesas y se arrascaba la oreja izquierda al hablar, haciéndolo de manera aturullada y confusa, mostrando inseguridad.

--Queería preguntarte… –y se quedó parado; Christopher creyó que su presencia le había aturdido y dijo para animarle:

--El qué.

--Pues… si eres detec…tive.

-- El detective es mi padre, yo no. – Respondió Christopher.

--Pero… ¿tú sabes… algo de eso?

--Hombre, algo sé, desde luego– respondió Christopher con autosuficiencia.

-- Pues verás, tampoco sé… como decirte. ¿No habrás… venido a investigar?

-- ¿Yo? Vine a jugar con tu hermano

--¡Ahhh!

La pregunta anterior sorprendió a Christopher quien inquirió a su vez:

--¿Es qué hay algo que deba investigar?-. Y con la mayor seguridad del mundo añadió-. Porque lo tengo chupado; en esto de investigar sé un rato largo.

Edward quedó confuso, como si no esperara la respuesta. Bajó la mirada, jugueteó con sus dedos y tardó poco en decir:

--¿No te ibas?

Christopher, desconcertado, replicó enseguida.

--¿Es que me echas?

Christopher no aguardó la respuesta. Se encaminó el salón buscando la salida de la cristalera, pero un runruneo sordo de Mister llamó su atención. Era verdad que estaba malito; parecía decaído, tenía el plumaje levantado, los ojos semicerrados y padecía diarrea. Estaba absorto en su observación cuando le sobresaltó el ruido de alguien aproximándose; se refugió tras las cortinas que cubrían la cristalera, aunque cerca de una rendija que le permitiera escudriñar.

Era la mamá de Donald. Llevaba un pañuelo de colorines atado sobre la cabeza y lucía un plumero corto sujeto por el cinturón del vestido. Tenía una personalidad alborotada; saludaba a Mister dando grititos, deseándole que se recuperara y trataba de imitar lo que debían ser sus cotorreos. Luego inspeccionó si había alpiste en el comedero y agua en el bebedero y se marchó devolviendo una momentánea tranquilidad a Christopher.

Porque no le dio tiempo a salir de la casa. La tía Ruth entró en el salón seguida por un gato siamés cuyos pelos se estiraban cada vez que miraba a Mister o se acercaba a las cortinas husmeando la presencia de Christopher. Pero la tía Ruth sólo estaba interesada en el perico evidenciando que le tenía poquísima simpatía. Le llamó de todo, gritándole que estaba harta de limpiar su jaula mientras el pájaro, que había mutado sus ojos semicerrados a ojos espantados, se encaramaba a lo alto de los barrotes de la jaula o saltaba sin sosiego entre ellos, especialmente cuando el minino se limpiaba los bigotes con su pata izquierda y le miraba con gula maullando. Cuando la tía Ruth encontró lo que venía a buscar en el salón, dedicó al perico varios denuestos más y un ¡Adiós, facineroso! de despedida, pero se retiró con su gato para el sosiego de Christopher.

Christopher pensaba que ya podía salir cuando entró el abuelo Jeremy con paso cansino. Se puso a raspar delicadamente los barrotes de la jaula con un lapicero susurrando a Mister algo así como ¿Porqué estás tan malito? El pájaro se hinchaba entre las plumas y ponía los ojos tristes mientras el abuelo Jeremy movía la cabeza como apesadumbrado, afligido y luego se despedía.

Christopher estaba a punto de marchar cuando se produjo una nueva aparición, sólo que esta vez le interesó. Vio entrar al pequeño Edward en el salón. Advirtió que se acercaba a la jaula con pasos muy cuidadosos y, de manera disimulada, ponía entre los barrotes de la jaula algo pequeño, redondo y rojo que a Christopher, tras mucho castigarse la vista, le pareció un fruto de acebo. Entonces salió de su escondite y preguntó a Edward:

--Oye, ¿qué le das al perico? Si es fruto de acebo lo envenanarás poco a poco.

El pequeño tembló al verse sorprendido y respondió inquieto.

--No es nada, nada.

--¿Estás dando de comer al pájaro lo que he dicho?- insistió Chritopher.

--Pues…, pues…

La inquietud de Edward fue en aumento, su rostro se compungía y le brotaban lágrimas. Haciendo pucheros dijo:

--No me descubras… Ven… conmigo, por… favor.

Fueron al garaje de la casa y allí Edward rompió a llorar sin disimulos. Entre resoplidos de angustia confesó:

--Es que tengo celos de Mister. Antes… el abuelo no se separaba de mí…, me cuidaba, jugaba conmigo y… me contaba cuentos… lo mismo por el día que por la noche, pero… ahora… toda su atención… se la lleva el Mister… casi no juega conmigo... y ya no sé si me quiere.

--Pero tú sabes que las personas mayores se ocupan bastante de nosotros y también deben atención a las otras y a los animales que viven en la casa, sobre todo si son suyos; de ahí a pensar que el abuelo Jeremy ya no te quiere ¡es de locos!

--Sí, lo sé, pero… estoy triste porque… no me acostumbro a la situación.

Christopher se apiadó del pequeño y le propuso:

--Mira, vamos a coger a Mister y llevarlo a casa del Sr. Trumpeter que es veterinario y seguro que lo curará. Cuando esté curado verás como tu abuelo se pone muy contento y vuelve a contarte cuentos, al menos por la noche.

A la mañana siguiente Christopher despertó y preguntó a su madre si tenía un amigo que se llamara Donald y la madre le dijo que no, que si recordaba bien, Donald era uno de los protagonistas de un cuento que le había escrito su abuelo Javier.

--¿Y Edward? ¿Conozco algún niño que se llame Edward?

Y su madre respondió:

--Me parece que a ese niño lo has inventado tú.




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