sábado, 28 de febrero de 2009

FARMACIAS Y FARMACÉUTICOS

Se dice que las reboticas surgieron durante el Renacimiento, posiblemente en Florencia; que en ellas los médicos trataban a los enfermos que aguardaban a ser atendidos sentados en un banco. Los médicos diagnosticaban y decían al boticario qué sustancia, pócima o ungüento y qué cantidad debían emplear antes de proporcionar al paciente su medicamento. Terminaron por convertirse en lugar de tertulia en la que participaban personas ilustres, políticos, y también, intrigantes y agitadores. Tales tertulias existieron hasta finales del siglo XIX o comienzos del XX, cuando las tertulias se trasladaron definitivamente a los cafés.

En mi memoria, la rebotica era un lugar de encuentro y tertulia con farmacéuticos familiares que me apreciaban.

Mi tío Emilio Alonso era un hombre bajo de cara redonda desde la que irradiaban unos ojos grandes, esplendentes, y un bigote que guardaba un parentesco lejano con el de Pancho Villa y que atusaba de continuo. Tenía poco pelo, pero lo llevaba bien peinado y, de carácter, parecía un castizo de Madrid cuando nació en la capital de la maragatería --como los otros dos cuñados de mi madre—donde la guasa es atributo natural de la gente natural de Astorga. Algo le salió mal conmigo. Me hizo socio infantil del Real Madrid, pero meses después me llevo al Metropolitano en tarde insólita: los colchoneros del Atlético arrasaron al modesto Alcoyano. Como los niños se apuntan a los triunfadores y el Madrid adorable de Bañón, Ipiña, Narro y Barinaga no era de los mejores, tomé la trágica decisión de cambiar de chaqueta. Solía visitar la farmacia de mi tío algún jueves por la tarde y en vacaciones. A veces le acompañaba a cobrar recibos; me interesaba sobre manera un colegio de frailes cuyo ecónomo solía llenarme los bolsillos de paciencias o me daba una bolsa llena de ese dulce tan parecido a las garofetas del Papa de Tortosa.

Su farmacia estaba situada a comienzos de calle Serrano. Su rebotica era amplia con una especie de mesa-laboratorio en el centro, pero no se vinculaba al Art Decó o neoplateresco de otras farmacias. En la del tío contrastaban las maderas oscuras de los anaqueles con el blanco ilustrado del botamen atrayéndome el nombre en latín de las sustancias. Tal alcurnia iba de la mano con la clientela, aristócratas de gran, medio o disimulado pelo que, por lo general, abusaban del apúntame... cuando no dejaban deudas y pufos. Era el Madrid de posguerra. Años después cambió su farmacia por otra situada en uno de los barrios proletarios de Madrid donde la gente llevaba recetas de la Seguridad Social de cobro no inmediato, pero seguro. Mi tío sólo tenía un vicio, tomarse entre quince y diecisiete cafés al día. El café le permitía salir de la rebotica, airearse y gastarse unas chuflas con la gente conocida. Pero el café hizo que un día le fallara el corazón.

D. Julio Rodríguez era el farmacéutico de Villamayor (Piloña, Asturias). Su mujer, tía Lidia, era prima carnal de mi abuela materna. En los veranos, de niño e incluso de mozo solía bajar desde Miyares a visitarles. El aprecio y cariño que les mostraba era, sin duda, influjo de mi madre. Mamá adoleció siempre de falta de apetito y habiéndolo sufrido en una época de manera preocupante, mi abuela decidió dejarla una temporada con la tía Lidia y el tío Julio para ver si la leche y la singular alimentación asturiana la restituían. Yo encontraba en mis tíos conversación además de cariño, pues no era corriente que los mayores se interesaran en las andanzas y pensares de un adolescente, cuando la visión y experiencia de la vida es menguada, fantasiosa y a veces disparatada. Vestía don Julio, un inolvidable sobretodo color crema; atendía a los muy escasos parroquianos y, sin casi dejar de mirarnos, trazaba rutas a la cháchara de los tres. Al despedirme, la tía Lidia me daba unas galletas de nata redonditas, hechas por ella y tan deliciosas que la empinada subida de vuelta a Miyares me resultaba un placer. Nunca he podido olvidarles.

Mi abuelo paterno fue varias veces alcalde de Villafranca del Bierzo. Cuentan, no sé si de él o de otro, que su adversario político principal era uno de los farmacéuticos del pueblo, bien que eran parientes y se respetaban. El alcalde era progresista y decidió instalar los primeros urinarios públicos de la ilustre villa, pero se construyeron frente a la farmacia de su oponente. Cuando el farmacéutico ganaba las elecciones cerraba los urinarios o mandaba trasladarlos de lugar hasta que su predecesor regresaba a la alcaldía y vuelta a empezar.

La carrera de Farmacia es una de las más difíciles y de las que exigen mayor nota de entrada a los estudiantes que solicitan estudiarla. Largos años de instruirse en materias complicadas con cátedros exigentes, para luego, si no eres hijo de farmacéutico, vértelas y desearlas para hacerse con una botica en algún lugar de España.

Hay farmacéuticos que han tenido un éxito enorme en la vida pública. Estoy pensando en Julio Rodríguez Villanueva, el hijo de mis tíos Lidia y Julio, doctor por la Universidad de Cambridge y de la de Madrid, Rector de la Universidad de Salamanca, académico y, sobre todo, formador de una de las escuelas más importantes de microbiólogos y bioquímicos del país. Estoy pensando en Federico Mayor Zaragoza quien también ha sido Rector en Granada, ministro y Director General de la UNESCO. Pienso en el Doctor Vicent Beguer, senador y alcalde de Tortosa durante dieciséis años, o en D. Mariano Artés, catedrático y Rector de la UNED.

Sin embargo, no es lo corriente. La inmensa mayoría de los que pueden ejercer su profesión y tienen farmacia utilizan el mortero menos cada vez y se dedican más a expender las medicinas que atestan sus anaqueles; el botamen, más que menos, parece un adorno histórico que sólo imprime carácter ¿No hay desproporción entre su actividad y los conocimientos adquiridos en su carrera? Puede que ganen dinero en compensación, pero hay mucho talento desaprovechado por la sociedad, si bien los ciudadanos de a pie, sobre todo los que tenemos resquemor a los médico, acudimos a ellos y ellas esperanzados en lograr un consejo certero, como suele ocurrir
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miércoles, 11 de febrero de 2009

JUAN JOSÉ ARREOLA[i]

Hace tiempo comencé a escribir un estudio sobre la obra de Juan José Arreola. Sus cuentos me habían dejado un sabor mágico y, por entonces, me hacía muchas preguntas. Por ejemplo, me intrigaba saber por qué ese escritor de tanto talento no escribía novelas, por qué su obra no era suficientemente conocida y estudiada fuera del nativo Méjico.

Si buscamos en dos de los tratados docentes y más populares de literatura hispanoamericana de los años sesenta, encontramos lo siguiente: Fernando Alegría, al juzgar la obra de Rulfo en su Breve historia de la novela hispanoamericana (1959) decía: “Lo que en Juan José Arreola y Carlos Fuentes constituyó un ejercicio en el arte menor de Kafka –el de sus aforismos y palabras breves--, en Rulfo es ahora épica tentativa de manejar el símbolo de proyección universal
[ii]. Anderson Imbert, decía en la telegrafía esforzada aunque jugosa de su “Historia de la literatura hispanoamericana (1954): “Juan José Arreola (1918), con preferencias por el cuento fantástico o de juegos intelectuales ricos en humor, en problemas y paradojas. Confabulario total (1962). Publicó una farsa teatral, La hora de todos (1954) en la que satirizó con escenas movidas y novedosas, la vida de un potentado.”[iii]

Por suerte, la primera ocasión de saber cuanto quería, me la proporcionó el mismo Arreola en una conferencia que pronunció el 5 de mayo de 1966 en la Universidad de Texas (Austin) con el título sustancioso de ”Los años de mi vida y mis horas de escritor”. De conferencia no tuvo nada, pero fue una de las charlas más improvisadas, sugerentes y graciosas que escuché en mi vida. ¿Se imaginan a un mejicano de Jalisco, picante como el chile jalapeño, con una revolera de cabellos grisáceos sobre un rostro donde, asomando la presencia de la enfermedad, garbeaban dos ojillos colibríes? Con un perfil de bailarín de goyescas, dijo que de niño fue gordo y sus huesos podían sostener una humanidad de volumen al cubo, pero que se había quedado en eso: “Soy puro hueso”.

Arreola creció en el seno de una familia artesana: “Yo mismo aprendí a tornear la madera y los metales. De ahí viene una voluntad artesana con respecto al lenguaje”. Comenzaba una vida de azar y enfermedad en medio del olor de las virutas de la carpintería y del hierro ardiente. “Mi primera infancia discurrió todavía en la cola del ciclón revolucionario”. Alcanzó a ver y vivir, con recuerdo imborrable la contrarrevolución de los cristeros que le produjo los primeros quebrantos del espíritu, aunque “por fortuna o por desgracia no he alcanzado el paraíso de la locura”.

La enfermedad que le acompañaba desde los cuatro o cinco años le familiarizó con las alucinaciones y las figuras fantasmales. De niño se echó de la cama para palparlas. De mayor, los fantasmas le visitaban cuando estaba postrado. Arreola, siempre cortés, se incorporaba en el lecho y les daba la mano; un día que le sorprendió la esposa, dijo: “Sé que son fantasmas, pero si me dan la mano...”

Arreola no sabía de donde le vino la afición literaria. En la escuela tuvo un maestro, José Ernesto Aceves, abogado provinciano, que en dos horas extra de lectura, dejó las semillas fertilizantes de Baudelaire, Walt Whitman, Cervantes, Gorki... en la despierta sensibilidad de Juan José. Pero lo que leyó de un tirón fueron los dieciocho volúmenes de la obra completas de Freud que tradujo Gregorio López Ballesteros.

El jovencito Arreola se había convertido en el recitador de la comarca; de sus labios salían los poemas que atesoraba la flor de la imbecilidad poética hispánica. Su triunfo era colosal cuando declamaba “El brindis del bohemio”, quizás el mismo Día de las Madres... El trasiego del mal verso a la lectura de Ada Negri, Papini, Manzoni, Gautier y Marcel Schwob fortalecieron su sensibilidad de modo que un día pudo proferir la perogrullada de la que dijo estar enamorado: “sólo hay dos literaturas, la buena y la mala. Yo no puedo suscribir ni sustentar la mala literatura”. Esta certidumbre, sin embargo, le impidió escribir diariamente y le dejó en el dique que le acongojaba hasta cierto punto: “No he podido entender de dónde me vino la vocación literaria, que ha sido real, pero que he desperdiciado, destruido, desperdigado...”

Arreola dijo que no había planeado nada en su vida, que se sentía horrorizado ante el curso de una literatura mundial entregada al recetario –“el negocio editorial es un negocio de embutidos”—donde lo sexual predominando en la conducta humana producía una cochambre que los pseudonovelistas llamaban personajes, olvidando la belleza del ser, que son los instintos y la voluntad erótica. Esta literatura de recetario le dejó, según él, en la quebrada del que escribe poco; sabiendo desde joven qué era la buena literatura, no quiso ser poeta y de mayor sólo llegó a novelista mediano.

Amaba la vida y la literatura, pero le faltaba la idea que le arrastrara a escribir la obra que pretendía. Por eso, ante un compromiso editorial llegó a escribir, según él, la mala novela, aunque escritor honrado, tomó las tijeras y cortó y recortó hasta dejar el manuscrito en una serie de cuadros sobre la realidad mejicana. Esa novela se tituló La feria
[iv] y apareció en 1963.

Afirmando su voluntad de estilo, creyendo en la literatura manierista –“creo que hay un lenguaje que se puede componer de fuera adentro”--, Arreola concluyó su conferencia pidiendo un nuevo humanismo salvador. Nada más ni nada menos pedía el excelente escritor de Jalisco ante una asamblea regocijada, a veces perpleja, de estudiantes y profesores, en una universidad situada a muy pocas millas del rancho de Lindon B. Johnson.

El hormiguero humano

Dijo que le asustaba el presente porque el futuro se perfilaba monstruoso; amenazaba la bomba, nos animalizábamos, la dicha se perseguía en vano. Ahí estaban para confirmarlo los hombres de “La parábola del trueque
[v], cuyo temas es la convivencia, buscando desesperados al mercader que les cambió las esposas viejas por nuevas y les prometió placer y felicidad.
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El hombre pretende situarse por cima de su animalidad divinizando su condición de ser social; entonces se inventa una vida y termina poniéndose una máscara, al admitir la inutilidad del esfuerzo. El hombre es como la hormiga de “El prodigioso miligramo”, obstinada en defender la genial existencia de su descubrimiento: el absurdo miligramo que le singulariza sobre el género y la especie. Pero el hallazgo de ese descubrimiento inútil despierta la envidia y la codicia de quienes terminarán por usurpar el descubrimiento. El miligramo es el símbolo del genio vacío, la intuición de lo sobrenatural que no alcanzamos porque no logramos lo sencillo: esclarecer nuestra situación en el mundo. Sucedió con Don Quijote y con Einstein, de quienes escogimos el símbolo de la locura disolvente y el símbolo de la destrucción total: la bomba atómica.

La crisis universal de las hormigas de Arreola es la crisis universal del hombre: “Olvidando sus costumbres, tradicionalmente prácticas y utilitarias, se entregan en todas partes a una desenfrenada busca de miligramos. Comen fuera del hormiguero, y sólo almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan como especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes”. Bajo el símbolo de las hormigas, Arreola llega lejos anunciando la desaparición del hombre también como especie zoológica. Ya en el primer cuento del Confabulario total, “Alarma para el año 2000” avisaba espeluznado: “¡Cuidado! Cada hombre es una bomba a punto de estallar”.

Manierismo y poesía

Arreola obtenía la materia literaria de sus cuentos en las imágenes que surgían de su reflexionar simbólico e imaginativo sobre la historia y la realidad; contadas veces lo hacía reflejando en directo la última. Cuidaba la transformación estética de esos materiales porque sabía que traían radiaciones telúricas excesivamente peligrosas al darles forma y precipitarlas en el lenguaje. Escudándose en el humor, el manierismo de Arreola, su maniobrar de fuera adentro, ese predisposición a escribir con cuidado, alfareando las palabras que se entrañaban de manera mágica en la hora de la creación, para dar como resultado esas pequeñas, pero maravillosas obras de arte que son la mayoría de sus cuentos.

Partía de los linderos de lo irreal con la idea germinal que le obsesionaba o impresionaba su mente, encadenando imágenes, frecuentemente superrealistas y con la lógica pertinaz y paradójica de la asociación de ideas. Veamos cómo la idea de su infelicidad llega a uno de sus personajes: “Como un meteoro capaz de resplandecer con luz propia a medio día, como un joyel que contradice de golpe a todas las moscas de la tierra que cayeron en un plato de sopa, la mariposa entró por la ventana y fue a naufragar directamente en el caldillo de lentejas”. Así comienza el cuento “Metamorfosis” de apenas 22 líneas, cuya anécdota queda resumida en lo siguiente: “La sopa y la vida conyugal se enfriaron definitivamente”.

Lo poético alimentaba su lenguaje en grandes dosis, lo que servía para multiplicar los niveles de significación de sus cuentos e iluminar los espacios borrosos que pudieran presentarse a la clarividencia de un lector común. Prosista maestro, de la poesía tomaba las imágenes, si se quiere, el mecanismo que las produce y encadena, y se atenía a la estructura peculiar e íntima de la prosa para situarlas en la frase.
Veamos como ejemplo de lo dicho el cuento titulado “Corrido”. El lugar de la acción se describe así: “Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha y empedrada se da contra un testarazo partiéndose en dos. Por allí desemboca el pueblo en sus campos de maíz”. El drama es presentado verticalmente en el cuarto párrafo: “La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo por la ancha calle que se parte en dos” (...) “El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro les estaba llenando de ganas de pelear. Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero” (...) “Al subir la banqueta del otro lado, la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo” (...)”Esta fue la merita señal” (...) “De la muchacha no quedó más que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro”. Muertos los dos, la voz del corrido concluye; “Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó”. He escogido las frases esenciales para demostrar que el drama del cuento converge en la imagen del cántaro, la imposibilidad del amor –uno de sus temas favoritos-- encarnando ambiente y protagonistas humanos. El cántaro distribuye oración tras oración los hilos de la tragedia que sobreviene. Lo poético está en el repique de esa imagen en el contexto de cada frase y cada párrafo donde el vocablo, aparentemente, es un elemento simple de la estructura, pero no hay palabra que resuene más. Y es así, porque el destino simbólico del cántaro ha sido preferido estéticamente al de los protagonistas humanos. De esta manera queda la historia del lance amoroso acuñada sobre una imagen que el pueblo recogió con su buen oído en su sonsonete peculiar.

Arreola y sus coetáneos

El año 1959, hace justo medio siglo, reunía a dos maestros de la narración breve. Julio Cortázar publicaba Las armas secretas revalidando una excelente carrera de cuentista; para Arreola, que había publicado la mayor parte de sus cuentos reunidos en el Confabulario total es el año del Bestiario
[vi]. A partir de entonces, ambos probaron fortuna en la novela con distinta suerte.

La prosa hispanoamericana modernista y la de los primeros cuarenta años del siglo XX, se había orientado mayormente hacia lo social o lo testimonial; encontrar sustancia artística en la denuncia no siempre fue posible --un ejemplo son las últimas novelas de Miguel Ángel Asturias—y quizás por eso, se incluía a sus mejores prosistas en la tendencia escapista. Pues bien, Borges, Arreola y Cortázar –quien dijo del mejicano que era un árbol de palabras-- también integraron el contingente de escapistas para un sector de la crítica, aunque, ¿se debía llamar escapistas a escritores que miraban al hombre adánico y denunciaban la actitud corruptora al que la sociedad le sometía? Se puede si hubiera una razón artística convincente, porque luego resultará que aquellos alejandrinistas –para emplear el término más apropiado de Amado Alonso—han terminado por testimoniar de su época con mayor profundidad que los escritores sociales.

Se suele decir de los escapitas que todos suenan lo mismo, pero resulta que Arreola y Cortázar tenían lenguajes diferentes para sus lectores porque sus oídos también eran diferentes. Sabemos que estamos en Méjico cuando dos tipos se pelean como gallos por una muchacha, cuando Hilario habla a don Pancho de las tuzas que mató en ese cuento formidable titulado “El cuervero”; estamos en Méjico por el cómo suena la lengua y el cómo se dice, un son no muy lejano al de otro escritor de Jalisco, Juan Rulfo, el grandísimo amigo de Arreola. El Cortázar de 1959 ponía sus protagonistas en París; de la ciudad se dice que hay “un olor a limpio, a pan caliente”, pero el personaje Laura tiene acento argentino mientras Cortazar podría estar detrás de Johnny, el artista de jazz. El oído argentino del escritor aún sería más notorio en la novela Los premios de sólo dos años después.

A Arreola se le conceptuó de misógino, pero su misoginia no se relacionaba con el mito de La Malinche tal como Octavio Paz lo describió. Ante la mujer que nos pierde, Arreola dice: “En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso, hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta”; era Don Quijote. La misoginia arreoliana no es vulgar, caprichosa, ni romántica –como en el fondo son todas las misoginias--, sino que va contra la mujer que originó el castigo del paraíso perdido; la otra mujer que canta Arreola, es amor, es Peronelle, la hermosa joven que amó al sesentón y decrépito Guillermo de Machaut.

Arreola no se ejercitaba en el arte menor de Kafka como también se dijo, sino en una tradición literaria que se remontaba más allá del barroco y se iniciaba en las alegorías, fábulas, apólogos y bestiarios medievales tan amigos de representar los defectos humanos a través de los animales. Arreola hablaba de Baltasar, Gerard, Guillermo de Machaut, Ronsard y del epistolario de Góngora con la misma facilidad que de Sinesio de Rodas o de la bomba atómica; se trataba de viejos amigos, tipos curiosos, con temas increíbles que traía a la tertulia con zumba, amor, detalle y socarronería. Si algún parentesco tenía con algún coetáneo podría ser Borges; parientes lejanos, casi políticos; el argentino culto, elíptico e irónico, el mejicano moralista con gracia. Reían los dos, pero nosotros reímos más abiertamente con las caricaturas de Arreola capaz de tornar heroica la historia de un cornudo como sucede en “Pueblerina”. Borges dijo de Arreola que no se había afiliado a ningún ismo: “Deja fluir su imaginación, para deleite suyo y para deleite de todos.”

Cada cuento, fábula o parábola de Arreola tiene una expresión diferente, demostrando que la narración breve puede ser uno de los ejercicios literarios más ricos y originales. Mientras el mejicano necesitaba de pocas líneas para expresar cuanto deseaba decir, Cortázar precisaba de espacios más amplios para sus ficciones. Por eso en aquel año de 1959, hace medio siglo, había un gran novelista en potencia que era Julio Cortázar y un Juan José Arreola que no triunfaría en la novela, pero se afirmaba como uno de los cuentistas más ricos, extraños y singulares de los que escribieron en nuestro idioma.


NOTAS.:

[i] Revisión y actualización de mi artículo “La Maestría de Juan José Areola” publicado en Insula, nº 240 (Noviembre, 1966), pp 1 y 15.
[ii] Fernando Alegría, Breve historia de la literatura hispanoamericana, “Manuales Studium”, Ediciones De Andrea, (México, 1959) p. 243
[iii] Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura Hispanoamérica, Tomo IIº, 4ª edcn, F.C.M, (México, 1964) p.330.
[iv] J.J.Areola, La feria, Ed. Joaquín Mortiz, (México, 1963)
[v] J.J. Arreola, Confabulario total (1941-1961), 3ª edcn.,, Fondo de Cultura de México. (México, 1962) De este libro hay una versión inglesa editada por la University of Texas Press, con el título de Confabulario and other inventions, Austin, 1964. Se trata de una edición excelente, lo mismo que la introducción, que se deben al profesor George D. Schade, a quien estaré eternamente agradecido por haberme puesto en contacto con la obra de Arreola y la de los otros grandes escritores mejicanos. Entre nosotros destaco la edición de Carmen de Mora que bajo el título Confabulario definitivo escoge relatos de Varia Invención (1949) y Confabulario (1952) junto con otros textos, libro editada por Cátedra, (Madrid, 1986) Carmen Mora añade una Introducción de 62 páginas
[vi] Carmen de Mora recuerda que en la edición definitiva de las obras de Arreola publicadas por Joaquín Mortiz en 1971, el mismo autor, al explicar el criterio seguido en la ordenación de los volúmenes, dice: “Por azares diversos, Varia Invención, Confabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. Ahora cada uno de estos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio”

viernes, 23 de enero de 2009

CUENTOS TEJANOS (Cont.)

CUENTOS SOLITARIOS

Austin “Casino Español”

Fred Burry es un negro zopilote que canta espirituales en el Casino Español de Austin.

Esta tarde, Max con su guitarra, Pedro con su armónica y el gollete de Charrotte, los tres, obligaron a John Raven “Piernaslargas” –cada dos pasos molino abajo—a dar un garbeo por la Calle 6, latina y africana comunión de esclavos y, después, cantaron y bebieron a la salud de Cristo de un modo primitivo en la fraternidad del Viernes Santo.

En la boca triste de Fred Burry, Ella Noyce –mendrugo de avena y rosa de algodón—es, realmente, una banana de ébano (Ella Noyce: burbuja de aire en el Casino Español de las aristocráticas chombas de los misteriosos retiros).

A las estrellas de la madrugada, el cardenal y el pájaro azul –pico y ala medianeros—disputan el festín de sus huevos. En las copas de los árboles hay infanticidas pendencieros. Bajo las copas de los árboles, Ella Noyce bramando herida su morir profundo.

Así la recuerdan Fred Burry –que es un negro zopilote que canta espirituales en el Casino Español de Austin (Tejas)—y Max, Pedro, Charrotte, Raven... amigos en silencio.


Orlando el triste

Va conchabado, amurriado, raro como una ardilla blanca. Va de lunas beodas y hablando de la marihuana que amoroso cultivaba Barba Jacob. Y él, tan limpio, tan sin pecado de lujo. Amaneció en Cuba. Y con vida, aunque parezca raro. Y una mañana de juventud se puso de verde oliva, como el aceite de las sardinas fritangas que cocinaba su abuela gallega. Y se puso una fecha en el brazo como para detener el tiempo y el sol sobre Cuba.

Luego el
Covadonga. Y Madrid. Y el lucero de Sevilla; y a despertar versos y gatos sevillanos, amurriados también en el tejado de la soledad, dando cara a la luna.

Y a repartir telegramas en Nueva York. Y a decir a la querida del hierro que se moría de asco.

(El mulato que masticaba cacahuetes en la misma boca de su chomba amarteladitos en el metro. El filipino de enfrente tan atento al baboseo. El metro que se llega a una estación, y el mulato que se va levantando y en su garra de coatí la cuchilla que entra como lengua verde en la boca del hombruco. Y se abren las puertas, y los mulatos se van y los demás pasajeros como niebla de corrida. Orlando que se agacha para ver al filipino cómo echa burbujitas. Y la mano que le aprieta en el hombro... para decirle en la lengua bárbara “No se meta”)

Soli, solitaña, ¡soledad! Y lo mismo todos los días en la oficina:

--How are you today?
--Fine
--Good!

Pero esta mañana Orlando ha dicho: “Mal, muy mal. Hoy llueve, hoy todo es insoportable y solo; hoy no huele a ámbar ni se oye la oración de Saharit. Hoy da asco. ¡Esto sí es O.K.!”. Se han quedando mudos ante el gasto de palabras. Nadie te ha entendido, pero te sonríen. El director, piensas tú que piensa que has robado a todos un minuto de trabajo; sin embargo, no es mal hombre y como siempre, ametralla:

--Good!

Ya estás junto al Río Colorado, y como eres tan vehemente, te has puesto a pensar que cuando la luna tienta a la luna, los ojos de los hombres mascan cenizas: ¡quién te entenderá!


Corrido en Dallas

De balazos le dieron por un
--¡Quita de ahí, y no me chés café, mano!
--Le dejaron clavado como a un pinto veloz por el rayo.
--Y allá la Tiznada lo llevó en burra de nubes pa’rriba.
--Dizque dejó dos palabras en las manos esposas...
--Dos reventones de hombre pirado.
--...que olvidó testamento pa negros, pa blancos...
--Y que se fue de bonito a los mitos lecheros de los diarios.


Sigüenza (R.I.P.), un mejicano de Tejas


Sigüenza era un hombre muy sabido. Mero nos íbamos todos lo días a perseguir las cholas y dizque las teníamos a mandamiento con tres o cuatro carantoñas. Pero ya me sospechaba yo que el Sigüenza tenía delirios. ¿Pues no daba en comprar cintillos a la mujer y tamalitos calientes porque siempre la tenía fraguando como los buñuelos? ¡Así tenía que suceder...! Y dizque le aconsejaba con buenos mandamientos: “Sigüenza, que te pierdes, que merito te estás haciendo un chiguagua de la señora” Y él como cohete: “¡Cállate pulque; ya me estás encuerando!”. Ni modo. Según se hacía viejo, más acomedido, y cuanto más acomedido, más emparejado. Pero eso que dicen que pasó... que se encalentara tanto de la Faustina que ni con la peste se enapartara d’ella... ¡no lo creo, compadre! Y menos lo de la carta al juez

...porque fue tremendo. La Faustina se le murió de noche. Y mismito sobre ella se metió el fierro. Mas enantes escribió la referida y allí expuso que quería que les enterrasen como estaban, bien abrazaditos según me platicaron, que quería que los gusanos dél celasen con los de ella, que como los hijos les habían salido tan cohetes, ellos querían hacer cosas que salieran de mejor tino, que de sus cuerpos querían rosas, elotes y quién sabe si maguey, y si de ningún modo podía ser, que les quemasen ansí como estaban, que harían cenizas y luego polvo de luna. ¡Ay Dios, tú! ¡Ni que me hablasen de las ánimas! O hasta ai es dañero el amor, o puro cuento de los cuates que acompañaban al sheriff. Ahorita pienso que se me hará duro el tequila. Piensa compadre si nos estaremos mamando las naguas de la Faustina, con lo gordita que estaba.
--¡Y mugrosa!
--...¡Antes me cuelgan del palo más alto!



jueves, 8 de enero de 2009

CUENTOS TEJANOS (Cont.)

TRES CUENTOS DE AMOR

I

Banderillas blancas

Que le pongan al negro banderillas blancas. Que le golpeen con lirios las nalgas. Y me lo dejen bien blanquecito en la solana de una campiña. Segurito que los gusanos le harán collares de risas. Y el negro despegará su mandíbula para que de la lengua le nazca un ramillete de margaritas.

Cuando el sol se le meta como caballo en las venas, Edward pisoteará las huellas de Nancy por la pradera. Cuando la mujer se arreviente de risa y galope sobre la tierra, y gima porque las amapolas siempre pierden el néctar, Edward pondrá en sus manos el ramillete de margaritas. Y juntos los dos, bajo el inmenso burlero, averiguarán de un sí es no, si serán prietos o hueros los niños de la despensa.


II

Coral

Que me la mordió la coral en los mismísimos pechos. Allí mismo donde le hinqué los dientes el día que le puse lunas en los ojos. Y no hacía nada...

Y no hacía nada. Cobijo: sentadita en los tres piedras mientras yo le despegaba al campo los robles enanos, como sarampión de hambre para todos.

Sentadita, mirándome a las manos, a la rabia que tenía contra aquel campo emponzoñado. Y así le vino el suceso que me la puso arcoiris, con la muerte a puñadas en la pus de mis ojos.

Me la llevé a casa. Me la desnudé. La hinqué los dientes allí mismito, como el primer día. Y chupé tan fuerte, que ella me dijo quedo: “Nacho, que te me llevas”.

Pero ya se iba yendo, ya se había ido. Y se me quedó de estopa, hecha un cuajarón extraño, pura sombra. Aún pude echarla una cobija.


III

Yaqui

Me dijo simplemente:

--Voy a subirme la colina

No la hice mucho caso. Pero un buen día Freeze me dijo:

--Ya se te subió la guala, ¿eh?--. Y me dio un manotazo al cuello mientras reía poniendo precio a la dentadura.

No le hice mucho caso; hasta que mi esposa me dijo:

--Vuelve a mi; ya no te espera--. Y vi que le salían de la piel alfileritos de agua y sudores como de carne en deshielo. Entonces me encaminé hacia la colina. Y parado en la falda, comprobé que sí la había vuelto a subir.

...la mañana blanca; así la recuerdo porque estaba ordeñando a Yaqui. Le daba menudas pifadas al cigarrillo, y bien pensé en Aladino, no sé por qué, porque mi madre ya hacía cantidad de años que estaba, ella sí, bien subidita a la colina. Y yo no tenía la culpa de que madre me contase mentiras cada noche, sólo porque era niño. Porque averigüé más pronto que las piernas de Alice servían de más que para brillar en la charca cuando nos cansábamos de arrear tejas para el rancho. ¡ Guayyy con el Aladino de mi madre!

...y volvió la mañana blanca y no pude dejarla sola otra vez, ni quería –bien sabe Dios- que volviese a empinarse la colina con otro cucaracho como aquel hermano de Freeze. Yo nunca he sabido el gusto que podía sacarle a ese estropajo de hombre. Porque yo le daba recio, y bien a la luna, todo lo que tenía, y para que viese lo que me gustaba, le llevaba cuencos de leche, de la leche de Yaqui...

...y aquella mañana blanca me pareció un poco distinta; no, realmente no estaba tan bonita y potranca como el día que la dije que me casaba con Lounea porque la había dejado hecha un queso de la montaña, y creció como un espino de la colina, y me atrapó como una tarántula, y me pinchó como un escorpión, o Dios sabe si me mordió peor que una coralina, porque yo me sentí bien destrozado como hombre hasta que Lounea me compuso. ¡Sí que estaba bonita!

...y por eso aquella mañana blanca, a pesar del cigarrillo, fuimos primero a la charca, y después al pie de la colina para amansarnos, y la llevé como antes un cuenco de leche, y repetimos por cien lunas, aunque mi padre dijera que soy un hijo de grajo, que eso decía el arapajo de mi padre. Hasta que un día me dijo simplemente:

--Voy a subirme la colina.

Y vi cómo los hombres de aquel valdío se empinaban las crestas de la colina, y que allá arriba, ella, a las cuatro caras del viento hacía huéspedes a los mansos nuevos. Pero yo no quise subir. Nunca había subido para ver más allá del horizonte. Y me quedé con Yaqui, y pensé en llevarle un cuenco de leche a Lounea.


jueves, 4 de diciembre de 2008

CUENTOS TEJANOS[i]

BALADAS PARA UNA GATOMAQUIA
Para Violeta y Antonio Núñez

Oona

Los magnolios y las sicilinas están reventando y me parece que habrá más polen en el aire de esta primavera, ¿eh Oona? No sé porqué tiran los periódicos sobre el zacate habiendo tanto rocío. Oona, mira que estás perezosa; vaya una manera de andar por la acera..

Sam aparecía con toda su orquesta. Doblaba Conchos Street cantando; ahorita silbaba, jaleaba el portabotellas de la leche, parecía que iba a romper el suelo con sus grandes zapatadas. Oona se desperezaba e iba convencida hacia él. Sam la recibía alborozado. Y es que la condenada gata galesa sabía cómo hacer las cosas. Se le cruzaba, se le abrazaba a una de las pantorrillas, le animaba con el dedo del rabo, le seguía mientras Sam iba repartiendo las frascas a todos menos al borracho de Dawson. ¡Ese Dawson! ¿No dice que tiene úlcera de cuando su madre le daba el pecho?

Oona, nerviosa, ha puesto el rabo de vela y rema entre los pies de Sam furiosamente. Sam, enloquecido de risa, se ha quedado como un espantapájaros recién estacado. ¡Zas! La frasca al suelo. Oona desayuna. Sam, candongo, ¿ahorita te das a las penas? Como negro que eres no tienes facha más que para fiestas, ¿para qué bailas, condenado Sam?

Esto fue anteayer. Que ayer Oona pasó delante del portal tan solita como hoy; el despiste de esa gata egoísta me picó más que las tonterías del periódico. Pero hoy el periódico trae el retrato se Sam. Le aplastó un camión. El artículo es muy interesante. El chófer dice que nunca había visto que un suicida bailara a punto de caer bajo las ruedas. Parece mentira que esto pasara una cuadra más abajo. Como ves, Oona, las cosas ya no son lo mismo. Nos quedamos sin leche.


El entierro fue lo que tenía que ser

El pueblo es pequeño y me parecía que las cosas empezaban a hacerse mal construyendo un cementerio tan grande, por lo que desde hace meses se me puso en las mientes quitar la gasolinera y que todo se fuese al diablo. Pero aunque yo liase los trastos, me pareció que nadie más iba a moverse de aquí.

Cuando vine al Estacado, todo esto era mero desierto. Se me había muerto la mujer y no quería más que estar solo en mi gasolinera. ¡Y bien que me costó asentar el negocio! Pero un día llegó Farrance y levantó el motel, más tarde el grandullón de Spencer puso el restaurante y Vivian el abarrote, y dos años después me tenían armado un pueblo con todas las de la ley. Lo que me molestó es que nadie me preguntase nada. Cada uno estableció sus cosas sin averiguar si la compañía me molestaba.

Luego nombraron alcalde a ese botarate de Jones, uno de los últimos en llegar. La primera idea que tuvo fue la de fundar una escuela; total, que vino más gente. La segunda fue la del cementerio. Nunca quise pleitos con ellos, pero esta vez protesté. Les dije que aquello era asunto de mal agüero. Pero no me hicieron caso. Nos sacaron los cuartos para la escuela y el cementerio y pasaron otros dos años sin que nadie tuviera tratos con la Tiznada. La verdad; como soy medio-mejicano, me acuerdo mucho de las cosas que contaba mi abuela y me daba apuro tener un camposanto a media legua y tan grande que era como una provocación, más cuando supe que corrían apuestas en el pueblo sobre quién sería el primero en estrenarlo y se decía, por mi, que el loco de Robert Vilareal lo iniciaría. Me entraron unas tembladeras terribles y por las noches tenía pesadillas. Soñaba que encontraban el cuerpo de un vagabundo y que le enterraban allí; al despertar suspiraba aliviado, pero en seguida los del pueblo volvían con el cuento de que el vagabundo del sueño no era otro que yo mismito, por ende yo sería el primero.

Como no vivía más que para agonías se me puso la idea de vengarme de toda esa canalla. A mí me hubiera gustado dar a Jones el matarile, pero soy muy flojo, y la verdad, me repugna eso de matar directamente a una persona. Pero Jones tenía un gato que era el delirio de su esposa, y esa Esther, no del todo mala persona, cuidaba del michino como si se tratara de un hijo, porque de estos no tenía, ni tenerlos podría al no andar bien del corazón. Pero a mi los buenos sentimientos se me habían ido del todo. Estudie el asunto y pensé que si algo le pasaba al gato, también le pasaría a la mujer del alcalde. Supe que no lejos de mi cerca y a medio camino del cementerio, donde hay como un depósito de madera, todas las noches había una reunión felina de lo más miserable. Podía haber ratas, pero aquel hato de mininos inmundos a lo que se dedicaba era al fornicio como bestias pardas, pues no se qué placer encontraba mi gata en volver con el cuello desollado de tanto ser empalada y el rabo como partido.

Tuve respeto porque, en esas lides, los gatos trotan y embarullan, corren de costado, arqueando como los grifos, y temí que se me fueran a tirar con el furor que poseían. Al fin localicé al de Esther, que además de ser inglés, resultaba el más rijoso. Pensé en largarles trozos de pescado envenenado a todos, pero me figuré que si se morían a barullo, se iba a sospechar. Así que les solté pescado del bueno y otras cucas. ¡Cómo se calmó el gaterio! Entonces pude acercarme al inglesito y, delante del bigote, le puse un trozo de pez-gato infectado como para ver luciérnagas dándole al peyote.


¡Que si murió!... Y había que ver a la Esther que no salía de un soponcio para hilar otro. Ya le estaban contando las horas, pero la cuestión no salió como se predecía. El alcalde nos reunió en asamblea y pidió un absurdo por el que he dado en marchar del pueblo. Dijo que su mujer quería que enterrasen al misino en el camposanto, eso si, de pie para distinguirlo de los cristianos ocupando el menor espacio, y la concurrencia dijo amén. Comprenderán que ya estaba mal lo de enterrar al gato en sagrado por sufragio popular, pero de ahí a suponer que fuera yo a hacerle compañía media un abismo... Dicen que Esther ha pescado una insolación de tanto llevar flores al camposanto, ¡a ver si por fin sucede lo que debe suceder, y me quedo...!



[i] Entre 1965 y 1970 publique en Insula una serie de cuentos que había escrito principalmente en Texas. Los he revivido y reescrito para El barojiano.

viernes, 3 de octubre de 2008


BAROJA: El héroe colectivo en La lucha por la vida [i]


Me propongo estudiar las figuras menores de la trilogía barojiana comenzando por su dimensión heroica; a continuación trataré de clasificarlas desde varios puntos de vista y, atendiendo a las técnicas que el autor emplea para presentar y caracterizar, me fijaré principalmente en la cuestión de si tienen una procedencia libresca o vienen de la realidad como aseguraba Baroja; concluiré analizando la función novelesca que desempeñan
[ii].

LA DIMENSIÓN HERÓICA: LOS INDÍGENAS

El verdadero héroe de la trilogía que estudiamos es la colectividad de los desposeídos en quienes la lucha por la vida se reduce, dramáticamente, a la lucha elemental por la subsistencia. Son los indígenas cuyo espacio vital está separado del espacio de los privilegiados por la misma pared simbólica con la que Stendhal marginaba el mundo de los pobres y el de los ricos en Le rouge et le noir
[iii]. Jesús –el anarquista—dice:
“Antes el rico y el pobre se alumbraban con un candil parecido; hoy el pobre sigue con el candil y el rico alumbra su casa con luz eléctrica; antes el pobre iba andando a pie, el rico a caballo; hoy el pobre sigue andando a pie y el rico va en automóvil; antes el rico tenía que vivir entre los pobres; hoy vive aparte, se ha hecho una muralla de algodón y no oye nada. Que los pobres chillan, él no oye; que se mueren de hambre, él no se entera...” (I, M.H., p. 459)

En España, el antecedente más próximo de esta preocupación por el marginado lo tenemos en Misericordia. También Galdós empleó el símbolo de la pared de Stendhal al describir las dos caras de la iglesia de San Sebastián, la una mirando a los barrios bajos, la otra al señorío mercantil de la Plaza del Ángel. Partiendo de aquí voy a señalar algunas diferencias entre la novela galdosiana y la trilogía del vasco al objeto de destacar la modernidad de lo que éste intenta.

Mientras Galdós utiliza a Benina para poner en combinación ambos lados de la simbólica pared –deambula por las Cambroneras lo mismo que sube al caserón del rico don Carlos--, los personajes de Baroja jamás cruzan al ámbito de los privilegiados. Los dos novelistas también difieren en la utilización de los miserables como materia novelesca; Galdós los emplea sobre todo en los primeros capítulos para hacer una parodia de la Restauración
[iv] aunque estén presentes a lo largo de sus novela; Baroja se concentra únicamente en los indígenas, en los de abajo. Galdós prefiere denunciar la miseria que vive la clase media; Baroja la de los desposeídos. La representación de Galdós tiene nutrientes de orden histórico y ético primordialmente; la de Baroja, es de cuño social. Los dos son escritores burgueses, pero en Baroja hay auténtica rebelión contra los de su clase porque se ha formado con los que Ricardo Gullón llamó “dinamiteros de la roca burguesa, Ibsen y Nietzche”, los inductores de la rebelión modernista; dice:

“el modernismo, al rechazar la vulgaridad burguesa y la masa emergente, sentía la necesidad de identificarse con el pueblo genuino, con “los de abajo”, dejados aparte del ininterrumpido festival con que la burguesía se recompensaba”.
[v]

El Baroja cuyas lecturas, preocupaciones e intereses, eran similares a los de sus compañeros de generación, tenía que ser arrastrado por el movimiento modernista. En sus Memorias y otros trabajos negaría la filiación o diría que siempre se mantuvo alejado de los que escribían sobre cisnes y otras pamplinas, pero de 1900 a 1905 militó entre los modernistas, incorporándose al grupo de cuantos en España, como en otros lugares del mundo, cultivaban la dirección indigenista con ramificaciones por la preocupación social, que predominaría en la novela de entonces y de la que fue una de sus máximas figuras.

Rubén Darío puso la primera piedra del indigenismo en prosa al relatar la trágica historia de un estibador chileno en "El fardo" y otros cuentos incluidos en Azul (1888)
[vi]. Después vendrían, por ejemplo, los cuentos de Baldomero Lillo publicados con el título bien significativo de Sub-Terra (1904), aunque las grandes novelas de esa corriente llegarían bastante después, La Nacha Regules (1919) de Manuel Gálvez –cuyo protagonista, Montsalvat, la crítica consagraría como el arquetipo del apóstol social modernista--, el simbólico Alsino (1920) de Pedro Prado, o en otra latitud el Babbitt (1922) de Sinclair Lewis.

En España las cosas sucederían más aprisa. En 1899 Rubén Darío publicaba un artículo en La Nación de Buenos Aires quejándose de no haber encontrado un solo modernista entre nosotros. Sin embargo, el modernismo adquirió un vigor inusitado tanto en poesía como en novela en los cinco años siguientes. Mi maestro Ricardo Gullón señala la fecha de 1903 como indicativa del impulso comentado, pues, en ese año se publican Soledades, Arias tristes, Antonio Azorín, Sonata de estío, La paz del sendero y El Mayorazgo de Labraz
[vii]. Baroja., además, está escribiendo la mayor parte de los artículos de El tablado de Arlequín, publicando las dos primeras partes de la trilogía que nos ocupa en El Globo y, el 24 de agosto, el artículo que titula “Estilo modernista” en que deja clara su filiación literaria pese a desmentidos posteriores:

“¡Modernista! Indudablemente la palabra es fea, es cursi, pero los que abominan de ella son imbéciles. Hay gente que cree de buena fe que un modernista debe tener una aberración sexual, el pelo largo, la corbata grande, el sombrero ancho, y ha de hablar con voz atiplada. La tontería les sea leve a todos esos señores. No ven que a éstos a quienes llaman modernistas, si admiran algo, es lo fuerte, lo grande, lo anárquico. En arte Dickens, Ibsen, Dostoiewsky, Nietzche, Rodin... todos los rebeldes”
[viii]

Los héroes de sus novelas seguirán la estela de esos modernistas: el poeta, el novelista, el anarquista, el rebelde, el raro, el indígena sobre todo; Mari Belcha, la María Luisa que recorre los pueblecitos de la costa guipuzcoana y busca el contacto de los boyerizos y de los labradores, el carbonero, la trapera de Vidas sombrías (1900), el Mariano de La casa de Aizgorri (1900), Paradox, Osorio, el mayorazgo de Labraz... La galería de personajes que aparece en Vidas sombrías y tiene continuidad en La lucha por la vida donde el autor dibuja al héroe colectivo de los desposeídos.

UN ENSAYO DE CLASIFICACIÓN

Se puede clasificar al héroe colectivo de la trilogía que nos ocupa, los indígenas, desde diversos puntos de vista; por ejemplo:

Por su posicionamiento dentro de la trilogía, pues se reúnen en torno a las figuras principales y sería fácil integrarlos en tres grupos:

I. Golfos, vagabundos y personajes femeninos que rodean a Manuel Alcázar.
II. Personajes exóticos en torno a Roberto Hastings exceptuando al alemán Schneider que aparece junto a Manuel Alcázar y la Manila en el ámbito de Juan Alcázar.
III.Anarquistas y libertarios alrededor de Juan.

Por su caracterización distinguiremos entre

I. Personajes secundarios: de los que se ofrece una caracterización física y moral dependiente del personaje principal, en cuyo entorno se mueven.


II. Personajes esporádicos a los que el autor apenas caracteriza o define como pertenecientes al “tipo vulgar”.

Por la función novelesca --aspecto sobre el que volveremos más adelante-- dividiéndose entre los personajes que influyen de algún modo en la acción –por ejemplo Don Alonso y Jesús—y los comparsas cuya presencia en la trilogía no afecta a su curso, por ejemplo el tío Patas.

Pienso, no obstante, que existe una clasificación integradora de lo anterior, por su origen y procedencia que nos lleva a distinguir entre:

I. Personajes en quienes detectamos antecedentes literarios.


II. Personajes exóticos.

III.Personajes que son tomados del natural o copia de la realidad --como Baroja afirmaba.

Personajes en quienes detectamos antecedentes literarios

Baroja confesó que tomaba sus personajes secundarios de la realidad, pero su conocimiento de la literatura influyó en personajes como el Tabuenca, quien evoca la figura del clérigo de Maqueda, si bien, la adjetivación y las imágenes que sugieren el físico de ese tipo apergaminado y amarillento parecen de procedencia quevedesca sin que podamos atribuirle a una figura concreta.

La figura de doña Casiana rememora la del Dómine Cabra, por ejemplo, cuando alimenta a sus huéspedes; sin embargo, Baroja independiza a la pupilera del arquetipo al dotarla de un carácter complicado y ambiguo. Doña Casiana tiene un espíritu guerrero en cuestiones de decencia, espía y combate la casa de mala nota de la Isabelona, persigue a doña Violante con lecciones de moral y de resignación, pero un sueño --como sucede tantas veces en Galdós-- revela la doblez del personaje al convertirla en madama postinera a cuya casa acuden todos “los jóvenes escrofuloso de los círculos y congregaciones”
[ix] hasta el punto de poner un despacho de billetes a la puerta.

También hay influencia de Quevedo en la caracterización de los verdugos. Coinciden en presentarles como personas normales, moralistas e incluso con buenos sentimientos; sin embargo, Quevedo monta una escena de naipes y de borrachera que revela el verdadero carácter del personaje, mientras Baroja utiliza el procedimiento de los espejos: lo que su verdugo es, lo refleja la hembra del buchí:
“tenía aquella mujer un aspecto tétrico, una cara de japonesa, una seriedad fatídica”.(I, A.R., p.590)
¿Evolucionaría la influencia quevedesca en Baroja hacia una suerte de esperpentismo? Parece así cuando describe el rostro de doña Casiana “de color orejón, y sus treinta y tantos lunares” o sus soledades alimentadas con mejunjes de agua azucarada y alcohol, o cuando preguntan al verdugo qué haría si por tener dinero dejase el oficio mardesío:
“¡Yo! ¿Qué haría? Aquilá una tienda o un entresuelo en la calle de Alcalá, y con mi chico haser ejecuciones en figuras de sera.”(I, A.R., p. 592)
En la trilogía también existen personajes procedentes del sainete popular. En la fabulilla castiza del Leandro y la Milagros, el primo de los Alcázar mata a su novia por celos y se suicida. Baroja encuentra los materiales –ambiente, tipos, anécdota, lenguaje—ya hechos en el sainete popular, pero al incorporarlos a la trilogía, el enfoque y la organización narrativa difieren del modo peculiar de los saineteros. Estos exaltan el ambiente castizo y, casi siempre, expresan ternura por los personajes. Baroja despoja el ambiente de pintoresquismo y, situado a gran distancia de los personajes, no oculta la antipatía que le inspiran, hasta el punto de presentar una imagen ridícula del personaje:
“Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba un doctrino” (I, L.B., p. 299)
“Algunas noches Manuel oía a Leandro en su cuarto que se revolvía en la cama y suspiraba con unos suspiros tan profundos como los mugidos de un toro”. (I, L.B., p. 313)

Tampoco Milagros es la tarabilla y apasionada Mari Pepa de La Revoltosa, sino el tipo de sirena modernista de la que se destaca su coquetería malsana y su pérfida manera de querer:
“se divertía dando celos a Leandro; había llegado a un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda, en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio” (I, L.B., pp. 298-299)
En las figuras de Jesús y el Bizco se percibe la influencia que tuvieron los grandes escritores rusos de finales del siglo XIX, sobre todo Dostoiewsky. De este toma la ambigüedad del personaje angélico-demoníaco y también la del criminal irresponsable.

En Jesús –el nombre ya es una de las claves de su ambigüedad—lo angélico y lo demoníaco se mezclan de tal manera que llega a ser el personaje más escurridizo de la trilogía: ángel de la guarda de Manuel en momento de apuro, le encamina, no obstante, a la vagancia; si por un lado sueña con un mundo mejor encarnando la figura del rebelde social, por otro personifica la figura del ángel caído, capaz de la maldad organizada; si va contra la propiedad, roba a los muertos, y es propietario él mismo.

Baroja caracteriza al Bizco como tipo primitivo, extremoso en sus relaciones con los demás. La respuesta que da a la sociedad que le oprime es fisiológica e irresponsable. El mote le define; no ve el mundo al derecho ni el mundo a él. Carece de otro diálogo que no sea el de la violencia; a falta de ideas, responde con el crimen a la sociedad que le margina. Vidal le describe:
“Es un tío bestia. Vive con la Escandalosa, que es una vieja zorra; es verdad que tiene lo menos sesenta años y gasta lo que roba con sus queridos; pero bueno, le alimenta y él debía considerarla; pues nada, anda siempre con ella a puntapiés y a puñetazos; y la pincha con el puñal, y hasta una vez ha calentado un hierro y la ha querido quemar.” (I, L.B., p.346)
Tal salvaje –en opinión de Manuel--, cuya cabeza es un melón salado--según Vidal--, se convierte en el asesino de éste. En la prisión muere el criminal y, como sucede con tantos héroes de Dostoiewsy, Gorky, y con el Pascual Duarte de Cela –su más claro heredero--, surge un hombre nuevo, interior, del que no teníamos señales, contemplando el pathos de su vida:

“Entre la bruma de su cerebro no había ni un asomo de remordimiento, sino una gran tristeza, una enorme tristeza. Pensaba también que estaba condenado a muerte, y se estremecía...
Nunca se había preguntado por qué era odiado, por qué era perseguido. Él había seguido el fatalismo de su manera de ser. Ahora mil cuestiones se iban amontonando en su cerebro”.
(I, A.R., p.589)
En el Bizco algunos han visto la influencia de Gorky, cuestión que he tratado en otro trabajo mío
[x] .

Los personajes exóticos

Los personajes exóticos abundan en las novelas de Baroja, quizás y como dice Gullón, porque la corriente exotista y la indigenista del modernismo coinciden: “responden al mismo impulso; son dos caras de un fenómeno de rebeldía originado al contacto de la realidad mezquina”.
[xi]

Se ha hablado mucho del antilatinismo de Baroja y de su adhesión a lo nórdico
[xii] y, no sin razón, porque Baroja opuso más de una vez ambos frentes culturales decantándose por el segundo. El espacio de sus novelas es inmenso; el Norte y le Este europeos ofrecían la posibilidad de presentar ambos espacios como opuestos al indígena. Cuando el personaje indígena entraba en el espacio exótico o cuando sucedía al revés, se producían los contrastes que el autor buscaba para señalar la personalidad de unos sobre otros. Por lo general Baroja prefería los tipos exóticos, por eso encarnó el amor puro y el tipo de mujer ideal en la Nelly de Las agonías de nuestro tiempo y la independencia femenina en Sacha, la voluntad en Hastings, la grandeza espiritual en Paul Schimidt... Para Baroja eran tipos imposibles de darse en suelo español. No puede extrañarnos que, una vez superada la gran etapa indigenista de su literatura[xiii], cuando quiera engrandecer o singularizar a un indígena, lo extranjerice.[xiv]

No obstante, en La lucha por la vida el peso de la fábula y la acción recaen en los indígenas de tal manera que los personajes exóticos parecen menores. Baroja los trabaja con clichés tradicionales. Fanny, la prima de Hastings, presenta el tipo de la mujer inglesa desgarbada, caballuna, que  superaría la Miss Pich de Paradox, rey. Su frialdad sentimental refleja la idea que Baroja tenía del carácter inglés, por ejemplo, cuando Fanny quiere indemnizar a Esther por haberle robado el novio, lo que justificaría la afirmación de Clover Pertinez de que Baroja no fue nunca anglófilo
[xv]. Hay atisbos de la mujer ideal en Esther y Kate; la primera, sorprendentemente, termina siendo el tipo de la mujer apasionada; la segunda resulta demasiado rígida, aunque Baroja quiso ejemplificar la oposición entre lo nórdico y lo latino al compararla a su madre, cubana:
“Kate tenía la comprensión lenta, pero profunda; en cambio su madre poseía la sutileza y el ingenio del momento”. (I, M.H., p. 408)
Estas líneas retratan mejor a la madre que a la hija, situada siempre en el fondo del escenario para desaparecer luego sin ser vista y sin que la echemos de menos. Por el contrario convence la caracterización de la Manila, prostituta tagala que llega a creer en los ideales de Juan Alcázar. Al compararla con las indígenas del mismo oficio, humilladas por el peso de la culpa, el pecado y el resentimiento, Baroja escribe:
“tenía un cándido cinismo, el instinto natural de su vida salvaje; se ofrecía con una absoluta ignorancia de ideas de moralidad sexual. No sentía el desprecio de la sociedad cerniéndose sobre su cabeza. Acostumbrada desde la infancia a ser maltratada por el blanco, no llegaba a herirle la abyección de su oficio, y por esto no manifestaba odio contra los hombres.” (I, A.R., p.617)
Baroja también tira de clichés en la caracterización de los personajes masculinos exóticos. De Oswald destacarán los rasgos de la urbanidad militar y la pedantería alemana; el sentimentalismo romántico y el amor al trabajo sobresalen de una manera irónica en el hornero Karl Schneider:
“Por muy borracho que se encontrara, nunca se le olvidaba la obligación, y a la hora de cocer se marchaba vacilando  a la tahona; e inmediatamente que se ponía a la boca del horno se le pasaba la borrachera y trabajaba como si tal cosa, riéndose él solo de sus extravagancias.” (I, L.B., p. 329)
Personajes que son tomados del natural o copia de la realidad.

Resulta difícil deslindar entre los personajes que, según Baroja, son copia de la realidad y los inventados por el novelista. Podría decirse que la invención predomina en tipos como don Alonso o la baronesa de Aynant y que los personajes esporádicos, los comparsas son copia de la realidad. Pero sucede que el personaje “real” nunca llega a la novela tal y como era en la realidad porque, al caracterizarle, el autor le convierte en ficción, resultando que adquiere una naturaleza distinta a la que tenía en la realidad de la que fue extraído. Siguiendo un mecanismo semejante, el personaje inventado deberá tener suficiente carga de materia real para resultar convincente al lector.

Pues bien, a estos personajes barojianos les distinguen tres tendencias en su caracterización: la paródica, la irónica y la animalesca.

El golfo –fuese aristócrata, burgués o mendigo—vive una farsa y Baroja entendió que sólo mediante lo paródico, lo burlesco, lo grotesco o la caricatura, podría exponer su verdadera personalidad. La baronesa de Aynant se cree mujer capaz de despertar pasiones tempestuosas; la caracterización paródica de esta supuesta sirena arroja una imagen muy diferente:
“Bien vestida y ataviada, resultaba apetitosa; una jamona rubia de buen ver.” (I, MH., 405)
Leves, simples toques burlescos retratan a los golfantes esporádicos, sea el aristócrata pederasta que flirtea con Vidal, o el general para cuya presentación basta una frase:
“un guachinanguito vestido de guacamayo” (I, MH, p.431)
Igual sucede con los periodistas de quienes Baroja destaca los rasgos de mezquindad y de vacío espiritual en contraste con su atuendo. Fresneda es flaco, de apariencia espiritual; va bien vestido, pero se muere de hambre. Sandoval es “rechoncho, grasiento”, vive en un ambiente mefítico, pero al vestirse cobra un aire de distinción y elegancia. González Parla –atención al segundo apellido—ejemplifica la inteligencia cerril.  Baroja acumula su arte irónico al retratar a Ernesto Langairiños a quien sus compañeros llaman el Super porque siempre está hablando de la llegada del Superhombre de Nietzche. El autor dice que algún imbécil
“aseguraba que el aspecto de Langairiños era grotesco, aseveración falsa a todas luces, pues, a pesar de que su indumentaria no reunía las condiciones exigidas por el más estrecho dandysmo; a pesar de que casi constantemente sus pantalones mostraban rodilleras y flecos y sus americanas constelaciones de manchas; a pesar de todo esto, su elegancia natural, su aire de superioridad y de distinción borraba tan ligeras imperfecciones, bien así como la ola del mar hace desaparecer las huellas en la arena de la playa.” (I, M.H., pp. 429-430)

Langairiños firma unas veces Máximo y otras Mínimo y pasa por ser la gloria de la redacción de Los Debates; su obra maestra es un artículo titulado “Todos golfos”, pero tiene su talón de Aquiles:
“A consecuencia del desgaste cerebral producido por sus trabajos intelectuales, el Super se encontraba neurasténico, y para curar su enfermedad tomaba glicerofosfato de cal en las comidas y hacía gimnasia” (I, M.H., p. 430)
Contrariamente a lo que pensaba Portnoff
[xvi], Baroja sentía una gran antipatía por los golfos. La actitud de estos frente a la vida chocaba con los principios del vasco, especialmente en los tocante a las mujeres; el novelista aparentemente misógino escondía un temperamento romántico en el fondo y le repugnaba que los golfos explotaran a las mujeres, vivieran a su costa, se ensañaran con ellas y las abandonasen después de haberlas succionado como sanguijuelas. Por este motivo creo que, al llevarles a la trilogía, destacó notas relativas a su sexualidad. Bernardino Santín, copista del Prado que decide casarse con Esther para sacarle el dinero y vivir a su costa, es impotente; Vidal, gallo mujeriego en La busca pasa a señoritingo en Mala hierba; entonces confiesa a su primo Manuel que ya no tiene más que tres queridas y añade con cinismo que le ronda un marqués; su masculinidad queda en entredicho. El caso del gordo Bonifacio Mingote es de signo contrario. La presentación sugiere el tipo homosexual yendo y viniendo “envuelto en un mantón de mujer accionando con un junquillo en la mano derecha” (I, MH, p.297), pero este personaje que comulga con las ideas anarco-filantrópico-colectivistas, y dice desconocerse a sí mismo, resulta ser un gran farsante capaz de hacer proposiciones indecentes a las mujeres delante de sus maridos:
“Contaba las queridas a pares, cada una con dos o tres pequeños Mingotes.” (I, M.H., p. 404)
y las organiza en ejército de pordioseras y sablistas a cuya costa vive; prostituye a las hijas al igual que la Coronela; organiza bailes a duro la entrada y, a su término, rifa la hija de una de sus queridas. La nota paródica se encuentra al final; por medio de Roberto Hastings nos enteramos en Aurora Roja que Mingote ya es otro, pues “vive con una mujer que le pega y le hace barrer la casa”. (I, A.R., p.635).

Frente a los golfos, hay un personaje que sincretiza la figura del vagabundo y se lleva todas la simpatías del autor. Se trata de don Alonso, el inofensivo Hombre Boa, también conocido como Tirirí. Este personaje que recuerda algo a Paradox, se pasa la vida suspirando por tener un rincón. Su tono es jovial, pero dice Baroja “que sonaba a dolorida queja” (I, M.H., p.459). Se pasa la vida esperando que le llegue la buena, pero cuando alguien le pregunta si acarició por fin la buena suerte, responde:
“-- ¿Qué ha de venir? Napoleón se hizo la pascua en Uaterlú, ¿verdad? Pues mi vida es un Uaterlú continuo” (I, M.H., p.457)
Don Alonso es el indígena estoico. Si su vida es ejemplar, su muerte depara una lección terrible: pacta con la sociedad, se hace policía --creía en el orden, aunque a la manera quijotesca--, sustituye a Manuel en la captura del Bizco y halla la muerte en el cometido. El entierro que le propia la sociedad certifica que jamás le llegó la buena:
“Levantaron el hule de la camilla, y poniendole de lado, hicieron que el cadáver cayera desnudo en una oquedad. Y el muerto quedó despatarrado, mostrando sus pobres desnudeces ante la mirada azul, clara y serena del cielo, y los camilleros se fueron a tomar una copa...” (I, A.R., p.587)
Baroja no apura la caracterización de los personajes esporádicos; por lo general se limita a decir que pertenecen al tipo vulgar. De alguno tan singular como el repatriado de Cuba, ni siquiera escribe el nombre, pero basta un detalle para dar indicios de su personalidad: el garrote del repatriado delata su carácter colérico. Así, las muletillas caracterizan al Sr. Canuto, los chistes al Conejo, verdadero bufón. Pasan inmediatamente, pero dejan rastro y ayudan enormemente a dar la sensación de vida que, como pedía Henry James, debe producir la novela.

En una obra dedicada al tema de la lucha por la vida, donde la mayoría de los personajes fueron concebidos a priori como detritus de la sociedad, la animalización predominará en su imaginería. Esta técnica caracterizadora, usada desde antigüo, proporciona mediante una imagen de fácil identificación determinada proyección del personaje, y resulta imprescindible para que el lector constate con rapidez los deterioros que ha sufrido en su espiritualidad o en su apariencia humana.

Al policía Ortiz la animalización define su figura y el comportamiento:
“En su figura había algo de los agresivo de un perro de presa y de lo feroz de un jabalí” (I, M.H., p.499)

“Ortiz era un polizonte enamorado de su profesión. Su padre lo había sido también, y el instinto de persecución era en él tan fuerte como en los perros de caza” (I, M.H., p. 501)

En consecuencia, cuando Ortiz emprenda la captura del Bizco, la persecución del criminal parecerá la del cazador al animal acosado: ambiente, espacio y personajes darán la impresión de una cruenta escena de caza.

Las imágenes animalizadoras abundan también en la caracterización de los personajes femeninos. De la Petra se destaca su testarudez de mula; Vidal dirá de la Escandalosa que es una vieja zorra; a la Niña Chucha le caracteriza el apodo; Blasa es un hipopótamo malhumorado. Al presentar el tipo machuno de Fanny, Baroja comenta que “tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera” (I, L.B., p. 299).

En la trilogía abundan criadas y prostitutas. Baroja, al margen de sus veleidades románticas, creía que la mujer es un sexo que se vende y que a la mujer pobre sólo le quedan dos salidas; el servicio doméstico y la calle. Las venus demóticas, las vestales del arroyo, son de una fealdad terrible; por su oficio se comparan a los gatos:
“Nosotras somos como los gatos –decía la Mellá—cazamos de noche y dormimos de día” (I, L.B., p.353)
Para estas mujeres, como subrayé en otro lugar, la lucha por la vida se resume en “la busca y captura del cabrito”.
[xvii]

Los anarquistas de Baroja son, en tierra, como los piratas y aventureros del mar: seres patibularios. De Prats hace la siguiente descripción:
“Era un hombre bajo, barbudo, con una cara de pirata berberisco, de un color bronceado, con rayas y vetas negruzcas, Tenía este hombre pelos en toda la cara, alrededor de los ojos, en la nariz aguileña, en las orejas. Con su aspecto terrible, su manera de hablar ronca, las manos de oso, peludas y deformes, imponía.” (I, A.R., p.555)
El autor destaca la soberbia jacobina de unos, el espíritu revanchista de otros y, en líneas generales, la animalidad de una busca encaminada a sacudirse el yugo de la autoridad sin que ninguno de ellos muestre la inteligencia suficiente para imaginar qué clase de sociedad sustituirá a la que condenan. Pese a algunos retratos individuales como el ya citado, predomina la caracterización colectiva; veamos la descripción del mitin de la calle Barbieri:
“Había rostros irregulares, angulosos, de expresión brutal, frentes estrechas y deprimidas, caras amarillentas o cetrinas, mal barbadas, llenas de lunares; cejas torvas, bajo las cuales brillaba una mirada negra. Y sólo de trecho en trecho alguna cara triste, plácida, de hombre ensimismado y soñador...” (I, A.R. p. 610)
Si comparamos esta descripción con la de Prats notamos que no hay variantes importantes: las pinceladas que allí se concentraban, ahora están dispersas; los colores esenciales de la paleta prevalecen para, agrupados, cuajar la imagen del establo:
“El público, aburrido, hablaba en voz alta, y algunos chuscos en el gallinero relinchaban con gran maestría.” (I, A.R. p. 610)
El ojo impresionista del autor converge sobre la dispersión de miembros humanos para construir –mediante procedimiento similar al recientemente visto—la imagen de la multitud deforme que encarnan los indígenas de la Doctrina:

“Era aquello un cónclave de mendigos, un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia, narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas melancólicas; viejezuelas esqueléticas de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba rugosa, llena de pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos y vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo.”
(I, L.B.. p. 291)
La imagen elegida no es arbitraria; está en relación directa con el binomio ambiente-espacio. Al hablar del espacio en la trilogía
[xviii] dije que la gusanera es una de las imágenes preferidas de Baroja para describir el espacio de los pobres y Baroja no podía utilizar otra al describir la Doctrina:
“Y todo aquel montón de mendigos, revuelto, agitado, palpitante, bullía como una gusanera.”
(I, L.B.. p. 291)
En Mala Hierba presentará a la misma multitud como rebaño que usureros, caseros, abogados y policías conducen “hacia el matadero de la justicia” (I, M.H.. p. 497). Baroja también transmuta la imagen noble de la justicia en la de una vieja arpía. Del rey, sin atreverse a mucho, destaca su aire fatigado e inexpresivo. Y el Libertario, que no tiene pelos en la lengua, ofrece esta imagen del Congreso de los Diputados:
“-- ¿Vosotros habéis visto la jaula de monos del Retiro?... Pues una cosa parecida... Uno toca la campana, el otro come caramelos, el otro grita...
-- ¿Y el Senado?
--¡Ah! Esos son los viejos chimpancés..., muy respetables.”
(I, A.R.. p. 574)
Si las imágenes animalizadoras subrayan la ausencia de humanidad en los personajes citados, las cosificadoras niegan el ser mismo,  la vida. La cosificación también depende del binomio espacio-ambiente. Suponemos que un baile es un acto alegre, pero el de carnaval que se celebra en el Frontón sugiere la imagen del funeral. La luz es espectral, las máscaras son “muñecos con ojos de aburrimiento o de cólera”; el baile da la impresión de ser una danza de la muerte:
“Se generalizó el baile; a la luz fría y cruda de los arcos voltaicos se veía a las parejas dando vueltas, hombres y mujeres, todos muy graves, muy estirados, tan fúnebres como si asistieran a un entierro.” (I, M.H.. p. 447)
Con los mismos procedimientos descriptivo presenta la escena en que un público de golfos, trasnochadores y coristas asiste a la ejecución de un soldado. Del furgón donde llevan al reo “bajaron tres figuras que parecían muñecos”. Los ocho soldados de caballería en el momento de la ejecución, “moviéndose de lado, como animal de muchas patas, anduvieron algunos metros” (I, M.H.. p. 486). En el laberinto de La lucha por la vida parece como si Baroja hubiese querido mostrar su visión del mundo a través del ojo del Minotauro.


LA FUNCIÓN NOVELESCA


Baroja presenta en su trilogía una multitud de personajes, pero su relación con el conjunto es desigual; mientras la función novelesca de unos es precisa, la de otros parece desvaída si acaso existe. Ricardo Gullón explicó hace tiempo el concepto de la función novelesca:

“El concepto de función pudiera servir para distinguir entre personaje secundario y mero comparsa; eliminado aquél, la novela sería distinta; suprimiendo éste, estructura, forma e incidente seguirán siendo como son.”
[xix]

Todavía más; para Gullón la existencia de una función será indicativa de que el personaje está logrado. Veamos qué sucede a los personajes de la trilogía que podríamos definir como comparsas. Hay personajes como don Custodio, el Sr. Ignacio, el tío Patas, el Maestro en quienes Baroja se detiene contando vida y milagros; su presencia en la novela se justificaría con el argumento simple de ser familiares o camaradas de algún personaje secundario, pero en realidad están en la novela para formar parte del lienzo que protagoniza el héroe colectivo de los indígenas en la lucha por la vida. En contraste, personajes esporádicos como la Muerte, el Expósito, o el Repatriado de Cuba cumplen, además de la función anterior, otra bien definida: la Muerte desempeña un papel agorero en la gusanera humana de las Injurias así como en la fabulilla del Leandro y la Milagros; el Expósito indica a Manuel la existencia de un espacio concreto –el cuartel de María Cristina, lugar donde la golfería remedia los apuros del hambre--en el que Manuel encuentra a Roberto, y la unión de estos personajes determinará el curso de la trilogía hasta Aurora Roja; el Repatriado de Cuba trae a la novela el tema del “98” sirviendo de portavoz al narrador, cometido en el que será relevado por el Libertario para expresar un enfoque de la visión barojiana del anarquismo, y después por Rebolledo, en cuyo sentido común se apoyará el autor para combatir la dogmática del anarquismo.

La función de la mayor parte de los personajes secundarios de relaciona directamente con las figuras principales. Doña Violante, su prole y Matilde, son “las institutrices” que arrancan de los ojos de Manuel la venda de la inocencia. Vidal actúa como demonio tentador; le arrastra a la golfería y de despierta la necesidad del avío –de tener hembra. Jesús le instruye en el anarquismo y en la rebeldía social. La Baronesa, la madre falsa, encarna la tendencia opuesta al ideario moral de la Petra, la madre auténtica. Mingote es el maestro prestidigitador, cuya función parecida a la del ciego del Lazarillo, concluye cuando el engañador resulta engañado por el discípulo que ha superado el aprendizaje. La Justa funciona como amor de perdición frente a Salvadora, amor de salvación. La polaca Esther es la gran prueba de Roberto Hastings; la obliga a formar parte de un increíble triángulo amoroso con Santín del que escapará Roberto más reafirmado que nunca en su individualismo. El Libertario pone a prueba el anarquismo literario de Juan Alcázar; predica la violencia, y la violencia será el camino que seguirá el Juan desengañado.

Por lo interesante de su función novelesca, estudiaremos a Jesús y a don Alonso por separado. Mediante el primero, Baroja introduce en la trilogía el tema de la justicia social, cuerda de la que don Alonso tira también aunque en términos de transigencia. La función de Jesús consiste en despertar en Manuel la idea de venganza contra la sociedad y de atraerle hacia el ideario anarquista; esta atracción aproxima de tal manera a los personajes que en las última páginas de Mala Hierba a Manuel se le ha pegado hasta la manera de hablar del amigo. Manuel es detenido, junto con don Alonso, por pernoctar en una iglesia; en la dureza de sus palabras encontramos el tono violento de los pensamientos del tipógrafo:
“—¡Qué diría Jesús si estuviera aquí! –murmuró Manuel--. En la casa de Dios, en donde todos son iguales, es un crimen entrar a descansar; el sacristán le entrega a uno a los guardias, los guardias le meten a uno en un cuarto oscuro. ¡Y vaya usted a saber lo que nos harán después! Yo tengo miedo de que nos lleven a la cárcel, si es que no nos ahorcan.” (I, M.H., p.461)
La proximidad entre los dos personajes disminuye en Aurora Roja. A medida que Manuel se aburguesa, se radicaliza el espíritu de violencia en Jesús. La distancia se acentúa hasta que el anarquista, según sabemos denuncia a Manuel como “cochino burgués”. Su función ya está cumplida. Jesús desaparece de la trilogía camino de África.

Don Alonso ejerce una influencia atenuante a las de Vidal y Jesús en Manuel. Pero hay más cosas en la función de este simpático personaje. Los relatos de sus andanzas americanas cumplen otra función estructural: llenar de exotismo y fantasía el espacio gris de los indígenas. Don Alonso también mantiene constantemente en escena el leit-motiv de la busca: la esperanza desesperada que nunca llegará a realizarse ni para él ni para quienes están a su nivel. Respecto de Manuel, no sólo actúa como el buen consejero, guía y compañero; por exigencias de la trama le sustituye en la captura del Bizco. Y el giro no es gratuito, porque de esta manera Baroja une el impresionante final del hombre primitivo y criminal con el del hombre bueno, mostrando por y en ambas muertes lo infructuoso de la lucha por a vida de los desposeídos. Y, sin embargo, héroes son, pues, héroe es aquel que, en vez de someterse y resignarse, lucha con el destino, gane o pierda la partida.

[i] Revisión del estudio “La creación del héroe colectivo en “La lucha por la vida” de D. Pío Baroja” publicado en CADUP-Estudios, Centro de Tortosa de la UNED, Tortosa, 1987 [ii] Todas mis citas de Baroja son de Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1946. Precisaré el volumen, iniciales de la novela y la página.[iii] Stendhal, A collection of Critical Essays, edited by Victor Bombert, Prentice-Hall, Inc. (Englewood Cliffs, N.J., 1962). Incluye un ensayo de Martín Turnell titulado “Le rouge et le noir” donde estudia los símbolos de la pared y el de las fortificaciones que separa los mundos de los privilegiados de los que no lo son.[iv] Véase mi estudio “Miseria y parodia galdosiana de la Restauración”, Insula, nº 291 (feb., 1971), pp. 4-5.[v] Ricardo Gullón, Direcciones del modernismo, 2ª edcn., amp., Gredos (Madrid, 1971) p. 68.[vi] Compilación de los escritos de Rubén en su vivencia chilena entre 1866 y 1888. En vida de Rubén hubo una segunda edición en Guatemala (1990) y una tercera --de contenido reducido-- publicada por La Nación en 1905[vii] Ricardo Gullón, op. cit., p.202[viii] Pío Baroja, Obras Completas, Vol. VIII, op. cit., pp.846-47.[ix] I, L.B., pp. 259.[x] Javier Martínez Palacio, “Origen y naturaleza del golfo de La Lucha por la vida”, Ínsula, nº 719, (Noviembre de 2006), pp. 23-25.[xi] Ricardo Gullón, op. cit., p.78[xii] José Alberich, Los ingleses y otros temas de Pío Baroja, Alfaguara (Madrid, 1966), pp. 145 y ss.[xiii] A mi modo de ver, la etapa indigenista de Baroja concluye en Aurora Roja (1904). Con el personaje extranjerizante de La feria de los discretos (1905) se inicia la evolución hacia el exotismo que rápidamente se consagra en Paradox, rey (1906). La desilusión de Paradox con su ambiente que le lleva a tierras lejanas, explica muy bien la de Baroja con lo español. Si el filón indigenista quedaría agotado en La lucha por la vida, permanece en la sensibilidad de don Pío como lo demuestran las Canciones del suburbio.[xiv] Como se ha dicho, el primer ejemplo lo tenemos en el Quintín de La feria de los discretos; después viene Paradox. El Hurtado de El árbol de la ciencia es, por todos los conceptos, el “extranjero” en su propia sociedad. En Las inquietudes de Shanti Andía Juan de Aguirre muere en la aldea de Luzaro completamente desconocido de sus paisanos y tomado por extranjero.[xv] Clover Pertinez, “Pío Baroja e Inglaterra”, Índice de Artes y Letras, núms.. 70-71 (Enero-Febrero, 1954), p.28[xvi] George Portnoff, La novela rusa en España, El Instituto de las Españas, Columbia University (New York, 1932) pp. 213 y ss.[xvii] Véase mi trabajo “Las mujeres de La lucha por la vida” en El Urogallo, Año III, nº 15 (Mayo-Junio, 1972), pp. 106-110.[xviii] Véase mi trabajo “La creación del espacio en La lucha por la vida” e Sin Nombre (Puerto Rico), vol. II, nº 4 (1972), pp. 33-38.[xix] Ricardo Gullón, Técnicas de Galdós, Taurus (Madrid, 1970), p. 198.