viernes, 9 de marzo de 2012


VAIVENES DE LA NOVELA ESPAÑOLA
EN CASTELLANO Y DE SUS LECTORES ENTRE
LOS AÑOS VEINTE Y LOS SETENTA DEL S. XX



La novela aún disfrutaba del favor de los lectores al llegar los años veinte del siglo pasado. El triángulo autor, editor y público parecía firme. La relación del lector con los poetas no era tan sólida porque las torres de marfil elevadas por el modernismo no siempre fueron accesibles para el vulgo municipal y espeso; la poesía se había orientado al cultivo de las minorías, la inmensa minoría de la que habló Juan Ramón Jiménez.

Sin embargo, los modernistas que escribían novelas conectaron con el lector porque siguieron la dirección social marcada por Rubén Darío en el relato titulado “El fardo” en Azul que narra la historia trágica de una familia de obreros portuarios de los muelles chilenos. Mientras la poesía volaba y se alejaba, la prosa modernista se apegaba a la realidad de unas sociedades que se debatían entre la tradición campesina y los hervores de la sociedad industrial –tardía para nosotros-- que extendía los límites de la injusticia social.

El éxito de la llamada Generación de 98 había radicado en rehuir el relato puntual de la guerra con los Estados Unidos dedicándose a la sociedad española resultante, sus problemas intrahistóricos y socio-políticos que afectaban, sobre todo, a once millones de personas analfabetas en una población de veintiún millones hacia 1920.

La novela noventayocho perdió fuelle al irrumpir la llamada Generación de 1914 porque, entre otras cosas, entendía el arte de novelar de manera diferente. Se evidenció en la polémica entre José Ortega Gasset, notable pensador y escritor de capacidad metafórica, y Pío Baroja, el mejor novelista de España tras el fallecimiento de Galdós.

Ortega venía ocupándose de Baroja desde 1910 y lo hacía reconociendo su estatura creadora. En trabajos como “Observaciones de un lector” publicado en La Lectura en 1915 e “Ideas sobre Pío Baroja” incluido en El espectador (1916) había espigado como pocos en la obra del vasco, pero, sugestionado por la obra de Marcel Proust y los impresionistas franceses, consideró que la pluma de Baroja, aun con todas sus excelencias, era vieja. Por ello, le aconsejaba alejarse del realismo caduco y cambiar de estilo.

Para Ortega, habían existido dos tipos de literatura desde la Edad Media, la de los nobles y la de los plebeyos. La primera era la literatura irrealista que construye “un mundo de realidades levantadas, estilizadas, en bellas y fuertes formas”; la de los plebeyos era una literatura realista, esencialmente crítica, rencorosa, pesimista, donde campea el pícaro –o el golfo- cuya realidad el autor copia “con fiero ojo de cazador furtivo”. Para Ortega, Baroja caía de este lado; le veía capaz de escribir sólo novelas de estirpe picaresca, y achacaba el escaso equilibrio estético de sus novelas al excesivo subjetivismo.

Ortega concebía la novela como un género moroso de acción y peripecia mínimas, totalmente focalizada en escasos personajes bien perfilados. La novela que se debía escribir era semejante a la vida provinciana, de horizonte pequeño, de vida hermética. Para Ortega una novela que se escribía con intenciones morales, políticas, filosóficas, simbólicas o satíricas, nacía muerta a no ser que todo quedara desvirtuado y retenido por el acontecer novelesco.

Baroja rebatiría el concepto orteguiano de novela en La caverna del humorismo (1918) y en el prólogo a La nave de los locos (1925). No aceptaba que la literatura de los nobles fuese también noble en el sentido estético o que la de los plebeyos tuviese necesariamente que ser plebeya en la acepción de abyección o bajeza. Baroja salió en defensa del tema moral sobre el principio estético. Y por supuesto, la consigna de que la novela fuese hermética como la vida provinciana le parecía un disparate.

Para Baroja la novela era un saco donde cabía todo. Lejos de hermética debía ser porosa, abierta a cualquier aire de dentro o de fuera. Afirmaba que, al novelar, la mayor dificultad estribaba en la invención de los caracteres y lo más importante consistía en imaginar y fantasear.

Los novelistas jóvenes de los años veinte tenían dos caminos a seguir, el del realismo defendido por Baroja – eso sí, como en la novela picaresca o en los escritores rusos de finales de siglo- o el del estilismo nuevo sustentado por Ortega. Y la mayoría de los jóvenes, atraídos por lo escrito en La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), prefirieron seguir el camino del pensador. Además, el experimento deshumanizador de la novela española se producía a la par que en otros pueblos de Europa, lo que abatía el tópico de los frutos tardíos que Menéndez Pidal había colgado como caracterizador de la literatura española de siempre.

Sin embargo, la consecuencia inmediata del cambio de ruta fue el divorcio entre los nuevos novelistas y buena parte del público. Al lector tradicional le resultaba difícil entender los relatos vanguardistas de Víspera del gozo (1926) de Pedro Salinas, la aventura espiritual del soldado Arenas en Cazador en el alba (1930) de Francisco Ayala o el viaje parabólico y mental del oficinista que protagoniza Fin de semana (1934) de Ricardo Gullón.

El alejamiento del lector de novelas sucedía cuando se estaba próximo a doblar el cabo de la Guerra Civil. Un fenómeno inverso acontecía con los poetas. La Generación de 1927, gongorista y amiga de los ismos, cobijaba poetas dispuestos a que sus poemas llegasen al lector tuviese el nivel que tuviese. Así, el Romancero gitano (1928) de Lorca y la poesía de Alberti o de Miguel Hernández conectaron con un público entusiasta que les siguió y llegó a escucharles en las plazas de los pueblos o a través de la radio.

El público se inclinaba hacia la novela plebeya y continuaba mostrando apego a los maestros del “98” aunque hubiesen perdido vigor; también se entretenía con Gómez de la Serna o se acercaba a las novela sociales y políticas de José Díaz Fernández (El blocao, 1928), Joaquín Arderius (Campesinos, 1931) y César Arconada (Los pobres contra los ricos, 1933). Mientras tanto, letrados e iletrados se habían aficionado a la radio y al cine, medios que proporcionaban nuevos y formidables contactos con la realidad y la fantasía.

La Guerra Civil tajó cualquier aspecto de la vida española. La mayoría de los novelistas que no sucumbieron en el torbellino se exiliaron y los que permanecieron silenciaron o soslayaron sus voces en una posguerra que se definió como la España del silencio.

La Generación de 1936 la formaron mayoritariamente soldados de Franco como Camilo José de Cela, Miguel Delibes, José María Gironella, Luis Romero, o de la División Azul como el último citado y Tomás Salvador, sumando a Torrente Ballester, Carmen Laforet o Ana María Matute. Ellos y otros no citados tuvieron un encuentro feliz con un público ávido por conocer lo acaecido desde el nacimiento de la IIª República, como si a pesar de haberlo vivido no lo hubiera visto.

La nueva generación no era homogénea, pero la tragedia vivida laceraba aún y los novelistas estaban dispuestos a desempeñar el papel de notarios. Un sello característico fue que los españoles se habían expresado con violencia y el lenguaje de la violencia –en sus múltiples formas-- estaría presente desde La familia de Pascual Duarte (1942) de Cela en adelante.

Lo dicho contrastaba de nuevo con los poetas del momento. Rosales, Leopoldo Panero y García Nieto se habían hecho celestialistas, garcilasistas, y su escapismo de la realidad no atraía el entusiasmo de un público que, si acaso, les oía en Radio Nacional o en los actos oficiales.

La Generación del 36 convivía con los viejos maestros del 98 como Baroja, Benavente y Azorín recién exaltados en un libro de Pedro Laín. Su supervivencia convenía al régimen porque poseían mayor estatura conjunta que los escritores del exilio. Pero el viejo Azorín escribía artículos de cine para el ABC y acudía silencioso a ocupar un sillón en el Ateneo madrileño por las tardes, Benavente embobaba con comedias de canastos y flores, y Pío Baroja publicaba seis tomos de Memorias y algunas novelas aceptables como El caballero de Erláiz ( 1941) o El hotel del cisne (1946), acogiendo en su casa una tertulia por la que caían jóvenes como Cela y hasta Juan Benet. La Generación de 1936 no fue parricida; los novelistas inmediatamente anteriores habían cruzado frontera y, como suele ocurrir, los nietos se parecían a los abuelos.

Ahora bien, la Generación de 1936 no podía llegar lejos porque la componían escritores que en su mayoría no manifestaron un antagonismo serio hacia el régimen político y porque ese mismo régimen les prohibía ir más allá de lo debido amordazándoles a través de la censura. Lo resaltable fue la vuelta a un realismo que volvió a conectar novela y lector. Sin embargo, la mayoría de los novelistas fue hundiéndose en el olvido y sólo Cela, Delibes y Matute han sobresalido gracias a su valía y al interés internacional que despertó su obra. Por su parte, el exilio tragó a casi todos los novelistas que se fueron. Los que regresaron tuvieron un reconocimiento efímero y sólo Ramón Sender y Francisco Ayala han ocupado un lugar relevante.

Mediados los años “50” surgió una nueva hornada de novelistas al destaparse Rafael Sánchez Ferlosio quien, alejado del realismo tremendista o subjetivista de la Generación de 1936, aportaba novedades importantes en el empleo del punto de vista narrativo, las técnicas creativas y la utilización del lenguaje; curiosamente, algunos le estimaron aburrido porque no entendían las novedades que aportaba. El Jarama (1955) se convirtió en una de las cuatro grandes novelas de la posguerra -- la primera habría sido La colmena (1951) de Cela, la tercera Tiempo de silencio (1961) de Luis Martín Santos y el gran amigo de éste, Juan Benet, firmaría la cuarta, Volverás a Región (1967)

Tiempo de silencio (1961) sustituyó el lenguaje realista por el metafórico o neologizante – actitud parecida a la que Joyce y Faulkner tuvieron en su día. Asimismo, Martín Santos empleó la ironía y la parodia para acentuar o mitigar el ácido vitriólico que empleaba al urdir el relato. Su gran pecado fue poner en solfa a Ortega y Gasset --personalidad que aún dominaba entre los intelectuales de época— y definirle como el macho cabrío, el gran matón de la metafísica haciendo sorna del famoso discurso de "La manzana". La mafia orteguiana de aquellos años rebrincó e hizo un vacío al novelista que su muerte temprana amplió.

En tiempo escaso se popularizaron los novelistas antes citados, y Ana María Matute --que siempre plantea la duda de si pertenece a esta generación, la anterior o la que viene--, Juan Goytisolo, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos, García Hortelano, Juan Marsé, Grosso, Martín Gaite, Luis Goytisolo y otros que animaron los corrillos literarios, se disputaron los premios y la fama, atizaron polémicas en las revistas literarias e interesaron a un público que compraba novelas como nunca desde 1942. Se trataba de una generación que, a diferencia de la anterior, mostraba un abierto antagonismo hacia el franquismo y tuvo reconocimiento en el exterior.

De esa generación hoy mantienen estatura la eterna Ana María Matute escribiendo literatura fantástica o infantil, Juan Goytisolo dedicado a elucubrar sobre la política más que a escribir novelas y el incombustible Juan Marsé, impertérrito en su quehacer novelístico.

Punto y aparte para los escritores no burgueses que se preocuparon del mundo obrero y sus penalidades. Cito a Antonio Ferres (1924), Armando López Salinas (1925) y Juan Eduardo Zúñiga (1929), cultivadores de una novela social muchas veces clandestina que fue perseguida sin ambages por el régimen de Franco al considerarles como muy peligrosos -- a Ferres se le prohibió publicar Al regreso del Boiras (1961) y Los vencidos (1964). La novela redonda de esta corriente social sería Central eléctrica (1957) de Jesús López Pacheco (1930), uno de los escritores más importantes de esos años junto al más tardío poliautor Manuel Vázquez Montalbán (1939), cuyo talento era inmenso y en su inmensidad se desperdigaba.

Si El Jarama de Ferlosio abrió el portón de la Generación de 1950, se cerraría con otra novela de Juan Benet, Volverás a región (1967). Del experimentalismo faulkneriano se pasó a una busca --que llegó a ser desenfrenada-- de nuevas formas expresivas incluidas las generadas por la nouvelle vague francesa, a pesar de que en un principio se pretendió mantener un compromiso básico con el realismo para no divorciarse del público.

Pero el editor español tardó poco en dar cobijó y promocionar a la nueva literatura hispanoamericana. Sus protagonistas llegaron en tromba y el negocio editorial continuó a salvo porque el lector español contribuyó entusiasta al recibimiento. El éxito se atribuyó sobre todo a lo exótico de sus creaciones, si bien, el acontecimiento invitaba a recordar lo sucedido siglo y medio atrás, cuando la llamada novela americana llegó a España en pleno romanticismo y El último mohicano de F. Cooper entusiasmó a Espronceda.

El alejamiento del público respecto de la novela española de esos días --mientras profesores y estudiantes se dedicaban fervorosos a analizarla aunque más a la hispanoamericana-- tuvo varias causas destacando un experimentalismo que llegó a contagiar a escritores como Delibes y Torrente Ballester, pero también se debió a la fuerza de una cinematografía que afinaba mejor la pintura de la dolce vita burguesa, la reiteración en el retrato de la abulía generacional cuando muchos españoles se despellejaban en busca del pan o corrían a coger el tren para emigrar a países europeos. Nuestros escritores fueron tachados de burgueses de pensamiento anti-burgués, aunque al igual que los realistas de generaciones anteriores sólo retrataban la clase que conocían mejor.

Los planes de estabilización y desarrollo a partir de 1959, el turismo y el ocultamiento del paro obrero mediante la emigración, produjeron una especie de milagro económico que encauzó la sociedad hacia el consumismo. La clase media dejaba de ganar sueldos de obrero y aspiraba a una cierta afluencia aunque fuera tan irrisoria como poseer un Biscuter o un Seat 600. Con la naciente industria surgía el obrero especializado. Los campos se vaciaron para aumentar el proletariado urbano. El albañil, hasta entonces paria social, veía un cierto horizonte en el auge constructor en pueblos y ciudades playeras. Hasta los gitanos eran empleados por el gobierno como trabajadores a destajo en la construcción de carreteras.

Ante una España entregada al materialismo capitalista afluente, el novelista español denunció, pero se fue desorientando. Los acontecimientos sociales se sucedían demasiado aprisa para ser digeridos, y el laurel quedaba para los que sabían aprovechar los titulares del día como Ángel María de Lera (1912) narrando la épica del emigrante español en Alemania en Hemos perdido el sol (1963) o los derroteros del turismo en Torremolinos Gran Hotel (1971) de Ángel Palomino.

Los novelistas de estirpe literaria prefirieron la literatura encrespada o intimista, pero ninguno era capaz de superar a García Márquez, Rulfo, Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz, Asturias, etc., etc., que se habían impuesto en Seix Barral y otras editoriales que les apoyaban. Lo que sucedió después, el agotamiento del boom, facilitó la aparición de una nueva hornada de novelistas, la de Javier Marías, Azua, Mendoza, Molina Foix, Cercás, Millás, Álvaro Pombo… Pero esa es otra historia.

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Notas.:
i.- Véase la Entrada de este blog En España, leemos, del viernes 18 de abril de 2008.
ii.- Pedro Laín Entralgo, La generación del 98, Austral, Madrid, 1945
.iii-Luis Martín Santos, Tiempo del silencio, Seix Barral, Barcelona, 1984, pp.153-161


viernes, 24 de febrero de 2012


EL PARAÍSO DE RAMIRO



Sobre las cuatro de la madrugada Ramiro despertó, se acomodó los lentes y, conforme a los ritos de pasados insomnios, se disponía a continuar la lectura del Diario de un seductor de Kierkegaard cuando oyó un suspiro muy cerca. Había olvidado la presencia de Herta, aquella sombra arqueada en su mismo lecho.

Se sonrojó. Dejó el libro tímidamente en la mesilla. Levantó el rebozo de las sábanas y deslizó los ojos sobre la mujer que dormía a su lado. Se sonrojó más al sentir el placer íntimo de explorar sin ser contemplado. Contó seis lunares caprichosamente distribuidos por aquella espalda hermosa.

Tuvo la temeridad de alzar el rebozo aún más y su mirada penetró como un rayo acoplándose a las suaves, atrayentes angulosidades de la muchacha hasta alcanzar sus tobillos. Herta, como si hubiera recibido el flujo de una descarga, se estremeció un poco.

Ramiro empezó a respirar con dificultad. La humedad que despedía aquel cuerpo le desasosegaba. Sintió que crecían motitas de sudor sobre su labio superior, en las sienes, en sus manos. Ramiro alzó el rebozo todavía más y, echándose a su izquierda sigilosamente, vislumbró nuevos horizontes a los que apenas llegaba la lamparilla de noche.

Recordó una tarde de agosto, siendo adolescente. La jovencísima muchacha de la casa de sus padres dejo de planchar, vino a su lado y bisbiseó a su oído: “¿Sabes que tengo un huerto en mi cuerpo?” Y mientras él aguardaba sensaciones reveladoras, ella levantó la falda del uniforme y se lo enseñó. Ahora veía montañas en el cuerpo de Herta, adivinaba las grutas que exploró tiempo atrás y aquella pradera que le invitaba a ser recorrida con inocente libertad hasta el hontanar del agua callada donde llenaba el cántaro de su corazón.

Ramiro tenía el dedo anular de su mano izquierda peregrinando por el aire entre los seis lunares cuando se detuvo. Herta se daba la vuelta y le sonreía desde la veladura del sueño. Ahora la tenía frente a frente y sólo cabía mirar.

Herta le quitó el libro, los lentes, y los puso cuidadosamente sobre la mesilla. Luego alisó la almohada para que él hundiera la cabeza con comodidad. Ramiro escuchó algunas palabras que no entendió. Sus ojos miopes se fueron abotargando.

Tardó muy poco en llegar al borde del bosque. Se entretuvo mirando las aves que revoloteaban en la altura y a las pequeñas criaturas de pies ardientes que jugaban entre los árboles.


Ramiro reposaba antes de adentrarse en busca del paraíso en el bosque. Observó que tres tórtolas descendían y posaban en la rama de un nogal mirándole. Una llevaba un lirio blanco en el pico, la otra un jazmín que movía con delicadeza, y la tercera una rosa roja.

Ramiro admiraba conmovido la belleza del cuadro cuando sintió un rumor a su espalda. Provenía de una columna de hombres que se aproximaban llevando un hacha al hombro. Reconoció con disgusto a los seres que de tiempo en tiempo talaban algunos de los árboles que embellecían el bosque.

Cuando llegaron a su altura, uno de ellos se aproximó. Viendo a Ramiro entristecido y, como si adivinara el motivo de su malestar, le tranquilizó: “El bosque nos lo da todo. Cobijo y sombra cuando la necesitamos. Comemos sus frutos. Sus ramas alimentan el fuego que nos abriga en los inviernos y nos proporcionan armas para nuestra defensa. Con los pocos árboles que talamos hacemos vallas para proteger nuestros huertos y los que permanecen sirven para ocultarnos cuando los funcionarios y soldados del rey nos persiguen para que paguemos nuevos tributos. Pero tenemos que hacer esa tala para mirar al cielo y leer sus señales divinas. Incluso ver al Supremo si es posible porque le necesitamos”.

Ramiro había escuchado atentamente. Luego se atrevió a decir: “¿Acaso no sirve esta maravillosa pradera donde estamos y desde la que podéis ver al Supremo si Él quiere veros o dejarse ver? ¿Por qué motivo razonable taláis el bosque cada poco tiempo?”

Aquellos seres se miraron entre si y no supieron responderle. Entonces Ramiro vio una yegua que pastaba en las proximidades. Corrió hacia ella, montó y partió aprisa adentrándose en el espacio luminoso de la pradera. Cabalgaba solo, pero no seguía la senda de los solitarios. Olía a lirios, jazmines, y rosas y le hubiera gustado que se convirtieran en miel y probarla. Ramiro tenia los sentidos tan embriagados que reconoció al paraíso en aquella pradera, el mismo paraíso del que provenían los taladores, aunque ignoraban de dónde venían.


Fue entonces cuando Herta dejó en sus labios un beso largo, tierno y húmedo. Ramiro abrió los ojos y susurró: «Tu talle, como la palmera; tus pechos, como los racimos» y Herta, que conocía bien el Cantar de los cantares, musitó conmovida: «Como un manzano entre árboles silvestres es mi amado entre los jóvenes. A su sombra deseada me senté y su fruto fue dulce a mi paladar».

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jueves, 9 de febrero de 2012


TRES CANTARES DEL BURBIA


 
DECIRES


Monte suave monte suave…

mozuela que sube

no vuelve

torcaces y zuritas

lo saben

susurran los álamos por Vilela

no vuelve

y las espadañas del Burbia…

¡que no vuelve!

 
 
SOMBRA DEL MARTÍN PESCADOR


De tus sendas me habla el viento

vihuela loca que te aleja

A la vera del río

 las espadañas y la luna

cruzan aceros

Se fue la tarde sobre el Burbia

Pescaba el ave



CANTAR




Del río que canten

la mejor historia

del valle que riega

Que sueñan las mozas

el mejor marido

y el mejor marido

la mejor de las mozas

Que el amor susurra

entre los almendros

Que acarician los vientos

las uvas negras
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de los sarmientos

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martes, 24 de enero de 2012


La película NINE
(O cómo no hacer un remake)



En los años recientes se han estrenado versiones nuevas de películas clásicas --a veces ni siquiera añejas-- que no siempre lograron suplirlas; por ejemplo, el remake excelente que hizo Polanski de Oliver Twist no superó la interpretación ni la economía artística de la película muda original.

Nine se estrenó en diciembre de 2009, costó algo más de ochenta millones de dólares, pero tan sólo recuperó un tercio de lo invertido hacia la mitad del año siguiente. Pese a la propaganda abrumadora, las nominaciones al Oscar, las actrices rutilantes del repertorio y un director que había dirigido una cinta magnífica, Chicago, resultó un fracaso, al menos, si nos atenemos a las expectativas que despertó.

Nine se basaba en un musical del mismo título de 1982, y ambas en la película 81/2 (Otto e mezzo, 1963) que Federico Fellini así tituló por haber rodado siete películas y algún corto con anterioridad.

Versiones musicales de grandes obras se hicieron en el pasado, por ejemplo, el Don Quichotte (1933) de G.W. Pabst interpretado por Chaliapin, pero también hubo dislates como El hombre de la Mancha (Man of La Mancha, 1972) de Arthur Hiller, icono de un musical-fracaso que debió recordarse cuando Nine fue concebida como película, sobre todo al elegir guionista, actores y actrices para hacer de protagonistas.

Cuando Fellini rueda 81/2 había celebrado sesiones de psicoanálisis con Ernst Bernhard y, según cuenta San Stourdzé, descubierto “a Jung y sus teorías sobre el análisis de lo sueños y el concepto del inconsciente colectivo”. Se trataba de nuevas experiencias que le permitieron penetrar en su subconsciente y reflejarlo en el personaje interpretado por Mastroianni.

Para ejemplificar esa introspección llevada a cabo desde una memoria personal que generaba visiones de todo tipo, sirven las palabras que Fellini empleó casi veinte años después para explicar una escena de La ciudad de las mujeres (1980) a su amigo George Simenon: “Estos días estoy rodando las secuencias que de forma genérica denomino “las visiones” de un largo viaje, una caída en suspensión de un protagonista que se desliza por un tobogán en espiral, desaparece, reaparece y vuelve a sumergirse en la deslumbrante oscuridad de su mitología femenina” . No es que Fellini estuviese en éxtasis a causa del LSD. Lo probó una vez después,  en 1965,  atendido por un equipo de médicos que le inyectó la droga y registró sus experiencias aunque Fellini jamás quiso escucharlas.

Sabemos que Fellini --como hacen los grandes poetas—rodaba la misma película una y otra vez modificando sólo plano y circunstancia. Su obra cinematográfica fue una constelación de autobiografías interiores persiguiendo el arte a través de obsesiones eróticas, fantasías sexuales y flash de memoria súbitos. En Fellini todo es plástico, expresivo, pero sobre todo visionario. Otto e mezzo parece una suma dislocada de imágenes, pero parte de un argumento simple: el director Guido Anselmi busca y encuentra la inspiración para una nueva obra a través de fantasías oníricas. A Fellini le saltaban de la cabeza y las filmó en 81/2.

La nueva versión de una película dista del modelo lo que el propósito del nuevo realizador respecto del anterior. La peripecia del protagonista se elaboró mediante los mecanismos del arte en la película de Fellini, pero el director Rob Marshall no lo hizo así. Sin duda mal llevado por los nuevos guionistas, intentó traducir las imágenes del film del italiano o, si se quiere, los demonios que suponía en su colega; el resultado fue un remake desorientado. Además, utilizar el título Nine (nueve) como  sumándose al listado de películas de Fellini parece un chiste o una broma pretenciosa.

Se dice que Fellini autorizó la imitación de Nine a condición de que su nombre no figurase en el título ni en la lista de sus personajes. Hizo bien. Su Guido Anselmi de 81/2 resultó un retrato inimitable para el Guido Contini de Nine. Daniel Day-Lewis aparece en escena con aspecto parecido al que tenía en Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007) y, casi sin cambiar de atuendo, se transforma en un latin lover lejanísimo al modelo que Fellini y Mastroianni habían patentado. Por mucho que Day-Lewis mariposee entre musas o mujeres míticas o carnales o circule por la Anguillara Sabazia o por las calles de Roma en un deportivo diminuto --parece un Alpine que provoca la risa debido al tamaño del actor--, sus cogitaciones atormentadas llegan al espectador con la fuerza desvaída de un eco.

El abanico de estrellas en Nine parecía rutilante, pero como sucede en ocasiones, las varillas del abanico se superponen y unas estrellas tapan a otras por mucho que las pintaran por igual en la tela de la propaganda.

Nicole Kidman es Claudia y hace de musa. Está siempre en la distancia, como una gemela de la estatua neoyorquina de La Libertad. No vislumbra rasgos humanos u oníricos, aunque sí toneladas de ropaje. Refleja muy bien a la musa del guión desgalichado de la película.

Parecida inexpresividad aporta Sofía Loren, a quien le va quedando muy poco de Sofía y menos de Loren por culpa de ese guión que olvidó programarla para actuar. Su papel de mamma proporciona una estampa hierática, semejante a la de un bloque de mármol blanco de Carrara.

Gran papel habría sido el de Judi Dench haciendo de Lilli si sus consejos se dirigieran a un actor diferente de la personalidad rústica que adorna a Daniel Day-Lewis.

Dos actrices destacan sobre las demás, la francesa Marion Cotillard haciendo de Luisa Contini, la esposa, y nuestra Penélope Cruz; ambas salieron indemnes del guión. La primera pone sentido en la interpretación y timbre y claridad de voz en el canto; con todo, el papel le impidió llegar tan lejos como en La Vie en Rose.

Hacemos punto y aparte para Penélope. El guión pedía que Carla, como amante de Contini, realizara un bailable erótico en paños menores achuchando una soga no sabemos si para representar su situación desairada, las visiones del protagonista o con fines simplemente comerciales; sin embargo, nuestra actriz se marcó un bailable lleno de arte, energía y sensualidad en paños menores ribeteados de encajes y abalorios como para dejar bizco al espectador y de lo más revuelto, esté sentado en un sillón del patio de butacas o ante el televisor. Lo mismo debieron sentir quienes la nominaron al Oscar de 2009; su escena salvó unos metros de la película de manera parecida a como Rita Hayworth salvó a Gilda en su día.

El comentarista cinematográfico del Chicago Sun-Times, Roger Ebert, afirmó que Nine también era anodina como musical; no tiene ninguna canción sobresaliente, ninguna sobrepasa la música típica de Broadway a excepción del Finale de Maury Yestin que recuerda el de Rota para la película de Fellini.

Si algo bueno puede alabarse de esta película --al margen de la interpretación de las actrices Cotillard y Cruz-- es su banda sonora, tan limpia que puede recomendarse como magnífica para practicar el inglés.
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NOTAS.:


i.- Lo escribió Sam Stourdzé en el texto Fellini o la fábrica de las imágenes del folleto de la Exposición Federico Fellini, El Circo de las Ilusiones patrocinada por la Obra Social de La Caixa - Fundación La Caixa presentada en Madrid, 1910, de la que fue Comisario.

ii.-Op. Cit., págs. 8-9.

iii.- Roger Ebert, “Nine”, Chicago Sun-Times, 23 de diciembre de 2009

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lunes, 9 de enero de 2012



BAGATELAS DE OTOÑO de Pío Baroja


¿Escribió Baroja libros prescindibles? Si hablamos del creador, seguro que no, pero si nos referimos al escritor profesional, pudiera ser, sobre todo cuando al final de su vida tenía poco nuevo que contar, la imaginación casi se había esfumado, se copiaba a si mismo …

Baroja se había quejado con razón de lo triste que resultaba ser viejo y estar obligado a escribir para comer –“el español no puede vivir de sus libros… Ese oficio no existe(1) -, y eso que él era de coger el dinero y tirarlo en el fondo de un armario donde lo más apreciado estaba en las estanterías de arriba: las tartas y dulces que le obsequiaban en sus celebraciones y guardaba para él como si fuera un niño.

Bagatelas de otoño (1949) fue el titulo del séptimo y último volumen de las Memorias que Baroja agrupó bajo el encabezamiento Desde la última vuelta del Camino. En el prólogo --“Explicación a una dama”-- afirma que “marcha en estos últimos libros de recuerdos a la deriva” y que las historias y anécdotas que cuenta “son pequeñeces” que dieron título al libro por su escaso valor, por escribirlas durante el otoño y, como colofón, grita “¡Viva la bagatela!”, el tópico también utilizado por algunos de sus compañeros de generación (2).

También justifica sus Bagatelas recordando una frase de Mérimée: “De la historia no me gustan más que las anécdotas” y por eso lo califica como libro donde hay “muchas anécdotas oídas; otras, contadas y pocas leídas”. Cerrando el prólogo, redefine la obra como “fuegos de artificio de aldea”, final de fiesta que “no sé si servirá para pasar el rato. Si sirve para eso, es bastante. Está uno viejo y gagá con poca fibra”.

La primera parte de Bagatelas de otoño se titula “Frases y Anécdotas” que hasta pueden ser de otros, aunque transcripción e intencionalidad sean suyas. A Baroja le había hecho gracia el libro de Salvador María Granés Calabazas y cabezas, más que el de Manuel del Palacio Cabezas y calabazas y no duda en copiar semblanzas de éste y caricaturas del primero. Habla mucho de literatura, de política, de autoridades como Aristóteles de quien, con intención probable, recoge esta frase que el filósofo dirigía a sus discípulos: “Amigos míos… no hay amigos”.

Introduce novedades, por ejemplo, comentarios solapados sobre algunos escritores; habla del vert galan, del historiador que “a lo último se dedicaba al alcohol más que a otra cosa” y del periodista cófrade de lo mismo; podríamos aventurar nombres, pero con riesgo de equivocarnos.

La segunda parte se titula “Periodistas, cómicos, médicos y otras gentes” y contra la presunción inicial de que entramos en uno de los territorios barojianos favoritos --a juzgar por obras pretéritas--, leemos páginas y páginas sobre personas no muy acreditadas que tuvieron momentos de gracia o sin ella. Suponemos que vienen al libro trasladando chismorreos, rumores y chascarrillos más o menos utilizados entre la gente de la época. Los nombres más conocidos son los del vizconde y novelista Ponson du Terrail, el médico y catedrático Letamendi, el psiquiatra don José María Esquerdo, el político Manuel Ruiz Zorrilla y hay muy breves referencias a Dickens y Unamuno.

La tercera parte se titula “Vasconia” y trata de las fantasías lanzadas sobre el vascuence y los vascos partiendo del axioma de que los vascos pasan por ser fantasiosos y confusos. Escribe sobre las lamias, gentes de caserío con nombre o sin él, poetas aldeanos, contrabandistas, los chapelaundis del Bidasoa y de la diplomacia vasca. Hay historias anónimas entretenidas, sucesos que acaecieron a José María Iparraguirre y a don Serafín Baroja. Son páginas donde aflora el sentimiento de la tierra aunque se vislumbra que al narrador le falta vitalidad.

En la cuarta parte, “El autor visto por los amigos”, recoge opiniones, artículos sobre él y anécdotas en las que Baroja circula de la primera a la tercera persona proyectando un poliedro de su personalidad tan variopinto como uno logre imaginar.

La quinta parte se titule “Música”. Opina sobre la ópera –era aficionado a Verdi en especial—, de la música española --salva a Barbieri, Gaztambide, Caballero y a Chueca--, de la música popular vasca y concluye enumerando los bailables de la época. Baroja presenta un cuadro de la música de su tiempo.

La sexta parte se titula “Conversaciones en París. El año 39”. Destaca la opinión que le merecen los escritores franceses; salva a muy pocos -Balzac, Mérimée, Stendhal- y se declara entusiasta de Verlaine. Ni Anatole France, Clemenceau, Gide, Daudet, Pierre Benoit, ni la poesía de Mallarmé o de de Paul Valéry merecen gran cosa en su opinión. Luego opina sobre los escritores en lengua inglesa mostrando su ya conocida predilección por Dickens, Poe, Hardy, Stevenson, Butler, y juzgando de poco valor a autores del momento desde Thomas de Quincey a Wells.

Supone que el porvenir traerá sorpresas desagradables al superrealismo y, acerca del existencialismo, asegura haber leído a Sartre pareciéndole “amanerado y poco original”. Opina sobre Freud y pontifica: “En su teoría erótica, Freud no hace más que exagerar la nota vulgar” manifestando su descreimiento acerca del psicoanálisis -- nada extraño si recordamos que el vasco admiraba a Dostoievski y que Freud confesó que todo lo que sabía de psicología lo había aprendido leyendo al ruso.

Habla de más escritores; con disgusto acerca de Céline, aceptablemente de Julien Green mientras Kafka le “parece un Dostoievski muy en pequeño“. Tampoco aprecia la ironía ni las bromas de Max Jacob, pero muestra afecto hacia Jean Giraudoux porque ni padecía de autosuficiencia ni era petulante.

Hace un aparte para referirse a los hispanistas que conoció en París y subraya la grandeza y superioridad de Marcel Bataillon sobre los demás dedicando palabras amables para Juan Camp y Delpit.

Si a lo expuesto añadimos que también escribe y opina sobre Aragón, Elie Richard y Malraux etc., podemos concluir que Baroja estaba muy al tanto de la literatura del momento gusten o no sus opiniones. Sin embargo, en estas páginas rechina esa dosis de antisemitismo que ha existido en el ADN de generaciones de españoles y que en este libro asoma cuando los judíos iban a ser asolados por los nazis: “El judío en Europa lo único que puede ser en buenas condiciones es un científico” (…) ”En la política, en las literatura, en las artes, el judío fallará porque se siente perseguido y tiene que dar unas nota estridente y colérica"

De gran interés me parece la séptima parte, titulada “Siluetas femeninas”, porque aborda las relaciones de un Baroja ya mayor con el sexo opuesto. Incluye un retrato dedicado a Lulú, la muchacha que conoció siendo estudiante y que Baroja convirtió en la protagonista de una de sus mejores novelas: El árbol de la ciencia. (3) También sobresale el relato titulado “Una pequeña aventura” donde bosqueja retratos de mujeres que incorporaría al elenco femenino de sus novelas.

La octava parte del libro “Cartas de personas conocidas” revela que Baroja no desdeñaba las opiniones sobre él -- en este caso femeninas. Toma como excusa una selección de cartas de amigas o conocidas norteamericanas –dice haber convertido a alguna en personaje de Laura o la soledad sin remedio- y también de Gabriela, una chica francesa.

Las norteamericanas le resultan atractivas porque se adornan con liberalidad, gotas de locura y humor además de cierta coquetería. Pueden llamarle viejito, como Dolly, sentirse muy amigas, pero junto a la familiaridad y a veces irreverencia existe una distancia que marca la edad.

Con Gabriela, la chica francesa, la relación es diferente. Hay clase en lo que ella escribe, tanto en el modo de dirigirse a Baroja como al hablar de una guerra que está en el momento de la ocupación nazi de Francia. No existe la sensación de distancia y sí un sentimiento de amistad genuina que, seguramente, Baroja cultivó. La última carta es de julio de 1941. Y Baroja cierra diciendo “al leer estas cartas, me siento sorprendido y emocionado al ver que una muchacha joven ha podido interesarse por un hombre como yo, viejo, sin porvenir y sin posición”.

La penúltima parte del libro se titula “Cartas de desconocidas” sugiriendo que no fueron enviadas por amigas precisamente. Se trata de mujeres que se consideran circasianas, neurasténicas… Las hay también de una donostiarra y una madrileña. La visión que dibujan de Baroja es muy contraria a la del capítulo anterior y puede definirse como poco o nada afectuosa. Se nota que algunas poseen una cultura literaria sui generis y confunden los nabos con las polillas. Alarcón, Pereda y Pardo Bazán son para la neurasténica, “secos, duros, fríos y agarbanzados”. Baroja se lamenta: “Le juzgan a uno por su conducta, que no conocen y en cambio uno no puede juzgar a personas cuya conducta, buena o mala, ha sido pública. Es curioso. A un escritor hay que juzgarle por su obra mientras su vida no sea pública”.

Así llegamos al “Epílogo” que incluye un escrito ingenioso, “La zona templada”, de Clover Pritchart y un brevísimo “Diálogo entre un lector y yo”. Pritchart piensa que Baroja se asemeja a esa zona templada que existe en el centro de cualquier villa que se resiste a cualquier cambio de estación, zona que ha sido creada “a fuerza de constancia y de aislamiento, por un solo hombre: uno viejo ya, con aire helénico, entre fauno y filósofo”. Y culmina su visión romántica del escritor afirmando que esa zona templada creada por Baroja es “el último rincón del individualismo”. El pretendido diálogo con el lector revela que no tiene más proyectos literarios y que le importa un bledo la trascendencia de cualquiera de sus libros. Sobre los tomos que integran sus Memorias afirma: “Este volumen será el último”.

Al comentar la aparición de Bagatelas de otoño, Melchor Fernández Almagro publicó en el ABC de Sevilla (1949) lo siguiente: “Aunque declare que sus Memorias acaban en este volumen, nada tendría de extraño que las prolongase en otros, aunque se manifiesten en novela o ensayo. Lo autobiográfico campea en cualquier libro de Baroja(4). Baroja dio la razón al crítico en sus libros postreros, pero cumplió su palabra en cuanto a no ampliar los tomos que integran Desde la última vuelta del Camino. La familia lo hizo con volúmenes procedentes de las obras inéditas halladas en carpetas azules, marrones y grises en su casa de Itzea y que han aportado sobre todo luz y detalles sobre el pensamiento, inquietudes y vivencias de Baroja relacionadas con la Guerra Civil.

Volvemos a la pregunta inicial. ¿Publicó Baroja libros prescindibles? Alguien puede pensar que Bagatelas de otoño podría incluirse porque no ofrece muchas novedades al conjunto de su obra y, además, Baroja se copió a si mismo e incluso a otros, pero también se puede pensar lo contrario. Almagro comentó en el artículo citado: “luces de otoño bañan muchos paisajes y figuras” y, añado yo, rememoradas con una pluma cansada que escribía en días no muy felices. También en eso reside el interés del libro.


NOTAS.:

1.-  Pío Baroja, Bagatelas de otoño, (Madrid -Caro Raggio), 1983, p. 191


2.-  ¡Viva la bagatela! fue uno de los tópicos de la Generación del 98. Pablo Cabañas en “¡Viva la bagatela! (Examen de una expresión noventayochista)” AIH. Actas III (1968) y en Centro Virtual Cervantes (artículo que se puede consultar en Google) descubre que el tópico nació en el libro de de Lawrence Sterne A sentimental journey through France and Italy, (Londres, Oxford University Press), 1965, para luego resumir: “Todo parece indicar, pues, que Azorín fue entre los escritores modernistas y del 98 el padre español de la expresión "¡Viva la bagatela!". De Azorín pasaría primero a Baroja para convertirse en El mayorazgo de Labraz en compendio de las ideas filosóficas y sociales de Samuel Bothwell Crawford y después —el último de todos— a Valle-Inclán quien en la Sonata de invierno la consideraría resumen de toda la doctrina del Marqués de Bradomín.”Op. cit., pág. 159. Al final del estudio Cabañas dice: “El ¡Viva la bagatela! es una melancólica renuncia, una escéptica reacción natural ante el fracaso de una literatura de regeneración y de protesta. A la ilusión, al ímpetu, a la crítica constructiva, sucede en breve tiempo la desilusión, el cansancio, el escepticismo. A los hombres del 98, cada uno por su lado, no les queda más camino que apartarse de sus sueños juveniles, amar al olvido, es decir a la bagatela y refugiarse en su personal obra creadora” Op. cit., pár. 162


3.-  Al hablar de Lulú, Baroja emplea las mismas palabras que utilizó para describirla en El árbol de la ciencia según Javier Salazar Rincón en el excelente estudio “El autor en su doble: Don Pío Baroja y El árbol de la ciencia”, (EPOS-UNED, p. 282) que se puede consultar en Google. Salazar hace una larga demostración de cómo Baroja copiaba pasajes de sus novelas en las Memorias.


4 ABC de Sevilla, miércoles 4 de mayo de 1949, p. 7




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viernes, 9 de diciembre de 2011



29 de diciembre de 1968
(Educación Musical)




Sucedió doce años antes de la fecha citada. La Semana Santa había discurrido triste, como siempre, y las lluvias habían impedido la mayoría de los desfiles procesionales en toda España. Se charlaba mucho porque contar trivialidades era lo más socorrido en aquellos días. Se encomiaba el monumento gigantesco montado para el Jueves Santo en la catedral de Toledo y corría la noticia de que el Vizconde de Santo Domingo de Ybarra poseía un cofre --que perteneció a Juan Sebastián Elcano-- con la pasión de Jesucristo labrada al fuego por indígenas de las Molucas.

Gente habituada al boca en oreja añoraba las celebraciones de los viejos tiempos, cuando lo religioso daba paso a ciertas liberalidades, hasta que la Sala de Alcaldes madrileña prohibió en 1752 que las mujeres acudieran tapadas a los actos religiosos “que más bien van a objeto de ilícito comercio que a manifestaciones de religiosidad”.

También se comentaba la muerte accidental de don Alfonso de Borbón, hijo segundo de los Condes de Barcelona, y que el embajador turco había ido a descansar los días de Pascua en Mallorca mientras el norteamericano regresaba de las Baleares.

La semana Santa también me aburría porque las radios ponían motetes y música sacra  atroche y moche y en los cines del barrio repetían las películas características de esas fechas: el documental Imaginería castellana y El mártir del Calvario en el Alcántara,  El Judas con Antonio Vilar en el Tívoli y en el Salamanca aunque este anunciaba Romeo y Julieta en color para el Domingo de Resurrección, prometiendo más para tal día la programación del Teatro Cómico,  la revista ¡Anda con ella! con Amparo de Lerma y Tony Leblanc.

Ese mismo domingo  Franco despedía  al Sultán Mohamed V que  salía para Granada y dejaba Madrid agradecido por la decisión española de devolver el Protectorado fronterizo de Ceuta y Melilla mientras Martín Artajo viajaba a Washington para reunirse con Eisenhower... ese mismo domingo desperté tras haber soñado que compraba una Mobylette con transmisión por cadena y horquilla telescópica a plazos de doscientas sesenta pesetas mensuales sin que necesitara matrícula ni carnet de conducir... ese mismo domingo en el que por treinta pesetas se podía escuchar al Orfeón Infantil Mexicano en el Teatro Alcázar... tenía una entrada para el recital que José Iturbi ofrecería en el Palacio de la Música a partir de las 11’45 de la mañana. Era el domingo 8 de abril de 1956.

Fui con mis mejores ropas y entré con la timidez propia de quien no es habitual. Subí ruborizado al entresuelo escoltado de gente mayor. Jovencitos de mis años y parecer, no sé si alguno. Me repuse mirando a las damas, peripuestas y elegantes, algunas luciendo estolas que parecían de armiño o de visón, aunque sólo parecía - según corrigió mi madre a la hora de comer aunque ella no había ido al concierto.

José Iturbi era realmente famoso en Madrid –había actuado antes con la Orquesta Municipal de Valencia-- por sus conciertos como pianista o dirigiendo la Filarmónica de Nueva York, la de Filadelfia, la de Rochester o la Sinfónica de Chicago y, sobre todo, por las películas de la Metro como Levando anclas y otras en las que había actuado.

Me interesaba su concierto porque me gustaba la música clásica no sacra. Desde la altura de mi butaca del entresuelo no me pareció que Iturbi tuviera unas manos grandes, pero movía la izquierda con una agilidad pasmosa, como una araña tejiendo redes sobre el teclado, y elevaba repetidamente su mano derecha con una estudiada solemnidad para caer suavemente y arrancar notas y arpegios que movían las cabezas de los asistentes en señal de aprobación.

Iturbi interpretó una variedad de sonatas, sonatinas y composiciones de Scarlatti, Poulenc, Chopin, Ravel, Debussy, Albéniz y Granados… con una profesionalidad parecida a la de un viajante catalán enseñando el muestrario y con la destreza depurada que no permite el menor fallo: su interpretación de la Sonata en Fa Mayor de Mozart me dejó bizco.

El problema surgió cuando algunas personas interpretaron la conclusión del primer movimiento de una de las piezas como su final y rompieron a aplaudir rendidamente  Yo mismo estuve a punto de hacerlo, pero la sala se puso a chistar in crescendo y se me cortaron aliento e intento. Aprendí que, en lo aplaudir, debía esperar a que los sabidos de las primeras filas palmearan primero.

Del concierto me fui con una sensación muy agradable, sin que pueda decir más debido a lo romo de mis conocimientos musicales: en el cole formaba parte del coro que acompañaba la misa obligatoria de los domingos antes de que acudiéramos a nuestras clases para recibir las temidas notas de la semana. Por otro lado, el recital de Iturbi había dejado en evidencia mis virtudes pianísticas adquiridas durante los veranos en Villafranca del Bierzo. En el piano de los abuelos, mi madre me había enseñado a tocar una machicha –música que según Baroja se cantaba y bailaba antes de que se impusiera el tango (1) -- con un parcial a mano cambiada. Después ensayé variaciones con las mismas notas, atreviéndome a componer una melodía que mamá aseguraba con cariño que le gustaba escuchar. Por lo demás tocaba de oído y mal algunas canciones populares que debido a mi sordera actual no podría repetir.

 

***

 
Miércoles 25 de diciembre de 1968, día de Navidad. Hace pocos meses que dejé Texas y vine a Pensilvania. Es una mañana apacible aunque bastante fría. Después de abrir, celebrar regalos y desayunar, dedico mi ocio a ojear diarios de Filadelfia y Nueva York.

Las noticias principales celebran el viaje de vuelta del Apolo VIII tras preparar la conquista de la luna. Se exhibe una fotografía impensable de la tierra desde el espacio facilitada por la esposa del astronauta Lowell. Me atrae el comentario de Borman: la Luna es un gran oasis de una soledad acongojante.

Gromyko concluyó su visita a El Cairo. Egipto y la URSS solicitan que Israel abandone los territorios ocupados. Se hacen cábalas sobre quién puede estar al frente de Fatha y Arafat dice: “Yo soy sólo un soldado. Nuestro jefe es Palestina”. Pronostica un camino de muerte y sacrificio para volver a la patria; si caen ellos, seguirán sus hijos y después sus nietos.

La revolución del pasado mes de mayo ha fracturado la UNEF (Unión Nacional de Estudiantes de Francia). Mientras las comunistas quieren su transformación en un sindicato, los demás se decantan por un movimiento apolítico.

Mi alarma crece al leer que aquí, la gripe Hong-Kong ha originado cerca de mil muertos en unas 122 ciudades en lo que va de mes. Se comenta que en Nueva York hay casi doscientos mil personas sin calefacción a causa de una huelga.

La lectura de los periódicos empieza a desagradarme, así que enciendo el televisor. Tengo a Leonard Bernstein y la Orquesta Filarmónica de Nueva York en la pantalla. Me choca que el director y los músicos vistan como el público. Las mujeres trajes informales o pichis y algunas ni se han quitado el anorak. La mayoría de los hombres lleva el pelo largo y algunos –quizás lo calvos- gorros de lana. La chiquillería no se diferencia de los mayores. El público parece relajado.

Leonard y su orquesta van a interpretar el Don Quixote de Strauss, la misma pieza que dirigió el 14 de noviembre de 1943 sustituyendo a Bruno Walters por enfermedad de este, un concierto que se transmitió a todo el país y le lanzó a la fama…. El de hoy es uno de esos Conciertos para jóvenes de la CBS que teniendo precedentes desde 1895, han adquirido un formato singular con Bernstein desde 1958 y tanto han gustado por aquí.

Leonard se ha vuelto hacia el público y explica la novela de Cervantes de manera muy breve, sencilla y didáctica. Después enumera los motivos de la Sinfonía y, tras cada explicación, los músicos tocan algunas notas como ejemplo. El público escucha muy atento, con la devoción del que gusta ser educado. Parece que estamos listos para disfrutar la música de Strauss.

Recuerdo mi sorpresa al descubrir que en los Estados Unidos había verdadera devoción por la música medieval europea, la barroca, la del siglo XIX y que la guitarra junto al invento del órgano Hammond eran y son los instrumentos favoritos. Entre los discos más vendidos hay piezas del barroco, sinfonías… Música que ha filtrado en los Beattles al igual que la influencia de los trovadores se deja notar en Donovan, Pete Seeger, Bob Dylan, y en Joan Báez; ahora les llaman cantautores…. Me impresiona la actividad musical de este país. En los diarios que acabo de leer he visto varios anuncios de casas que venden instrumentos musicales, sobre todo órganos y guitarras. Hay órganos que cuestan sólo treinta y cinco dólares.

No hay escuela americana que no tenga su banda de cuarenta, cincuenta y, hasta ciento veinte músicos como suman los de la Bellaire High School de Houston. Estas bandas, con sus aires entre militar y de opereta, actúan en los partidos de fútbol americano para animar o relajar tensiones. Cuando vivía en Austin (Texas) acudí con don Fernando Lázaro Carreter –que era vecino mío- a un encuentro de la Reagan High School donde mi mujer enseñaba. Don Fernando se sorprendió mucho al ver que la banda y las animadoras de ese instituto local animaban a la afición adversaria y las de esta se comportaban igual porque tales gentilezas contrastaban con la agresividad de los jugadores en el césped. Aquí la música es un arte democrático y Beethoven alterna con el pop y hasta presta su nombre a los perros.

He notado que en USA se silba poco: encontrar una persona en la calle silbando sería como toparse con un indio fumando una pipa de cannabis y haciendo burbujitas con el humo. Tampoco se oye cantar a los niños fuera de las fechas tradicionales convenidas o en los campamentos de boys-scouts ni se exceden las amas de casa cuando hacen sus labores. El paseante lleva su radio portátil y grita –cantar sería demasiado decir-- si es mayor. En las casa funcionan los tocadiscos de todo precio y tamaño a buen volumen. Los discos son enormemente baratos y han sido uno de los regalos frecuentes en estas Navidades.

También recuerdo la malísima educación musical que recibimos en España. No pasábamos de hacer coro para cantar en misa, bisbisear villancicos en Navidad o tarantear con la cuchipanda veraniega. Se escuchaba a Antonio Machín, Juanito Valderrama, José Guardiola y Los cinco latinos. Los trovadores estaban en París o no les entendíamos porque cantaban en lo que por entonces se llamaban dialectos.

Nuestros compañeros de oído más fino formaban parte de tunas jacarandosas. Música diaria la interpretaban nuestras criadas, salía del armonio de la iglesia o de la armónica Hohner de jóvenes cuyo repertorio casi siempre era el mismo: La polca del barril de cerveza, Solo ente el peligro o Taps, una de las canciones de Raíces profundas. Había conciertos de música clásica, pero se necesitaba un dinero que excedía el peculio semanal y tampoco existía una afición que nadie había despertado ni educado.

Vuelvo a concentrarme en Bernstein, en este concierto de su último año como director de la Filarmónica de Nueva York. Parece un Scaramouche que llevara una batuta invisible en vez de la espada. Hace palomas con las manos; seguro que también dirigiría con los pies de terciarse. Es un grandísimo director y se puede permitir exhibicionismos junto al atril. La cuestión es que su público norteamericano ha aprendido lo que hay que saber de la pieza de Strauss y disfruta de la interpretación.

 

***


Posdata


Termina 2011 y puede decirse que la educación musical en España ha mejorado, pero no es la que debía ser. El Conciertazo de Fernando Argenta que nos ilustraba sobre la música clásica permaneció ocho años en Televisión Española y se retiró en 2008. Antes, Argenta había hecho una labor encomiable junto a Araceli González a través de Radio Nacional con el programa Clásicos populares. Pienso en Pilar Lago, su formidable labor universitaria desde la UNED y en sus correrías por España comprometida en la formación musical de los maestros cuando no existía la especialización o abanderando la terapia musical incluso en las cárceles. También merecen reconocimiento las escuelas de danza dedicadas a la formación de la tropa infantil en ese arte.


Los teatros han relevado a la televisión en la tarea de acercar la música a niños y jóvenes con espectáculos como el del Rey León, pero es un relevo muy parcial porque la mayoría no puede asistir. Las televisiones transmiten sucedáneos, conciertos y óperas enlatadas a horas tempraneras o intempestivas. Así las cosas, concluimos que la educación musical didáctica y formativa de niños, jóvenes y en general de los españoles debía mejorar.


Desconozco la razón, pero me gustaría escuchar Love is a many splendored thing cuando lo que llega a mis oídos son los esfuerzos de la vecinita del 7º tratando de acertar con el himno del Barça en su flauta, seguro que un deber del colegio.



Muchas felicidades en estas Fiestas y mi deseo de un generoso 2012. Hasta enero.
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[1]  Pío Baroja, Bagatelas de otoño,  Edt. Caro Raggio, Madrid, 1983, pp. 186-187

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miércoles, 9 de noviembre de 2011


EL AUDAZ DE GALDÓS



Galdós publica El audaz. Historia de un Radical de Antaño (1871) apenas un año después de La Fontana de Oro y La Sombra. Resulta una de sus obras menos estudiadas, ¿porque la irrupción de Galdós se asocia a la novela inicial? ¿porque El audaz abordaba un doble fracaso político y sentimental y carecía de un final feliz? o bien, ¿porque pasados dos años llegaron los primeros Episodios Nacionales y atrajeron más?

En síntesis, El audaz transcurre en 1804 bajo el reinado de Carlos IV y el gobierno de Godoy. Describe la conspiración que pretendía sustituir al príncipe de la Paz por el príncipe Fernando, quien luego sería Fernando VII(1). De Godoy se habla, pero no está inmiscuido per se en la novela; es, sin embargo, el objeto del deseo; su eliminación significaría que cesaran la corrupción y descomposición que se habían apoderado del país.

Entre los conspiradores, unos desean que la monarquía caiga con Godoy –pretensión del protagonista Martín Muriel-, otros buscan una simple sustitución de príncipes y que sigan las cosas igual.

En el texto de la novela se dice que la Revolución Francesa acaba de acaecer, si bien, Galdós escribe cuando nuestra Revolución de 1868 --que también le sirve de inspiración-- acaba de concluir y,  como ocurre en las novelas galdosianas previas a sus llamadas novelas españolacontemporáneas, los personajes principales tienen una caracterización más bien política y representan las diferentes ideas en colisión.

Martín Muriel no se aparta del guión. Es hijo de un hombre vilipendiado e injustamente aherrojado en la cárcel por las maquinaciones de un turbio personaje al servicio de la casa aristocrática donde aquel había servido. Martín es presentado como un ser sediento de venganza contra la clase que cometió el atropello y los poderes y dignidades que la respaldan, sean aristócratas, jueces, inquisidores o clérigos. Los demás personajes tienen un perfil más creativo y algunos están adornados con notables y sutiles caracterizaciones.

La condesita de Cerezuelo proporciona la sorpresa mayor. La presentación de Susana copia los rasgos característicos de su clase; además es superficial y se alude a su gran belleza. Sin embargo, el narrador la despoja poco a poco del ropaje arquetípico debido al amor que Martín la inspira, una evolución parecida a la que ocurre en  La dama boba de Lope aunque sean obras diferentes en todo. Lo equiparable es que el amor transforma; lo mismo hace lista a la boba que sensible a la frívola.

A diferencia de la Clara de La Fontana de Oro y de otras protagonistas que representan a España en las novelas de Galdós, la condesita vive acciones y conductas propias de un personaje alejado del estereotipo, vivencias que, a la postre, la conducen a la angustia y a la sorprendente autoinmolación. Flaubert ya había publicado Madame Bovary (1857) cuando Galdós escribe El audaz y aún estaba por publicarse la Ana Kerenina (1875-1877) de Tolstoy. Se puede pensar que, aun siendo distintas, la novela francesa influenció en nuestro novelista –está por demostrar-, pero pensamos que Galdós tenía motivos distintos para relatar el suicidio de Susana.

El Capítulo XXX de El audaz lleva el título metafórico de “Revoloteo de una mariposa alrededor de una luz” y es excelente. Susana recorre las calles de Toledo sumida en sus pensamientos, sufriendo angustiosamente por el anatema lanzado por su padre y la proscripción de su gente a causa de su relación con Martín, el convencimiento de la imposible recuperación del amado y la propuesta que le han hecho de un matrimonio inasumible para salvar su situación. Inmersa en un sentimiento creciente de fracaso vital llega al Puente de Alcántara desde el que se arroja al Tajo para poner fin al sufrimiento. La narración, que había adquirido un tempo lento adornado de imágenes sustanciales, ha favorecido la creación de un clímax para que se desarrolle el hecho fatídico de la consumación personal. Pero después de la sorpresa que recibe el lector vale la pena preguntarse: ¿el suicidio de Susana trasluce el de la España borbónica a punto de ser entregada a Napoleón?

La muerte de Susana contrasta vivamente con el final de Martín Muriel. Le vemos marchar enjaulado y preso –eco irónico del Quijote- dando una imagen desquiciada de quien ha consumido los ideales filosóficos y políticos en un propósito de venganza. En realidad, ha representado a los extremistas que tanto disgustaban a Galdós (2) -- probablemente porque estrangularon logros progresistas, por ejemplo, la acción de los liberales frente al absolutismo borbónico y, años después,  la 1ª República. Al final de la novela Martín es la pantomima de un dictador que vocifera y manda matar y matar creyéndose Robespierre, pero habiéndose convertido en un enajenado a quien acompañan dos locos más que se creen Saint- Just y Napoleón.

El audaz se publicó como folletín en la Revista de España entre 1871 y 1872. Que fuese una novela por entregas se nota en ciertos alargues, en especial los filosófico-políticos que incluso anegan el diálogo de los amantes. La Revolución de 1868 se asoció a la aparición del realismo y Clarín taxativamente la afilió al glorioso renacimiento de la novela española. Llevar la política a las novelas hacía creer a los realistas que contribuía a desenmascarar los males de España retratando el pálpito social. También querían borrar el papel de la novela histórica anterior por considerarla vehículo del conservadurismo tradicional, y se servían del folletín para que su prédica llegara a más ciudadanos. Lo mismo hicieron en Europa los escritores desde Balzac a Dickens y lo harían los rusos. Sin embargo, resulta curioso que, en los propósitos de nuestros realistas, no entraba atacar al Ejército –salvo a determinados individuos- ni a la Iglesia –aunque sí a los clérigos-  y el propio Galdós encabezó alguna manifestación anticlerical aun siendo creyente a su manera y hay testimonio fotográfico de ello.

La nueva novela histórica no afrontaba el pasado lejano sino el cercano o el del tiempo. Tenía por héroes a gentes de la clase media con el defecto de constituirse, en arquetipos llenos de exaltación (3), imaginación arrebatada –como se escribe de Muriel- en su pasión política. No constituyeron las mejores criaturas de ficción, pero protagonizaron novelas de concienciación histórica y social nada exentas de acción e incluso de una acción complicada que no transcurría en castillos umbrosos, sino en aquellos recintos y calles de las ciudades históricas donde se originaban intrigas, manifestaciones, tumultos y batallas.

La narración y los diálogos también reflejan la actualidad de aquellos días. Galdós ya mostraba una de sus mejores virtudes de siempre: el oído, escuchar (4), e imitaba los discursos, las gacetillas de los periódicos, los dichos de la plebe, los giros y vocerío de la canalla o la jerga de los valientes. El audaz no fue una novela preclara, pero sí una novela mucho mejor y representativa de un tiempo y del autor de lo estimado hasta ahora.
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NOTAS.:

1. La narración de los sucesos histórico-políticos, en particular la conspiración fernandina anti-Godoy, es fidedigna. Ver el relato de lo sucedido en 1804 con la conjura del “partido fernandino” en la biografía del catedrático Emilio La Parra López, Manuel Godoy. La aventura del poder, Tusquets, Colcn. Fábula, Barcelona, 2005, pp. 305 y ss.

2. De ello escribí a propósito de Misericordia. Ver mi entrada en este blog “Galdós. Una parodia de la Restauración en Misericordia” de 25 de septiembre, 2011.

3. Rubén Benítez, Cervantes en Galdós, Universidad de Murcia, 1990, pp. 109-111. En las páginas citadas se habla del influjo del libro De’Intelligence de Taine que Galdós tenía en su biblioteca

4. Stephen Gilman, Galdós y el arte de la novela europea, 1867-1887, Taurus, Madrid, 1985. Ver el Capítulo IX, “El arte de escuchar”, pp. 238-274.


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