El PROCESO AMOROSO EN PEPITA JIMÉNEZ [i]
(La estructura interior de la novela)
EL
TRIÁNGULO
El burgués es el héroe de
la novela del s. XIX y Don Luis de Vargas, protagonista de Pepita Jiménez,
pertenece a esa clase: tiene el don por estudios, la alcurnia le viene de un
padre cacique --el apellido lo allega de refilón por ser hijo espurio--,
es un seminarista que no se ha educado en Roma ni en universidad pontificia sino con
un tío suyo, el Deán, y la dama que le enamorará tampoco es noble o cortesana,
sino lugareña y viuda. D. Luis tiene méritos propios para figurar en la galería
del perfumista César Birotteau de Balzac, el Manolito Peña galdosiano, o el Quincas
Borba de Machado de Assis.
Lo que hace moderna esta
novela, aparte su raíz psicológica[ii], es que el protagonista vive una
problemática existencial: va y viene en busca de una identidad. El drama
interior sobreviene de pronto, cuando el personaje creía tener una vocación
religiosa y una meta en Dios y... tales convicciones se tambalean.[iii]
En la estructura
interior[iv] de Pepita Jiménez se
configura un triángulo Don
Luis-Dios-Pepita que se superpone a este otro: Ser-Espíritu-Naturaleza. El triángulo expresa el conflicto que
concluirá cuando D. Luis realice su elección entre el amor divino y el amor
humano – cuya compatibilidad, al inicio de la novela, le parece impensable.
Los personajes secundarios
están en la novela para que los principales no se salgan del esquema; los
clérigos, Deán y Vicario, apoyando la causa del amor divino, la busca
espiritual e intelectual de D. Luis con la factura del sacrificio de la amada;
Don Pedro, Antoñona, e incluso el Conde de Genezahar, propiciando directa o
indirectamente la causa del amor humano, la expresión libre del instinto.
El drama lo vive D. Luis
en su interior porque a diferencia de las novelas típicas del s. XIX, en Pepita Jiménez la sociedad no conspira
contra el personaje, sino que el personaje conspira contra sí mismo. D. Luis no
es, sino que pretender ser. Cuando lleguemos al clímax de la novela, es decir,
cuando el triángulo esté a punto de deshacerse por la elección inevitable, D.
Luis se resistirá a Pepita con estas palabras:
“—Pepita
–contestó D. Luis- no es que su alma de V. sea más pequeña que la mía, sino que
está libre de compromisos, y la mía no lo está. El amor que V. me ha inspirado
es inmenso; pero luchan contra él mi obligación, mis votos, los propósitos de
toda mi vida, próximos a realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin temor de
ofender a V.? Si usted logra en mi su amor, V. no se humilla. Si yo cedo a su
amor a V., me humillo y me rebajo. Dejo al creador por la criatura, destruyo la
obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo, que estaba en mi
pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo formado en mí, desaparece
para que el hombre antiguo renazca”. (p.167)
Contemplamos al yo intelectual que teme el triunfo del yo libre y natural y desconoce que ser
es la suma de los yos posibles[v]; por eso Don Luis dirá después de liberar al
hombre antiguo y natural y de entregarse a Pepita:
“He sido un santo postizo (...) Jamás hubo en mí virtud sólida, sino
hojarascas y pedantería de colegial, que había leído los libros devotos como
quien lee novelas, y con ellas se había forjado su novela necia de misiones y
contemplaciones”. (pp.172-173)
El mensaje del autor
parece claro: el amor divino y el amor humano son compatibles. Entre el
protagonista de comienzos de la novela y el que se enfrenta al Conde de
Genazahar en las páginas finales discurre un largo proceso de trasformación
cuyas fases explicaremos seguidamente:
Ia.
FASE: DE LA VOLUNTAD Y EL INSTINTO
Resumen: Al iniciarse la novela, el protagonista
parece tener una seguridad plena en si mismo. Cree que su destino es la unión
con Dios y a ese fin canaliza su busca identitiva como un camino de perfección.
D. Luis representa al hombre nuevo forjado por la voluntad (el yo religioso)
que se ha impuesto al hombre antigüo, (el yo natural e instintivo). Y,
efectivamente, el hombre nuevo parece controlar su personalidad y el
comportamiento.
El escritor realista solía
construir y caracterizar a sus personajes de fuera para adentro. Lo primero era
situarle en un marco histórico, social y familiar; de seguido venía el retrato
físico, la descripción de los rasgos morales, todo susceptible de modificación
en el desarrollo de la fábula. Sin embargo, el Valera de Pepita Jiménez prefiere el procedimiento cervantino; el lector
--como en el caso de Don Quijote--,
se encuentra con un protagonista cuyo pasado desconoce o conoce vagamente y del
que ni siquiera hay presentación directa: sólo el dato de que es seminarista
que induce a presumir juventud; por lo demás, si algo descubrimos, será a
través de los otros:
“dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo
mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros”. (p.7)
El protagonista rodea
tales opiniones de una cautela; piensa que los vecinos se expresan así para
adularle y también a su padre. A Valera no le interesa plasmar el físico de D.
Luis en este particular momento de la composición novelesca –le pintará en el
momento oportuno—sino sugerir las características más importantes de su
idiosincrasia a través del comportamiento; un procedimiento precursor que los behavioristas perfeccionarán muchos
años después.
De las primeras páginas
emerge una característica principal del personaje: su naturaleza ociosa. De lo
relatado en la primera carta al Deán deducimos que su vida anterior ha sido
reconcentrada, plácida y dedicada al estudio; sin embargo, en la casa paterna
le encontramos en una situación de pereza mental y desgaste físico que se
refleja en la descripción detallista de los lugares del pueblo, en ese ir de
aquí para allá sin hacer nada de provecho, en esa queja de que no le dejan en
paz con tanta visita, convites y fiestas; dice en determinado momento:
“Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer; pues
ni un instante me dejan solo”. (p.6)
Bien que, si la situación
no parece de su agrado, se deja arrastrar por ella.
La curiosidad
es otro rasgo de su carácter relacionado íntimamente con el anterior. Su
detallismo al describir cuanto oye a los lugareños evidencia que no dice las
cosas como son cuando se queja de no tener un momento libre. La curiosidad, no
obstante, es un elemento activo de su carácter; le saca de su espacio interior
y le proyecta hacia el exterior y hacia los demás. Entre los demás está Pepita,
quien le interesa de manera particular bajo el pretexto de que puede
convertirse en su madrastra:
“Confieso a usted que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer;
tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamento,
tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita; yo
mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a mejor vida.” (p.14)
La curiosidad no parece
gratuita como rasgo característico del personaje; resulta el elemento que pone
en relación directa a los protagonistas de la novela.
Una tercera característica
de D. Luis es la sensualidad. No es sólo amigo del buen bocado y de la buena
mesa. Nada más llegar al pueblo de su padre y de ponerse en contacto con la
naturaleza, salta a la vista el desperezar de sus sentidos[vi]. En la primera
carta al Deán describe el campo alrededor; los adjetivos que emplea –huertas ...deliciosas / corre el agua
cristalina con grato murmullo / hierbas olorosas, etc (pp.5/6)—sugieren que el gusto, el oído, el olfato, el tacto y, por
encima de todos, la vista son sentidos que, como vio Montesinos, están alerta y
en plenitud. Opino, además, que los sentidos, al ser extensiones del yo natural e instintivo, delatan la
lucha de éste por emerger.
Ocio, curiosidad y
sensualidad se suman a otro rasgo peculiar del tipo adolescente, la
tendencia a psicologizar al prójimo, que Lott [vii] destacó y
desarrollaré en lo que sirve a mi estudio. Es sabido que la manía de
psicologizar, de definir sin conocer, substituye al verdadero conocimiento de
las personas. Con una seguridad rayana en la osadía, D. Luis psicologiza a su
padre, a Pepita, a los vecinos; habla de doblez y soberbia en relación con el
discreto comportamiento de la viuda (p.13),
diagnostica como vanidad el orgullo que su padre siente de él (p.18), y elucubra sobre el amor al
dinero de sus convecinos cuando tan obsequiosos se le muestran. Pero es
precisamente esa tendencia a psicologizar la que permite observar que si D.
Luis juzga con presunta seguridad a los otros descubriéndoles defectos y...
alguna que otra virtud, no se muestra tan seguro al juzgarse a si mismo; por
ejemplo, tratando de resolver la duda que le asalta y le atormenta de si ha
perdonado a su padre que le naciera espurio (pp.18-19) [viii]. La duda no la origina, desde luego, el yo religioso de D. Luis sino el de las
profundidades, el natural que rebulle en sus adentros más notoriamente cada
vez.
La segunda carta –de 28 de
mayo—ofrece un tono diferente de entrada y es como un volver al comienzo. D.
Luis parece cansado del contacto con el mundo exterior y, recordando su
vocación religiosa, manifiesta hastío de aparentar un espíritu festivo y mundano:
“Me voy cansando de mi residencia en este lugar (...) Procuro mostrarme
más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy (...) Confieso, con todo,
que los chistes groseros y el regocijo estruendoso, me cansan.” (pp.19-20)
Son momentos en los que el
yo religioso de D. Luis se sobrepone al otro natural y disipado que asomaba.
Paradójicamente, sirven para descubrir los entresijos de su vocación religiosa,
donde el amor a Dios es tan potente como su ambición personal: será sacerdote
porque ama a Dios, pero también porque “la
escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo de ser
sacerdote” (p.21). Bajo la
explosión de fe está el orgullo. D. Luis se cree hombre virtuoso, pero también
un elegido. Tan alto concepto de si mismo es el que le induce a infravalorar a
los demás, a quienes viven en el polo opuesto, en el mundo material y se
adornan con falsos sentimientos religiosos, como Pepita Jiménez:
“me inclino a creer que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y para
recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y
al propio Niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté por cima de
los canarios y de los gatos.” (p.23)
El novelista ha situado a
sus protagonistas uno en la antípoda del otro. Entonces, ¿cómo resolver el
problema técnico y argumental del acercamiento entre ellos? El recurso
utilizado viene del Decameron de Boccaccio, la historia de una mujer enredadora
que logra los favores de su amante por medio del secreto de confesión; el
confesor sirve de intermediario sin proponérselo. Este artificio también será
utilizado por otros novelistas del s. XIX mediante la figura del clérigo-amante que incapaz de poseer el
cuerpo de la amada conoce y posee su alma mediante la confesión; sucede en Los Pazos de Ulloa y en La Regenta. Valera lo emplea con
extraordinaria finura y de forma más original que Pardo Bazán y Clarín [ix]. D.
Luis de Vargas es sólo un seminarista, pero por la fama de sus conocimientos, tiene categoría
sacerdotal para el Vicario, éste le confía “un
caso de conciencia”; según el Vicario “se
trata de una lugareña que ama con fervor a Dios que no va acompañado de
humildad, sino de orgullo” y D. Luis, sospechando que se trata de Pepita,
ofrece los consejos que luego revela en su carta al Deán:
“He dicho, y mucho me alegraría de que usted aprobase mi parecer, que lo
que importa a esta hija de confesión atribulada es mirar con mayor benevolencia
a los hombres que la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con
el escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas con el manto de la caridad
(...); que debe esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de amor,
un verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de
excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de
Dios.” (pp.27-28)
Estas palabras son
importantísimas en el contexto de la novela. Sin duda D. Luis está muy puesto
es su esporádico papel de sacerdote --se refiere a Pepita como a “esta hija de confesión atribulada”--,
pero los consejos que ofrece no la encaminan hacia Dios tanto como hacia el
hombre: lo que D. Luis recomienda a Pepita que haga y no haga es, precisamente,
lo que él no hace o hace al revés. La descripción de la lugareña ofrecida por
el Vicario más parece la del seminarista; la Pepita que imagina D. Luis más
parece él. Estas yuxtaposiciones no son casuales como veremos después. De
momento ayudan a entender el problema del protagonista. Los futuros amantes
siguen distantes, pero el recurso de la confesión les acerca.
IIa.
FASE: LA SORPRESA DEL AMOR
Resumen: Hasta ahora D. Luis ha tenido una visión de
Pepita producto de sus impresiones y de transcribir y analizar las opiniones
que sobre ella emiten los demás. Es la Pepita del parecer, no la del ser. La
segunda fase comienza cuando la Pepita real desborda el panorama de su
imaginación y atrae los sentidos de D. Luis. Este, sugestionado por esa nueva
visión de Pepita, empieza a experimentar una sensación inquietante cuyo efecto
inmediato será el tambaleamiento del Yo-religioso que creía haber forjado con
su voluntad. Enamorado todavía sin saberlo, la fase culminará cuando el
protagonista experimente la sorpresa del amor, entonces se producirá un
antagonismo claro y decidido entre el yo que D. Luis creía ser y el yo natural
e instintivo que es.
El primer indicio de la
crisis religiosa aparece en la tercera carta, de 4 de abril. D. Luis continua
viviendo en un ocio ya nada placentero:
“vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida
intelectual es nula: no leo un libro ni apenas me dejan un momento para pensar
y meditar sosegadamente; y como el encanto de mi vida estribaba en estos
pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago ahora.” (p.29)
Nótese que D. Luis empieza
a hablar de su vida religiosa en pretérito (“el encanto de mi vida
estribaba”) y que precisamente comienzan las zozobras al sentir que marcha
en otra dirección. Antes estaba muy seguro de su vocación religiosa; de pronto
siente una prisa desazonada por lograr ese objetivo:
“Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el
anhelo, que cada día siento más vivo, de tomar el estado a que resueltamente me
inclino desde hace años.” (p.29)
Le parece una profanación
que, hallándose tan cerca de cumplir el sueño de su vida, distraiga la mente “hacia otros objetos”. Sucede que está
experimentando una nueva emotividad que le aleja de la vida intelectual y le
arrastra al mundo de las sensaciones y de las exploraciones subjetivas. No
puede evitar el goce sensual de una naturaleza que se le ofrece a los ojos “con tantos mansos arroyos y acequias, con
tanto lugar apartado y esquivo” y, aún pareciéndole imperdonable el “olvido de lo eterno por lo temporal” (p.30), no puede remediarlo. Antes la
naturaleza era una rampa que le acercaba a Dios; ahora es algo misterioso que
atrae sus sentidos y no apela a su espíritu:
“Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual,
algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones.”
(p.31)
La naturaleza, pues, le
despierta, y cuantas veces se pone en contacto con ella, el yo instintivo
se hace relevante; así, por mucha fortaleza que busque en la vocación, la vida
sensitiva se le impone a toda querencia metafísica:
“Siento una dejadez, un quebranto, un abandono de la voluntad, una
facilidad tan grande para las lágrimas; lloro tan fácilmente de ternura al ver
una florecilla bonita o al contemplar el rayo misterioso, tenue y ligerísimo de
una remota estrella, que casi tengo miedo.” (p.33)
La cuarta carta –de 8 de
abril- es una carta fundamental que debe superponerse a la anterior. Esa
naturaleza cuya presencia misteriosa tanto le atrae empieza a cobrar forma e
identificarse en Pepita. Cuando la ve, D. Luis ya no reitera aquellos adjetivos
impresionistas de sus cábalas psicologizantes, “calculadora y fría”, sino los mismos o parecidos que utilizaba para
describir el paisaje: natural, fresca,
sencilla (p.34). La antigua visión Pepita se transformará en la ilusión-Pepita, y esta ilusión,
sorprendente y revolucionaria para los esquemas vitales del seminarista, gana
espacio por momentos a la ilusión-religiosa que andaba afincada en su mente.
Pepita le atrae con la
misma fuerza misteriosa y enigmática de la naturaleza. Esta conclusión viene de
la escena en que visita el huerto de la viuda acompañando a Don Pedro y unos
amigos. Hay un introito descriptivo muy bello donde el narrador repara en el
paisaje real y también en el humano; nos aproxima a Pepita y, de pronto, se
fija en las manos y en los ojos de la viuda; las manos le parecen “el símbolo del imperio mágico”, la
imagen del dominio que ejerce el espíritu sobre las cosas visibles creadas por
Dios (p.37) y, aunque sus ojos no son
como los de las mujeres jóvenes y bonitas que hacen de ellos “un arma de combate y como un aparato
eléctrico y fulmíneo para rendir corazones y cautivarlos”, resultan ser,
¡oh simbólica paradoja!, “verdes como los
de Circe”, la maga seductora de Ulises, símil recurrente en la novela.
Describiendo esos ojos y esas manos, el protagonista balbucea un enamoramiento
que disimula en conceptos metafísicos y neoplatónicos que se derrumbarán
cuando, a renglón seguido, identifique a Pepita con la naturaleza: “La misma naturaleza, pues, es la que guía y
sirve de norma a esta mirada y a estos ojos “. (p.38).
Esta aproximación a la
Pepita real viene aparejada al nacimiento de una duda: si la Pepita que había
imaginado hasta el momento, la del parecer, no existe verdaderamente como eco
del propio yo:
“A veces me pregunto a mi mismo si al censurar en mi interior esta
condición de Pepita (el egoísmo) no soy yo quien me censuro. ¿Qué se yo lo que
pasa en el alma de esa mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma,
no es la mía la que veo?”. (p.39)
Pepita comienza a
afincarse en el panorama de su imaginación coexistiendo con la
ilusión-religiosa, pero en lucha sorda con ella: “Cuando rezo –dice D. Luis- padezco distracciones; no pongo en lo que
digo a mis solas, cuando el alma debe elevarse a Dios, aquella atención
profunda que antes ponía” (pp.41-42).
Sucede que la ilusión–religiosa es
etérea a incognoscible como Dios, mientras la
ilusión-Pepita es tangible y perceptible como la naturaleza. Aquella le
convierte en un ser pasivo y egocéntrico; la otra es activa y mueve al
personaje. Si no recuerdo mal, uno de los protagonistas de La sorpresa del amor de Miravoux decía que sin la espuela del amor
y del placer nuestros corazones serían verdaderamente paralíticos. Pepita es
quien mueve y zarandea a D. Luis, transformándole al punto de encontrar en ella
la armonía que pensaba hallar en la contemplación de Dios:
“Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para
creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y
despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta
en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta harmonía, donde no se descubre
nota que disuene.” (p. 48)
Por la carta de 20 de
abril sabemos que el Deán ha sugerido el posible enamoramiento y que a D. Luis
se le han abierto los ojos. La sorpresa
del amor es un acontecimiento que le sobrecoge[x]. La influencia de Pepita
empieza a ser tan directa que él ya no es el ser habitual que solía, sino otro.
Por esta razón no puedo coincidir con Montesinos cuando afirma:
“que es de notar que Don Luis se conduzca enteramente como una mujer a
lo largo de la historia, siempre elemento pasivo, siempre el seducido, haciendo
verdad la teoría de Don Pedro sobre el papel agresivo de la mujer en la lucha
de los sexos, curiosa anticipación de cierta psicología recientísima”[xi].
Esa pasividad no es un
rasgo fijo en la caracterización del personaje, sino el cabal y justo que
precede a la educación sentimental que va a experimentar. Es de notar,
igualmente, que su actitud en el trato amoroso contrasta poderosamente con la
virilidad de que hace gala en su vida religiosa, pues para ella ha sido
educado, no para la amorosa; el protagonista lo atestigua cuando escribe a su tío
en la carta de 4 de mayo:
“otro punto toca V. en su carta que me anima y lisonja en extremo.
Condena V. como debe el sentimentalismo exagerado y la propensión a
enternecerme y a llorar por motivos pueriles de que le dije parecía a veces;
pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que existe en mi, importando
desecharla, celebra V. que no se mezcle con la oración y la meditación, y las
contamine. Usted reconoce y aplaude en mi la energía verdaderamente varonil que
debe haber en el afecto y en la mente que anhelan elevarse a Dios. ”(pp. 57-58)
La carta aludida describe
una escena básica en la documentación de Montesinos para avalar su teoría del
papel cambiado de los sexos. Se trata de una excursión que, el 22 de abril,
hacen los personajes a la quinta Pozo de la Solana propiedad de Don Pedro. El
seminarista no sabe montar y va “en una
mulita de paso, muy mansa” mientras Pepita lleva “un caballo tardo muy vivo y fogoso y no la burra con jamugas que
pensaba Don Luis” (p.59)
Fascinado por la gallardía de Pepita no tarda en percatarse del papel desairado
que le toca representar; presume compasión en Pepita, burla en su primo
Currito, y exclama: “¡cuán sufrí por
dentro!” (p.60). Este D. Luis
zaherido está listo para iniciarse en la educación sentimental, y es Pepita, el
agente de la naturaleza, la encargada de enseñarle en un aula de hechizos y
sensaciones mágicas.
Pepita y D. Luis se quedan
solos en medio de un paisaje bucólico. El seminarista cuenta al Deán que se
sentía en la misma situación que los santos antiguos al ser tentados. La
soledad con la mujer le produce una sensación jamás experimentada: un estremecimiento
y un estupor que no cesarán a lo largo de la escena; el estremecimiento, el
temblor permanente, lo originan los ojos fulmíneos de la nueva Circe, y el
estupor es la sensación de alguien a quien le sucede algo, pero a la vez ignora
la causa. En consecuencia D. Luis sufre una pausa en su actividad reflexiva,
una momentánea desaparición del consciente. Pepita, sus palabras de sirena,
cautivan, proceso maravillosamente trabajado en la novela y que resumimos en
sus dos momentos más importantes:
1.: La viuda rompe el
silencio y dice que quizás por culpa suya, D. Luis venga a “estas soledades (...) sacándole de otras más
apartadas” donde nada le distrae de oraciones y de lecturas piadosas. Él
explica: “Yo no sé lo que contesté a
esto. Hube de contestar alguna sandez, porque estaba turbado”. (p.63)
2.: Se pone en guardia
instintiva contra la mujer, pero... acepta todas sus sugerencias. Cuando Pepita
dice: “La equitación no se opone a la
vida que V. piensa seguir, y yo creo que su padre de V., ya que V. está aquí,
debiera en pocos días enseñarle” (p.
64), el seminarista promete: “En la
primera nueva expedición que hagamos, he de ir en el caballo más fogoso de mi
padre, y no en la mulita de paso en que voy ahora.” (p.65)
Si he sido prolijo con las
citas es porque el texto no tiene desperdicio y da toda clase de pistas para
entenderlo. Detrás de las palabras sencillas alientan las imágenes de contenido
erótico que el caballo Lucero agrupará más tarde y que Robert E. Lott ha
repasado al estudiar el tema de la equitación en la novela [xii]; se detiene en
la asociación del nombre del caballo con la estrella de la mañana, Venus [xiii],
que venía ya dada en la comparación entre D. Luis y los gallardos mozos, “ágiles jinetes (...) diestros en todos los
ejercicios del cuerpo” que también pretendían a Pepita y entre los que Don
Pedro resultaba el más intrépido; para Lott el caballo puede tomarse como
símbolo del propio D. Luis, y estaríamos más de acuerdo si se pretende afirmar
que Lucero representa el yo-natural e instintivo del personaje.
Pienso que la escena
descrita en la carta de 12 de mayo avala mi presunción. D. Luis se dirige a la
casa de la viuda una vez doctorado en el arte ecuestre; en ese preciso momento
se describe a Lucero como hijo de caballo árabe y de yegua de casta –alusión a
los padres y a la condición de hijo natural del jinete-, como “saltador, corredor, lleno de fuego y
adiestrado en todo linaje de corvetas” (p.74).
Bajo el balcón de Pepita y la mirada de ésta:
“Lucero, que, según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer
piernas cuando pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a
levantarse un poco de manos. Yo quise calmarle, pero como extrañase las mías, y
también extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se alborotó más y más y
empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos botes; pero yo me
tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo, castigándole con la espuela,
tocándole con el látigo en el pecho y reteniéndole por la brida.” (p.77)
En mi opinión, el jinete
es el otro D. Luis, el que intenta dominar sus pasiones; Lucero es, por el
contrario, el yo-natural sujetado en
sus impulsos, más no perdedor, pues la victoria caerá del lado de Pepita, la
maga seductora en pleno oficio. Cuando al día siguiente felicite y estreche la
mano del centauro, este pensará que los santos tentados exageraban el peligro,
pero en los ojos de esa Circe de mirar “tranquilo
y honestísimo” descubrirá “una llama
fugaz y devoradora” al posarse en él y, en la carta de 19 de mayo, confiesa
al Deán:
“No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la
ardiente mirada de que ya he hablado a V. Sus ojos están dotados de una
atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los
míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta”.
(p.85)
D. Luis experimenta la
sorpresa del amor con todas sus características. Por el tono de estas últimas
cartas, el amor se le ha presentado en forma de revelación. Es un ser que ama y
al percibirlo adquiere conciencia de ser otro del que fue. Mirándose en el
espejo del ayer cree que su identidad estaba en el camino solitario a la busca
de Dios, pero al mirarse en el espejo de hoy reconoce que el nuevo D. Luis
representa mejor la realidad de su ser, aunque se resista a caer de lo infinito
a lo finito, aunque piense que lo único eficaz contra el amor sea el amor
mismo:
“Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepita me
inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino en consurrección poderosa.
Entonces todo se cambia en mi, y aun me prometo la victoria.” (p.88)
Vanas esperanzas. Dos
párrafos adelante confiesa: “Mi vida,
desde hace algunos días, es una lucha constante”, lucha que es solo la
intención de mantener viva la personalidad de ayer. La inutilidad del combate
viene expresada a comienzos de la carta siguiente, de 23 de mayo:
“El proceso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto
del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así mi espíritu ahora.”
(p.89)
La imagen de la caída
representa magníficamente ese descenso al ámbito de la realidad; mientras el yo
forjado por la voluntad se despeña desde la esfera metafísica, el yo natural
emerge poderoso desde los círculos del subconsciente. La confesión de impotencia
para evitar este proceso viene al final de la carta:
“Quiero liberarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la
adoro. Su espíritu se infunde en mi al punto que la veo, y me posee, y me
domina y me humilla.” (p.90)
El momento recuerda a las
mejorías de la muerte; el seminarista tendrá arrestos para hurtarse a Pepita y
no verla; cree escapar al maleficio de su Diana cazadora (”Eres lazo de cazadores, la digo, tu corazón es red engañosa y tus manos
redes que atan” (p.92) poniendo distancia. En su
desfallecimiento pedirá auxilio a ese Dios incognoscible (“Muéstrame tu cara y seré salvo” (p.94) Todo inútil; al primer reencuentro llegarán al “desmayo fecundo” del beso.
En la carta de 11 de
junio, D. Luis hace la declaración de consagrarse sólo a Dios; sin embargo, en
la de siete días después, evidencia que ni puede recobrar la voluntad del
pasado ni reorientar la brújula al camino hacia Dios por la sencilla razón de
que sigue sin haber orden en su actividad reflexiva:
“El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy
escribiendo”. (p.99)
IIIa.
FASE: LA LUCHA IDENTITIVA
Resumen: Ambos protagonistas se enzarzan en una lucha
vigorosa por su identidad. El protagonista, creyendo que su amor por Pepita le
anula decide ser el de antes, mientras ella siente que sólo puede realizarse al
lado del amado. La fase se inicia con un cambio en la función narrativa.
Súbitamente la cartas
concluyen. La tercera persona del Deán sustituye a la primera del protagonista
en la función narrativa [xiv] y hacerlo en ese momento resulta un acierto. La
acción no podía continuar bajo el punto de vista de un narrador sumido en un
caos mental. De otra parte, el relevo narrativo permite enfocar la novela hacia
Pepita, hasta ahora el personaje más bien contemplado. Al alejarnos
momentáneamente de D. Luis, la novela ofrece un respiro y cobra un aire nuevo;
el lector deja de estar frente al protagonista que lo contaba todo al Deán
invisible; contemplamos en el escenario a Pepita y al Vicario y podemos
establecer paralelismos entre los personajes anteriores y los nuevos, pues, si
los caracteres son distintos, los unos son complementarios de los otros en lo
fundamental.
Pepita es tan opuesta a D.
Luis como el Vicario intransigente al remotísimo, pero comprensivo Deán, si
bien, ambos clérigos tienen la misma función: provocar la expresión identitiva
de los protagonistas que se estructura sobre la dicotomía del ser y del
parecer, la misma que permite al novelista del s. XIX calar en la fibra íntima
de los personajes y que en Valera se presenta con una complejidad
pre-unamuniana.
Pepita va a demostrar
quién es ante lo que el Vicario llama amor imposible. Frente a un D. Luis que
ama, pero que no quiere amar, se levanta el orgullo de quien no alberga la
menor duda acerca de su identidad ni de su busca[xv]. Cuando el Vicario niega
que D. Luis la quiera, el reiterado “¡Me
quiere!” de Pepita expresa su voluntad desesperada por querer ser. Pepita
no había sido mujer en su matrimonio anterior con un viejo decrépito, y no
acepta que D. Luis ni el Vicario le impidan la nueva oportunidad (p.109) [xvi]. Así es la rebelión de
Pepita:
“—Bueno está eso—replicó Pepita (al Vicario)--; cumplir su promesa...
acudir a su vocación....¡y matarme a mi antes! ¿Por qué me ha querido, por qué
me ha engreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca, fue hierro candente
con que me señaló y selló como a su esclava. Ahora, que estoy marcada y
esclavizada, me abandona, y me vende, y me asesina. ¡Feliz principio quiere dar
a sus misiones, predicaciones y triunfos evangélicos! ¡No será! ¡ Vive Dios que
no será!”. (p.113)
A pesar de estas palabras
prometerá al Vicario arrojarle de sus pensamientos y... no podrá cumplir. Como
en el caso de D. Luis, el instinto lleva la contraria a los razonamientos. Y es
entonces cuando la novela entra en un momento clave que permite al lector
descubrir su sentido: la lucha entre instinto y razón, o si se quiere, entre
ser y parecer. Los dos protagonistas inician un combate dialéctico cuya resolución
dependerá de que se imponga la personalidad más decidida y auténtica. De Pepita
sabemos que no alberga la menor duda acerca de lo que desea, ser mujer; de D.
Luis –por boca del Deán--, que defiende su vocación religiosa y se considera un
elegido:
“¿Qué se diría de él, y sobre todo, qué pensaría él de si mismo, si el
ideal de su vida, el hombre nuevo que había creado en su alma, si todos sus
planes de virtud, de honra y hasta de santa ambición se desvaneciesen en un
instante, se derritiesen al calor de una mirada, por la llama fugitiva de unos
lindos ojos, como la escarcha se derrite con el rayo débil aún del sol
matutino?” (p.123)
D. Luis decide no ver a
Pepita. La distancia física que se origina es un espejo de la distancia moral
en la que siempre mantuvo a la amada al creerse superior. El que está muy
próximo a las personas no las ve y esto le sucede a D. Luis. Cuando veía a
Pepita en relación con su padre, exigía las virtudes que debía tener una madre;
cuando el padre desaparece del escenario amoroso y él mismo se relaciona con
ella la ve como a sujeto infernal, Circe, o la Eva desnuda y pecadora. Existe
la pasión, pero no la proximidad. D. Luis ha distado de ella como un punto de
otro en el infinito. Su ceguera interior le ha impedido verla como es.
El orgullo le lleva a
refugiarse en el pasado, en busca del que fue ayer, pero el pasado es bruma y,
al no encontrarse, tiene que expresar su ignorancia de saber donde está. Entre
el ayer y el hoy se ha roto el hilo de Ariadna y el personaje deambula perdido
por los pasadizos de su laberinto interior. Sus peticiones de ayuda a Dios no
serán escuchadas; las respuestas del Deán tampoco le servirán de nada; van
dirigidas al D. Luis de ayer, no al de las cogitaciones y dudas del presente.
IVa.
FASE: EL AMOR... CONOCIMIENTO DE UNO MISMO
Resumen.: Se ha dicho que el amor es una paradoja que
une a dos seres distintos. Una verdad del amor es que, si nos cambia el ser
habitual que solíamos, como paradoja que es, también descubre el que somos
realmente. El amor llega a su plenitud cuando más que el conocimiento del otro
resulta ser el conocimiento de uno mismo. Le sucederá a D. Luis a lo largo de
esta fase; si creía conocerse por las leyes de la inteligencia, comenzará a hacerlo
mediante las leyes del corazón. En este proceso, la lengua del instinto hará
trizas a la del raciocinio. Y llegará el triunfo de la naturaleza.
Antoñona entra en escena.
La criada desempeña un papel ambiguo de madre sustituta y de trotaconventos
bienintencionada cuya función -importantísima- consiste en ser el hilo mediante
el que Ariadna-Pepita sacará a D. Luis del laberinto. Antoñona es la
Enone-Celestina que transita por los espacios de la novela con la finalidad de
defender el amor. Con su lengua rupestre destruye el parecer que D. Luis se había forjado de seminarista respetable
llamado a los más altos designios. Antoñona invierte y pone en solfa las
imágenes que habían edificado aquel empeño de personalidad. Para ella, D. Luis
no es un elegido sino un maquinador, un travestí de Circe, el brujo que da
bebedizos malignos y cambia voluntades; mientras Pepita no es la criatura
infernal que pensaba él, sino un ángel; Don Luis es el cazador y ella el
zorzal:
“Tengo que decir—prosiguió Antoñona—que lo que estás maquinando contra
mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La has hechizado; la has
dado un bebedizo maligno (...) Esta santidad mentida fue, sin duda, el señuelo
de que te valiste. Con tus teologías y tiquismiquis celestiales, has sido como
el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales
bobalicones para que ahorquen en la percha.” (p.135)
Antoñona habla con
inteligencia al defender el amor de Pepita, mientras. D. Luis habla la lengua
del necio al pedir que Pepita se sacrifique por él. En el toma y daca de la
conversación, Antoñona muestra el cordel
donde puede extinguirse la vida de Pepita, contrapunto al hilo que Ariadna-Pepita posee para salvar al seminarista. El horror
que el citado cordel suscita en D. Luis precipita la decisión de ir a verla.
Antoñona ha cumplido su función y abandona la escena. Es ahora cuando el ciego
del laberinto puede ascender a la galería del amor y de la iluminación total;
una imagen espacial encadenada describe su estado anímico:
“Estaba asimismo tan alborotado y fuera de si por culpa de las encontradas
pasiones que se disputaban el dominio de su alma, que no cabía en el cuarto, y
como si brincase o volase, lo andaba y recorría todo en tres o cuatro pasos,
aunque era grande, por lo cual temía darse de calabazadas contra las paredes.
Por último, si bien tenía abierto el balcón por ser verano, le parecía que iba
a ahogarse allí por falta de aire, y que el techo le pesaba sobre la cabeza, y
que para respirar necesitaba toda la atmósfera, y para andar de todo el espacio
sin límites, y para alzar la frente y exhalar sus suspiros y encumbrar sus
pensamientos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda del cielo.” (p.143)
Volamos hacia ese momento
en el que Pepita se impone. Valera va a demostrar que el verdadero arte
novelesco está en el sentido de la composición. Su novela, que discurre sobre
el papel pautado de la literatura mística [xvii], deja atrás el camino de
perfección para llegar a la vía unitiva; reemplaza la noche oscura del alma por
la no menos simbólica noche de los enamorados, la noche de San Juan; sin
embargo, estos préstamos literarios son utilizados idóneamente y adquieren
perfil y valor propio.
El retrato físico de D.
Luis, que se nos debía desde el comienzo de la novela, surge ahora. El narrador
describe unas proporciones que cuadran al concepto de “buen mozo”, con “algo
atrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y la mansedumbre
clericales” (p.144), y le adorna
con “el sello de la distinción y de
hidalguía” que entariman al héroe ante el lector burgués. La sorpresa que guardaba
Valera –si así se puede decir—es que no utiliza los ditirambos que gustaban a
Fernán Caballero, ni los símiles magnificadores que empleaba su amigo Pedro
Antonio de Alarcón al retratar a sus héroes; D. Luis no tiene mayor particular
que unos rasgos finos y la juventud que el amor armonizan. El realismo de
Valera prefiere ese galán común que, sin embargo, y como debe ser, resulta
maravilloso para su amada: “Al ver a Don
Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía de estética por instinto”
(p.144).
Contemplando el campo y la
espesura del anochecer, D. Luis se siente embriagado. Las sombras nocturnas lo
abrazan todo; la luna parece una lengua húmeda entre las copas de los árboles,
los arroyos, las flores, las hierbas. Los árboles frutales embalsaman el aire.
La naturaleza da su lección de amor al héroe:
“Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa
naturaleza(...) las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores
estaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente sus elictras
sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; la tierra toda
parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa noche (...) todo vida,
paz y deleite”. (pp. 146-47)
La sensualidad de estas
páginas es extraordinaria. Apenas falta elemento erótico de la literatura
clásica del amor, y la ornamentación se enriquece con herencias de los salmos
bíblicos y, quizás, del anacreontismo europeo de finales del s.XVIII [xviii]. A
más del campo está cuanto D. Luis observa en las calles, las parejas, los
coloquios de amor de la noche de San Juan: “Todo
era amor y galanteo” (p. 148).
Vivimos un ejemplo perfecto de cómo el tiempo y el espacio novelescos van a
condicionar la actitud del personaje llegados al climax de la novela.
La entrevista comienza con
los amantes en guardia; él dispuesto a vencer con sus argumentos; ella con la
pasión y el instinto. Y ocurrirá lo que anticipamos; no triunfan los argumentos
del protagonista sino la inteligencia amorosa de Pepita, quien, en una sutil
mutación de posiciones, le ataca primero con la lógica -- si ha cedido a una “zafia aldeana”, ¿no tiene razón en
prever que D. Luis será un “clérigo
detestable, impuro, mundanal y funesto que cederá a cada paso”? (p.158) -- y cuando D. Luis se defiende,
ella califica sus razonamientos de sofismas [xix]. Después le psicologiza
--¡ella a él!— retrata su interior y, al fin, descubre sus sentimientos con una
declaración de amor como no hubo otra en lengua castellana desde la de Calixto
en La Celestina:
“Yo amo en usted, no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del
cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre y el
apellido, y la sangre, y todo aquello que le determinan como tal don Luis de
Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no se qué más diga.
Repito que es menester matarme. Máteme V. sin compasión. No; yo no soy
cristiana, sino idólatra materialista.” (p.169)
El resultado es conocido.
D. Luis se entrega y aparece como Adán ante un nuevo mundo. El resto de la
novela importa ya poco. Es un conjunto de epílogos que están ahí porque lo
exige el lector de la época.
NOTAS.-
[i]
Revisión del estudio “La estructura interior de Pepita Jiménez”publicado en el
libro CADUP-Estudios 1988, Centro de
Tortosa-UNED, (Tortosa, 1988) pp. 165-194. Las citas de la novela de Valera
incluidas en el texto corresponden a Pepita
Jiménez, edición. prólogo y notas de D. Manuel Azaña, Colección “Clásicos
Castellanos”., Espasa-Calpe, (Madrid, 1967). El estudio se realizó como becario
de investigación del Patronato del Centro de Tortosa-UNED
[ii]
Sobre la definición de Pepita Jiménez como novela psicológica o incluso como
drama psicológico (aspectos que no tocaré) ver el prólogo del Juan Valera a la
edición de Appleton de 1886 incluido en la excelente edición comentada y
anotada de Luciano García Lorenza, Pepita
Jiménez, Col. Clásicos, Editorial Alambra (Madrid 1977), p.50; Manuel Azaña
Ensayos sobre Valera, Alianza
Editorial (Madrid, 1971), pp. 206 y 213; José F. Montesinos, Valera o la ficción libre, Gredos,
(Madrid, 1957); Robert E. Lott, Language
and Psichology in Pepita Jiménez, University of Illinois Press, (Urbana,
1970) pp. 167-239; Alberto Jiménez Fraud, Juan
Valera y la Generación de 1868, Taurus, (Madrid, 1973), p.170; y Arturo
García Cruz, Ideología y Vivencias en la
obra de D. Juan Valera, Ediciones Universidad de Salamanca (Salamanca, 1978),
pp.150 y ss.
[iii]
Sobre el trasfondo ideológico, platónico y religioso- tampoco materia de mi
estudio- hay una bibliografía abundante; destacamos los libros citados con
anterioridad y los de J.J. Gil Cremades, Krausistas
y liberales, Seminarios y Ediciones, (Madrid, 1975), el de Francisco Pérez
Gutiérrez El problema religioso en la
Generación de 1868, Taurus (Madrid, 1975) y el de Juan Oleza, La novela del XIX: del parteo a las crisis
de las ideologías, Ed. Laia (Barcelona, 1984)
[iv]
Benito Varela Jácome estudió la estructura externa de Pepita Jiménez y su
transformación “actancial” en “La idealización de la realidad en Juan Valera”
capítulo de su libro Estructuras
novelísticas del siglo XIX, Clásicos y Ensayos, Colecn. Aubí (Barcelona,
1974), pp. 140-157
[v]
Dice A. Jiménez Fraud: "Todos lo
héroes de Valera comienzan sumergidos en un narcisismo espiritual que les
atormenta y les da vida cuando persiguen un ideal de perfección, un absoluto
que el alma humana lleva dentro de si misma, ideal incognoscible, irrealizable,
pero que consume de amor las almas que están sedientas de belleza.",
op. cit.., p. 161
[vi]
Rosendo Díaz-Peterson: “Pepita Jiménez de Juan Valera o la vuelta al mundo de
los sentidos”, ARBOR, 1975, pp.39-51
[vii] Lott, op.
cit., pp183-184.
[viii] Lott,
op.cit, pp.185-192. Paul Smith , “Juan Valera and the Illegitimacy Motif”, HISPANIA,
LI, 1968, pp. 804-831.
[ix]
Gonzalo Torrente Ballester, Panorama de
la literatura española contemporánea, 3º edcn., Giadarrama (Madrid, 1965),
p.108.
[x]
Azaña intuyó lo que definimos como “sorpresa del amor” al decir que “don Luis se enamora velozmente de Pepita,
pero en algún tiempo no conoce, ni por tanto, confiesa que está enamorado”,
op. cit, p.226.
[xi]
Montesinos, op. cit, p.119
[xii] Lott, op.
cit., p. 61
[xiii]
Azaña fue el primero en mencionar la importancia de la estrella Venus en la
novela, op. cit., p.215
[xiv]
Véase el excelente trabajo de Germán Gullón: “Técnicas narrativas en pepita
Jiménez y Juanita La Larga”, capítulo de su libro El narrador en la novela española del siglo XIX, Taurus Ediciones
S.A., (Madrid, 1976) pp. 149-155. Sobre el tema epistolar ver también el libro
de Lott, op. cit., 197-202 y el estudio de Francisco Serrano Fuente “La
estructura epistolar en Pepita Jiménez y la Estafeta Romántica” Cuadernos de
Investigación. Filología (Colegio Universitario de Logroño, mayo de 1975,
pp.39-63
[xiv]
Sobre el tema del orgullo ver García Lorenzo, op. cit., pp.30-31
[xvi] Lott,
op.cit., pp.203-204
[xvii]
El libro de Robert E. Lott tiene, entre otros grandísimos méritos, el de
demostrar la influencia de la literatura mística en la novela; véanse las pp.
14-18.
[xviii]
Por lo que se refiere a la influencia de los salmos bíblicos ver Lott, op.
cit., p. 63 y ss. Por mi parte, sospecho que el culto Valera también pudo estar
influenciado por la corriente anacreóntica que brilló a finales del s. XVIII, y
a la que Pedro Salinas dedicó páginas de mucho interés en el prólogo a su
edición de Meléndez Valdés: Poesías,
“Clásicos Castellanos”, Espasa-Calpe SA, 5ª edcn., (Madrid, 1973) pp. XXXV a
LIV. En la poesía anacreóntica al amor lo puede todo y la belleza de la amada
–personificación de la Naturaleza—resulta irresistible. También la naturaleza
juega un papel revelador en la creación del espacio literario así como en el
tratamiento del tema amoroso; la atmósfera es lúdica y sugiere una anatomía
erótica simbolizada en la presencia de ríos, fuentes y arroyuelos, y lo íntimo,
recóndito y misterioso, a través de bosques, selvas y espesuras. La posible
influencia de los temas anacreónticos en Pepita Jiménez podría rastrearse en
diversas instancia de la novela, por ejemplo, en el detallismo que emplea Don
Luis al describir a su amada, la función que la belleza de Pepita desempeña en
el deslumbramiento y posterior entrega del seminarista, en la exageración de
los sentimientos como un placer más, la frecuencia con la que se derraman
lágrimas que desembocan en efusiones extremas y en la memorable escena donde la
naturaleza ofrece a Don Luis la lección copulativa que le conducirá al aposento
de Pepita.
[xix]
Sobre el tema de la virtud, su no fácil caída, así como la relación de Pepita
Jiménez con otra obra de Varela, el diálogo filosófico-amoroso o Asclepigenia,
ver Azaña, op.cit, pp.238-241 y A. Jiménez Fraud op. cit.,, pp. 176 y ss.
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