miércoles, 25 de noviembre de 2015





La Tertulia

Nota.:

La Tertulia es el relato final de mi libro Historias de España. Hechos que ocurrieron en Madrid, Texas, Pensilvania y en Tortosa, reaparecen en los sucesos que se hilan en este relato, siendo personalizados por entes de ficción que se reúnen en un café para discutir quién debe ser el pregonero de las Fiestas de Lebico. Mientras dan sus opiniones, el personaje relator recuerda pasajes de la vida de los tertulianos con sentido del humor.

Nos reunimos martes y viernes en la mesa grande situada al fondo del  café Universal. Al verme, Laura alboroza sus grandes  aunque  maliciosos  ojos de sibila. Está acompañada de Luis Figarola, Balbino Cubelos, Primitivo Martín, Ramón Fidalgo, y Adelino Feito.

--Siéntate -dice ella azotando la silla a modo de bienvenida-. Discutimos sobre quién debe pregonar en las Fiestas de Lebico.

--¡Ah, sí? ¿Y ya lo habéis decidido?

--No exactamente, porque nosotros no decidimos; como mucho sugerimos - corrige Adelino--, pero da un tufillo a que ya se eligió.

Picado por la curiosidad, pregunto:

--¿Alguno de vosotros sospecha el nombre del afortunado?

Adelino mueve la cabeza con firmeza y añade:

--Muy probablemente ninguno de nosotros; como el alcalde hizo el paripé de preguntarnos, por eso creo que será un foráneo otra vez.

Asiento con la cabeza mientras Balbino protesta:

--¿Otro?

Adelino, amante de la precisión y mirándome con fijeza, corrige:

--No exactamente. Hemos visto a Julián Fabá hablando lo menos tres veces con el alcalde, vamos, que no se separan.

Soltamos la carcajada porque Fabá es vinatero y sólo discursea durante la vendimia, pero el gallinero de la tertulia se ha alborotado. A mí, la cuestión de ser pregonero de las Fiestas me importa un bledo, aunque reconozco que si los políticos codician ser alcalde de su pueblo, pregonar las fiestas locales es la ocasión para que un escritor se encumbre ante los convecinos y la prensa –al menos la digital de Ponferrada— dedique unas líneas al triunfador; vamos, que le alcen sobre la peana. Sin embargo, la realidad es que el alcalde no encarga el pregón a ningún escritor local desde hace tiempo.

Dos años atrás  lo confió a un madrileño que habló sobre los vinos del Bierzo con tal desatino que confundió los del Palacio de Arganza con los de Arganda del Rey; nos percatamos al soltar el socorrido de "Si vino a Arganda y no bebió vino, entonces ¿a qué vino?”. Y hace un año Pepín Eriguren, el celebérrimo antropólogo vasco, soltó un reóforo disparatado comparando la captura de la ballena por los villanos de Biarritz durante la Edad Media con la pesca de la trucha por nuestros paisanos del Burbia. ¡Vamos, que nos endilgó el trágala para dejarnos en ridículo!

El tal Pepín lo pasó mal porque antes de llegar a Lebico se le ocurrió preguntar por teléfono al concejal de fiestas si le iban a pagar y el burro del Juanín respondió contrariado: “El honor de ser pregonero paga de sobra, ¡Ya quisieran muchos!”. Pepín arguyó que se desplazaba desde Zumaia donde disfrutaba de unas vacaciones ahora interrumpidas, además estaba la estancia de aquí  y todo ello suponía unos gastos importantes que nada tenían que ver con el honor. Total, que terminó telefoneando al alcalde y éste ordenó al Juanín que le hospedara en el Parador de Villafranca del Bierzo y, si no tenían habitación libre, en el Hostal La Charola de la misma villa; añadió que le regalara un arcón con publicaciones dedicadas a Lebico y la comarca del Bierzo y, además, que se le abonaran quinientos euros para cubrir los gastos del viaje.

Juanín interpretó las órdenes del alcalde a su manera. Dijo a los del Parador que reservaran al pregonero una habitación hasta las ocho de la noche, que dispusieran de ella si no llegaba antes...“y entonces le buscáis un taxi y lo mandáis al motel de la carretera, aquí junto a Lebico”. Al oír esto, el empleado del Parador quedó atónito y, sin salir del asombro, preguntó: “¿Se refiere a… El corzo enamorado?” Juanín bramó: “¡A ese mismo!”. Tal sucedió y Pepín, luciendo ojeras como aros olímpicos, contaba a la mañana siguiente: “Llegué tarde y me llevaron a un motel de las afueras, un motel de citas. Las mujeres se han pasado la noche picando en mi puerta y preguntando si necesitaba algo”. Cada vez que Feito relata el lance añade que después de oír los toquecitos en la puerta, Pepín sacaba la foto de su mujer con los críos y la besaba con devoción fortaleciéndose  para resistir la tentación, aunque hay quien duda.

La lectura del pregón discurrió como de costumbre. El pueblo --reunido alrededor de Pepín en el Robledal Gil y Carrasco- se expansionaba en amigable charla y el murmullo subía o bajaba dependiendo de si Pepín hablaba de ballenas furiosas, de truchas deprimidas, o preguntaba intencionadamente si le oían. La gente respondía que sí, que siguiera y, cuando reemprendía la lectura de los interminables folios, la bulla regresaba diluyéndose, sólo algunas veces, a causa de la brisa que solmenaba las hojas del robledal.

Balbino Cubelos propone la redacción de un manifiesto al objeto de criticar las decisiones caciquiles del alcalde y exigir que los escritores lebicenses sean los únicos pregoneros en adelante, eso sí, requiriéndoles que evoquen los acontecimientos históricos del pueblo, los acaecidos en la comarca, o bien, a sus  prohombres para atraer la atención del auditorio.

De inmediato obtiene la oposición de Luis Figarola: “No creo oportuno criticar al alcalde porque nuestra propuesta jamás prosperará. Lo mejor es que cada uno de nosotros sugiera pregones que meteremos en un escrito de estilo positivo; pienso que ese escrito debe tener un redactor que tenga el respeto del alcalde, tarea para la que me ofrezco”.

Parece evidente que sobrevalora su condición de vate local más premiado –acaban de concederle el “Partenón de Vilela” por su poemario Lirios en el huerto de Melibea--, pero su apariencia de señor de vuelta de la vida, prudente y justo, encubre la del pijotero que acaba de echar a su pareja de casa.

Esta misma mañana venía yo por la acera que circunda el Robledal cuando encontré a su compañero sentado en un banco; hablo del guatemalteco ese al que llamamos Pinocho. Pues bien, Pinocho estaba hecho una Margarita Gautier a moco tendido. Le pregunté qué hacía sentado allí tan temprano, tan triste y apenado. “Me ha echado”, replicó. “¿Cómo que te ha echado?”, pregunté. “Es que me lavé los dientes con su cepillo”. Le consolé como pude y  vine a la tertulia figurando que cuando la gente se enternece leyendo los versos de Figarola sobre los lirios del huerto de Melibea... ignora --es mi opinión-- que son una metáfora de los palominos que el poeta descubre en los calzoncillos de su amante. Pero regresemos al momento, porque resulta que la propuesta de Figarola sólo ha sido acogida parcialmente y, al quedarse sin la unanimidad que esperaba, ha dicho que pasa y no redactará nada de nada.

Mis contertulios acuerdan que el escrito salga de la pluma de Ramón Fidalgo, quien acaba de abonar los cafés de la tertulia antes de proponerse. Catedrático del I.E.S Padre Sarmiento e increíblemente rico para la profesión, tira a la mediana edad, es alto y bien portado y, según mis compinches, supera a los monos capuchinos en la praxis del amor, aunque  su forma de ligar me parece rancia, salvo a las jovencitas inexpertas.

Ramón  despliega las plumas desde el primer día de clase. Va  al encerado y escribe con la mano izquierda una frase en supuesto árabe de un tirón; luego traduce con parsimonia al poeta que, con tonillo épico, evocaba cuitas de amor cuando ascendía hacia el castillo de Corullón y, azotado por el viento y la lluvia, sentía su corazón desfallecer…

Afirman sus contrarios que, cuando lleva alguna moza despistada a su casa, saca un álbum de fotografías de cuando frecuentaba la Riviera en Jaguar deportivo, o de cuando competía en algún campeonato provincial de florete exhibiendo el escudo heráldico de fantasía que también hoy resplandece en su camisa. Lo que ocurre después depende de la comparación que la moza realice entre el Fidalgo de ayer y el de hoy. Sí, es verdad, que algunas alumnas jovencitas acechan la puerta de su casa para verle salir por las mañanas y que una adolescente en celo o transida por un arrobamiento circunstancial se presentó a examen luciendo una camiseta con la inscripción: “Yo soy de Ramón Fidalgo”. Cuando se corrió la voz y el Jefe de Estudios recriminó a Moncho por no haberla expulsado del examen, se defendió diciendo que anda medio cegato por una infección y por eso no vio el texto del que se enteró por el chismorreo. Aseguran los testigos de su parte que la frasecita apenas se leía a causa de la ola que, bajo el jersey, formaban los preciosos senos de la chica. Vamos, que Fidalgo se quedó bizco.

Ramón es autor de libros dice que agotados y de otros, pienso yo, de redacción improbable. Se cree el patrono de la tertulia porque suele pagar los cafés y también las copas cuando celebramos algo. De momento ahí está escribiendo el manifiesto “Al Muy Ilustre Sr. Alcalde la Ciudad: los escritores lebicenses aquí reunidos...”

Se notan los esfuerzos de Balbino Cubelos por meter cuchara. Temible porque gasta bromas pesadísimas. Cuando Figarola abandonó el exilio venezolano para regresar a Lebico, Balbino aseguró que el decano de la Facultad de Letras caraqueña le había escrito una carta advirtiendo que, por nada del mundo, se ofrecieran bebidas alcohólicas a Luis porque siendo dipsómano  tenía el hígado como la plaza de toros de Méjico. Dimos a Figarola una comida de bienvenida en La Charola villafranquina. Mientras gozábamos del botillo y del vino de Palacio de Arganza, el camarero –que estaba advertido--, sólo le servía Coca-Cola y nadie le hacía caso cuando protestaba. Llegó la hora del cava y de los brindis y, en un descuido, Pinocho le cedió su copa y se descubrió el pastel. Entonces el camarero, sin duda orientado por Cubelos, dijo que obsequiaría una copa de descargo por cuenta de la casa, una copa de güisqui Legacy sumergido en aguardiente de manzana de L’Alquitara del Obispo. La melopea colectiva fue descomunal.

Es el turno de Primitivo Martín, paladín de los hispanos que comen sólo cuando les invitan a comer; en casa trasiega ensaladas y cena huevos duros que están listos cuando Primitivo concluye la lectura de una página cualquiera de Kant. Descubrí por casualidad que su novelilla Campesinos de dos mundos era un plagio parcial del tríptico dramático Hombres de dos mundos del cubano José Cid Pérez, obrita que seguramente le prestó Lupe –con quien hace buenas migas--, pero no dije nada porque la acción transcurre en Pereje, donde nadie le habrá leído y como nos vemos dos días a la semana en la tertulia y seremos compañeros en una cuchipanda literaria que recorrerá España por noviembre, no es cosa de descubrir el gatuperio ni de que la amistad sufra un nublado. Además, ¿no da lástima un hombre que estando en Nueva York cambiaba siempre de acera cuando veía un gato negro? Y es gafe, de los que vuelan y aterrizan con algún motor del avión resoplando.

Pues Martín se decanta por el Padre Martín Sarmiento del que asegura ser descendiente. Figarola no tarda ni un segundo en preguntarle: “¿Pero no se llamaba Martín de nombre y no de apellido por el patrono del convento benedictino madrileño en el que ingresó cuando tenía quince años?”. Primitivo se sonroja y, como si viera culebras reptando hacia él, responde nervioso: “¡Ah! Pues a lo mejor, pero pariente sí me parece que era”.

El problema de Martín es que no pretende que se hable del bercianismo del fraile sino de su galleguismo, porque el Bierzo es para Primitivo la quinta provincia de Galicia y afirma rotundamente que fue un despropósito histórico adscribirla a León. Alega que el Coloquio de veinticatro galegos rústicos de Sarmiento no sólo permite conocer el gallego que se hablaba en su época sino que ejemplariza el galleguismo que impregnaba la mejor cabeza berciana de aquel siglo.

Todos sabemos el interés que Sarmiento tenía por las lenguas derivadas del latín, sobre todo el castellano y también el gallego que dijo debería enseñarse en las escuelas y los curas conocerlo para confesar a sus feligreses, pero no parece que Primitivo haya investigado mucho más, por lo que su propuesta trasciende olorcillo político y queda descartada.

Llega el turno de Laura. Delgada, casi transparente, con esos ojos brillantes y enormes de sibila. Cuando llegó a Lebico,  Laura asombró por sus atavíos traslúcidos. Solía llevar los hombros desnudos aunque hiciera frío y se sentaba en los salientes de los edificios batiendo alas con sus piernas y mostrándose como embebecida en el libro que sostenía entre las manos. La gente pasaba y la admiraba, o pensaba mal.

A mí me gusta Laura porque es una sorpresa constante. En los veranos viaja a algún país hispanoamericano para inspirarse. Le importa un bledo si los aviones son puntuales y aterrizan donde pensaba arribar. Y le pasan cosas chocantes; por ejemplo, cuando llegó a Latacunga o ciudad de nombre parecido. Eran diez pasajeros, pero tuvo que hacer cola con otros cuatro extranjeros y no pasó la aduana hasta que el altavoz que había iniciado un llamado en inglés chungo con la frasecita “¡Citizens of Afganistán!” y proseguía con los demás países, llegó un rato largo  después al “¡Citizens of Spain!”. Cuenta que los cuatro oriundos de Trinidad y Tobago --que también aguardaban-- aplaudieron por habérseles adelantado.

Hablar con Laura es como disfrutar de la visión de un revolutum de libélulas luminosas alrededor de una fruta de la pasión. Su aspecto y sus poemas bien podían haber salido de un cuadro inocente de Miró. De ella sólo hay que evitar una cosa: que te invite a comer.

Me pasó el otoño pasado al poco de conocerla. Cuando iba a sentarme a la mesa me sorprendió ver a Lulú, su caniche, ocupando la cabecera. Se veía que estaba acostumbrado y se comportaba porque el perrito estaba en su silla sentado sobre las patas traseras y tenía las delanteras alineadas perfectamente sobre el mantel. Mis colegas me habían advertido de la frugalidad de sus convites así que no esperaba más de una ensalada y los raviolis de rigor, pero quedé de piedra cuando Laura puso delante de Lulú un filet mignon que casi me impulsó a alzar las manos y lanzar un ¡Guaguau... Guaguau...! deseando para mí la suerte de mi compañero de mesa, pero me contuve al ver que el plato humeante que Laura me servía venía colmado de raviolis a la parmesana.

Laura me compensó contando la aventura de Lulú, el decano y el Dr. Levy. Todo el mundo conoce ahora al egregio profesor de literatura medieval de la Universidad del Bierzo, pero pocos saben que esa fama proviene de un suceso extraordinario.

Cuando el Dr. Flores Anguita --por entonces decano de Filología-- asistía hace tres años más o menos al congreso de hispanistas celebrado en Ostende,  poco sospechaba que la identificación que llevaba en el pecho iba a proporcionarle admiraciones como estas: “¡Oh! De la Universidad del Bierzo. Qué suerte tiene de trabajar junto al Dr. Levy”, “¡Qué afortunados los de su universidad  por contar con el Dr. Levy en el claustro!”, “¿Qué nuevas nos trae del Dr. Levy?”... y frases parecidas.

El decano se preguntaba asombrado quién sería el tal Dr. Levy, pues dudaba de que estuviese en su universidad ya que, pensaba,  no podían referirse al  profesor que  los compañeros de facultad difamaban como el judío infecto debido a que tenía una oficina maloliente llena de papeluchos apiñados en montones por el suelo. Lamentó no recordar su nombre de pila, pero de ninguna de las maneras  podían referirse al profesor asociado que suspendieron cuando se presentó a numerario en las últimas oposiciones y a quien cesarían al final del curso. Pero estaba equivocado. Todos se referían al sujeto que se detestaba tanto en Ponferrada y, para mayor bochorno, los congresistas alababan como el mayor experto en literatura judeo-hispana del medievo, uno de esos súper-alumnos que fueron los últimos discípulos preferidos de Ernst Robert Curtius. Alguna autoridad voceaba que si estuviera en su universidad, el Dr. Levy entraría bajo palio en clase cada día.

Espantado de su hallazgo, el decano regreso a España con un montón de cartas, notas a invitaciones de los colegas europeas para el Dr. Levy. Fechas después, y con el visto bueno del consejero autonómico de Educación, el rector de la universidad deshizo la que se había liado con el suspenso ominoso y coronaron al Dr. Levy como profesor titular numerario prometiéndole una cátedra en cuanto se presentara la oportunidad.

Fue por entonces cuando Laura, acompañada de su caniche, se presentó en la oficina del Dr. Levy para felicitarle, pues se tenía por una de sus alumnas predilectas. Mientras entretenían la charla, Lulú empezó a olisquear los papeles que estaban en el suelo, los lengüeteo a satisfacción y no percibiendo mal gusto ni más traza que el polvo del tiempo, los firmó como territorio suyo. Hizo tal desagüe sobre las jarchas hispano-hebreas allí apiladas que Lulú se convirtió en el héroe de los detractores del Dr. Levy… aunque no pudieron impedir que el profesor fuera trasladado  con sus papeles y libros a una oficina moderna, limpia y espaciosa. Sorprendentemente, la seductora Laura se convirtió en becaria y secretaria suya.

Conocer al famoso Lulú y su hazaña me compensaba la tarde pasada con Laura, pero ignoraba su invitación escondía otro motivo: indagar mi opinión sobre lo ocurrido días atrás en casa de Ramón Fidalgo.

Me explicaré. A Laura le van las propuestas atrevidas y nosotros se las aceptamos por curiosidad y pasar un rato con ella. La última fue que acudiéramos a la casa de Fidalgo --pretextando que su equipo de música es excelente--, a fin de escuchar el último recital poético de Yevgueny Yevtushenko definido por ella como una auténtica sinfonía. Acudimos como corderitos, aunque al rato de prestar oídos, la audición se hizo insoportable. No entendíamos nada porque la grabación era totalmente en ruso.

Laura estaba entusiasmada y hasta daba clase de fonética: “No importa que no entendáis. Fijaros como suena. Percibid el tono, las pausas, la música que emana del recitado”. Habíamos puesto los cinco sentidos, pero no captábamos ni el tono ni las pausas y empezamos a distraer el tiempo curioseando por las paredes de la estancia.

Al escudriñar los carboncillos, las acuarelas y pequeños óleos que decoraban la habitación, nuestros ojos vislumbraron y no tardaron en excitarse al descubrir el trasero desnudo de una mujer en posiciones diversas. Pasado un rato advertimos que nos sonaba, ¡vamos!... que parecía el culo de Lupe, la otra joven profesora de literatura en el IES.
Ramón se percató de nuestro descubrimiento y se empeñó en distraernos con unos tragos de vodka con naranja y galletitas saladas que tenía preparadas para la ocasión, pero el alcohol aumentó nuestra perspicacia, la contemplación, y también los deseos de salir de la casa y comentar entre nosotros lo que cada uno había captado. “O sea, que el jodón está liado con la Lupe” precisó Adelino y, cuando Laura marchó a casa incomodada por el derrotero de los comentarios, soltamos lo que también pensábamos: “Laura ha montado esta audición para descubrir a su compañera y el tío está feliz con nuestro hallazgo mirando los carboncillos”. Para qué seguir.

Los ladridos de Lulú mostrando su grandísima satisfacción por la comida me devolvieron a la realidad de que almorzaba en casa de Laura. Íbamos a degustar el postre cuando Laura comentó sin venir a cuento: “Lupe y yo no nos llevamos nada bien desde los tiempos de la Facultad, cuando intrigó y me desplazó como asistente del Dr. Levy. Sin embargo, ni se me ocurría pensar que se entendiera con Ramón; para mí fue tan sorprendente como para vosotros”. Aguardó, quizás, a que yo preguntara más razones de sus desavenencias con la compañera, pero como no soy cotilla preferí decir: “A lo mejor son pinturas que hace Ramón para fardar, porque en eso nadie le gana”. Me contestó: “Pues fíjate. Yo tampoco sé ruso, pero el rumor de ese idioma me chifla; es de lo más romántico que hay. Escuchar a Yevtushenko, aunque no le entiendas, resulta una experiencia inolvidable”.

Laura propone a los tertulianos que hablemos de Mariano Díez Tobar, quien  nació en Tardajos, un pueblo de Burgos;  era hijo de labriegos y fue capaz de notables inventos profesando en El Colegio villafranquino de los PP. paúles. Asegura que en 1904, cuando se iba a cerrar el citado colegio, pusieron a don Mariano de director y cambió su derrota. Creó una biblioteca con más de quinientos ejemplares de física y de química generando y extendiendo su fama de sabio de tal manera que el Instituto de León logró que la Universidad de Oviedo le concediera el título de bachiller –había estado enseñando sin títulos--  y, después, que la Universidad de Granada le otorgara el de licenciado aunque no quiso aceptarlo.

Nos dice que ideó una especie de trabuco que a las doce en punto se descargaba por efecto del sol al dar la hora y nos deja confusos al asegurar que, probablemente, inventó el cinematógrafo. Laura se apasiona al decir que era un adelantado a su tiempo porque inventó el reloj sin ruedas, cuya esfera en movimiento marcaba las horas y los minutos de un modo continuo y no como los demás relojes. También inventó el iconotelescopio o iconoscopio que resolvía el problema de ver las imágenes a distancia y el logautógrafo que, según expuso La luz de Astorga, parte del principio de que es físicamente posible valerse de la energía del sonido de la palabra para dejarla impresa en el papel, motivando experimentos empresariales que indagaban su aplicación a las máquinas de escribir.

Perdiéndonos en la exposición de tanta ciencia desconocida sobre el clérigo que murió en 1926 y permanece enterrado y tristemente olvidado por aquí, Laura nos sorprende al preguntarse: “¿Y si lo que pretende el alcalde invitando a tanta gente de fuera es evitar que nos peleemos si elige a uno de nosotros?”.

No anda descaminada. Por la tarde sabrán que el pregonero elegido tampoco es del lugar. Será Alberto de Ángel, autor de Muertes siniestras de la Historia, quien hablará de la acaecida al Capitán General de Galicia don Antonio Filangieri en Villafranca del Bierzo cuando habiendo dimitido de su cargo, inducido a ello o por enfermedad, murió a manos de soldados borrachos en plena Guerra de la Independencia, un crimen que pudo plantearse en la cloacas de la Junta Suprema del Reino de Galicia y sin que sirviera de nada que el general de origen napolitano fuera muy amigo del Mariscal Murat.

Alberto tiene una capacidad enorme para timarse con el público, motivo de la propuesta que hice al Sr. Alcalde, pero me han dicho que anda cazando por África. De no regresar a tiempo, lo que ojalá no suceda, el alcalde igual me pasa la encomienda y como me llamo Justino de Santamaría que será un maldito embolado porque ni soy de aquí, ni tengo tema y en la tertulia me pondrían como un palo de gallinero.

Año 2.010

FIN  del libro  HistoriaS  de  EspañA
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sábado, 7 de noviembre de 2015





DON   LEANDRO


NOTA

Don Leandro, es el primer relato de mi libro Historias de España. Lo abre una escena protagonizada por el abuelo de uno de los personajes y unos guardias civiles  que pasan por  debajo de su balcón.  Después, un hombre comenta a un viejo amigo el motivo de no despedirse de él un verano cuando eran chicos y hace memoria de los sucesos que lo determinaron. El relato se conecta a un suceso de la Guerra Civil y a otro del maquis en la postguerra. Las andanzas de los chicos sirven de contrapunto mientras un sargento aclara a sus compañeros la historia verídica que se oculta en torno al personaje del abuelo.


I

El cabo Fadrique y dos guardias jóvenes asomaron al final de la calle Cedeiro. Al divisarles desde el balcón, don Leandro se puso de espaldas y desplegó el periódico. Cuando creyó que se aproximaban, leyó en voz alta para que se enteraran los que  iban a pasar por debajo: “... En este mes de agosto de 1945, el ejército rojo soviético ha aplastado al poderoso ejército japonés de Kuangtung y ha entregado al ejército rojo chino el valioso equipo militar capturado, a saber, 3.700 piezas de artillería, 600 tanques, 861 aviones de guerra y numerosas embarcaciones navales. Esta acción, a la larga, puede resultar decisiva en la guerra que libra Mao con Chiang Kai-chek...” Los guardias jóvenes mostrando cierto desasosiego y cuchichearon entre sí algo que el cabo cortó con un seco:

-- ¡Ni caso!

Los guardias prosiguieron hasta el fin de la calle, donde estaba el cuartelillo. Una vez dentro, se quitaron los tricornios y el correaje. El más joven se atrevió a preguntar mientras frotaba sus botas con una gamuza:

-- Mi cabo, ¿por qué no paramos los pies a ese viejo provocador?

-- Porque ya tuvo lo suyo. Preguntadle al sargento Marcos. El viejo-ya-tu-vo-lo-su-yo — silabeó mientras se sentaba a escribir.


II


¿Qué habrá sido de ti, Pepín? Raulito me dijo que eres perito industrial en Vigo, que tienes familia; poco más. Las amistades de niños se desvanecen, pero me acuerdo bastante de ti. La pandilla de mi primo mayor no siempre me acogía cuando veraneaba en Lebico; entonces me juntaba con mi primo Raulito y contigo. Acudir a la casa de tu abuelo, don Leandro, se convirtió en una costumbre y estar con vosotros en una diversión continua. Mi primo era de la casa. Don Leandro le tenía adoptado porque Raulito juraba y perjuraba que sería médico como él. Y tu abuelo lo daba por hecho y decía: “Cuando muera, todo ese instrumental de la vitrina será para ti”. ¿Recuerdas? Lo primero que hacía mi primo cuando subía a vuestra casa era comprobar si el instrumental seguía en la vitrina y en la disposición de siempre; luego saludaba. También me recibíais muy bien; al fin al cabo yo era hijo del mejor amigo de tu padre; si nos conocíamos menos era porque yo vivía en Madrid y sólo iba a Lebico por los veranos.

De todos mis recuerdos sobresale el de la tarde de mi marcha y fue por los sucesos tremendos que ocurrieron. Fue un domingo de octubre tardío; mi padre había prolongado nuestra estancia para buscar unos foros que nuestro abuelo consideraba perdidos y, también, porque mi madre había mostrado muchísimo interés en presenciar la vendimia.

Tal día se supo que el maquis había asesinado al párroco de Dragonte. Corrían rumores de todo tipo y uno de ellos  ponía los pelos de punta... que si el cura estaba diciendo misa y, justo cuando alzaba, le soltaron dos ráfagas de metralleta haciendo una cruz ante el espanto de los feligreses; otros dicen que alguien disparó y el cura dijo “Salvase el que pueda que yo estoy servido” y se metió como pudo en la sacristía; entonces El Corchas, no es seguro que fuera él, tiró una bomba adentro, pero no reventó. También pillaron a cuatro hombres con quienes el jefe de los guerrilleros tenía cuentas pendientes y les dijeron: “El que quiera salvar la vida que me de tres mil pesetas”, se las dieron, pero les mataron y además hirieron a dos mujeres.

Estábamos a punto de cruzar la calle cuando nos detuvimos en la acera para no ser arrollados por el sargento Marcos, el cabo y dos guardias que venían apresurados desde el cuartelillo camino del monte. Cuando pudimos subir a tu casa, contamos lo ocurrido en Dragonte a tu abuelo y, escuchados los detalles, don Leandro dejó caer el Diario de León sobre las rodillas y, soltando un exabrupto, repitió varias veces ... “¡La que se va a armar! “¡La que se va a armar!”.

Ya tranquilos, hicimos planes para pasar la tarde y entonces dijiste con voz de ordeno y mando: “Vamos a la poza de las culebras”. Y para allá fuimos aunque el lugar no era mi preferido porque era el escogido por el tío Monchín para enseñarnos a nadar. El tío decía: “Aquí te puedes bañar tranquilo porque no viene nadie gracias a las culebras” y lo repetía y repetía. Ya metidos en el agua, me colocaba su cinto rodeando el pecho y la espalda y, sosteniendo el sobrante en alto, me gritaba aguas adentro: “¡Bracea y dale a los pies!”, algo que yo hacía desesperadamente y con mucha desconfianza mientras lloraba de miedo a ahogarme y por las culebras.

Aquel verano nos dio por espiar al Goyo y su novia; corrían rumores de que se daban el filete en una chopera cercana a la poza y ardíamos en la curiosidad de verles en faena. Goyo era el mítico portero de la Gimnástica y Cultural de Lebico; la novia, un monumento de Vega de Espinareda. Raulito aseguraba que el organista de San Cosme había comentado que el espectáculo de los novios era como el encuentro de un piano con las manos de Beethoven..., un decir, porque sólo les vimos esa vez: estaban sentaditos y en animosa charla.

Total, que esa tarde, como tantas otras, nos entretuvimos saqueando el acerolo de un huerto próximo al río, tirando cantos sobre la superficie del agua para ver quién lograba más rebotes y llegaba más lejos, hasta que nos cansamos y nos sentamos en la orilla. Raulito, que por entonces era muy sabido, contó historias que nos pasmaron... que el río Burbia había marcado la frontera entre los reinos de Galicia y de León y así figuraba en los viejos mapas... que el Rey Bermudo I de Asturias, sabiendo que el emir Hisan I regresaba a Córdoba con un gran botín fruto de una incursión por Galicia, trató de cortarle el paso justo aquí, en Lebico, pero el general Yusuf Ibn Bokht le infringió tal derrota que, después, Bermudo I decidió abdicar muy avergonzado por haber capitaneado el mayor desastre militar de los asturianos... 
      
Nos sentíamos felices matando el tiempo cuando nos sobresaltaron unos resoplidos roncos y entrecortados detrás de nosotros. Se enfrentaban  un lagarto verdinegro y una culebra de escalera cuyos cuerpos se revolvían en una pugna feroz, bien que la culebra parecía tener las de ganar. Sin dudarlo, empezamos a tirar piedras hasta que la culebra se alzó amenazante basculando hacia nosotros y desaparecimos tan veloces como los feroces contendientes.

Regresamos al patio de tu casa, y en un pis pas te esfumaste en la panera para después volver con un michino en la mano izquierda y unos cables en la derecha. Ataste los cables por un lado a sus patas delanteras y por el otro los enlazaste a un conmutador de la luz. Entonces dijiste: “Veremos si es verdad que los gatos tienen siete vidas” y accionaste la palanca del conmutador ligeramente hacia abajo. La corriente fluía y el gatito saltaba y hacía contorsiones grotescas pareciendo un puerco espín, la piel erizada y maullando entre convulsiones. Al mismo tiempo oíamos un chirrido como de algo que se fríe. Tirabas de la palanca hacia abajo o la alzabas, lentamente o aprisa, así varias veces, hasta que le mataste. Un olor a pelo y carne chamuscada se extendió por el patio cuando arrojaste el animal al suelo envuelto en una pequeña nube de humo. Luego dijiste a Raulito: “¿No vas a ser médico? Comprueba si tiene siete vidas”. No sé qué hizo mi primo porque yo salí de estampida, más asustado que cuando el tío Monchín me metía en la poza de las culebras; quizás oí un grito de mi madre llamándome, o lo quise oír. Por eso no me despedí de ti.


III


La tarde ha sido intensa. Han perseguido a los maquis, pero no han dado con ninguno. El sargento redacta el atestado como le enseñó el teniente Paláez, preguntándose “¿Quién?” y escribiendo

“...Evaristo González Pérez, alias Recesvinto, natural de Dragonte donde nació en 1916, acompañado de los guerrilleros Abelardo Macías alias Liebre, Silverio Yebra Granja, alias Atravesado, Guillermo Morán García y Odilio Fernández Rodríguez...”

preguntándose “¿Cuándo?” y escribiendo,

“...El 21 de octubre de 1945...”

preguntándose “¿Cómo?” y escribiendo

“...No hay unanimidad entre los testigos. Unos aseguran que ametrallaron al párroco cuando alzaba en la misa, otros que le tiraron una bomba de mano, siendo lo más posible que les dispararan...”

preguntándose “¿Dónde?” y escribiendo

“...Por lo expuesto, tampoco está claro si al párroco le mataron en la iglesia, si le alcanzaron en la sacristía o, lo más viable, que le asesinaran junto a los otros a las afueras del pueblo...”

preguntándose “¿Por qué?” y escribiendo

“...Evaristo González fue apresado al final de la guerra y sometido a juicio. El cura aportó informes y denuncias contra Recesvinto lo que sirvió para que, primero,  fuese condenado a muerte, pena después conmutada por treinta años de prisión que no terminó de cumplir al evadirse...”

El sargento no tarda en poner el punto final y, observando el cansancio de los compañeros que fueron con él de batida, pide a su mujer que acerque unos vasos de vino. Beben golosos, despacio y en silencio hasta que uno de los guardias jóvenes pregunta:

--Mi sargento, ¿tendría inconveniente en contarnos qué sucedió con ese viejo que nos incordia cuando pasamos bajo su balcón?

El sargento se toma un tiempo y después dice:

-- Una tarde... creo que fue en julio de 1939, se presentó en Lebico gente de Gobernación relacionada con uno de aquí; nos pidieron que arrestáramos al médico y a su hijo; al primero por ser un miembro destacado de Izquierda Republicana o del partido socialista, no recuerdo bien, y al hijo porque le presumían igual militancia. Les arrestamos y cuando les metimos en el calabozo del cuartelillo, uno de los de Gobernación les largó: “Esta noche tenéis que decidir a quién de los dos paseamos mañana”. Llegó el día siguiente y el médico dijo que ya estaba todo acordado, que le mataran a él. Entonces el mismo individuo de la noche anterior se puso a reír y a befarse mientras soltaba: “¡Eso te crees, viejo! ¡Con nosotros se viene el joven porque es quien puede hacer más daño!”. Se lo llevaron al Ayuntamiento de Villafranca donde estaban retenidas otras personas. Cuando era prácticamente de noche subieron trece o catorce detenidos al camión de gaseosas de Olarte. Les bajaron en el kilómetro 8 de la carretera de Ponferrada a Orense, por Prioranza. Alumbrados por los faros del camión, les fusilaron. Parece que uno logró escapar y se unió al maquis.

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Año 1.945

domingo, 25 de octubre de 2015



   

EL   23 -F  del  TÍO  JACOBO


El pasillo larguísimo nacía en la puerta de la habitación de los abuelos; daba por la izquierda a los dormitorios principales de la familia y por la derecha al cuarto de los armarios empotrados, a la escalera  que subía al desván y descendía hacia la planta inferior. El pasillo acababa en la amplia galería donde estaban el  cuarto de baño y el retrete,  mi cuarto y el del tío Jacobo que, por el día, permanecía abierto exhalando un olor almizclado a Varón Dandy, Lucky Strike, polvos de talco y, especialmente,  a sudor rancio o así lo parecía hasta que se abrían las ventanas.

El tío Jacobo era un hombre extraño. Justo después de desayunar se ponía a caminar por la galería y el pasillo larguísimo. Recorría esa su particular ruta esteparia no menos de doscientas veces al día al paso y otras veces deprisa. Sólo muy ocasionalmente se paraba en la cristalera de la galería a mirar para afuera; entonces levantaba su mano derecha, la armaba como si fuera una pistola y, cuando pasaba el tiovivo incansable de las golondrinas, disparaba haciendo chasquidos con la boca. El abuelo decía que, de pequeño, el tío tenía la afición de fabricar pistolas con las pinzas de la ropa y disparaba pepitas de cereza o de picota, por supuesto sin propósito de alcanzar a ninguna de las avecillas, aunque siempre pensé que por él no quedaría.

El tío Jacobo bebía leche de unas vacas asturianas traídas del Sueve que mantenía en una finca de su propiedad. Eran vacas rubias que rendían unos diecisiete litros de leche diarios, poco frente a la superproducción de las vacas holandesas. El tío trasegaba dos vasos de leche diarios, uno para desayunar y otro para dormir. Angelina se los servía en vasos anchos de sidra; la mitad  era nata pura que el tío comía con cuchara. Viendo su ingesta se me descomponían las tripas mientras que a él se le endurecían, pues, su glotonería láctea le tenía prieto, quiero decir estreñido, sin hacer de cuerpo como decía el abuelo, y de ahí los paseos diarios para mover lo inamovible.

Como decía, el tío Jacobo recorría el pasillo como si fuera un atleta de fondo y ¡ay Dios! si alguien se interponía. En una ocasión mis hermanas Chelo y Amparo salieron del cuarto de los abuelos montadas en mi viejo coche de pedales y tropezaron con él. El tío Jacobo se puso tan furioso que, de una patada, las mandó escaleras abajo con el recado de no volver a subir. Las pitusas sufrieron una crisis de ansiedad y estuvieron como dos horas llorando. Pero ni siquiera el abuelo se atrevió a decirle  nada en aquella ocasión.

Él bajaba las escaleras sólo para comer y cenar, porque desayunar lo hacía en la galería conmigo. Yo ni rechistaba mientras Angelina servía las tostadas con mantequilla, la leche para él y mi tazón de café con leche. Tampoco se me ocurría empezar el primero aun cuando por ser vecino de galería me tenía una miaja de simpatía; se notaba cuando me invitaba a comer la última de las tostadas si era impar el número de las servidas.

Jamás dejaba arreglar su cuarto a nadie que no fuera Angelina, quien alguna vez se pasaba tres cuartos de hora adentro con él, saliendo siempre sofocada y enderezando el uniforme, supongo que de agacharse para hacer la cama.

Se decía que el tío Jacobo tenía una fortuna de treinta mil duros al poco de terminar la Guerra Civil, que subía a trescientos mil diez años después, en los sesenta ascendía a los tres millones y en los ochenta se iba a los Picos de Europa. Se comentaba que había sido posible porque Lebico había quedado del lado nacional, pero la razón verdadera era otra. Cada viernes por la mañana mi tío salía de casa y se iba al banco. Allí hablaba con don Silverio, el director, quien se encargaba de tramitar sus inversiones. Se dice que don Silverio había sido medio rojo, que el tío Jacobo le rescató del cuartel de la Guardia Civil y después le dio cuartos para subsistir, pues la familia había quedado como quedaban la de los rojos, fuesen rosados o borgoñones. Se saca la conclusión de que don Silverio a partir de entonces no sólo le fue de una fidelidad suprema sino que jugaba sus duros al viento de los de mi tío y que también había hecho una fortuna considerable.

El 22 de febrero de 1981 la radio trajo noticias que atemorizaron a todo el pueblo y en especial al tío Jacobo cuya velocidad de crucero por el pasillo de casa pasó a ser aeronáutica. Días atrás se había hablado de nubecillas de crispación general que los bien informados trasmitían a don Silverio y éste al tío Jacobo. Fue el 23 de febrero, quincuagésimo cuarto día del año en el calendario gregoriano, cuando se recibió una llamada del director del banco revelando que una fuerza de entre ciento cincuenta y doscientos guardias civiles mandados por el teniente coronel don Antonio Tejero acababa de tomar el Congreso, justo cuando se procedía a la votación para elegir al sucesor del Presidente Suárez. Aquel soplo sonó como las trompetas de Jericó, sublevó los corazones y sacó humo de los cerebros de mis mayores. La velocidad de crucero del tío Jacobo por el pasillo ya era sideral, pues, aparte de la noticia y su repercusión más que posible en la bolsa, llevaba estreñido seis días, ni más ni menos, o sin hacer de cuerpo como decía el abuelo y ya he dicho.

Toda la familia se congregó alrededor de la radio mientras José María García transmitía los acontecimientos como si se tratara de un partido de fútbol. Hubo un aparte del abuelo cuando el primo Pepín llamó desde un regimiento de Sevilla donde hacía el servicio militar. Preguntaba al abuelo si sabía lo que sucedía porque corrían tanques por las calles de Valencia, su regimiento estaba movilizado y ellos armados hasta las cejas. El abuelo trataba de hacerle unas consideraciones hasta que soltó un “¡Majadero! ¡Deja de hablar y cuelga!”. El abuelo, que antes de jubilarse de magistrado-juez por lo menos habría sido comandante en caso de movilización, se volvió y nos dijo con gesto abrupto: ”El muy animal no sabe que propalar noticias de la situación de un regimiento cuando está movilizado le puede llevar a un consejo de guerra y, a las últimas y dependiendo del caso, incluso a ser fusilado” . El tío Jacobo levantó la cabeza y sentenció: “Cabo furriel, papá, eso es lo que es; sólo un cabo furriel”.

Don Silverio volvió a llamar para que encendiéramos el televisor. Era la una y cuarto de la madrugada cuando el Rey vestido de capitán general llenó la pantalla del televisor dando el golpe por fracasado. Aliviados, ya no tardamos mucho en irnos a la cama.

A la mañana siguiente me pareció que se libraba una batalla campal en el retrete de la galería; disparos de cañón, silbidos de bala, ayes y fragores incesantes. Salté hacia la galería sobresaltado y más cuando el tío Jacobo salió del excusado luciendo una pequeña sonrisa; pasó la mano izquierda por mi cabello, revolviéndolo, mientras metía la mano derecha en el bolsillo y sacaba una moneda de diez duros. Mi “¡Gracias tío!” sonó como un trallazo y volé escaleras abajo hacia el abarrote del señor Manolito para comprar chocolatinas y caramelos.

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Año 1.981

domingo, 4 de octubre de 2015





LA   VISITA

A la memoria de Manuel Celma Prieto, 
   Eudaldo Cabanes Melich y Jordi Pujol Vilá, 
  mis tres añorados amigos tortosinos.     


NOTA

Un profesor de la UNED visita el Centro provincial que la citada universidad tiene en Tortosa. El relato recoge historias de la ciudad bimilenaria y del centro universitario en tiempos anteriores a su informatización. Todo ocurre en plena crisis del año 1993. Se escribió de un tirón pese a las vueltas del hilo narrativo; sin embargo, corregir me llevó tanto tiempo que doy por tentativo el año en que supuestamente aconteció. Es la historia del libro Historias de España y de mi blog que más visitas ha recibido cuando la publiqué en tres entradas.


ÍNDICE


Capt.  1.: pág 1          Capt. 2.: pág 5           Capt.3.: pág 10  

Capt. 4.: pág 15        Capt. 5.: pág 20         Capt.6.: pág 26  
        
Capt. 7.: pág 33        Capt. 8.: pág 37         Capt.9.: pág 44  
        
Capt.10.:pág 52



Capt. 1º 


El Dr. Cadens estaba en El Mundial leyendo la sección económica de La Vanguardia. Aguardaba la llegada de los amigos para hacer el café de todas las mañanas cuando don Eugenio entró con semblante y ademanes de apuro:
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--¿Viene Manel? -preguntó.

--Con la puntualidad británica de costumbre -murmuró el médico con sorna añadiendo entre dientes mientras echaba un vistazo al reloj-. ¿No le ve?

--No estoy para guasas, Clotaldo.

--¿Algún apurillo? -preguntó este-. ¿Voy a por las pistolas?

--Que no estoy para coñas.

--Se ve, se ve. Bueno, pues remanse y cuente.

--Tenemos buen lío en la UNED; lo explicaré cuando Manel venga y así no me repito.

El médico dobló el diario mientras don Eugenio espiaba la puerta. El Sr. Juan sirvió los cafés. Poco después asomó la larga silueta del asegurador. Manel, uno de los hombres más risueños y populares de la ciudad, entró saludando a diestro y siniestro, estrechando manos con la sonrisa bien puesta hasta que llegó donde estaban los amigos.

--Éste hace cara de mala leche -dijo palmeando con fuerza a don Eugenio en el hombro y, mirándole, preguntó-. ¿Qué te sucede?

--Que necesito un apartamento con urgencia, cosa de tres o cuatro días. –Don Eugenio no se inmutó ante la perplejidad de los otros y continuó--. El munícipe Mussons, que es amigo y compañero de estudios de Claudio Arregui, la celebridad esa de la economía, encandiló a los profesores-tutores y éstos a nuestros alumnos de Económicas y Empresariales, y me forzaron a invitar al vasco para que dé unas charlas. Le ofrecí poco dinero, pero no sirvió porque ha aceptado y, contra lo que yo pensaba por eso de la amistad, Mussons no le invitó a hospedarse en su casa. Total, que le reservamos una habitación en el Parador y a primera hora de esta mañana telefonea y se descuelga diciendo que de La Zuda nada, que él hace una vida muy particular cuando está fuera de Madrid más de un día y que quiere algo como un apartamento, por supuesto amueblado, y ha 
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dado una lista de las cosas que debemos poner en la nevera -tomó un respiro y añadió-. Al parecer, hasta cocina.

--Eso es que viene con la mujer -comentó el doctor.

--O una amiguita -apostilló Manel.

--Ni lo uno ni lo otro. También tenemos que buscarle una secretaria, que esa es otra.

Los otros se miraron con picardía.

--Vamos, una piruja -comentó el asegurador.

--No, coño, una secretaria culta y bien puesta en máquina porque el hombre dedicará parte de las mañanas a dictar y después quiere que la chica le acompañe a hacer turismo por la ciudad. –Don Eugenio echó un sorbo de café y prosiguió-. Vamos, que si lo del apartamento tiene bemoles, me diréis dónde encuentro una secretaria que conviva casi tres jornadas laborables con un tío y salga con la reputación indemne en un lugar como éste. Pensé que el trabajo ilusionaría a alguna alumna, pero me avisó que ni discípulas ni tutoras porque le marearían con preguntas y que él no venía a dar clases sino a dar conferencias. Insistió en que fuese una secretaria tortosina, del Centro a ser posible, que sobre todo supiese escribir a máquina en castellano correcto y que nos ocupáramos sólo de encontrarla porque -hizo una pausa mirando a los amigos- él mismo la gratificaría.

--Serán costumbres de la gran ciudad -comentó el médico con ironía.

--Lo del apartamento tiene solución -dijo Manel-. Los hay en el hotel Corona de Aragón. Y sobre lo otro, ¿quieres que preguntemos?

--No; además, encarezco que no comentéis nada de esto con nadie, sobre todo lo de la secretaria.
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--Descuide, somos tumbas egipcias -aseguró el médico-. Además, es mejor que lo de la chica lo resuelva Ud. solito.

--Estoy de acuerdo -asintió Manel-. Sólo nos faltaba hacer de celestinos. ¿Un cafelito más?

--Bueno –accedió don Eugenio más calmado-.

--Saldremos de ésta, Eugenio -concluyó el asegurador.


Capt. 2º


María estaba divorciada. Por esas alegrías de juventud nació Manolín y tuvo que casarse con un enfermero joven que pasaba parte de los días bebiendo en solitario ante los despiertos ojos del hijo.

Alguien le comentó cosas y María dio en pensar que el matrimonio había destrozado la relación de Perico con una compañera enfermera que se había trasladado a Andalucía cuando la boda de ellos. El fracaso que vivía, lejos de hundirla, templó su carácter hasta el punto de hacerla comprender que no podían consumir la juventud en una cotidianidad donde el hijo no tenía la culpa de un desamor compartido. Lo hablaron y se divorciaron de mutuo acuerdo. Él marchó a Andalucía, seguramente detrás de la mujer que realmente quería, y ella se fue con Manolín al piso de su madre.

Aunque Perico pasaba la pensión con regularidad, María vio que no era suficiente y decidió trabajar. De su licenciatura algo herrumbrosa en Geografía e Historia podía sacar unas clases particulares y acaso algunas sustituciones en los institutos; con suerte, la mandarían a esos IES que exigen manta y carretera, pero después de cavilarlo mucho, decidió que lo mejor sería prepararse para un empleo corriente y moliente en la ciudad.
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Se matriculó de máquina, contabilidad y cálculo mercantil en la Academia Cots hasta que un buen día su director, don Ramón Cinca, la llevó ante don Eugenio, y tal como había hecho con Liana y otras empleadas del Centro de la UNED (1), dijo: "Sabe que no le metería en ningún duelo, así que le traigo un bombón para la vacante temporal que tienen. Se llama María".

Tenía 25 años cumplidos cuando empezó a trabajar en el Centro universitario. Era blanquísima y tenía un rostro redondo y algo sensual, pero de facciones delicadas resaltadas por unos ojos grandes de color gris verdoso y una melena castaña, lisa y abundante que caía adornando una silueta bien conformada. Atraía, sin que el admirador supiera si el motivo era el aroma que trascendía de su cuerpo, la elegante manera de andar, el color de los ojos, la sonrisa dulce de sus labios o el ademán acogedor que siempre lucía cuando era abordada.

Enseguida mostró disposición para el trabajo y no tardó en ganarse a profesores y alumnos, quienes si siempre alababan la colaboración de Liana o de Eulàlia, ahora tenían un nuevo motivo de satisfacción. En la Secretaría eran pocas, pero se multiplicaban y gracias e ellas funcionaban los servicios del Centro; y cuando había colas ante las ventanillas, pocos censuraban la espera porque las chicas de la UNED tenían buena estampa y, llegado el turno, siempre recibían con una sonrisa y palabras acogedoras.

Al principio, María temía los encuentros con los jefes. Liana le había advertido que el director era un hombre bueno, pero de humores tornadizos, algo mala uva y de miramientos según y cómo; tenía la costumbre de censurar los fallos pequeños y los veía por docenas, si bien, jamás criticaba los grandes que definía como accidentes que podían suceder a cualquiera. En cuanto al director adjunto, Liana le tenía por hombre distante, cerebral y poco dado a sentimentalismos; justificaba sus órdenes y actuaciones con una hipotética razón suprema, es decir, actuaba como si el Centro fuera un país y él su hombre de estado. Era un secreto a voces que don Eugenio –como se le conocía en la ciudad- iba siendo menos 
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director para las cosas ordinarias desde la llegada de don Pablo, incluso se rumoreaba que éste le sustituiría en poco tiempo.

Cierto es que los pareceres de Liana podían no ser enteramente correctos. Se había formado con el director, compenetrado con él y llegado a esa madurez profesional de leerle el pensamiento, por lo que debía mirar con aprensión la aparición del adjunto, recoleto, muchas veces imprevisible y siempre inescrutable.

Precisamente el carácter distante de don Pablo hizo que María se sintiese poco a poco cómoda con él. En general no tenía una gran opinión de los hombres a causa de su fracaso matrimonial y, si quedaba alguna simpatía, era justamente hacia quienes no pretendían familiarizarse con ella y exhibían inteligencia y respeto en su relación, sin ir más allá.

En aquellos primeros meses de su trabajo observó que don Pablo también buscaba sitio en el Centro, donde tenía espectadores, pero pocos aliados, pues se le veía como un intruso. Le veía cavilar las decisiones, sopesando si le correspondían o debía tomarlas el director. En ocasiones, Liana le hubiera servido de mayor ayuda por su experiencia, pero estaba clarísimo que el adjunto no deseaba depender de nadie y menos de alguien establecido en el Centro. Le veía mover las aguas, nadar cuidadosamente y ganar poco a poco tramos de competencia. Don Pablo trataba de la programación académica con el secretario, pero a ella le dictaba las cartas y los memorándum y al hilo de esa tarea conoció cómo funcionaba la cabeza del hombre y descubrió cualidades que la llevaron a simpatizar con él.

Por eso, la tarde que fue llamada al despacho y empezó a escucharle, sintió una perplejidad creciente. D. Pablo le contó los problemas surgidos con la visita del Dr. Arregui y, con una frialdad absoluta, le propuso que fuese la secretaria que aquél precisaba: "Pienso que será bueno para la renovación de su contrato. Por supuesto, no debe contestarnos ahora mismo, pero le agradecería que no se alargue más de mañana por la mañana y, también, que, a ser posible, no 
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comente esta oferta con nadie del Centro y menos con Liana. Ahora, puede retirarse".

Y ¿con quién lo iba a comentar sino con Liana? El adjunto sabía que no era una oferta para airear, pero sería difícil que su compañera no terminara enterándose porque era la secretaria por antonomasia, estaba en el secreto de todo. De hecho, aquella tarde salieron juntas del Centro y Liana, en vez de despedirse, caminó junto a ella para preguntarle de súbito:

--María, ¿te pasa algo?

--No –se sorprendió-, ¿por qué me lo preguntas?

--Es una tontería, pero después de salir del despacho del adjunto estuviste muy reservada.

--No, de verdad; no me pasa nada.

Liana sonrió y tras unos segundos en silencio, inquirió:

--¿Sabes que una de nosotras tendrá que hacer de secretaria particular del Sr. Arregui durante su visita? -Como María callaba, continuó-. El director recibió un telefonazo suyo y se puso agitadísimo, llamó a don Pablo y como yo estaba pasando la contabilidad en el despacho contiguo, no es que quisiera oír, pero me enteré de todo. Resulta que Arregui quiere que el Centro ponga una mecanógrafa a su servicio, una que, además, le sirva de cicerone. A mí no me importaría porque trabajar unas horas al lado de un tipo tan famoso sería una experiencia inolvidable, pero me descartaron porque estoy casada. ¿Qué harías tú si te lo propusieran? Porque Eulàlia no tiene carrera y tú sí.

--Mujer, no sé. Me pondrían en un compromiso. Ya sabes las comidillas del Centro; de las del pueblo, no te digo.

--Al diablo con todo eso. Aquí nunca pasa nada y un tipo como Arregui merece la pena. Cuando se vaya, le habrá tratado únicamente su mecanógrafa, quien se convertirá en una mujer importante; todo el mundo le preguntará cómo es, qué
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decía, qué hacía. ¡Una lotería, chica! A mí no me caerá esa breva, pero si te toca, ni lo dudes. Y mira, teniendo el contrato que tienes, echarías un ancla en el Centro. -Liana sonrió y parándose dijo-. Bueno, me voy. Piénsalo y ya me contarás, ¿eh?

Si Liana había escuchado la conversación de los directores, ¿no habría escuchado también la suya con don Pablo? O bien, ¿la habrían mandado para convencerla? Liana siempre estaba por el Centro y de hecho formaba parte del equipo directivo. Era tan simpática como atractiva y utilizaba esos atributos para facilitar su trabajo y como armas de convicción cuando convenía. De todos modos la imagen de Liana se alejaba y volvía el mal sabor de boca que don Pablo le dejó. “¿Por qué -pensó- incluso las personas que aprecias te utilizan en función de las circunstancias para que les resuelvas problemas? ¿Es que no puede ser de otra manera?”.

Anochecía pero siguió dando vueltas ensimismada en sus pensamientos. ¿Mamá? ¿Sería la persona adecuada para aconsejarla? Mamá dejó de opinar hacía mucho tiempo, cuando lo de Leandro, el camionero. Estaban pasando muchísimas calamidades desde la muerte de papá hasta que un día su vecina, Lluisa Pompeu, convenció a mamá para ir juntas a las fiestas de Jesús. Allí le presentó a un primo suyo, Leandro, quien a partir de entonces se hizo muy amigo de mamá y de la casa, visitándoles a menudo. Leandro era un gigante de brazos enormes, cariñosísimo, que levantaba a María y luego hacía la noria con ella hasta que mamá gritaba: "¡Déjala, déjala, que vas a tirar a la niña!" Y entonces, al dejarla en el suelo, abría el paquete que estaba siempre junto a la entrada y sacaba una muñeca o bien juguetes maravillosos que la hacían gritar de felicidad. Un hombre estupendo, alborotado y alegre, que conducía un camión extraordinariamente largo y que, cuando se despedía, hacía sonar una bocina estruendosa.

Pero un día vino Lluisa muy compungida y mamá se puso a llorar desconsoladamente. Todo aquello quedó en el recuerdo de María como escenas de un paraíso perdido que se fue borrando a medida que crecía y la memoria de Leandro empequeñecía, hasta que ya con veinte años, María no llegó una noche 
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a la hora de recogerse, ni a las diez, ni a la una, ni a las tres de la madrugada, y cuando por fin apareció, su madre le dijo cosas tremendas y entonces ella, influida por el alcohol o porque ya sabía lo que había que saber, le dijo cosas estúpidas sobre ella y Leandro. Mamá quedó muda, se fue al cuarto, y desde entonces no dijo nada, o al menos nada importante. Era como una mujer anulada. A partir de entonces convivió con ella haciendo conversaciones rituales. María siempre recordaba esa escena con terror; algo le decía que se puede anular y quizá matar a una persona con la palabra.

Dejó de pasear y se encaminó a casa. Decididamente no comentaría nada. Y aceptaría la oferta. ¿Qué iba a pasar, bueno o malo, que no sucediera porque así lo admitiera ella? ¿No había desarrollado una fortaleza interna enorme desde la ruptura con Perico? Si los demás decían que era una oportunidad para ella... Lo único verdaderamente importante era no poner en riesgo su trabajo porque estaba Manolín, y estaba su madre, a quien, por muchísimas razones, quería regalar una vejez tranquila y segura.


Capt. 3º


Don Claudio Arregui entró en el edificio del Centro de Tortosa de la UNED como un mastín nervioso en una exposición de cerámica. Saludó al comité de recepción formado por los directores, el secretario y tres profesores-tutores con tal fuerza que dejó sus manos exangües. Era grande y corpulento, pura raza vasca -según presumía-, de tranco largo y gestos vivísimos. Sus ojos parecían cometas centelleando dentro del espacio fijado por sus interlocutores. Le dedicaban palabras de bienvenida, sobresalían otras de encanto y de honor, y él movía la cabeza como si les diera manivela hasta que los murmullos de los allí reunidos se fueron sofocando. Sólo un testigo mudo, el viejo sofá del despacho 
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central, se atrevió a rechistar cuando, de improviso, recibió la opulencia del profesor en sus entrañas.

--Veo que Uds. andan mal de cuartos -comentó el laureado economista al sentarse-, porque díganme, queridos míos, ¿cómo dejan que este fabuloso despacho se adorne con ese feísimo goterón del techo y nos alumbre ese globo blanco más propio de un hospital de San Juan de Dios?

--Pues tiene razón –asintió don Eugenio-, pero ya conoce la economía de nuestros centros universitarios y el goterón y el globo la simbolizan adecuadamente. En ese rincón -y señaló hacia un par de mesas unidas con sillas alrededor - se reúne el Patronato, y el goterón y el globo sirven justamente para recordarlos que no nadamos en la abundancia.

--Pero hombre, los patronos estarán cansados de mirar el goterón y a congratularse de lo mucho que les ahorra Ud. Como siga así, jamás le subirán el presupuesto.

--Cicatean, sí, -respondió el director sonriendo- y, a veces, las pasamos canutas, pero aún queda algo; al menos lo de Ud. está a buen recaudo; enseguida entrará mi secretaria y se arreglarán.

--¡Por favor! No temo por lo mío, pues, me informaron que tienen fama de buenos pagadores; además, si no fuera así, ahora mismo estaría en Bilbao --. Y estalló en una carcajada que forzó risitas de los presentes mientras él se levantaba y decía--. Andando, Director, cursemos la visita de rigor al Centro.

Mejor no lo hubieran hecho. La secretaría, enorme, le pareció una pista de hielo donde patinaban empleadas y profesores tutores tirándose pelotillas y echándose miraditas de reojo. Al saber que los cajones de alrededor de veinte archivadores metálicos servían para poner la correspondencia y las pruebas a distancia que los tutores debían corregir, ironizó: "Lo único que los tutores deberían archivar son sus notas de clase y las investigaciones concluidas. Seguro que ni lo uno ni lo otro, ¿verdad?" Los tutores acompañantes se turbaron al 
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recibir la mirada punzante del Dr. Arregui y, no digamos, Eliseo Forcadell, profesor-tutor de Historia del Pensamiento Económico, al ser seleccionado para el siguiente interrogatorio:

--A ver, joven, ¿cuántos libros lee Ud. al mes?

--Hombre -balbuceó Eliseo--, teniendo en cuenta el trabajo que me quita el despacho y la preparación de mis tutorías, tres o cuatro al menos, seguro.

--¡Uno al día! Lo decía mi inolvidable amigo Ricardo Gullón; un intelectual, un universitario, no puede leer menos de un libro al día. Si Ud. no es capaz de leer un libro al día, córtese la coleta y deje de enseñar. Seguro que tiene una gestoría, ¿verdad?

--Sí -musitó Eliseo ruborizado ante las dotes del adivino.

--Pues dedíquese a ella; con tres o cuatro libros al mes y una lectura detenida del B.O.E. tiene de sobra para epatar a sus clientes, pero jamás a sus alumnos.
Y descendieron a los infiernos, es decir, a la biblioteca. Le pareció notable que estuviera instalada en la caja fuerte principal de la antigua sucursal del Banco de España, pero kafkiano que su puerta blindada bloqueara la mitad del pasillo de acceso impidiendo pasar a las personas gruesas salvo que caminaran de perfil. El director quiso llevarle a la sección donde estaban los libros de económicas y empresariales y apaciguar al visitante señalando los suyos, pero Arregui se negó:

--Esos ya me los conozco, dire, lo que me interesa es ver cómo andan de Filosofía y de Matemáticas.

--Hombre, la primera carrera no la damos -comentó don Eugenio anticipando disculpas- y en cuanto a la segunda apenas tenemos alumnos; sólo impartimos el primer ciclo.
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El Dr. Arregui permaneció callado; fisgoneó los libros que le interesaban, echó un vistazo a los lectores de la sala y dijo al salir:

--Peores he visto, aunque de revistas andan fatal y son fundamentales para que el personal esté actualizado. Eso no le excusa a Ud. -y se volvió hacia el tutor Forcadell - de leer menos de un libro al día, ¿entendido?

--Sí, profesor- respondió Eliseo rindiéndose a la sonrisa del vasco.

Subieron por la interminable escalera de caracol a las plantas segunda y tercera, donde estaba el mayor contingente de aulas, que le parecieron limpísimas, pero oficinescas y nada inspiradoras, y alcanzaron la planta última, la de los laboratorios, el aula de informática y las salas de audiovisuales. De vuelta al despacho central, y ante la sorpresa de todos, comentó:

--Han hecho una buena labor, dire, pero es una lástima que los Centros de la UNED vivan de prestado. A Uds. les dieron una vieja sucursal del Banco de España y tan contentos; no repararon que este edificio es primo del palacio de Drácula con sus mazmorras, escaleras de caracol y rincones siniestros. Telarañas no he visto, pero barrotes por todas partes. Subir a las aulas es como subir al cielo, o sea, de infarto. Ni un maldito ascensor. E imagino que tendrán un buen seguro de responsabilidad civil porque bajar por esas escaleras de caracol es un riesgo temerario. La biblioteca en el sótano y las clases tres plantas más arriba. Si un profesor quiere un libro, échele tiempo y valor. Luego, las pobres secretarias en ese descampado que tienen por secretaría, con lo monas que son, y Ud., dire, aquí, meditando sobre la inmortalidad del Centro con la vista fija en ese manchurrón del techo.

--Vea, don Claudio, lo importante es que existimos y que Ud. está aquí. Nosotros hemos conseguido lo que hemos podido. Y ahora le vamos a dejar solo; de acuerdo con la costumbre del Centro, Liana, nuestra Secretaria Técnica, le abonará sus conferencias para que tenga para sus gastillos y la estancia le sea provechosa. También confío que el aparta hotel que le reservamos sea de su gusto.
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El director y los suyos se pusieron en pie y abandonaron el despacho un tanto serios y cabizbajos mientras Liana besaba al Dr. Arregui y la hacía caer en la magia de sus preguntas rituales sobre el viaje, primeras impresiones de Tortosa, preguntas que no necesitaban respuesta porque ella las planteaba salpimentándolas con elogios al visitante y chismorreando lo encantada que estaba la gente con su visita, arrullando con su cantarina voz siempre juvenil. El Dr. Arregui se sentía regateado por primera vez, diciendo que sí, desbordado por Liana, quien entre finta y frase le pasaba papeles, explicaba cuentas y pedía firmas.

Afuera, el director farfullaba haciendo espavientos:

--Dicen que es un genio, pero constato que es muy puñetero. Y Ud., Eliseo, nada de complejos, porque si de verdad lee tres o cuatro libros al mes está pero que muy bien, ¡muy bien! El señorito de Bilbao piensa que todos somos como Lucio Pallarés, quien haciendo honor a su nombre de pila, tiene el Espasa instalado en el retrete para entretenerse durante los ocios gástricos. ¡Es la leche! Que tengamos que aguantar esta visita, todo por culpa del Teniente de Alcalde de Imaginación y Rollo… "Será un exitazo, Eugenio, -imitaba la voz del munícipe ausente- y, además, cobrará muy poco porque es amigo mío. Tú lo adelantas y luego te reembolsamos. Eso sí; pones al Ayuntamiento de patrocinador y al Centro de organizador.” ¿Y dónde está Alejandro Mussons, el Teniente de Alcalde de I+D? ¿Le han visto? ¿Han visto al amigo del Dr. Arregui? Se ha escaqueado, pero seguro que viene a la cena de esta noche.

No hubo cena. Según lo previsto, Liana introdujo a María en el despacho central encargándose de las presentacio­nes. Y cuando don Eugenio ensordecía su catilinaria por sentir pasos a su espalda, el ilustre visitante, que llevaba a María bien cogida de una mano, extendió la otra hacia el grupo, y espetó:

--Han sido Uds. muy amables, ¡hasta mañana a las ocho de la tarde!

--Pero si tenemos una mesa reservada... -balbuceó el director.
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--¡Muy amables! Y, por cierto, excelente el aparta hotel que me han reservado.
María y Claudio Arregui desaparecieron por la fastidio­sa puerta giratoria del vestíbulo camino de la calle.


NOTAS
[1] De hecho se refiere al Centro Asociado de Tortosa a la Universidad Nacional de Educación a Distancia.[2] Entidad Municipal Descentralizada de Tortosa.


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Capt. 4º


La Taula del Carnivor [1] estaba en Mig Camí, zona residencial que se extiende a ambos lados de la carretera que sube al Coll del Alba y por la que antiguamente se iba a Barcelona. El edificio, una antigua masía de fábrica recia, tenía la fachada principal de piedra abrigada por un emparrado cubierto de enredaderas donde sobresalían la pasiflora, la buganvilia y la campanilla morada, que protegía el sendero que conducía a una balconada a cuya diestra estaba la entrada al restaurante. Desde allí contemplaron una vista magnífica. Tortosa, entre luces y sombras, parecía serena bajo el tul entre azul y azabache de las montañas del Puerto, mientras el río, como alfiler de plata, pespunteaba próximo a la espesura hosca del inmenso olivar negro que llaman mar de aceite desde la altura del Mas de Barberans.

Había tres mesas ocupadas. La crisis económica se reflejaba en la atención desanimada de los camareros, las chaquetillas arrugadas de sus esmóquines y en unos menús donde tachones descuidados anulaban buena parte de los platos que alguna vez se ofrecieron.

--Le he traído por el sitio y la vista. No se come mal, pero tampoco es lo que era.
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--¿Y eso? -Preguntó Claudio mientras elegía mesa junto a una ventana que permitía seguir disfrutando de la visión anochecida del valle.

--Es que los tortosinos tenemos un paladar poco sofisticado. Este restaurante era del tipo familiar en sus comienzos; ya sabe, manteles a cuadros y cestas con rebanadas de pan payés, pero los propietarios no eran profesionales y no supieron sacar el negocio adelante. Me contó Liana que se inauguró un mes de septiembre y, un día después, coincidiendo como todos los años las fiestas patronales de la Virgen de La Cinta con los exámenes en la UNED, el director trajo al tribunal a comer aquí y sobrevino una auténtica ceremonia de la confusión; a uno de los examinadores le pusieron la butifarra con mongetes [2] que había pedido otro colega y mientras unos comían otros desesperaban aguardando.

--Habría que ver al dire disfrutando - comentó Arregui jocoso.

--La cosa no acabó ahí; al presidente del tribunal la sirvieron el segundo plato antes del primero, todo en medio de esperas largas. Total, que un vocal del tribunal tuvo que dejar la comida a medias y acudir al Centro para que los exámenes de la tarde comenzasen a la hora estipulada.

El camarero se acercó para tomar nota y Arregui le preguntó:

--Por lo que he leído en la carta, puede que el fuerte de Uds. sea la carne, pero ¿tienen jambalaya?

--Pues, no señor; ni conocemos el plato.

--Y si doy la receta, ¿serían capaces de prepararla?

--No sé; debería preguntar.

--Pues pregunte, pero advierta que nosotros esta noche sólo cenamos en este restaurante si nos sirven jambalaya.

--Preguntaré, señor-. La cara de asombro del camarero resultó menos cómica que la carrerilla que echó hacia la cocina.
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Pasado un rato, el maître se aproximó a la mesa con trazas de haberse puesto el esmoquin hacía un minuto; la pajarita caía hacia la derecha bajo el papo y llevaba desabrochados los dos últimos botones de la camisa. Con voz resonante, dijo:

--Señor, me dicen que quieren un plato que no está en el menú y pretenden que les preparemos otro mediando una receta suya.

Si algo molestaba muchísimo a don Claudio es que le hablasen fuerte. Así que empezó a pronunciar palabras que adelgazaban en sonido hasta hacerse inaudibles obligando al maître a bajar la cabeza y aproximar la oreja a la boca del profesor. Entonces Arregui, ante la divertida mirada de María, recuperó su tono habitual y dijo de manera bien audible:

--No pretendemos que nos preparen un plato cualquiera, queremos que nos cocinen una jambalaya cajún o nos vamos. ¿Cree Ud. que se puede cenar en un sitio donde ya no sirven el setenta y cinco por ciento de los platos que hay en la carta y no son capaces de cocinar una modesta jambalaya? Les estoy dando la oportunidad de levantar su negocio con un plato famoso y, su falta de perspicacia, me está poniendo tan furioso que pienso poner en conocimiento de la Consejería de Industria la realidad de su mísero establecimiento. Porque Ud. ni imagina quien le está hablando, ¿verdad? ¡Mejor no lo sepa! -- concluyó Arregui mientras el hombretón, totalmente desconcertado, se estiró y poniendo el bloc de notas a la altura del corazón, dijo plenamente convencido:

--Soy todo oídos, señor.

--Primero de todo, sepa Ud. que la jambalaya es la versión criolla de nuestra paella en el suroeste de los Estados Unidos, un territorio que fue nuestro hasta que llegaron los franceses, pusieron las putas y le bautizaron con el nombre de Luisiana por su rey y a su capital Nueva Orleans. La jambalaya también puede ser una versión de algún puchero nuestro más antiguo y, como hay recetas infinitas y tantas como cocineros, le doy la mía que es muy simple por ser de marisco, jamón crudo y pollo. Apunte bien, ¿eh? -Más sosegado, Claudio 
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empezó a dictar-. Pican muy fino una cantidad equivalente a tres cucharadas de cebolla, añaden ocra si tienen, perejil, apio y pimiento. Ponen margarina en la sartén y cuando se haya derretido echan los ingredientes antes citados y los mezclan con una cuchara de palo hasta que la cebolla se ponga dorada. ¿Me sigue?

--Por supuesto, señor.

--Bien; entonces añaden una cucharada de harina y revuelven hasta que se dore. Cuando suceda, echan dos botes de tomate, unos granos de cayena y una cucharadita de ají, aunque si no tienen ají o chile valen dos o tres pimientillos picantes del tamaño de medio dedo meñique, y sazonan con una cucharadita de sal y ajo en polvo. Dejen cocinar todo hasta que espese. ¿Me sigue?

--Sigo, señor.

--Y ahora, lo esencial. Cuando el conjunto haya espesado, echan tres tazas de arroz y otras tres de langostinos grandes previamente cocidos y troceados, tropezones de jamón crudo y pollo. Revuelvan y dejen cocer hasta que los granos estén listos y nos sirven.

--Parece un plato apetitoso, señor.

--Ud. dará el visto bueno y más le vale acertar, porque la receta da para nosotros, Uds. y esas parejitas tan silenciosas de ahí. Mientras tanto, traiga unos entretenimientos, por ejemplo, una ración de jabugo, chipirones fritos, aceitunas aliñadas, una botella de Bach Extrísimo muy fría y agua mineral.

María, que había seguido la lección culinaria entre atenta y divertida, comentó al retirarse el maître:

--Vaya humor que tiene Ud.

--Seguro que sus compañeros del Centro no pensarán lo mismo. Imagínese a mí cenando con el director y esos tutores que, a los postres, me habrían aspirado el cerebro con sus preguntas...
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--Hombre, no exagere; son una personas excelentes e inofensivas y habrían estado de lo más cordial.

--No lo niego, pero yo organizo estos números como autodefensa. Soy un florón para los que me invitan y te montan la agenda sin preguntar si a uno le va la marcha, le gusta el silencio, puede que vaya a misa de seis y media por las tardes y, sobre todo a nuestra edad, si uno es prostático o diabético. Si les borras la agenda o el plan y les metes dos o tres meneos, la gente te coge miedo y hace exactamente lo que quieres, porque tú estás aquí, un poco alto, y ellos ahí abajo y, claro, tienen miedo de que, además de gatear por el fondo, digas algo que les convierta en el hazmerreír de todos. La autoestima es lo único que funciona medianamente en la vida y los menos fuertes dedican casi todo el tiempo a que no les pisen la menguada que les queda.

María se quedó en silencio y la forma de mirarle casi delataba la reflexión que estaba haciendo.

--Vamos, María; no soy tan malo como piensa. La pena es que sólo tengo tres días para demostrarlo. ¿Me seguirá contando la historia de este restaurante?

María hizo un pequeño esfuerzo para ponerse en situación y contó la historia de unos restauradores del norte que en aquel mismo lugar habían sustituido los manteles de cuadros por manteles con puntillas y las sillas de paja por butacones de enea ennoblecidos con almohadones de seda; vajilla veneciana y cubertería florentina enriquecían las mesas. Servían platos exquisitamente preparados por una aprendiz del maestro Arzac. Habían introducido por primera vez en Tortosa el sorbete de limón y el vasito de vodka bien frío entre platos, y se empeñaban en la religión de los canapés y de las pulardas. Pero aquellos señores del norte no habían investigado el mercado, es decir, el gusto de la mayoría de los tortosinos, capaces de elevar chirlas y caracoles de mar cornudos a la categoría de marisco, pero poco amigos de arriesgarse en sabores distintos al rape, el lenguado o del 
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ternasco cuando se trataba de segundos o terceros platos, y bastante remisos a gastarse un billete de sobra en vino más sugerente que el familiar de la casa.

Cuando María concluía el relato sobre la ruinosa experiencia de aquellos señores del norte, la pareja fue llamada a la cocina para asistir al parto de la jambalaya. El picantillo plato de la Luisiana resultó todo un acontecimiento. No es ya que dueño, maître, cocinera y camareros manifestaran la misma alegría de los franciscanos descalzos cogiendo florecillas y echando migas a los pájaros, sino que el plato desbocó la imaginación de todos, milagreó a las parejitas mustias del salón, ahora férvidas degustadoras de una vianda que no les sería facturada. Fue una experiencia inolvidable, una noche gloriosa para la historia culinaria de Tortosa. Había nacido una alternativa al lenguado con almendras, al arroz a banda y al ternasco bien hecho; un plato a base de langostinos del Delta capaz de asombrar al paladar más exquisito y prepararle para degustar, después, el impar postre conocido por sopa de la reina [3]. El nacimiento de la jambalaya en la Luisiana fue pura casualidad; desde aquella noche era tan tortosina como las garofetas del Papa[4] .


Capt. 5º


Al día siguiente María encontró un Arregui menos dicharachero, más trabajador. Dictó cerca de tres horas sobre la división del trabajo y la alienación que produce en los trabajadores, la teoría del consumidor manipulado tan empleada por Galbraith y otros economistas. María entendía poco, casi nada, y se limitaba a pulsar teclas contemplando el rostro ensimismado del profesor en las pausas.
Pasadas las doce, Arregui se levantó de la silla y dijo:
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--Está bien por hoy. Ahora le toca enseñarme la ciudad. Tengo un secreto que pido no revele. La mujer de un tío mío era de aquí; no tenían hijos y yo, de algún modo, hacía la vez. Tía Cinta se pasaba la vida hablándome de Tortosa, de sus grandezas pasadas.

--¿Cinta?, tenía el nombre de mujer más tortosino.

--Era muy tortosina -enfatizó Arregui-. El dire ignora que si acepté este viaje fue por cariño a su memoria, conocer su lugar de nacimiento, y no por Alejandro Mussons, que es un palizas y un tío con una cara que se la pisa. ¿Sabe que me telefoneó para decir que estaba en Barcelona por asuntos políticos y que no sabía si le sería posible verme un momento antes de la conferencia de esta tarde? ¡Y mañana se vuelve a Barcelona! Está moviendo los hilos para que le nombren senador autonómico.

El automóvil dejó la Plaza de Aragón con su pequeño, pero gracioso monumento a la jota, cruzó el puente del Estado y al poco subió por la colina donde se asienta La Zuda. Poblado ilercavón en su origen, acrópolis romana después, castillo de un reino de taifas y palacio de un conde independiente, la majestuosa fortaleza pervivió a través de los siglos sirviendo de residencia real unas veces y de cárcel las más, hasta que la historia la abandonó y quedó en ruinas. En los años setenta del siglo XX se reconstruyó como parador de turismo.

Después de estacionar, María y Claudio caminaron por la explanada de la torre que parecía la proa de la fortaleza. Desde allí contemplaron la ciudad y la magnitud del valle por donde el Ebro serpentea, así como las montañas que le abrigan.

--La Zuda es una fortaleza construida por lo árabes y brevemente llego a ser la sede de un reino de Taifas. Para los tortosinos La Zuda es el monumento más bello y, por supuesto, sobresaliente de la ciudad; además, la vista es preciosa desde aquí, ¿no cree?

--Magnífica de veras.
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Arregui paseó la mirada desde el recinto amurallado hacia la parte vieja de la ciudad, los edificios aupándose sobre calles estrechas e irregulares; contempló las estribaciones del puerto y el río deslizándose hacia el infinito.

--Mire allí, hacia al paraje más lejano del río -indicó María-. Los tortosinos tendían cadenas entre sus orillas para impedir la llegada de las naves piratas o berberiscas, y también la aproximación de los barcos en cuarentena.

María habló del cariño que Jaime I El Conquistador tenía por la fortaleza lograda por Ramón Berenguer IV en 1148 y de sus esfuerzos por enriquecerla. Contó historias tremendas de cuando sirvió de cárcel a los judíos que no quisieron convertirse en tiempos del Papa Luna. Y otras relacionadas con el Duque de Gandía --luego San Francisco Borja-- cuando era Virrey de Cataluña y parece que mandó colgar al Alcaide de la Zuda porque no siendo valedor de la ley, ejercía como el principal de los bandoleros que asolaban la ciudad y sus caminos.

Comieron en el Parador. Arregui no hizo ninguna de las comedias de la noche anterior. Escuchaba bien dispuesto a María mientras los platos se sucedían. Hacía preguntas y María se sentía bien; ser escuchada le sucedía pocas veces. A los postres, Arregui dijo:

--Una pregunta personal si quiere contestarla. ¿Ud. tiene estudios?

--Soy licenciada en Geografía e Historia.

--¿Y trabaja de secretaria? -preguntó sorprendido.

María contó su historia pasando sigilosamente sobre los aspectos más íntimos.

--Lástima que no pueda hacer mucho por Ud., porque de Tortosa no se marcha, ¿verdad?

--Con una madre viuda y un hijo tan pequeño, ¿me puede decir?
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--Las cadenas, ¿no será que como los tortosinos antiguos pone cadenas para protegerse de cualquier invasión?

María sonrió y dedicándole una mirada franca y abierta, respondió:

--Puede, Sr. Arregui.

--La verdad es que no soy el más indicado para aconsejar. También estoy separado. Soy de la quinta que vivió el destape y se desmadró. Mi casa empezó a llenarse de flores. "Cosas del Sebas, que nos quiere alegrar la vida", pensaba yo. El Sebas era ese amigo inseparable y pesado de cada pareja que se toma el trabajo de ahuyentar moros y cristianos en cuanto aparecen por la costa. Tenía al Sebas por un mariposón muy listo; su floristería estaba siempre abarrotada por su afición a divulgar chismes y toda clase de maldades sobre la gente conocida, cotorreando continuamente. El caso es que yo vivía en el ático sin enterarme, mientras gracias al Sebas, me estaban creciendo unos cuernos parecidos a los del toro capitán de la manada de don Eduardo Miura, reales o metafísicos, pero cuernos al fin y al cabo. Mi mujer pasó de aburrida cónyuge del Dr. Arregui a flamante dueña de la floristería del Sebas, y ahí continúa, pasándolo pipa con el chupa y dómine. Pienso que prefirió un perrito faldero dominable a seguir con una estrella rutilante que hacía girar todo a su alrededor aunque vagara solitaria por espacios vacíos.

--Vaya– María se atrevió a comentar.

--Muy probablemente -repitió él como un eco-. Al principio disfruté de libertad, pero a raíz de un reconocimiento médico sin importancia, pensé que uno marcha indefectiblemente hacia esa edad en las que haces ¡puff! y te pinchas como un globo. Suele ocurrir cuando careces de amor. El médico me dijo que estaba como un toro, ¡tuvo que elegir esa imagen! Pero a mí no me lo parecía. Empezaba a verme en el gremio que más detestaba; el de los padres aborrecidos, los jefes atribulados y los ex de todo. Mis últimos libros, comunicaciones y conferencias daban verdadera pena y di en pensar que lo único creativo que había hecho en mi vida eran los dos zangolotinos de cuerpo Danone que tengo por hijos. Me volví hipocondríaco.
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--¿Hipocondríaco Ud.? - preguntó María entre incrédula y divertida.

--Total, hipocondríaco total. Me dio por ir a los médicos con cualquier pretexto. Llevado de una atracción fatal, leía los artículos de los periódicos y de las revistas sobre las peores enfermedades y, naturalmente, tenía todos los síntomas. Me tomaba la temperatura cada dos por tres y asumía la aparición de unas décimas como una hecatombe; las febrículas me profetizaban males perniciosos. Me sentía tan mal que obligué a Elisa a trasladar la secretaría a mi casa; odiaba el despacho porque el aire acondicionado me amenazaba con hongos e infecciones. Mis paradas ante el espejo a la caza de una pata de gallo, rastreando quistes, verrugas rojizas, espiando la incipiente flacidez de la sotabarba, acechando ruinas por venir, consumían no poca parte de mi tiempo. Y no hablo de mi espanto cuando aparecían moscas volando por mis ojos. Descubrí cosas que, si cabe, me preocuparon más; por ejemplo, que era capaz de aflorar sentimientos que antes me avergonzaban. Una tarde, después de una siesta larga que me dejó abobado, me encontré en bata, sentado al lado de Elisa, viendo el culebrón venezolano del día en la tele; de pronto, sentí que mis ojos se licuaban, vamos, que estaba a punto de llorar y, para evitar el ridículo, fui al cuarto de baño para aclarármelos. Al volver, Elisa, sin dejar de mirar la tele me cogió una mano.  Suponía que la tenía fascinada porque  había que ver su arrobo cuando se me ocurría una frase brillante, tomaba una decisión para el departamento de mi universidad, decía no al Gobierno cuando buscaba mi colaboración, o salía en la tele para decir verdades de a puño. Mis neuronas la erotizaban; no parecía de esas mujeres a quienes el olor a bragueta las marea.

--¡Jesús! ¡Qué cosas dice! -prorrumpió María tapándose los labios como si ella hubiese dicho la frase.
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--Mujer, la verdad es que algunas se vuelven locas por... eso, y otras por arrimarse al éxito o el poder. -Viendo que María continuaba escandalizada, prosiguió-. La tarde que me cogió de la mano supe que el deseo de meterse en mi cama tenía meses. Verdad es que me conocía mejor que Carmela, pero en vez de partir de ese conocimiento para explorar una relación convincente, pretendió suplir a mi ex-mujer. -Arregui sorbió del café, se limpió los labios y dijo-. Fue esa actitud de Elisa la que me salvó porque me horrorizó pensar que el mal sueño de mi anterior matrimonio se iba a repetir. Y empecé a desaparecer; fui a varios congresos; estuve un semestre como profesor invitado en la Universidad de Michigan; pronuncié conferencias en otras universidades americanas y hasta fui al Japón; la prensa me seguía y recuperé parcialmente la fama perdida durante mi descenso a los infiernos. A la vuelta de uno de mis viajes, Elisa ya no estaba; había descubierto que un vecino bebía los vientos por ella desde hacía años y debió aclararle las ventajas de la bragueta sobre las neuronas. A mí me quedó esta costumbre de viajar que aplaca mi hipocondría, me distrae, me aleja de la vida vulgar y no impide que trabaje, como Ud. ha comprobado.

--Y no será porque además del trabajo y del turismo, ¿le aguarda una María en cada lugar? - Preguntó ella con intención.

--No, por favor; es rarísimo que tenga la suerte de encontrar una persona como Ud. Mis canguros suelen ser callos de sargento de caballería y mi deseo por perderles de vista es el mismo que sienten los gatos por los perros. ¿Imagina por qué salimos pitando del Centro ayer por la noche después de presentarnos a su compañera? Porque temía que se hubiesen equivocado. Si no hubiese aparecido Ud., seguro que habría cenado con el dire y el tutor ese que lee poco; esté segura.
María rompió a reír abiertamente.

--Bueno; y ahora que conoce mi historia tendrá una pobre opinión de mí.
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--Su historia es la que es, como la mía -respondió ella mirándole directamente a los ojos- y no vale la pena preguntar sobre el parecer.

--Pero tendrá una pobre opinión de mí.

--No lo crea. Mientras hablaba estuve cavilando si era sincero. Me inclino a pensar que sí, aunque en el fondo no importa. La vida privada de los hombres importantes deja que desear, igual que la vida de los demás.

--María -dijo él mirándola fijamente-. ¿Accedería a tutearme como hacen mis amigos?

Pareció confundida un momento, hasta se ruborizó, pero contestó sonriendo:
--Si no es delante de mis jefes, vale.

NOTAS.:
[1] La Taula del Carnivor: Ficción de un restaurante donde han existido otros.[2] Mongetes: alubias blancas. [3] Sopa de la reina: Postre de cuchara dulcísimo y típico de Tortosa que se consume en las fiestas principales, sobre todo el día de la Virgen de la Cinta, Patrona de la ciudad. [4] Las garofetas del Papa: Otro dulce típico de Tortosa. Se cuenta que, hacia el final de sus días, el Papa Luna tenía dificultades para digerir alimentos y, para alimentarle, unas monjas inventaron un dulce suavísimo de clara de huevo que tiene forma de algarroba hueca por dentro y que al ponerse sobre la lengua  explota al ser impulsarla contra el velo del paladar.


Capt. 6º


La primera conferencia de Arregui había despertado una expectación enorme y el antiguo patio de operaciones del Banco de España recién convertido en Aula Magna estaba atestado.

Don Eugenio hizo una breve presentación de los méritos intelectuales y académicos del orador y terminó con la apostilla habitual alterando sólo el dato de la profesión del conferenciante: "Les presento a uno de los únicos economistas independientes que quedan en España".
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Fue Mussons y no don Claudio quien se aproximó al micrófono provocando la risa de la gente; ciertamente se creía en el derecho de decir unas palabras de bienvenida como munícipe y patrocinador de las conferencias y no estaba dispuesto a ser preterido.

Saludó a Arregui como al hombre que daría brillo al faro de cultura que era el Centro de la UNED y se proclamó como uno de sus mejores amigos. Habían estudiado juntos y juntos habían sufrido al Dr. Castañeda, a don Manuel Fraga y demás dinosaurios de la vieja Facultad de CC. Políticas, Económicas y Comerciales de la Universidad de Madrid. Añadió que también habían pringado juntos en los campamentos de la milicia universitaria del Ejército y al hacer las prácticas en el Regimiento San Marcial en Burgos. Precisó que, después, el profesor se dedicaría a la teoría de la economía y él a practicarla, pero jamás se perdieron de vista, pues, cuando viajaba a Madrid solía comprar el último libro del afamado amigo y, si Claudio estaba en España, se citaban en la cervecería Santa Bárbara para que se lo dedicara.

Terminó haciendo gala de su voz de trueno: "Amigo Claudio. Los años no pasan en balde, pero la amistad continúa. Siendo mozo, ¿pude imaginar que algún día te haría venir a Tortosa para que alumbraras el camino para salir de esta crisis que afecta a las ciudades viejas que llevan la historia a su espalda, quieren renovarla, pero caminan encorvadas por su peso, apoyándose en un cayado de brezo minado por la carcoma? ".

Mussons arrancó aplausos de sus incondicionales y murmullos de quienes no lo eran y le tachaban de cursi. Arregui agradeció la intervención de los presentadores, reconoció la vieja amistad para añadir que la intervención solicitada por su amigo correspondía a la conferencia del día siguiente, pues hoy tocaba hablar de “Las no soluciones de la nueva economía” y se atendría al programa establecido.
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Durante cincuenta minutos repasó los principales problemas de la crisis económica mundial así como las soluciones propuestas por la economía progresista.

Sorprendió al no defender las tesis que exponía en sus libros recientes. Confesó que se sentía un fracasado más. La crisis de las ideologías se reflejaba en las interpretaciones económicas y, éstas, no frenaban el poderío manifiesto de los tiburones de Wall Street, de los grandes especuladores y de los ingenieros financieros más avezados.

Puso el ejemplo de Cabo Cañaveral: los experimentos de los físicos llevaron al hombre a la luna, se buscaba información científica y hallar horizontes a este viejo planeta y progresar, pero cuando los ingenieros desplazaron a los físicos y la cápsula aventurera fue sustituida por el transbordador espacial, su vuelo gallináceo, predeterminado y próximo a la tierra, descubrió que la aventura del espacio ya no pretendía explorar fronteras nuevas, sino crear una Defensa Estratégica para controlar nuestro planeta desde el espacio, objetivo que, desde el discurso del Presidente Reagan el 23 de marzo de 1983, la prensa bautizó como la Guerra de las Galaxias.

La voz de Arregui resonaba poderosa bajo la cristalera del Aula Magna:

--Y hete aquí a nosotros, los economistas que buscábamos una sociedad más justa, disputando sobre la fórmulas para conciliar el pleno empleo, la estabilidad de los precios y el equilibrio en la balanza de pagos; disputando sobre los impuestos y los subsidios, el coste de la contaminación del medio ambiente, las venturas y desventuras de dejar la economía en manos de las multinacionales, la política monetaria, el futuro de las pensiones y otras cuestiones sobre las que hemos perdido autoridad de opinión, ganándola los tertulianos de las radios. ¿Y saben por qué? Porque los economistas olvidamos las ideologías que nos formaron y también principios que nos ennoblecían como el de la 
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responsabilidad social. La economía pública se hace hoy en una tertulia sin café porque, para el pueblo que canta Juan Luis Guerra, no llueve café, mientras la economía real la hacen los de siempre, a quienes definiré con la boutade que el escritor D. Juan Valera empleó para retratar a los norteamericanos cuando era embajador en Washington: "canalla que no tiene ni más moral ni más Dios que el dólar".

Una ovación atronadora acogió las palabras de Arregui quien, segundos más tarde, era asediado por capitalistas que seguramente no le habían entendido y progresistas que creían que sí, estudiantes y tutores fascinados. Sólo el Dr. Cadens, que de economía –aunque parda-- sabía un rato, musitó al oído de su amigo el director: "Este hombre está acabado; es como nosotros los médicos que, ante un hombre que sufre dolores de cabeza, sabemos mucho de la enfermedad, pero no llevamos ni una aspirina en el bolsillo para remediarla."

Aquella noche Claudio sí se sometió a una cena institucional a la que acudieron políticos y patronos del Centro. En el coche de su amigo Mussons, junto a María, cuya compañía había impuesto, llegó al Restaurante de Mig Camí. Al verle entrar, el maître y los camareros se desconcertaron un instante, pero no era noche de jambalaya; el menú estaba apalabrado, el típico de las comidas institucionales: aperitivos, espárragos dos salsas, rape a la americana, ternera asada y sorbete de limón; todo aceptablemente sabroso, escaso y nada deslumbrante.

María, sentada entre el concejal de urbanismo y el de gobernación, comía en silencio y observaba el discurrir de platos y conversaciones. Los concejales estaban allí por obligación, la de ser compañeros de partido del Sr. Mussons o portavoces de la oposición. Atendían a María con sonrisas, le servían el agua y el vino, pero se molestaban sólo en preguntar algunas trivialidades sobre la matrícula y la marcha del Centro de la UNED. El munícipe de parques y jardines, haciendo un esfuerzo, se aventuró:
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--Debe ser interesante trabajar con un prodigio de la economía como el Sr. Arregui, ¿verdad? -- María movió la cabeza afirmativamente, sin decir palabra.
Quién no dejaba de hablar era Mussons:

--Claudio y yo hicimos juntos la Milicia Universitaria en La Granja, pero yo salí de alférez y él de sargento - dijo orgulloso de haber superado al amigo en algo.

--Hombre, yo estaba fichado por haber acudido a un congreso de la juventud en Bulgaria –matizó Arregui, un tanto molesto por la inoportuna confidencia y dispuesto a combatir.-- Tú, por el contrario, no abandonabas las reuniones de Acción Católica.

--¡Bah!, por eso no te hacían alférez.

--Pero tampoco te fichaban.

--¿Saben? - comentó Mussons - .Este hombre era un atleta que nos partía de la risa; para molestar a los mandos, gastaba unos mostachos de granadero de Isabel II y jamás llevaba el pantalón de reglamento en las horas de gimnasia, sino unos calzones negros larguísimos y una camiseta de rayas horizontales como las del hombracho del linimento Sloan, ¿lo recuerdan?

Los comensales no estaban allí para recordar linimentos, pero si tocaba a reír, reían.

--A nuestro amigo le pasaban unas cosas tremendas -prosiguió Mussons-. Un domingo regresábamos al campamento en autobús desde Madrid y durante el viaje se metió media botella de coñac Terry entre pecho y espalda; se había peleado con la novia y la tarea fue nuestra para colarlo por delante del cuerpo de guardia. No te cayó un paquete de milagro.

--¡Hombre! -exclamó Arregui- Uno tampoco tenía tus enchufes porque, salvo el día que relatas, siempre regresabas en el coche del coronel, catalán como tú, y nadie sabía si venías mamado o haciéndole la pelota.
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En medio del regocijo general, Mussons hizo como si acusara el puyazo y dijo con ironía:

--¿Recuerdas el día de la jura de la bandera cuando hacíamos el segundo campamento? Como ni tú ni Luis Arce saldríais de alféreces, el capitán os dejó de imaginarias con la misión de vigilar las mesas donde estaban las bebidas y los aperitivos que se habían preparado para nuestros parientes y novias. Cuando regresamos de la ceremonia resulta que os habíais puesto morados, sobre todo de copas, y a Luis, que tenía entre ceja y ceja al capitán porque era muy gordo, se le ocurrió comentar a su espalda después de dar las novedades: "Miradle, si parece una ballena andando", y tú, por si el capitán le había oído, excusaste: "No le haga caso, mi capitán; tan bebido está que ve doble".

Rieron todos, incluso Arregui.

--Pues aquí, el amigo Mussons, salió de alférez y no porque tuviese unas habilidades militares especiales. Como sabéis, hicimos las prácticas en el Regimiento San Marcial de Burgos. El día que se estrenaba de oficial de guardia, resulta que nuestro amigo no recordaba bien el manejo de la espada para dar las novedades a los mandos. Hacía prácticas con un compañero cuando aparece el Jefe de Día; aquí el amigo se cuadra tieso como un junco, se lleva la empuñadura de la espada a los labios y, al bajarla, traza una curva tan pronunciada que casi descabeza al comandante.

Mussons entendió que no era bueno seguir con los recuerdos de la mili por si Arregui sacaba más historias del armario, pero éste retuvo la palabra y lanzó una pregunta al aire:

--Y nuestro munícipe y, no obstante, amigo, ¿demuestra en el consistorio lo que aprendió estudiando?

Casi todos los concejales quisieron tomar la palabra, especialmente el portavoz principal de la oposición. Le acusó de que sus logros en el área de investigación y desarrollo consistían en aconsejar sobre la multiplicación de los impuestos, convertir casi todo el municipio en zona azul, contratar al hombre del frac para
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 cobrar las multas, y hacer innumerables viajes al extranjero con el pretexto de atraer multinacionales que siempre terminaban en Reus o en Tarragona...

--Pues sí que te estás luciendo- repetía Arregui después de cada acusación.

--Y dígame, director, ya que mi amigo tiene sus más y sus menos en la política municipal, será buen profesor al menos, ¿no?

Don Eugenio se pensó la respuesta y, ante la expectativa que despertaba, respondió:

--Casi nunca falta a la clase.

--Y mis alumnos casi nunca suspenden--. Subrayó Mussons en defensa propia al ver que los demás celebraban la salida del director.

Luego las conversaciones derivaron hacia la política y la economía del territorio; la gente olvidó el humor y se puso a pontificar. El Dr. Arregui traslucía aburrimiento; su cabeza se movía hacia los que intervenían; aparentaba interés, pero tenía más en apurar el güisqui que había pedido.

Don Eugenio parecía todavía más aburrido que el ilustre visitante; a él la tertulia ni le iba ni le venía, ni bebía güisqui. Estaba allí por obligación, pero la gente había cogido carrete distinguiéndose los regidores si el tema pertenecía a su jurisdicción; como si les hubieran mentado la madre jadeaban con los brazos, impostaban la voz, negaban la mayor y la menor, adornaban sus argumentos con rotundos ¡collones!, y brazos y palabras invadían el territorio de la pobre María, quien tenía que echarse hacia atrás para no recibir algún aspaviento de sus circunstanciales escoltas. Fue poco después cuando Arregui tomó la palabra:

--Señores, la compañía es muy grata, pero nuestra corte femenina se muere de sueño y mañana tenemos que trabajar.
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La reunión se deshizo un poco a disgusto de la mayoría. Mussons se empeñó en llevar a Arregui al hotel mientras alguien se ofreció a acompañar a María y a don Eugenio a sus casas.


Capt. 7º


Al día siguiente Arregui dictó hasta las doce y, después, fueron al centro de la ciudad. Quería conocer el mercado de Tortosa; construido a principios de siglo, considerado una joya arquitectónica de una sola nave. Admirándolo, Arregui dijo: "Tenía razón quien dijo que los mercados radiografían el alma de las ciudades y de los pueblos". Pasearon entre los puestos curioseando las mercancías, atentos al trajinar de los vendedores tan solícitos con los parroquianos. Claudio compró dos peras de agua. Después de limpiarlas con un pañuelo, ofreció una a María.

--Son lo mejor para saciar la sed; lo aprendí de una frutera de Santiago que me pidió dos duros en aquella ocasión, mientras la de aquí nos han soplado veinte pesetas como veinte soles por cada una de estas hermosas peras y, encima nos ha mirado como diciendo: "¿Y qué harán éstos con dos peras?" Igual pensó que no tenemos dónde caer muertos, aunque eso sí, muy profesional, nos ha dado el recibito de la compra y ¡fíjate! -añadió como asombrado-, hasta trae la fecha de caducidad de las peras, ¡hoy mismo!-–. Era broma y María rompió a reír.

--Es que los tortosinos son listísimos, incluso cuando no quieren vender.

--¿Cómo es eso? -preguntó Arregui.

Entonces María contó la historia de cuando el rey Felipe II llegó a Tortosa en la Navidad del año 1585.
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--Su aposentador, el célebre Cock, relata que no encontraron pescado ni de mar ni de río en los dieciséis días que permanecieron aquí. Y no es que los pescadores estuviesen de fiesta. Nuestras pescaderías tenían la obligación de colgar una tabla que regulaba la venta de peces desde la fiesta de San Miguel hasta el día de la Resurrección al precio de cinco dineros y el resto del año a diez. Cock ironizó sobre la falta de pescado y la preocupación local: que el rey y sus cortesanos prolongasen la estancia durante la época de precios bajos y además se fueran sin pagar.

Arregui sonrió y comentó de seguido:

--O sea, listos y precavidos.

--Jugamos como nadie a menos perder; pongo un ejemplo de la antigüedad que cuenta el historiador Enric Bayerri si no estoy equivocada; los ediles recién elegidos salían en procesión por las calles dando limosna a los pobres, pero el dinero no salía de su patrimonio; lo cogían de las arcas municipales.

--Ésa es buena.

--Peores cosas hubo sin culpa nuestra. Los señores de Barcelona desplegaban el pendón de San Jorge y venían a Tortosa en son de guerra por un quítame allá esas pajas; se llevaban cuanto querían.

--Los pueblos han vivido una historia distinta de la que se cuenta en los libros – comentó Arregui.

--Muy cierto –añadió María-. Hace unos años leí un ensayo de José Rivero, un escritor que probablemente murió joven. Decía que cada imperio inventa su deporte y el español concibió la lidia de los toros. Inicialmente la practicaban sólo los caballeros porque los vasallos no podían montar a caballo. Los toros se lidiaban en la plaza mayor y el pueblo asistía al espectáculo desde la barrera. Cuando los caballeros aborrecieron la lidia, el pueblo había desarrollado la afición y decidió mantenerla, pero a pie; así nació el toreo moderno. Y yo me pregunto, ¿se recuerda a alguno de los señores que lidiaban los toros? Alancear toros no constituía hazaña alguna; era un deporte de caballeros; sin embargo, sí
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recordamos a los toreros que el pueblo elevó a la categoría de héroes porque convirtieron el ruedo en un espacio mitológico de vida y muerte... ¿Me sigues?

--Perfectamente.

--También está la historia de los señores que hacían y dirigían la guerra y la del pueblo que servía de peonada y carne de cañón, pero un día los señores perdieron la audacia y el sitio y, entonces, el pueblo comenzó a malmemoriar la historia, a seleccionar y modificar los hechos quedándose con los héroes que de verdad le gustaban o inventándolos hasta que, finalmente, se incorporó él mismo. No sé si me explico.

--Te explicas muy bien

--Pues bien, nosotros no nos vanagloriamos de nuestra historia tal como la relatan los libros porque el tortosino se enorgullece de la que ha tejido a su capricho aderezándola con leyendas, y la cree a pie juntillas por mucho que se empeñen los historiadores en corregirla. Aquí algunos te aseguran que la ciudad fue fundada por Ibero, hijo de Túbal, quien dio nombre a la ciudad y al río. Para otros Tortosa es bimilenaria y, sin la menor duda, aseguran que San Rufo fue el primer obispo de la ciudad y hay personas que te narrarían algunos de sus sermones y relatarían sus milagros como si hubiesen estado presentes. Algunos aseguran que Cristóbal Colón nació aquí y es cierto que los genoveses llegaron a poseer un tercio de la ciudad. Creemos esas leyendas porque la historia que cuentan los libros es tan modesta como la mayoría de sus protagonistas.

--Evidentemente es un punto de vista - replicó Arregui aunque María prosiguió como si no le oyese.

--Muchas ciudades de Cataluña organizan fiestas medievales cada año; la de aquí se llama Festa del Renaixement. Si conoces la historia de Tortosa y contemplas el espectáculo de la Festa, captarás en seguida que los organizadores han tenido el acierto de imitar al pueblo en lo de magnificar o 
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inventar no poca grandeza porque, si quitas al Papa Luna,  los templarios, a los señores de Montcada y pocos más, los nobles tortosinos eran unos burguesones de tomo y lomo y vivían como tales y no como les correspondía. Ahora bien, el pueblo no les recuerda del todo y por eso acepta la propuesta de la Festa: sentir la necesidad de reafirmarse históricamente. Le importa un pito que los caballeros, los guerreros, los menestrales y demás actores de la representación, cambien pasado mañana de nombre y vendan sus viandas o realicen torneos en otra ciudad y la semana siguiente en otra, para regresar el año próximo a Tortosa. El espectáculo será el mismo, pero el pueblo participa más cada vez, se viste como los príncipes y damas y señores de la época, al mismo tiempo, está dispuesto a ampliar y asumir los papeles que le asignen sus modernos juglares.

Caminaban por la Avenida de la Generalitat dirigiéndose al parque. Arregui tenía algunos reparos que hacer a la interpretación de María, pero como si le faltasen argumentos, no quiso contradecirla.

Entraron en el parque Teodoro González. A don Claudio le fascinó la estampa de las palmeras altísimas que, por influjo de la brisa, parecían abanicar el edificio de la antigua lonja. Caminaron al cobijo de los robles enormes del paseo central y luego por uno de los paseos laterales que estaba guarnecido por olorosos eucaliptos a su derecha y magnolios fragantes a la izquierda. Admiró la Rosaleda de Aviñón, la variedad de arbustos y flores de los muchísimos parterres.

--¿Y quién fue Teodoro González?

--El alcalde que derribó la muralla y acometió el ensanche de la ciudad. En su tiempo se construyó el puente del Estado, el mercado, el matadero y se urbanizó Tortosa. Dicen que cuando derribó las murallas le tiraron al río aunque luego, ya muerto, se decidió erigirle un monumento aquí mismo. No se hizo, pero los tortosinos dimos su nombre a este parque magnífico.
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--Salió ganando.

Arregui propuso que siguieran la conversación en el restaurante que había en el mismo jardín, pero María contestó que tenía que ir a casa porque Manolín y su madre aguardaban para comer. Añadió:

--Esta noche vendréis aquí con don Eugenio y los tutores. Hacen un arroz negro buenísimo.

--Pero tú vendrás también, ¿eh?

--No estoy invitada.

--Si no vienes te vuelvo a raptar y les dejamos...

--No sería una buena idea.

--No lo es, pero tú vendrás con nosotros.

Como María vivía cerca del parque, quedaron en que él se llevaría el coche para regresar al Hotel Corona y se lo devolvería por la tarde. Al despedirse y darse la mano, Arregui retuvo la de María y dijo:

--Agradezco como no imaginas el rato que hemos pasado juntos. Hacía tiempo que no me sentía tan a gusto.

--Eres muy galante.

--No es una cuestión de galantería.

María se ruborizó, pero apretó la mano de Arregui y se alejó mientras él la seguía con los ojos.


Capt. 8º


Liana permanece de pie al final del Aula Magna. Escudriña si hay sillas vacías donde pueda sentar al público rezagado. Advierte que el director sube al estrado acompañando al Dr. Arregui, hace una salutación breve y vuelve a bajar sentándose junto al alcalde en la primera fila de los asistentes. Liana sonríe. 
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Don Eugenio tiene esa manía de dejar solo al conferenciante para que no se le quite protagonismo; el orador es el único que debe estar situado frente al público. Liana piensa que si el alcalde no hubiese aparecido, don Eugenio se habría sentado lejos de las sillas mullidas reservadas a las autoridades, en la quinta o sexta fila, en los asientos durísimos que nadie sabe si son de formica, de cartón prensado o de ambas cosas, pero dejan los traseros exangües. El Dr. Arregui ha comenzado su conferencia sobre "El futuro de las ciudades venidas a menos: el caso de Tortosa".

"...Definamos la cultura de estas ciudades como el conjunto de valores y actitudes que, desde el punto de vista socio-histórico, se vienen inculcando entre sus gentes, pero no perdamos de vista la advertencia de Arthur Hippler: Las culturas son mejores o peores según el grado en que apoyen las habilidades humanas innatas de sus ciudadanos a medida que éstas surjan..."

Liana, ni entiende nada ni hace por entender, y entiende todavía menos a renglón seguido; piensa que la conferencia lleva camino de ser un latazo de cuidado y se distrae en acoger a los rezagados de las ocho y diez, alumnos que han concluido sus clases en las plantas superiores y comerciantes que acababan de echar el cierre. El aula presenta un aspecto magnífico.

"... así llegamos a la misma conclusión de Gunnar Myrdal en su maravilloso libro El drama asiático que es una investigación magnífica sobre la pobreza de las naciones; según Myrdal, los factores culturales son los principales obstáculos para la modernización al interponerse en el camino de la actividad empresarial y dominar las dimensiones económicas, políticas y sociales de la ciudad..."

Liana descubre a María sentada en la décima fila a la izquierda. Se corre de puntillas hacia la derecha para verla mejor. Está radiante. Lleva el vestido blanco de las grandes ocasiones. Y se ha maquillado. La diadema recoge muy bien su melena. Caramba con María. Seguro que quiere impresionar al profesor en la despedida. Las respiraciones empiezan a contenerse en la sala. Reina un silencio absoluto.
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"...la religión ha jugado un papel decisivo en los comportamientos culturales al influir de manera determinante en el hogar y en la escuela, exhortando a que el ser humano procure la salvación personal por encima de todo y predicar que la salvación se obtiene por la vía de la meditación y del ascetismo, el desprendimiento, el desprecio a la riqueza y el confort material. En España, la influencia de la religión se tradujo en un comportamiento general por parte de sus habitantes de menosprecio al trabajo, sobre todo al manual, que duró siglos; menosprecio que originó la inercia social que caracterizó a los colectivos de sus ciudades. Tortosa, recuerden, fue la sede obispal del Papa Luna, y no hace falta rememorar su actitud hacia los judíos, a la sazón motores del desarrollo y del progreso comercial..."

Pasa una moto por la calle Genoveses y el ruido se acopla al micrófono que rechifla de manera hiriente. Liana deja su atalaya y corre por el pasillo interior que conduce a la secretaría; Eulàlia, agitadísima, está manipulando las clavijas de la mesa de sonido creyendo que el pitido proviene de un descuido suyo. A los nervios de una se suman los de la otra. En el aula se producen risas, Liana no sabe si por el estropicio microfónico, o bien, a causa de alguna broma del Dr. Arregui. De pronto, los altavoces dejan de silbar y Liana, ya tranquila, deshace el camino andado.

"...Max Weber creía que el énfasis que ponían los católicos en la otra vida les situaba en desventaja respecto de los protestantes, cuya ética también era ascética, pero estaba basada en el trabajo duro, la frugalidad, la honestidad, la racionalidad y la austeridad, fundamentos del que derivaría el capitalismo cuando logró sacudirse los principios cristianos, sobre todo, el de salvación que defendiera Calvino..."
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Como siempre, el pequeño director de El correo tortosí llega tarde. No quedan sillas mullidas para él y, muy a su disgusto, debe sentarse en las proletarias. Liana le ve revolviéndose incómodo y se alegra, porque a él le gusta llegar tarde, recorrer el pasillo central y ponerse delante; que los asistentes tomen nota de la llegada del hombre importante del cuarto poder. Por detrás, algunos alumnos que suben de la biblioteca, echan una miradita entre curiosa y risueña y se alejan. Liana aprovecha para acercarse a la Sala de Fumadores y cerrar la puerta. Al volver observa que el médico Farinós abandona el Aula Magna; al pasar junto a ella susurra verdaderamente encendido: "¡No faltaba más que venga ese tío a Tortosa a insultar y nosotros escuchando tan lindamente! No sé qué pensarán los demás, pero ¡yo!, ¡me largo!" Y desaparece en un remolino enérgico de la puerta giratoria.

"...la inercia social, que es fruto de la influencia religiosa, pasa a ser el estado descriptivo de una ciudadanía en la que, contrariamente a lo deseado por la Iglesia, se diluyen los valores religiosos, valores que dejan paso a unos comportamientos sui generis. En 1954 y 1955, Edward C. Banfield vivió entre los campesinos de una ciudad pobre y atrasada del sur de Italia a la que bautizó con el nombre ficticio de Montegrano. En esa ciudad dominaba el familismo amoral, es decir, practicaban la regla que dice: "aprovecha al máximo las ventajas materiales a corto plazo para la familia nuclear y asume que todos los demás harán lo mismo"; los de Montegrano mostraban una absoluta incapacidad para actuar juntos, para encontrar el beneficio propio a través del colectivo...

El silencio se masca en el Aula Magna. También Liana es toda oídos.

...En su libro Las bases morales de una sociedad atrasada, Banfield desarrolló diecisiete corolarios de los que destacaré algunos significativos: Nadie apoyará el interés del grupo a no ser que sus intereses particulares sean apoyados; sólo los funcionarios se ocuparán de los asuntos políticos y habrá cortapisas exiguas a sus actividades; los titulares de empleos oficiales sólo trabajarán lo necesario para 
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conservar el puesto; se tendrá poca confianza en las promesas de los partidos políticos; se supondrá que las personas en el poder son corruptas y trabajan en beneficio propio; la ley no se acatará cuando no haya razón alguna para temer el castigo; el pueblo votará únicamente con miras a corto plazo; el líder, será votado, pero será escarnecido al día siguiente por los mismos que le votaron... Tortosa no es Montegrano, pero seguro que padece algunos de los síntomas descritos, al menos los referentes al beneficio propio y al sentir de la ciudadanía respecto de la vida pública.."

Liana se mordisquea el labio inferior admirada del recogimiento con el que la gente escucha. Luego mira su reloj y observa que faltan quince minutos para que don Eugenio contemple el suyo; el director se empeña en que las clases y las conferencias deben durar cincuenta minutos, ¡y menos si el orador admite el coloquio!; no dudará en llamar la atención del orador si sobrepasa el tiempo convenido. ¿Se atreverá esta vez?

...Puedo asegurarles que el desarrollo no vendrá de fuera. De fuera vino el Ebro, pero Tortosa vivió de espaldas a un río que la hacía importante gracias a una ruta comercial que ya no existe; la vía férrea y la autopista se alejaron porque aquí no se generó la vida industrial y comercial que hubieran impedido su alejamiento... Lo primero, cambien la faz de Tortosa. Me llevo la imagen de una ciudad hermosísima, pero pobremente vestida; basta mirar la cantidad de edificios viejos, descascarillados. Una ciudad tiene que resultar atractiva, para que sus habitantes vivan a gusto y para seducir a los ejecutivos de las grandes empresas a que se asienten aquí. Lo segundo es fortalecer el sistema educativo en todos sus niveles. Hay ciudades a las que se acude a estudiar y otras que despiden a su juventud cada domingo por la tarde en la estación del ferrocarril o en la de autobuses a partir de octubre. Esa imagen de recibir o despedir a la juventud mejor preparada vale para clasificar las ciudades con futuro de las que no lo tienen o lo tienen menos, sobre todo si tenemos en cuanta los índices de natalidad decrecientes y la realidad de que la mayoría de los jóvenes de talento que estudian fuera difícilmente regresarán para establecerse aquí...
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Liana no sigue al Dr. Arregui cuando entra en un vericueto de imágenes macroeconómicas y microeconómicas. Comprueba que la gente se mueve en sus asientos molesta porque ha perdido el hilo de la conferencia. Pero el Dr. Arregui continua impertérrito; se atreve con una fórmula algebraica de peliagudos significados que sólo arranca cabezazos de aprobación del Dr. José María Franquet, único que parece seguir esa parte del discurso con solvencia. El disertante regresa a las palabras claras y llanas.

...los políticos de este tipo de comunidades tienen que reconocer que saben poco y que su única salida es rodearse de expertos. Tienen que actuar como el Presidente John Ford cuando sustituyó al Presidente Nixon. Para formar su primer gobierno, Ford preguntaba a sus consejeros: "¿Quién es el abogado mejor de los Estados Unidos?" y se le respondía: "El Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago". Ford sentenciaba: "Ofrecedle la Secretaría de Justicia" e igual procedía con las restantes carteras... De Ford dijo el Presidente Johnson que tenía la cabeza tan vacía que cuando una idea pasaba por su cerebro se la oía venir. Se equivocaba. Había mucha miga en la cabeza del Presidente Ford. Pues bien y valga el ejemplo: Las ciudades con futuro deberán tener junto a su alcalde a un magnífico ingeniero de la organización, proyectistas, economistas, juristas, informáticos, técnicos de turismo, que sean especialistas y profesionales de verdad; la razón es que dispondrán de bases de datos con innumerables entradas relacionadas con agentes económicos, respaldadas con las del Registro Mercantil, el BOE y demás boletines oficiales. Además de concebir proyectos, conocerán los planes del Gobierno y de la Generalidad y lucharán para que los proyectos más interesantes puedan residenciarse en Tortosa. En cuanto al sueldo de esos profesionales, pasado el primer ejercicio, se estimará según la riqueza que cada uno consiga para la ciudad cada año. Los políticos tendrán que cederles buena parte del protagonismo hasta que la ciudad, por haberse engrandecido, convierta en trascendentes las decisiones políticas que deban tomar...
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Ha llegado el momento. Don Eugenio no tiene pudor; mira ostensiblemente su reloj y luego al conferenciante para que éste se considere avisado y anuncie el final inmediato del discurso. Liana recuerda a los listos que amagan y no concluyen y que son la desesperación de don Eugenio, porque el director asegura que ni el mejor orador es capaz de retener la atención del público más de cincuenta minutos. Luego está lo del personal no docente, que concluye su dura jornada a las nueve de la noche y don Eugenio quiere que los días de conferencia, los empleados se vayan a casa exactamente a las nueve, puntualidad que no siempre respeta el resto de los días laborables. Liana hace un mohín; es la única que puede irse a las ocho de la tarde, pero como es la jefa del personal, tiene que tragarse las conferencias y los actos extraordinarios, responsabilizarse de los vasos de agua y de la microfonía, hacer de acomodadora y velar por el orden y la buena marcha de cada acto desde la retaguardia. Tanto así le cuesta ser el brazo derecho y el izquierdo de don Eugenio, a quien respeta muchísimo, pese a sus manías.

...Señoras, señores. Tortosa ha perdido las vías de comunicación que sustentaban su riqueza, buena parte del territorio histórico y, con él, la población que justificaba la llegada de pingües rentas del Estado. No les voy a consolar con el vaticinio de algún sabio, colega y amigo mío, al decir que Tortosa y el Baix Ebre, serán grandes, imponentes, cuando se produzca una comunidad de intereses entre la Generalidad de Cataluña y la valenciana. No será posible salvo que Tortosa establezca un trío amoroso con Amposta y San Carlos de la Rápita. Tienen Uds. un hueso duro de roer: alcanzar la modernidad y, si cabe, la postmodernidad. Les deseo suerte.

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Capt. 9º


Surgió una disputa al finalizar la conferencia. Los profesores-tutores de Ciencias Económicas y Empresariales querían llevarse al Dr. Arregui por su cuenta a cenar. Don Eugenio se opuso; decía que el Centro tenía obligaciones y compromisos y no permitiría que se hurtara la presencia del ilustre visitante en beneficio de un grupo restringido de personas. La cena, al fin, tuvo lugar en casa de Jordi Reig. Si algunas virtudes singularizaban al secretario del Centro sobre el resto de los mortales eran la simpatía, la hospitalidad y su maestría en desbaratar líos. Cuando ofreció su tercera vía nadie, salvo don Eugenio, puso pero alguno, y éste porque lo tenía que poner, porque vio el cielo abierto de verdad.

La casa de Jordi estaba a las afueras, en la carretera a L'Aldea, cerca de una antigua y famosa fábrica de ladrillos. Se accedía por un carreteril interior que acercaba a una explanada donde se dejaron los coches. Recibía un perro malas pulgas que, encadenado a una caseta aislada por una alambrada alta, ladraba sañudamente a cuanto aparecía y se movía. Superado el recibimiento, los invitados se metieron en un patio emparrado y se entretuvieron en descubrir y alabar los mil detalles que La Alcaldesa -por tal nombre se conocía a la mujer de Jordi- había dispuesto para embellecer aquel cuarto de estar natural. El matrimonio gustaba de la cerámica y de los aperos de labranza, y piezas y cachivaches iluminados por luces indirectas rivalizaban con los arbustos y las flores de los cuidadísimos parterres en sugestionar el interés de los invitados.

El vino de la tierra empezó a correr y desfilaron las bandejas con aperitivos sabrosísimos que se hacían en la cocina de La Alcaldesa y lo que no se hacía, el fuet y algunos embutidos, venían de pueblos célebres por su matanza.

El anochecer era espléndido, propio de finales de abril. Jordi dijo que se quedarían bajo el emparrado entre el beneplácito general, aunque algunas personas, guiadas por las hijas de Reig, prefirieron curiosear por la casa, enorme, con unas estancias superiores cuyo diseño, tan simple como elegante, tenían un aire nórdico, mientras los bajos escondían un comedor y una taberna de aire campesino que evocaban el viejo sueño de Jordi: ser propietario de un restaurante donde únicamente se sirviera comida del país.
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Los invitados se iban distribuyendo en grupos de una manera inconsciente. Las mujeres con La Alcaldesa, don Eugenio con los amigos de Jordi, los tutores y parte de los invitados con el Dr. Arregui. Sólo el ir y venir de los alimentos y las bebidas reagrupaban los corros momentáneamente mientras el murmullo de las voces subía de tono.

Al Dr. Arregui le iba el bullicio, las copas y la charla cuando concluía la última conferencia y las cosas habían marchado bien. Era como rematar la faena. Hablaba alto y ocurrente mientras devolvía las miradas conspicuas que le echaban las señoras desde otro grupo, sorprendidas un tanto por el jolgorio y complacidas por la prestancia del profesor. En realidad, más que devolver las miradas, él buscaba a María, resplandeciente con su vestido blanco, corto y ceñido al cuerpo, del que sobresalían unas piernas largas y finas que movía con coquetería. Andaba en esa contemplación cuando una dama, no precisamente mozuela, le arrimó un primoroso plato de ternasco y le llenó el vaso de vino al mismo tiempo que le enseñaba una espetera generosa y perfumada que se rendía hacia él como un cumplido. En eso los ojos de María se cruzaron con los del profesor; le sonrió y le hizo un gesto como si aprobara lo bien que le trataban. Don Claudio aprovechó para señalarle que había un sitio vació a su lado, pero María ya había desviado la mirada.

El Dr. Arregui observó que el tutor poco amigo de la lectura tenía un saque superior al de un músico de banda militar. Pensó en dedicarle un nuevo elogio, pero temió que el ternasco se enfriara y prefirió imitar al carpanta del cordero, mientras las tutoras y los tutores a su alrededor se empeñaban en atrevidos comentarios sobre la vida del país, ocurrencias que él aprobaba con la cabeza sin discutirlas.
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En eso, la gente de los otros corros comenzó a alterarse. Ya no se oían los ladridos del cancerbero, sino las voces de Manel, el asegurador, y las del Dr. Cadens chicando al can que se escondía temeroso no tardando en lanzar aullidos de terror. Entonces Jordi gritó: "¡Matasanos! ¡No se te ocurra purgármelo otra vez!". El doctor giró su humanidad y se encaminó hacia el emparrado con una sonrisa pícara de oreja a oreja. Manel venía a su lado y enseguida comenzó su deporte preferido, chocar las manos de los hombres y besar las mejillas de todas las damas.

Mientras tanto, alguien explicaba al Dr. Arregui que, el verano anterior, un mastín atacó y mordió al chucho de Jordi y el Dr. Cadens, que estaba en la casa, se puso a curarle; en esas, el perro le dio una tarascada y el doctor, en venganza, le hizo una cura tan peculiar y le dio medicina tan infame que bastaba que asomara por la casa para que el chucho se escondiera despavorido ya que, además de la purga y como era visible, había quedado un poco contrahecho. El Dr. Arregui se interesó en conocer más cosas del médico aunque poco le pudieron contar.

El Dr. Cadens, que venía predispuesto a la gresca, se dejó caer en la silla vacía junto a la del Dr. Arregui y a modo de saludo, dijo:

--¡Cuánto honor! A este señor le quería hablar - dijo.

--Pues soy todo oídos - contestó el profesor.

--A Ud. le sentará bien el ternasco, pero nosotros aún tenemos que digerir la conferencia -le espetó de entrada-. No seré de los que le feliciten, porque... ¿de dónde ha sacado todos esos infundios sobre Tortosa? -y soltó una carcajada al observar el impacto de sus palabras en la perpleja celebridad-. Porque no me repetirá Ud. a mí que los curas de Tortosa se dedicaban a predicar el ayuno permanente y el alejamiento de los bienes terrenales.

--Es lo probable -respondió Arregui

--¿Probable? Nuestros curas no tienen ni arte ni parte en la decadencia de Tortosa; muy al contrario, ojalá hubieran contagiado su gusto por la vida a los 
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feligreses. Ud. ha marrado el enfoque; debió orientarse por el hecho incuestionable de que la mayoría de los tortosinos eran ladinos o moros, que los primeros habían perdido la hacienda y los segundos andaban mustios porque les quitamos el reino y el derecho a conservar el harén.

Se celebraron las palabras del doctor quien, complacido de verse en el púlpito de la reunión, volvió a dirigirse al Dr. Arregui.

--Tengo guardia dos o tres noches por semana y escuchar la radio me entretiene. ¿Es Ud. asiduo de esas tertulias que se emiten entradita la madrugada?

--En algunas he participado, sí; a veces, se graban.

--Pues mire por donde, casi lo mismo que le escuché esta tarde, casi las mismas palabras, razones y ejemplos, se los oí hace unas semanas, pero aplicados al Bierzo.

--Hombre -respondió el Dr. Arregui-, parecido puede ser, pero lo mismo no.

--Casi lo mismo –reafirmó el Dr. Cadens-, y algunas de las citas que nos soltó esta tarde de esos señores extranjeros, también se las escuché, así como las réplicas del Dr. Lluch, quien no parecía estar muy de acuerdo ni con las citas ni con Ud.

--Hay citas que nos acompañan siempre -contestó Arregui poniéndose serio-, pero le aseguro que yo no voy por ahí repitiéndome ni tengo la misma receta para todos los problemas comarcales del país.

--No se me enfade porque tendrá dos trabajos y porque ahora que no nos escuchan sus admiradores -los tutores rieron-, ha demostrado que de economía por aquí, no se sabe nada. ¿Advirtió que nadie le hizo una pregunta, ni le refutó la cosa más mínima?, ¿sabe por qué?

--Ud. dirá.
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--Porque nosotros vamos a las conferencias como vamos a un banquete, a un funeral o un recital de zarzuela, por compromiso o porque nos aburrimos en este pueblo. Y desde luego, Ud., como los buenos poetas, siempre está escribiendo el mismo poema, porque efectivamente, lo que pasa aquí y en el Bierzo también, acontece  parecido en el Concejo asturiano de Piloña y en tantos otros sitios. El único matiz, como ya le he dicho, es que los curas no tienen la culpa de lo que pasa en Tortosa, sino las donas, las señoras, ¡porque están de un bien...!- y saludó hacia el corro femenino que le aplaudía calurosamente mientras todos reían.

Iba a alejarse del Dr. Arregui cuando éste le retuvo con la mano izquierda y le dijo:

--No tan de prisa, doctor; no tan de prisa. Que quiero conocerle a fondo.

Pidió que despejaran un espacio en la mesa próxima mientras escurría su mano derecha hacia uno de los bolsillos interiores de la chaqueta para reaparecer con un mazo de cartas alargadas y estrechas. Las barajó con parsimonia deliberada mientras se escuchaban susurros y se creaba una atmósfera de expectación subrayada por el sonido de los platos y de los vasos que se apuraban y abandonaban. Don Claudio pidió al Dr. Cadens:

--Corte, por favor. -El doctor obedeció. Entonces el Dr. Arregui pareció estudiar el tamaño y posición de los dos montones de cartas antes de convertirlos en uno. Luego dijo- Ahora escoja tres cartas y colóquelas sobre la mesa boca abajo, en línea recta o en abanico, como Ud. prefiera, y señale una.

Cumplida la petición, el doctor contempló entre divertido y curioso al Dr. Arregui quien a su vez le miraba cada vez más serio y concentrado. Sus dedos se aproximaron de un modo sigiloso y solemne hacia la carta señalada y la descubrió. Apareció El Diablo con sus desagradables alas de murciélago o más bien de ángel caído, su maza de fuego, cortejado por dos esclavos encadenados. D. Claudio cerró los ojos y comenzó a hablar lentamente.
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--Leo su pasado y veo una infancia feliz truncada por la mala fortuna, ¿un negocio a pique? Ud. estudió en uno de los mejores colegios, ¿verdad? Pero después estudió la carrera lejos de sus amigos de infancia y adolescencia, aquella gente importante, hijos de marqueses, millonarios... ¿verdad? En cambio, veo que Ud. ha tenido verdadero éxito entre las mujeres, ¿verdad?, un castigador algo pendenciero y muy sumiso al mundo material hasta que ocurrió el accidente, porque Ud. tuvo un accidente que casi le cuesta la vida, ¿verdad? y desde entonces Ud. es como dos personas, la que verdaderamente es y la que ven los demás. Ud. es inteligentísimo, pero las secuelas del accidente le obligan a hablar lento y no siempre le escuchan. Le encanta pasear con los amigos, pero no siempre éstos pasean con Ud. porque camina despacio, ¿verdad? Tiene que refugiarse en la broma, la mordacidad y en la imaginación para ser escuchado y hasta temido, porque Ud. tiene una fuerza inmanente tremenda y se impone de una manera secreta, aparentemente diabólica, sólo aparentemente, sobre las personas que conoce; con esa fuerza también cura, pero también asusta y se priva de algunos clientes. Además, sabe de números; Ud. lo sabe todo sobre la economía y la salud, es como si Ud. fuese el brujo que gira La Rueda de la Fortuna, pero el arcano me dice que vaya con cuidado, que saber de economía no necesariamente le puede evitar otra adversidad financiera, así que aviso y proceda con la máxima precaución.

Alguien llamado Pepe Antela no pudo contener la risa y se apresuró a comentar en voz alta:

--Clotaldo, ¡ten cuidado! ¡No se te vayan a caer cinco duros del bolsillo!-- palabras que suscitaron carcajadas de los asistentes.

El Dr. Arregui descubrió la segunda carta y emergió la figura de La Sacerdotisa. El profesor hizo como un gesto de asombro que picó más la curiosidad de todos.

--Ud. me sorprende; en sus horas de ocio sólo lee y requetelee un libro, como La Sacerdotisa, una enciclopedia de la sabiduría y su vivir actual es tranquilísimo
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gracias a que ha construido un puente de resignación entre la desgracia y la vida y éste puente le está pagando un peaje magnífico. Tiene mujer e hijos que le quieren y unos amigos que también. Sus consejos en la consulta son prudentes y hay sabiduría y sensatez en sus inversiones, pero me da en la nariz que tiene fama de ser un poco tacaño, vamos, un gran tacañón, ¿verdad? y no sólo no le disgusta esa fama sino que la cultiva porque el caso es tener una y se hable de Ud., pero... ¡nada más lejos de la verdad! Cuando cortó el mazo, el corte mayor lo puso lejos de Ud. y eso es símbolo de generosidad. Lo gana todo para sus hijos, negocia y ahorra para ellos, ha hecho el bien a parientes y amigos, a verdaderos amigos, mientras Ud. se contenta con muy poco y, paradójicamente, alienta y mantiene la mala fama que le adorna. La Sacerdotisa aconseja que no conviene presumir de lo que se tiene ni de lo que no se tiene, y Ud. lo incumple al pie de la letra, ¿verdad?

El Dr. Cadens parecía embobado, también intimidado. La gente le miraba de manera distinta; las palabras del profesor descubrían su cara oculta y él, inerme, optaba por callar. La mano derecha del Dr. Arregui descubrió la figura de El Ermitaño envuelto en el manto de la discreción con la linterna en la mano.

--Debe Ud. meditar sobre su situación personal. Le estoy leyendo el futuro y digo que debe cuidarse y no cometer imprudencias como la de trasnochar en exceso oyendo la radio. Tampoco le conviene hacerse ni hacer reproches. Las cosas son como son y Ud. es un hombre generoso que debe salir de la ermita del parecer y mostrarse como es. Por una vez, y al margen de sus amigos, piense en Ud. mismo; trátese bien. Si lo hace así, el futuro le será más placentero todavía, y si no lo hace, se pondrá verde más de cincuenta veces cuando pretenda poner a los demás. La linterna de El Ermitaño le guiará por el camino de la sabiduría que le enseña su famosa enciclopedia como hasta ahora le ha guiado por el camino de la austeridad.
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El Dr. Cadens pareció despertar de un sueño y viéndose enfocado por todas las miradas, dijo:

--Parece mentira, ¿cómo es que sabe tanto de mí? ¿Quién le ha contado? Manel... ¡Tiene que haber sido Manel! -éste rió negando con la cabeza-. Le aseguro que si puñetea a las personas como ha hecho conmigo, me merece más crédito lo que anteriormente dijo como economista. ¡Un aplauso para el señor!
Eran pocos los descreídos y muchos los respetuosos con los arcanos. Las manos se alzaban y pedían la vez. Casi todos querían conocer su suerte. El Dr. Arregui siguió tirando las cartas; una veces hacía la cruz celta y otras la tirada astral; habían personas que sacaban las cartas y otras cantaban los números. Descubrió a uno que una novia se  murió en sus brazos siendo muy joven, dejándole pasmado y asintiendo. Aconsejó a otro que atendiese más y mejor a los hijos pequeños porque se alejaban de ellos; añadió que si observaba los dibujos que hacían los peques vería que situaban a la madre en casa y ellos alrededor, mientras a él le dibujaban lejos, más allá de los árboles. Alguien pregunto maliciosamente si podía contar algo de don Eugenio y respondió que tenía una personalidad que le impedía desvelar, contrariando a la mujer de la pregunta y ruborizando no poco al Director mientras la gente se divertía.

Jordi Reig aprovechó para hacer un cremat con el ritual que requería la ocasión, mientras La Alcaldesa iba y venía con platos llenos de dulces y animaba a servirse mistela. La gente allí reunida vivía emocionada los oráculos del Dr. Arregui. La Rueda de la Fortuna prevenía a éste de la posibilidad de un sablazo o revelaba a aquél que tenía enloquecida a su pareja. Salía El sol y alguien se quedaba extasiado ante la revelación de que irradiaba un atractivo excepcional, que el éxito profesional lo tenía seguro mientras el amor surgía imparable. Pero también asomó La Muerte con la espantosa guadaña sobre un campo de cabezas y miembros esparcidos; entonces el Dr. Arregui dio a su voz un tono tranquilizador y dijo que el arcano sólo tenía sentido en función de otra carta, pero justo cuando iba a descubrirla, los concurridos elevaron sus ojos hacia el 
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emparrado por cuyos alambres corrían dos ratas de no despreciable tamaño que arrancaron gritos histéricos en las damas presentes y confusión en los hombres, temiendo todos que aquellas bichas asquerosas resbalaran en su tumultuosa carrera y cayeran primero al vacío y después sobre ellos. Jordi salió al quite bromeando y diciendo:

--No las he sacado de propósito, mas señoras y señores son las doce y media; podéis seguir todo el tiempo que queráis, pero mañana hay que trabajar.

La gente no dudó en levantar la reunión; con cierta celeridad se despidieron unos de otros mientras las ratas desparecían por arte de magia y el cancerbero iniciaba su recital de ladridos infernales.


Capt. 10º


El automóvil rodeó el monumento de la Plaza del Milenario y se adentró en la Avenida de la Generalidad. María conducía despacio, cuidadosamente. Guardaron un silencio largo hasta que el Dr. Arregui, como por decir algo, susurró:

--Se suponía que vine a meter a los tortosinos en la modernidad y he terminado echándoles las cartas.

María le miró de soslayo y se limitó a esbozar una sonrisa. En el interior del automóvil comenzó un diálogo de silencios, de preguntas que querían hacerse y no se hacían y se traducían en miradas inquisitivas, azoradas, disimuladas, dubitativas, mientras las luces de las farolas y el neón de algunos anuncios resaltaban la oscuridad de la noche con sus fugaces apariciones. Al fin ella se atrevió:

--¿Por qué no me echaste las cartas?-. El se revolvió inquieto.
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--No sé; creo que no quise. Me gustas, ¡bueno!.. -se corrigió-. Me agradas como mujer, me atraes -se atrevió a decir- y por nada del mundo anticiparía mi conocimiento de ti. El Tarot es un juego, pero cuando echas las cartas, lees, y lo que lees te puede sugestionar a ti, pero a mí también.

--¿Tienes poderes de verdad? -preguntó ella.

-Nací en Zalla y tengo antepasados de Zugarramurdi, el reino de las brujas. -Y añadió con un deje cínico-. Sí; quizás tenga algunos poderes, pero a fuer de sincero, el Tarot me sirve en la madurez como la guitarra cuando tenía veinte años, para ser la estrella de la reunión.

El coche dejó la Avenida de Colón, ganó la Plaza de Aragón y se detuvo a la puerta del hotel.

--¿Me acompañas? - preguntó él.

--Sí; tengo que recoger la máquina de escribir.

Una vez en el apartamento María sintió que se azoraba. Iba y venía buscando las cuartillas que deberían haber sobrado; la máquina estaba en un costado de la mesa, pero como que no la veía. El Dr. Arregui le había ofrecido un vaso de agua, pero ella movió la cabeza negativa y nerviosamente. Le pidió que le ayudase a buscar su bolígrafo, un Bic de color verde. Al poco se dio cuenta que los dos deambulaban por el pequeño espacio del apartamento sin que apareciesen ni la máquina de escribir ni el boli ni las cuartillas ni el vaso de agua y, en el ir y venir, tropezaban y se rozaban hasta que, de pronto, las manos de él asieron los hombros de ella. Se fundieron en un abrazo y en un beso larguísimo. Luego María le apartó suavemente, moviendo la cabeza. Entonces él le pidió que esperara. Del armario cercano a la cama sacó un pequeño paquete del que extrajo un diminuto, pero simpático búho que llevaba anteojos sobre el pico; vestía una corbata rosada con dibujos estrafalarios y una estrecha chaqueta azul con trabilla que le permitía exhibir el enorme y plumífero pecho; debajo del ala
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derecha llevaba un registro de notas y su pata izquierda descansaba sobre varios libros; la palabra Profesor estaba escrita en la peana. María descubrió que el búho era hueco y que en la oquedad había un rollito de papel.

--El búho es para que te acuerdes de mí. El cheque es por tu trabajo- dijo él.
María sonrió y contestó:

--Es un búho precioso- y lo acarició con el dedo anular de su mano derecha. Después miró a Claudio y, con mohines y gestos muy femeninos, metió el rollito de papel en el bolsillo de la camisa de Claudio golpeándole con la uña hasta hacerlo desaparecer, se puso de puntillas y le besó. Entonces él preguntó:

--¿Vendrás alguna vez por Madrid?

--Puede -contestó ella sonriendo.

Luego cogió la máquina y abrió la puerta. Claudio la acompañó hasta el ascensor, mirándola, pero sin decir nada.




FIN
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Año 1.993





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