martes, 24 de junio de 2008

LA NOVELA, TERRITORIO DE LA FICCIÓN

Introducción

Mi Lección Inaugural
[i] pretende iniciar al lector no profesional en algunos de los atractivos que oculta el mundo de las novelas y, quizás, le pasaron desapercibidos; de paso, atraer nuevos lectores hacia la literatura de ficción en prosa, pues leer novelas será siempre una aventura satisfactoria y enriquecedora.

Las narraciones son tan antiguas como la humanidad y podrían surgir de lo apuntado por Scheler y Curtius, que los órganos de la naturaleza humana, como los sentidos, que originalmente nos proporcionaban seguridad para la lucha por la vida, gracias a la inteligencia se elevaron a una contemplación y a un conocimiento del mundo; nacería así la función fabuladora que llegaría a la creación de dioses y mitos y, al desprenderse del mundo religioso, se convertiría más tarde en un libre juego, definiéndose tal función como “la capacidad de crear personas cuya historia nos contamos a nosotros mismos
[ii].

La fabulación tendría hitos en épocas pasadas, por ejemplo, La Epopeya de Gilgamesh y su amigo Enkidu que narra la busca de la eternidad por parte del rey Uruk que reinó en torno al 2.500 aC., sus luchas con el gigante Khumbaba, el descenso a los infiernos y las relaciones con los dioses, que otorgan a la epopeya un carácter prehelénico
[iii].

Se dice que el primer texto realmente en prosa fueron los Daśakumāracarita (Cuentos de diez príncipes)
[iv] en sánscrito del hindú Dandin, quien vivió entre los siglos VI/VII dC; cuentos irónicos y amorales, en los que se relatan los afanes del príncipe Rajavahana y nueve amigos en su procura del amor y el poder.

Otros atribuyen el mayorazgo de la novela a la Genj Monogatarii
[v], novela clásica de la literatura japonesa de los inicios del siglo XI dC. y una de más antigüas que se conocen; describe a través de 54 capítulos la vida del príncipe Genji, sus amores, la recuperación del poder imperial y la vida de sus hijos después de la muerte del príncipe. Su autora más que probable sería Murasaki Shikibu, mujer de la realeza y cortesana de la emperatriz.

También los egipcios traficaron con narraciones de acá y de allá y griegos y romanos fueron entusiastas, sobre todo en tiempos de bonanza económica que alumbraban un cierto tipo de burguesía. El Satiricon de Petronio
[vi] las Metamorfosis o El asno de Oro de Lucio Apuleyo[vii], las Hetiópicas de Heliodoro de Émesa[viii] entre otras, son igualmente precursores del género. Se suman los fabliaux franceses en la Edad Media, recuerdos transmitidos por la tradición sobre hechos de los héroes históricos o legendarios, aunque todavía no se denominaran novela, sino historias o tratados; ejemplo es el Tratado de Amores de Arnalte y Lucenda –antecedente de la novela epistolar--de Diego de San Pedro[ix], quien daría a conocer su Cárcel de amor en 1492, una de las glorias de la novela sentimental de la época.

Gionanni Boccaccio describe la peste bubónica que asoló Venecia en el año 1348
[x] en el Decamerón. Un grupo de 7 mujeres y 3 hombres se refugian en una villa situada en las afueras de la ciudad y acuerdan para entretener las noches, que cada uno cuente una historia en cada una de los diez que pasarán en la quinta; también por turno, los refugiados dictarán el tema de las historia de cada noche (diez días, 100 historias). Nace así la narración con marco o enmarcada, de estructura parca, con temas profanos como la fortuna y el amor, con personajes que no son modelo de nada, y con argumentos no necesariamente originales sino provenientes de la tradición en su mayoría, la misma que aprovisionó a Chaucer para escribir Los cuentos de Cunterbury y, entre nosotros, El libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio del Infante Don Juan Manuel.

La aparición de la novela caballeresca y de los libros de caballerías llegó con innovaciones importantes, entre ellas, la de encumbrar la figura del protagonista (Urganda dirá de Amadís de Gaula que “será la flor de los caballeros”, “el caballero del mundo que más lealmente mantendrá amor”), y la sustitución del espacio-marco de Bocaccio por el espacio-camino que posibilita un mundo de aventuras, sucesos y encantamientos. Generó un público adicto cuya voracidad lectora impuso que el protagonismo pasara de padres a hijos (de ahí la saga de los Amadises, los Palmerines, los Esplandianes) proporcionando a la industria del libro una estructura perenne: el triángulo autor-editor-público.

El auge de la novela sentimental supuso que el ámbito de la intimidad desplazara al de la acción fabulosa, alternándose la forma narrativa con la epistolar o el diálogo. Boccaccio, influyó en la saga de la novela sentimental con la Elegía de Madonna Fiammetta (1343?) que en España tuvo eco en el Siervo libre de amor (1440) del trovador gallego Juan Rodríguez de la Cámara o de Padrón y después en la Cárcel de Amor
[xi] de Diego de San Pedro. Este tipo de novela ofrece una ficción caballeresca en un marco alegórico donde el caballero analiza sus sentimientos. El tema casi unívoco de la pasión amorosa se expresa a veces de manera muy sensual e incluso tórrida. La divinización del héroe se sustituye por la de la amada[xii]. Y su colofón sería La Comedia de Calixto y Melibea o La Celestina (1499), --si la entendemos como novela dialogada.
*
Asimismo Boccaccio dio a la égloga y al tema bucólico de la lírica renacentista de Dante y Petrarca un formato narrativo en la Ninfale d’Ameto o Comedia de las ninfas florentinas[xiii], que alcanza una hechura definitiva entre nosotros cuando se traduce al castellano la Arcadia de Jacopo Sannazaro en 1549. Virgilio, Horacio, Garcilaso y los autores anteriormente citados interesaron al portugués Jorge de Montemayor --autor de Los 7 libros de Diana (1558), texto que incluye multitud de poemas-- muchísimo más que los elementos caballerescos o sentimentales de los otros modelos novelísticos. Hablamos de la novela pastoril un tipo de novela poética, dirigida a lectores selectos y formados en los clásicos; no idealiza la vida de aventuras ni la pasión amorosa, sino el amor platónico. Los protagonistas son falsos pastores de un refinamiento superlativo, que arden en amores por lo general honestos, pero no correspondidos; el disfraz pastoril oculta a personajes y amores reales. La acción transcurre en el campo que suele ser un escenario idealizado, de vida retirada y añorante de un pasado mejor, opuesto a la ciudad o la corte donde imperan la corrupción y el vicio. De alguna forma se vuelve a la narración con marco, pero en un teórico espacio abierto. Y de su importancia recordaremos que fue cultivada por Cervantes en La Galatea (1585) y por Lope de Vega en la Arcadia (1598).

Si la novela de caballerías tiene su modelo a imitar en el Amadís, la sentimental en Cárcel de amor y la pastoril en Los 7 libros de Diana, la novela picaresca lo tendrá en La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades
[xiv]. Trae consigo una permuta de papeles sorprendente, pues uno de los anti-héroes de la sociedad medieval, el pícaro, se postula como héroe literario. Cuenta su vida vulgar, su busca de un modus vivendi chanflón y cínico dando origen a una novela autobiográfica a mil leguas de lo epopéyico y de la ficción amorosa. El resto de los personajes son como él, pícaros, también dotados de personalidad individual que, junto a Lázaro, reflejan un mundo vulgar falto de ideales y de solidaridad. En el Lazarillo se reacciona contra el heroísmo caballeresco y sentimental que había predominado y también contra la religiosidad ambiente mediante la sátira, la parodia, el sarcasmo y un principio de crítica social, pero sin llegar al caricaturismo que regiría en los libros imitadores. El espacio torna a ser el camino o la ciudad – Salamanca, sobre todo la Toledo imperial—donde Lázaro descubre la otra realidad del llamado Siglo de Oro: la del hambre - cuyo icono pudiera ser el mondadientes o escafurcio que el Escudero lleva permanentemente en la boca para simular que ha comido... salvo cuando es alimentado por el criado.

La novela moderna nace de la pluma de Cervantes. Bajo el pretexto de parodiar la novela de caballerías, funde en Don Quijote la tradición literaria hispano-italiana, la paremiología popular, el romancero y los tipos de novela que hemos descrito y sus derivaciones. Se erige en el canon de la forma de novelar moderna porque, además de ser una obra clásica
[xv], innova el tablero de los personajes al crear la figura del antagonista junto a la del protagonista y, al oponer realidad a fantasía, recrea la ambigüedad existente en la vida del ser humano. Al final de esta epopeya cómica vemos a un D. Quijote moribundo, cuerdo y realista, y a un Sancho quijotizado que le alienta a levantarse y a salir al camino para correr nuevas aventuras.

Pues bien. He preferido referirme al devenir de la novela a definirla aunque sepamos que la palabra novela viene etimológicamente del latín novus, que significa nuevo, y que en italiano novella significa novedad o suceso interesante narrado en prosa de manera breve. El novelista recrea historias antiguas o narra acontecimientos coetáneos con un ingrediente común: la ficción. En su acepción moderna, la palabra novela ha suscitado una multitud de definiciones como la del francés Abel Chevalley “ficción en prosa de cierta extensión” que, según parece, mereció esta apostilla jocosa del inglés Foster: “y pudiéramos ir más lejos y añadir que la extensión no debería ser menor a 50.000 palabras”. Lo real es que en la novela prevalece una acción de personajes, que discurre en un tiempo y un lugar, narrada en una prosa tendente a la creación de un mundo de ficción y que el Quijote se constituyó como el auténtico modelo de la novela moderna.

El autor y el punto de vista narrativo

La novela tiene autor conocido, con seudónimo, a pares... Hay novelas como Las mil y una noches, Robin Hood y el Lazarillo que no lo tienen conocido. La Fernán Caballero tenía la costumbre –mientras se educaba en Francia- de escribir páginas en francés donde describía costumbres de su tierra andaluza de origen. Tales páginas salieron un día del cajón, traducidas convenientemente al castellano por un buen amigo que desconocemos y, enhebradas con un hilo argumental a propósito, se convirtieron en novelas célebres en su tiempo como La familia de Alvareda o La gaviota. Eso sí, sería complicado hablar del estilo de la Caballero, por aquello de si en castellano o en francés...
[xvi]

Esteban Martín y Andreu Carranza son los autores de La clave Gaudí
[xvii], novela de intriga, atrevida, y con derroche de imaginación. Nos gustaría saber qué es de Esteban y qué de Andreu, pero sería un planteamiento equivocado porque ambos autores pintan relativamente, pues lo que importa es descubrir el punto de vista desde el que se narra la ficción en cada uno de sus momentos, algo que Cervantes ya instruyó en el Quijote.

Cervantes fue el primero en independizar al autor del narrador y tenía sus razones. Los estudiosos cervantinos hablan de entre tres y diez narradores “dependiendo de que el concepto de narrador suponga ser activo o no activo en la obra
[xviii]. Abreviando, sabemos que hay un autor para los primeros ocho capítulos de la obra, además del narrador real que es Cervantes; existen otros que ejercen el punto de vista narrativo en determinadas secuencias como la del narrador de los ocho primeros capítulos; están además los narradores-personajes que relatan sucesos o historias de los que han sido testigos o protagonistas, sin olvidar al supuesto autor, Cide Hamete Benengeli, quien escribió en árabe y fue traducido por un morisco aljamiado... Me parece que Jesús G. Maestro acierta cuando escribe: “La crítica moderna más autorizada estima que dichos autores obedecen a una parodia de los cronistas o historiadores fabulosos que solían citarse en las novelas de caballerías[xix] y Mario Vargas Llosa reflexiona sobre Cide Hamete --al que no podemos leer porque su manuscrito está en árabe-- y también sobre el narrador al que leemos --bien en primera o tercera persona-- para comentar: “La existencia de estos dos narradores introduce en la historia una ambigüedad y un elemento de incertidumbre sobre aquélla “otra” historia, la de Cide Hamete Benengeli, algo que impregna a las aventuras de don Quijote y Sancho Panza de un sutil relativismo, de un aura de subjetividad que contribuye de manera decisiva a darle autonomía y una personalidad original.[xx]

El autor puede crear la ficción de ser personaje, pero si puede inventar una ficción, no puede vivir dentro de ella como es o nos parece en la realidad; tendría que reinventarse. En determinado pasaje de La de Bringas el autor-personaje se duerme y, entonces, el proceso narrativo depende de otros personajes con sus puntos de vista. Hay novelas en las que el narrador parece difuminado o desparecido. Rafael Sánchez Ferlosio escribió El Jarama utilizando la técnica behaviorista: el narrador ni siente ni padece; es como una cámara de cine cuyo objetivo recoge lo que ve, y conocemos a los personajes por sus comportamientos.

El lector de novela también participa en su creación, porque detrás de él hay una experiencia y también una formación cultural y social. Cuando se lee Doña Perfecta es muy probable que ciertos lectores de formación conservadora se alineen con la protagonista y califiquen la novela de anti-clerical, mientras los de formación progresista preferirán al ingeniero Pepe Rey y dirán que la novela denuncia la intransigencia religiosa. Ambos grupos de lectores han leído la novela de modo distinto, porque su educación y valores son diferentes, bien que lo denunciado por Galdós es la intransigencia a secas, de los personajes de la facción y de sus antagonistas.

La estructura de la novela

El concepto “estructura de la novela” cobra importancia a partir del siglo XX. Con anterioridad se hablaba del plan de la novela aludiéndose a un diseño que se atenía al principio aristotélico de las tres unidades: acción, tiempo y lugar; lo que entonces preocupaba a los autores era la verosimilitud y apariencia real de lo escrito. (Galdós pretendía y lograba tanta realidad, verosimilitud y madrileñismo en sus novelas que Valle Inclán ironizó sobre el logro diciendo que hasta olían a cocido).

El perfeccionamiento en el empleo de los elementos novelescos y de las técnicas narrativas hizo inexcusable descubrir su estructura. Se dijo que una novela de acción o una novela río tenían una estructura lineal, la del espejo de Stendhal que sale a pasear por el camino, mientras una novela de carácter podía presentar una estructura circular y terminar justo donde empezaba la acción, y si el argumento narraba las peripecias de dos varones enamorados de la misma mujer, la estructura sería triangular. La nómina de variantes entre nosotros aumentó tras la polémica entre Ortega y Gasset y Baroja al asegurar don José que la novela debía tener una estructura cerrada (la de Proust) mientras don Pío defendía la estructura abierta (de la picaresca o la de los grandes escritores rusos de finales del siglo XIX).

Ricardo Gullón enseñaba a sus discípulos –entre los que tuve el honor y la suerte de encontrarme--, que la estructura de una narración es el orden en que están dispuestos los distintos elementos y su integración en la ficción novelesca. Esos elementos son el tema representado por el leimotiv y los motivos secundarios, el espacio y el tiempo, así como la creación del personaje --sobre los que hablaré--, más el lenguaje y las técnicas narrativas utilizadas que dejaremos para otra ocasión y lugar. Cada elemento desempeña una función, palabra clave para entender la novela; por ejemplo, un personaje que no desempeñe una función, resultará obsoleto. El lenguaje es la materia prima que utiliza el autor mediante las diversas técnicas narrativas para moldear su novela; la función del lenguaje es trasmutarse en sustancia literaria; de la forma o manera de hacerlo, surge lo que llamamos estilo literario de un autor.

El asunto de las novelas y el leitmotiv

El inglés Foster comentaba que no es lo mismo decir “El rey ha muerto y la reina también” que “El rey ha muerto y la reina ha muerto de pena” La frase primera es historia mientras la segunda podría constituir un argumento de novela. En general, el autor saca el asunto de sus novelas de la realidad, de una historia, de un libro o de un simple suceso.

En el Capítulo 3º del Origen de las especies Charles Darwin afirma que “La lucha por la vida es rigurosísima entre individuos y variedades de la misma especie. Como las especies de un mismo género suelen tener –aunque en ningún modo invariablemente—mucha semejanza en costumbres y constitución, y siempre en estructura, la lucha será más rigurosa entre ellas, si entran en competencia entre sí, que entre las especies de distintos géneros
[xxi]. Pío Baroja toma de Darwin el asunto de la lucha por la vida y lo aplica como tema a su trilogía del mismo nombre para describir la vida de los golfos, herederos de la gente de la candela retratada por Larra con anterioridad en el artículo Modos de vivir que no dan para vivir --“más bien pretextos de existencia que verdaderos oficios”--[xxii], y que un Baroja joven halló de nuevo en torno al río Manzanares, el Puente de Segovia y el Campillo de Gil Imón.

En la La lucha por la vida barojiana hay un leitmotiv o imagen predominante, la busca que, además de dar título a la primera novela de la trilogía, tiene diferentes enfoques en cada uno de los personajes. En los de mayor fortaleza adquiere un aire metafísico: conocer el lugar que ocupan en el mundo; así el personaje Roberto Hastings piensa que antes de emprender la busca debe elegir entre imaginarse un futuro o lanzarse a la vida trágica; se decide por lo primero y por una vida dinámica que le conduzca al poder y a los bienes materiales; juzga un estorbo lo demás y no se aparta de la línea recta marcada, por lo que logra triunfar en la lucha por la existencia. Sin embargo, la busca del anarquista Juan Alcázar no es personal, pretende la hermandad entre los hombres, redimir a los míseros mediante la acción; incluso cuando enferma se dice “que no vivía más que por su idea”, pero la muerte le impide el propósito. Para el vagabundo Don Alonso la busca es la de un mañana que traerá la buena, pero se hace policía y llega la mala al ser asesinado por El Bizco, un vagabundo matarife. Para las mujeres de la vida airada la lucha por la vida se concreta en “la busca y captura del cabrito”
[xxiii]. En general, la lucha por la existencia de los desheredados finaliza en fracaso, devorados por el Minotauro de la selección natural definida por Darwin.

El espacio novelesco

El Quijote empieza así: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía...” El espacio y el tiempo de la novela quedan anotados en las dos primeras líneas de la obra e interactúan para dar sentido al relato. Cervantes se adelantó trescientos años a Samuel Alexander quien en el libro Espacio, Tiempo y Deidad
[xxiv], estudió el tiempo y el espacio en las ciencias y en la metafísica para declarar su interdependencia: ”no hay espacio sin tiempo, ni tiempo sin espacio (...) el espacio es por su naturaleza temporal y el tiempo espacial”. También realidad y fantasía participan en la percepción del tiempo y del espacio; lo que Sancho ve en el espacio real tiene una proyección e imagen diferente en el espacio mental de D Quijote. Así las ventas son castillos, los molinos gigantes, los rebaños de ovejas verdaderos ejércitos... La primera novela de Galdós, La sombra, transcurre en la mente del personaje principal, Anselmo. La canadiense Bárbara Gowdy hace que su novela The White Bone (1999) [xxv] transcurra en la mente de una familia de elefantes que viaja por las llanuras africanas defendiéndose de las sequías y de los bípedos buscadores de marfil; los elefantes marchan a la busca un hueso con poderes salvíficos.

Sabemos que el espacio novelesco es una ficción, carece de métrica y sólo se puede medir por las sensaciones. Su geografía es irreal, aunque le busquemos un parecido de realidad; el Nueva York donde transcurre determinada novela no es la ciudad que podemos visitar mañana, en cambio la Nueva York inventada tiene una durabilidad ilimitada, como las torres gemelas neoyorquinas en las películas que las escenificaron. La tienen también la ruta del Cid o la del Quijote porque podemos recorrerlas cuantas veces queramos, imaginando la compañía de los personajes, eligiendo entre las figura del Cid la que se tuvo hasta finales del siglo XIX --capitán de bandidos--, la del Romancero o la mitificada por Menéndez Pîdal.

En La lucha por la vida de Pío Baroja, la corrala y alrededores donde viven los personajes cumple la función mítica del laberinto en el que se pierden los personajes. Sólo escapa el protagonista, Manuel Alcázar, gracias a un personaje femenino, cuyo nombre, Salvadora, aclara su función: la de facilitarle el hilo de Ariadna –aquí, la inducción al trabajo-- que permitirá su salida del laberinto de los desheredados. En la última novela de la trilogía, Aurora Roja, otra imagen lo atestigüa: “A Manuel su vida pasada le parecía un laberinto de callejuelas que se cruzaban, se bifurcaban y se reunían sin llevarle a ninguna parte; en cambio su vida actual, con la preocupación constante de allegar para echar el ancla y asegurarse un bienestar, era un camino recto la calle larga que él iba recorriendo con el carretoncillo poco a poco”. Otro logro burgués, pero Manuel no es Teseo, y sale del laberinto sin matar al Minotauro y, por ello, sin salvar a sus congéneres como pretendía su hermano Juan.

El filosofo Gustavo Bueno habla en un escrito titulado Homo viator. El viaje y el camino
[xxvi] de falsos espacios en novelas como Expedición nocturna alrededor de mi cuarto de Xavier di Maistre, El viaje a la Luna de Cyrano de Bergerac o el Viaje a Icaria de Estaban Cabet. Les llama falsos porque no se refieren, por ejemplo, a una Icaria actual ni del pasado, sino del futuro. Por parecido concepto también serían espacios falsos la Vetusta en La Regenta de Clarín, Marineda en las novelas de Pardo Bazán, o la Orbajosa de Galdós. También se podría decir que Vetusta es Oviedo, Marineda La Coruña y Orbajosa (tierra de ajos) representación de España en Doña Perfecta, pero la verdad es no son falsos, mientras pertenezcan al mundo de la novela, sino ficticios y, como veremos a continuación, los autores tenían razones para ello.

El territorio de las novelas de Faulkner era el condado de Yoknapatawpha –una región ficticia de Mississippi basada en el condado de Lafayette; el autor escribe a propósito de su novela Sartoris; “con Sartoris
[xxvii] descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de que yo escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en lo apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro en otras personas, de suerte que creé un cosmos de mi propiedad”. Su discípulo lejano, Gabriel García Márquez, hace lo mismo con Macondo; García Márquez ha repetido que sólo ha escrito una novela de múltiples personajes y títulos parciales -- transcurre en Macondo, un lugar fantástico que, gracias a su ficción, se convierte en espacio universal.

Sobre el tiempo en la novela

Mientras el tiempo objetivo es sincrónico --la duración material de una obra-- el subjetivo es acrónico, la duración psicológica de la acción en la mente de un personaje. No dura lo mismo un minuto de una tarde aburrida que un minuto al final de un partido igualado y disputado. En el Poema del Cid desconocemos el tiempo objetivo, pero el paso del tiempo está sugerido por los mismos objetos espaciales; transcurre porque las lanzas que le acompañan crecen de conquista en conquista, como crece su barba; la acción transcurre por la mañana cuando leemos “a los gallos cantar”. También los autores pueden asociar el tiempo objetivo al tiempo histórico; Juanito Santa Cruz se relaciona con su amante Fortunata en tiempos de revolución y regresa a su mujer, Jacinta, cuando viene la Restauración.

Una novelita que maravilla por el manejo del tiempo es El acoso del cubano Alejo Carpentier
[xxviii]. La acción tiene lugar en 1933, cuando la caída del dictador Machado. Un estudiante de arquitectura entra en una sala de conciertos donde se va a interpretar la 3ª Sinfonía de Beethoven, la Heroica. El joven se esconde en el rincón de un palco para escapar de sus perseguidores. Mientras la obra se interpreta, recuerda las circunstancias vividas cuando estaba integrado en un grupo de resistencia contra Machado, su detención por la policía y, cuando bajo tortura, delató los nombres de sus compañeros. Coincidiendo con el último compás de la Heroica, el joven es asesinado por sus antigüos camaradas.

La novelita tiene una estructura superpuesta. Los 45/46 minutos que dura la interpretación de la Heroica, representa el tiempo objetivo total en que se desarrolla la novela, y el tiempo en que se puede leer. Pero el tiempo objetivo o cronológico no puede impedir que el monólogo interior con los recuerdos del protagonista, sus idas y venidas, acompasadas a los diversos movimientos de la obra musical, tenga la duración no mensurable del tiempo psicológico y, por ende, amplíe el tiempo presente con el pretérito de los recuerdos.

La creación del personaje

Llegamos a la cuestión de la creación de los personajes. Dos teorías antiguas dicen que el personaje sale de la imaginación del autor mientras la segunda afirma que sale de la realidad. Lo cierto es que el novelista crea seres que pueden afectar a sus lectores. El suicidio del Werther de Guethe provocó una ola de suicidios por toda Europa, pero igualmente miles de europeos llevaron y llevan los nombres de héroes suyos, Fausto o Margarita.

También la literatura puede afectar al héroe novelesco. Don Quijote se vuelve loco de tanto leer libros de caballerías, lo que quiere decir que las barreras entre la realidad y la ficción son delgadas y ambiguas.

Si nos sumimos en la lectura de una novela, podemos creer que vivimos en ella; también los personajes de novela están desesperados por saltar a la realidad porque es lo que ansía su autor: crear más allá de la ficción. Unamuno estaba seguro de que perduraría en los personajes de sus nivolas porque, según descubrió Ricardo Gullón, escondían un conjunto de autobiografías suyas.

El personaje de ficción sale de la nada... según Galdós en la creación de El amigo Manso: “Yo no existo (...) Declaro que ni siquiera soy un retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas (...) he de salir en defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie” Más adelante añade: “Soy (...) hechura del pensamiento humano (ximia Dei).” Comenta que un amigo le pidió que encarnarse en un nuevo tomo de sus obras: “Creo que me zambulló en una gota de tinta que dio fuego a un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente a pez, azufre y otras drogas infernales... Poco después salí (...) convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre”.
[xxix]

En Misericordia de Galdós se produce otro fenómeno creativo. Benina se inventa la figura de un sacerdote rico, Don Romualdo, al que dice servir con el fin de ocultar a su ama que el dinero que lleva a casa lo obtiene mendigando por las calles, algo que Doña Paca no aceptaría. Benina describe y adorna a su personaje con lujo de detalles hasta el punto de que ama y criada creen en su existencia. La sorpresa final es que don Romualdo existe; es el encargado de anunciar a doña Paca una fortuna que la sacará de la miseria. La existencia del Romualdo creado por el narrador principal al final de la novela confunde tanto a Benina que pide perdón a Dios por la creación de su Romualdo.

El efecto más maravilloso de la autonomía del personaje es que su realidad anula la de su autor. Francisco Ayala decía que no importa ya nada saber quién es el autor del Lazarillo de Tormes porque Lázaro es el que vive con nosotros. Unamuno creía que D. Quijote anulaba a Cervantes al que calificó como un escritor corriente si no hubiera tenido la genialidad de la novela, pero, ¿quién interesa más Hamlet o Shakespeare, Segismundo o Calderón...? Los personajes perduran, los escritores son historia literaria.

El autor crea a su personaje por condensación. El juglar no copia el Cid de la realidad; entresaca los rasgos armónicos de las crónicas y leyendas, reduce las amistades, las luchas, etc., etc. Galdós conoció y tomó nota de las muchas Fortunatas que bullían por Madrid antes de crear la figura magistral que las representó.

Y los rasgos de tales personajes deben ser armónicos porque el arte es armonía, concepto que no se debe confundir con perfección. ¿Acaso existe símbolo de la belleza mayor que la Venus de Milo? Sin embargo, a esa Venus toda armonía le falta un brazo y ¿no es bella precisamente porque le falta un brazo...? Rubén Darío escribió el famoso verso de ir “Al abrazo imposible de la Venus de Milo”; luego César Vallejo evocó a la Venus manqueando... Sin embargo, el músico Stravinsky contó en el New York Review of Books de junio de 1957 que el problema de la perfección de la Venus de Milo ya no existía porque un hospedero de Florida había llenado su hotel con réplicas y todas tenían los dos brazos. El personaje de novela puede tener imperfecciones, pero si su creador le insufló apariencia real y vida, será armónico.

Hay personajes de novela que son simples portavoces de su autor; no son buenos; los buenos logran una existencia que se impone al público y a sus autores. Balzac dijo en determinado momento: “Volvamos a la realidad: hablemos de Eugenia Grandet”. El mismo Balzac cuando estaba en su lecho de muerte no hacía sino llamar a Bianchón, el médico de sus novelas. Un Galdós viejo y ciego, asiste a la versión teatral de su novela Marianela y lleno de emoción reconoce como vivo a su personaje, se pone en pié y grita “¡Nela! ¡Néla!”

Mi maestro Ricardo Gullón recordaba que el mito del carácter inmutable arranca de la tragedia griega en la representación de sus máscaras. Electra es Electra de principio a fin; su máscara es la idea de un destino inmutable. Pero en la novela moderna y contemporánea el personaje no está en el camino de convertirse en un dios porque la ambigüedad ha destruido los procesos de divinización. Montaigne, hace mucho, dijo: “El hombre es ondulante y diverso” y el psicoanalista Jung, observando que la máscara ya no es un mito del carácter, sino una carátula de carnaval, que oculta la intimidad, el ser, manifestaba: “La persona máscara -¡tántas como hay!- es una convención de la vida social”.

Si los personajes son ondulantes nos preguntaremos ¿dónde está su verdadero carácter? Ricardo Gullón avisaba: las discontinuidades del carácter son el carácter mismo. Calixto, en La Celestina, se ve como la imagen del amador purísimo: “¿Yo? Melibeo soy y a Melibea adoro y en Melibea creo y a Melibea amo”, pero Calixto olvida que para lograr su amor ha recurrido a los servicios de Celestina estableciendo con ella una relación innoble: la de comprar el amor. El personaje de la novela moderna vive en continuo cambio y evolución. La inculta Fortunta une belleza a ignorancia además de pasión por Juanito Santa Cruz; es envidiosa con la mujer de su amante, Jacinta, maternal con Maximiliano Rubín, su marido, y convencional con Feijoo, su protector. Según Baroja, todo esto pudo salir de Dostoiewski, el novelista del siglo XXI como le definió don Pío.

La desintegración del personaje es uno de los fenómenos más importantes en la novela moderna, desintegración de la personalidad que se refleja en el lenguaje mediante la utilización de las imágenes animalizadoras y cosificadoras. En el episodio Gerona de Galdós Napoleón es una rata y los componentes de sus ejérctos, ratones; la jaula es España. En las dos primeras páginas de La Barraca de Blasco Ibáñez amanece junto al Mediterráneo. Leemos: “Salían las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos”. Más adelante: “Despertábase la huerta, sus bostezos eran cada vez más ruidosos” Y en contraste: “Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles como rosario de hormigas, marchando a la ciudad” Baroja describe una nevada sobre Madrid en Mala hierba; los colores blanco y negro contraponen visión (lo que se ve) e impresión (lo que se siente): “Los grandes copos llegaban entrecruzándose; danzaban con las ráfagas de viento como mariposas blancas; al volver la calma, caían lenta y blandamente en el aire gris como el plumón suave, desprendido del cuello de un cisne. A lo lejos, entre la niebla, blanqueaba el paisaje de los alrededores (...) Todo se destacaba más negro: los tejados, las tapias, los árboles, los fanales cubiertos de espesas caperuzas de nieve. Y en el ambiente blanquecino, el humo negro expirado por las chimeneas de las fábricas se extendía por el aire como una amenaza”.

El temor a la novela

El poder siempre ha temido a la novela. La lectura, distribución y sobre todo su escritura fue prohibida en Hispanoamérica por una Real Cédula del emperador Carlos V en 1531. Se temía que los indios no diferenciaran entre la Biblia, los libros de caballería y demás novelas; que aprendieran vicios y malas costumbres en estas y se alejaran de la religión. Las Cortes de Cádiz de 1812 instituyeron la libertad de imprenta y se cree que la primera novela publicada en México e Hispanoamérica fue El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi en 1816. Este escritor, encarcelado varias veces y excomulgado por pedir que se limitara el poder de la Iglesia, también vio su periódico e imprenta clausurados por el gobierno porque sus publicaciones podían incitar a la rebelión.

Durante los siglos XVII y especialmente el XVIII en España la novela cede el protagonismo a los almanaques y los pliegos de cordel y cuando en Hispanoamérica ha logrado cierta restitución, la tarea de la Inquisición y sobre todo de la censura gubernativa de Fernando VII entre 1814 y 1833 resultó proverbial[xxx] y en cierto modo parecida a la censura ejercida después en el dilatado tiempo del franquismo[xxxi].

De la persecución de novelistas y periodistas hay sobrados ejemplos en la actualidad, pero acabo con lo dicho por el turco Orhan Pamuk, Premio Nobel de literatura en el año 2006, también acusado en su país de insultar la identidad nacional en sus obras; Pamuk ha escrito: “La historia de la novela es la historia de la liberación humana: si logramos ponernos en el lugar del otro, usar la imaginación para relevarnos de nuestras propias identidades, quizás podamos alcanzar la libertad.

NOTAS
[i] Texto íntegro de la Lección Inaugural que el autor pronunció, abreviadamente, el 15 de octubre de 2007 en el Campus de L’Ebre de la Universidad Rovira i Virgili, acto que presidió el Excmo. y Magnífico Rector de la Universidad Dr. Francesc Xavier Grau Vidal.
[ii] Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1955, pp. 25-26.
[iii] La epopeya de Gilgamesh es de origen sumerio y se escribió de forma cuneiforme en 12 tablillas de arcilla; en 1984 se tradujo con la colaboración del poeta inglés John Gardner. En español ver La epopeya de Gilgamesh: el hombre que no quería morir, .Ed de Jean Bottero, Ed. Akal, 2004
[iv] Traducido como Cuentos hindúes o las aventuras de diez príncipes por primera vez en 1927.
[v] Traducida como Novela de Genji, Romance de Genji o Historia de Genji. En otra obra de la autora, el Diario de Murasak, hay notas aclaratorias sobre la Novela de Genji que avalan su autoría.
[vi] Petronio Árbitro, Cayo, El satiricón, Ed. Gredos, Madrid, 1988.
[vii] Lucio Apuleyo, Las Metamorfosis o El Asno de Oro. Obra completa, introducción, texto latino, traducción y notas de Juan Martos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas: Madrid, 2003
[viii] Heliodoros, Aquiles Tatius Las Etiópicas o Teágenes y Cariclea, traducción de Emilio Crespo Gèemes (1ª ed., 2ª imp.). Madrid, 1980.
[ix] Diego de San Pedro Obras completas. Ed. Keith Whinnom, Clásicos Castalia, Madrid:, 1971.
[x] Entre 1347 y 1251 la peste mató a millones de personas en Europa, la India y la China; también pereció un tercio de la población mulsumana,. En Florencia pereció el 45% y el 75% de los habitantes, entre ellos el padre y la madrastra de Boccaccio, quedando el escritor como jefe de familia a los 35 años de edad. Ver el libro de David Wallace Boccaccio. Decameron, Cambridge University Press, 1991.
[xi] Esta obra se publica en 1492 y se compuso, según Samuel Gili i Gaya, entre 1483 y 1485 y no en 1465 como se había estimado.
[xii] Boccaccio dedicó la Elegía de Madonna Fiammetta (1343?) a las mujeres enamoradas. La obra es una larga carta donde Fiammetta, relata su amor juvenil por Pánfilo.
[xiii] Compuesta hacia el 1341 y mediante una estructura que anticipa la del Decamerón de 1349.
[xiv] Publicada en 1554, pero compuesta 25 años antes según unos y en 1550 según Marcel Bataillon
[xv] Ángel del Río dice que el Quijote es “una de las obras universales y clásicas por excelencia, entendido lo clásico como la capacidad de la obra de arte para conservar una significación viva en todos los tiempos y lugares, para todas las clases de la humanidad y para todas las edades de la vida”. Ver su Historia de la literatura española (Edcn, Revisada), Holt, Rinehart and Winston, New York, 1963, p.297
[xvi] Ver el extraordinarioo libro de Javier Herrero Pérez , Fernán Caballero: un nuevo planteamiento, Gredos, Madrid, 1963.
[xvii] Esteban Martín y Andreu Carranza, La clave Gaudí, Plaza Janés, Barcelona, 2007
[xviii] Ver “El narrador en Don Quijote: De la pregunta por su historia al descubrimiento de su función” por Julio Quintero de la Univ. de Cincinnati en Espéculo. Revista de Estudios Literarios, nº 30 (Julio-Octubre 2005) de la Facultad de CC. de la Información de la Univ. Complutense de Madrid. Puede encontrarse en Google
[xix] Según Jesús G. Maestro en su estudio El sistema narrativo del Quijote: la construcción del personaje Cide Hamete Benengeli, “los autores ficticios del Quijote “forman parte de un sistema autorial meramente retórico y estilístico gobernado por el Narrador, voz anónima que organiza, prologa, edita el texto completo, y rige el sistema discursivo que engloba recursivamente el enunciado de los autores ficticios. La crítica moderna más autorizada estima que dichos autores obedecen a una parodia de los cronistas o historiadores fabulosos que solían citarse en las novelas de caballerías. Su estatuto no es el de narradores propiamente dichos, pues no narran nada: son citados, entrecomillados, o mencionados en un discurso indirecto o sumario diegético” Ver Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America 15.1 (1995): pp. 113/14.
[xx]El Quijote un libro moderno”, publicado el sábado 19 de marzo de 2005 en La Prensa Literaria suplemento del diario La prensa.
[xxi] Charles Darwin, El Origen de las Especies, Ediciones Petronio S.A., Vol Iº, Barcelona, 1974, p. 123
[xxii] Larra, Artíulos de costumbres, “Modos de vivir que no dan para vovir”Antología dispuesta y prologada por Azorín, 3ª edcn., Austral (Buernos Aires, 1963) p. 87.
[xxiii] I, LB; p.271
[xxiv] Samuel Alexander, Space, Time, and Deity, 2 vols., Macmillan & Co., New York, 1920
[xxv] Traducido al castellano por Alejandro Pareja como El tesoro blanco, 3ª edición, Maeva Ediciones, Madrid, 2000
[xxvi] Prólogo a Pedro Pisa, Caminos reales de Asturias, Pentalfa, Oviedo, 2000, pp.15-47. También se puede encontrar en Internet, @ 2001 www.filosofía.org (Proyecto de Filosofía en español).
[xxvii] William Faulkner. Sartoris. New York: Harcourt, Brace and Company, 1929.
[xxviii] Alejo Carpentier, El acoso, Ed. Losada, 1956
[xxix] Benito Pérez Galdós, Obras Completas, Tomo III, Santillana Ediciones Generales (Reprodcn. De a Edición de Ed. Aguilar), Madrid , 2004, p. 209
[xxx] Rodney T. Rodríguez, “El discurso narrativo moral y su recepción en la España de Fernando vii”, AIH. Actas X (1989), pp. 1431/38 y en Centro Virtual Cervantes
[xxxi] Hans-Jörg Neuschäfer, Adiós a la España eterna. La dialéctica de la censura. Novela, teatro y cine bajo el franquismo. Anthropos, Barcelona, 1994.

miércoles, 28 de mayo de 2008


PÍO BAROJA:  LA GENERACION DE 1.898 
SEGÚN SUS MEMORIAS [1]


A D. José Celma Prieto

SOBRE LAS MEMORIAS

Según los libros de historia de la literatura, constituía la Generación de 1.898 un conjunto de escritores que despuntaron en torno al año del desastre e, influidos por un espíritu regeneracionista, denunciarn la situación de una España que, según Francisco de Silvela, había perdido el pulso. La Generación existió, aunque llamarla del 98 pudo ser desacertado; resultó menos homogénea de lo que parece y sus miembros estuvieron distanciados entre sí más de lo imaginable según el testimonio del único escritor de la generación que dedicó más de 2.500 páginas a historiar las vivencias propias, colectivas y literarias, desde el último cuarto del siglo XIX hasta la mitad del XX.

Don Pío escribe un anticipo de lo que serán sus Memorias en el exilio parisiense durante la Guerra Civil; se trata del libro Ayer y hoy publicado inicialmente en Chile, pero la idea de escribir una autobiografía amplia se la sugiere un editor de Barcelona y, puesto a ello, será don Manuel Aznar, a la sazón director de Semana, quien termine de convencerle pidiéndoselas para la revista
.
Su situación económica ha sido mala en París y no mejora en el Madrid de posguerra. Ha cumplido los setenta años y sufre achaques, también de memoria
[2], pero necesita el dinero y trabaja con disciplina: “Me levantaba antes de las seis de la mañana, al sonar el Angelus y, después de arreglarme un poco, estaba para esa hora dedicado a mi tarea”[3]. Para ayudar a su evanescente memoria, cuenta con auxiliares utilísimos como son los libros de recuerdos publicados con anterioridad (por ejemplo, Juventud, Egolatría), artículos y recortes de prensa dedicados a él u otros personajes, o sobre efemérides que le han interesado y guardaba, la biografía de Pérez Ferrero y la tesis doctoral del alemán Helmut Demuth.[4]

Si los españoles no suelen escribir sus memorias, ¿qué razón motivó las de Baroja dejando aparte la necesidad económica?


En realidad, Baroja es un viejo escritor que tiene poco que hacer y mucho que contar sujeto a una situación personal dura que su sobrino, Pío Caro, recuerda: “Aislado en Madrid, dentro de un medio político hostil, el escritor hace repaso de su vida y obra (...) Baroja lleva a cabo, en primer lugar, algo que siempre es conveniente: la crítica de la crítica, o de los profesionales de ésta. También su propia defensa, frente a quienes le trataron con malevolencia o ligereza”
[5].

Tenemos a un Baroja que no las tiene todas consigo desde el incidente con los militares carlistas que pretendieron matarle al inicio de la guerra civil y desde el viaje que hizo a Salamanca --en pleno conflicto-- para asistir a la constitución del Instituto de España, vivencias tan penosas que no duda en regresar al refugio de París hasta que, a punto estallar la IIª Guerra Mundial y no encontrar pasaje para América, se ve obligado a volver a España definitivamente.


El Madrid de posguerra; un tiempo de silencio. Sólo se encuentra a sus anchas los domingos por la mañana, en la tertulia del Instituto Británico que el simpático y notable personaje que fue Walter Starkie creó al abrigo de la inmunidad de la embajada inglesa.

Baroja desea que el público conozca al protagonista de las Memorias y continuamente ofrece apuntes y rasgos que perfilan un retrato singular de sí mismo.


CONTRA LA GENERACION ANTERIOR

Julius Petersen dice en su ensayo clásico, Teoría de las generaciones[6], que en el escenario de la literatura, más que en cualquier otro, se producen las luchas entre edades diferentes, entre una juventud que va madurando y haciéndose vieja y un espíritu juvenil que irrumpe pujante. Las Memorias de Baroja reflejan esa animosidad genética contra los componentes de la generación anterior, los coetáneos –al no considerarse miembro del grupo--, y contra los escritores nuevos que vienen con ideas y estilos diferentes.

Integraban la generación anterior los cultivadores de la elocuencia –es decir, políticos que también escribían y dramaturgos que utilizaban sus obras para hacer política--, más los escritores de la Generación de 1.868.


La mayoría de los políticos del tiempo le parecen detestables; asegura que ninguno de ellos escribió algo que valiera la pena. De Salmerón dice que nadie le aventajaba como orador, pero que era un “histrión inimitable, no tenía sentido humano alguno”
[7]. Castelar, según él, se defendía como orador, pero no como escritor; critica su prosa de párrafos largos, ritmo aparatoso e insoportable. A Cánovas del Castillo le ajusticia: “Como escritor, me parecía muy malo desde que intenté leer La campana de Huesca[8]; más adelante, comenta: “Como persona particular, parece que era hombre que saqueaba las bibliotecas públicas y se llevaba de ellas lo que le daba la gana”[9]. Muestra alguna consideración por Pi y Margall; comparándole con Salmerón dice: “No era como éste retórico y palabrero; pero (...) debía ser un hombre fanático en frío muy difícil de poder cambiar y de evolucionar (...) Esto no era obstáculo para que fuese un viejo con aire simpático y respetable, en el cual no había nada de histrión como en muchos de los políticos del tiempo”[10].

Baroja dice que tuvo poca curiosidad por el teatro, los autores y los actores, que sólo sintió entusiasmo por Ibsen y Bernard Shaw y, al contrario, por D’Annunzio y Rostand; no extraña, pues, que aborreciera el teatro español grandilocuente de la época. Comenta que a D. José Echegaray le defendían los revolucionarios y los masones, que era un radical con pretensiones de destructor y con esa idea escribió El Gran Galeoto y otros dramas. La concesión del Premio Nobel a Echegaray en 1.905 concitó la animosidad del 98.


Menos consideración tuvo con Joaquín Dicenta, autor del Juan José, drama que Unamuno saludó como manifiesto socialista y se ha considerado precursor del teatro social de décadas más tarde. Baroja ironiza: “Echegaray me parece hermano mayor de Dicenta. La única diferencia que creo que hay es que Echegaray se achicaba todo lo que podía para ponerse a nivel del público, y Dicenta, en cambio, se estiraba y se ponía de puntillas para alcanzar el mismo nivel”
[11].

Baroja mostró escaso fervor por los realistas comenzando por Fernán Caballero y continuando por los escritores de la Generación de 1.868, fuesen prosistas, dramaturgos o poetas. A Juan Valera le reconoce gracia y malicia, pero también le define como “fabricante de bibelots y no quería salir de ahí”
[12]. Manifiesta una actitud de despego cuando no de desprecio respecto de los demás. Dice: “No cogí el entusiasmo por Leopoldo Alas (Clarín). No le leí en su época”[13]. Pereda le gusta menos que Valera y le sirve para reivindicar la literatura de los Nietzsche, Ibsen y Dostoiewski porque son “hombres que levantan su torre en donde azotan todos los vientos” mientras Pereda y Valera tienen la miopía como ideal y toman constantemente el punto de vista de la gente mediocre, del tendero o del lechero[14]. Dice de Pedro Antonio de Alarcón que tenía la pretensión cómica de ser humorista y que era un poco aparatoso como escritor. Afirma que la Pardo Bazán no le interesó nunca, ni como mujer ni como escritora y le niega sentido literario y filosófico alguno. De Palacio Valdés comenta que “era un escritor hábil, que conocía bien a su público. Era hombre que aparentaba una bondad y una cordialidad que no tenía”. Define a Octavio Picón como “un hombre que administraba su talento literario, que no era excesivo”[15], y muestra su menor aprecio hacia el discípulo de Fernán Caballero, el Padre Luis Coloma.

Al publicar Camino de perfección (1.902), Baroja recibió un banquete homenaje que, según Helmut Demuth “vino a ser el manifiesto de la nueva generación”. Galdós asistió y Ramiro de Maeztu le presentó al vasco con estas palabras: “Este es Pío Baroja, hombre atravesado, que habla mal de todo el mundo y también de usted, don Benito”
[16]. Baroja confiesa que Galdós fue uno de los escritores que le mostró más simpatía, pero que no le correpondió del todo. Su desafección comienza cuando asiste con Azorín y Maeztu al estreno de Electra, el drama galdosiano que convulsionó Madrid. Curiosamente, Baroja, Azorín y Maeztu, Los tres, fundarían una revista que se titularía precisamente Electra... Baroja piensa que Galdós tenía condiciones para hacer algo importante, pero a su juicio sólo estaba interesado en el éxito y el dinero. Le molesta particularmente su comportamiento con las mujeres con las que se relacionó, su falta de escrúpulos y que diera dinero para que no se metieran con él[17].

Otro de los puntos de desencuentro es la opinión distinta que tienen sobre la relación que debe existir entre la novela y la historia. A Baroja le molesta que algunos críticos consideren sus Memorias de un hombre de acción como una imitación de los Episodios Nacionales y que comparen ambas series novelísticas de manera poco halagueña para él.


Niega a Galdós capacidad para retratar el suburbio madrileño y entender su mundo de miseria. Dice que “Galdós tiene alguna nota descriptiva de las afueras madrileñas en la novela Misericordia; pero es la descripción del que se asoma a ver algo que no le produce interés” mientras él se considera el único escritor que “las había explorado y descrito”
[18].

Con todo, Galdós y Baroja fueron nuestros mejores novelistas modernos, tuvieron un trato personal frecuente y no estuvieron tan distantes como parece. Cuando se censura a Baroja el realismo crudo de sus novelas no duda en utilizar una frase de Galdós para defenderse: “Afortunadamente, la literatura es más grata que la vida”
[19]. Su respeto por Galdós se manifiesta cuando Palacio Valdés dice que los libros del canario abultan y que al pegarles un puntapié se ve que están llenos de paja, frase que algunos atribuyeron al vasco, quien responde: “Si yo hubiera querido inventar una frase denigratoria para Galdós, no hubiera inventado nunca eso”[20]. Lo curioso es que Galdós sí entiende a Baroja. Una tarde apacible de invierno don Benito le propone dar un paseo. Como suele ocurrir entre ellos, hablan de la novela y de los escritores y en un momento determinado el canario le dice: “Yo le probaría a usted con alguno de sus últimos libros (estos libros a los que se refería, uno de ellos era mi novela El árbol de la Ciencia) que hay en ellos, no sólo técnica, sino mucha técnica”[21]. Baroja reconoce, y no exactamente a su pesar, que Galdós tiene razón[22]
.

Conoce a Blasco Ibáñez hacia 1.892 o 1.893, cuando estudiaba medicina en Valencia
[23]; la primera impresión es desilusionante al comprobar que no es el hombre duro que le han pintado; después, siente algo parecido al desprecio, porque Blasco tiene la costumbre de hablar mal de todo el mundo en sus conversaciones y se adorna constantemente de un falso mecenismo –en el lenguaje de Baroja- y de autobombo. Le considera un buen novelista, que sabe componer, pero le aburre. El Baroja viejo que escribe las Memorias recuerda que Blasco escribió La horda imitando La busca; no habla de plagio y asegura que el hecho no le interesa gran cosa[24], pero se refiere a él con un despego notorio.


LA GENERACIÓN FANTASMA


La generación inventada por Azorín y jaleada por Maeztu se recría después de la guerra civil en los libros de Pedro Laín Entralgo y Guillermo Díaz Plaja[25] en medio de un consenso general del que sólo discrepa mi maestro Ricardo Gullón al escribir, contra corriente, sobre la invención del 98[26]. Al franquismo le viene pintiparada una generación literaria reducida a los conservadores Azorín, Benavente y Menéndez Pidal más un Baroja viejo y controlable a través de la censura[27]; una generación que aporta un prestigio inmenso, superior al de los escritores del exilio –cuyos referentes máximos pertenecen a la molesta Generación de 1914 y la republicana Generación del 27, una generación cuyo altísimo listón literario capitidisminuye las posibilidades de los escritores nuevos residentes en España. El propio Baroja lo explica en unas líneas que, casi seguro, se le pasan al despistado censor del día: “no cabe duda de que si los gobiernos coartan la libertad de pensar a la gente nueva e impiden que escriba con independencia y la somete durante largo tiempo a una norma de censura, esa generación del 98, que naturalmente no era generación, por contraste, se consolidará como tal, quedará como una sierra aislada sin estribaciones, sin colinas alrededor que la oculten, y se destacará y tomará en España unos caracteres míticos”[28].

Baroja no cree en la que llamó generación fantasma. Para ilustrar su parecer, escribe un artículo irónico titulado La generación de 1898 era una sociedad secreta a la que achaca fines inconfensables, con afiliados que no saben que pertenecen a ella, que dura mucho tiempo aunque se ignora cuánto porque se desconoce la época en que comenzó a funcionar. Baroja sentencia: “Quizás la generación del 98 era “El hombre que fue Jueves” de nuestra literatura”
[29].

Baroja afirma que si algo unía a los miembros de su generación era el deseo de hacer algo que estuviera bien. Niega el papel regeneracionista que se atribuye al grupo y que tenga influencia política; recuerda que Marcelino Domingo estaba contra ellos porque no eran republicanos, pero al concluir el primer volumen de sus Memorias comenta que un señor de su tiempo afirma: “Puede ser muy cierto que la generación del 98 no haya existido entonces, pero hoy tiene una realidad como si hubiera existido”
[30]
.

Retrata la juventud del 98 diciendo que sus individuos pertenecen, casi en su totalidad, a la pequeña burguesía con pocos medios de fortuna; han estudiado mal, “con profesores arbitrarios cuando no estúpidos” quedando después “cierto deseo de volver a lo que no habíamos aprendido”
[31]. Es una juventud excesivamente libresca, atracada de teorías y de utopías, alejada de la realidad inmediata. Llega de la periferia a Madrid en busca de un destino con miras a la política, pero los destinos han disminuido con la pérdida de las colonias, así “El camino de la vida pública no estaba abierto más que para los hijos, para los yernos y para los criados de los políticos. En un mundo en el cual el único valor era la oratoria, atrincherado por hijos, amigos y sirvientes, era imposible o, por lo menos, muy difícil penetrar”[32]. Entonces se refugian en la vida privada y en la literatura; es decir, se dedican a ésta por defecto.

La derrota ante los Estados Unidos les preocupa muchísimo menos que a los escritores de la Generación de 1.868, pero Baroja dice que sí les motiva: “la preocupación de la justicia social, el desprecio por la política, el hamletismo, el análisis y el misticismo”
[33]
.

Mantuvo una actitud desdeñosa hacia la mayoría de los miembros de su generación. Niega que le influyera Los trabajos de Pío Cid, la novela de Ángel Ganivet. Tampoco le interesa el político regeneracionista por antonomasia; leyó poco de Joaquín Costa, y no duda en desenmascarar algunas de sus debilidades
[34].

Trata bien a pocos escritores, Paul Schmitz, Antonio Machado, Luis Bonafoux y otros de menor entidad. Inicia su amistad con Azorín al publicar Vidas sombrías en 1.900 y, en adelante, no habrá más diferencias de parecer entre ellos que en gustos de cocina; uno defiende la levantina y el otro la vasca. Si Valle-Inclán y otros ven un hombre atravesado en Azorín, Baroja dice “Azorín está muy bien, pero es muy poco novelista. No le gusta ni el misterio ni lo dramático, huye de todo ello, y parece que su ideal es lo estático y la desilusión de la vida ante una luz clara”
[35]
.

De poetas y dramaturgos apenas escribe; le gusta la poesía de Joan Maragall a quien llega a conocer y con quien comparte entusiasmo por la poesía de Verlaine. Se mete con algún poeta, por ejemplo, Villaespesa, porque es un sablista y le debe dinero. Sin embargo, Baroja deja muy claro que ni la poesía ni el teatro de sus coetáneos eran sus debilidades aun cuando él mismo escribiera para las tablas Adiós a la bohemia (1.911) y Arlequín, mancebo de botica (1.926). Ignora el teatro de Valle Inclán a pesar de que Ligazón y Los cuernos de Don Friolera se representaran en su propia casa; le tira más Arniches a quien considera el mejor sainetero del tiempo
[36]. De Benavente dice que no ha visto sus obras aunque sí las leyó pareciéndole frías y teóricas.

Baroja asegura que Unamuno nunca le ha influido, que le ha leído tarde. Al margen de sospechas y disimulos, está claro que Unamuno y Baroja no se llevan ni coinciden en gustos. La antipatía de Baroja se refleja al retratarle: “El vasco tenía el cráneo pequeño y la frente huida; un tipo como de ave de rapiña” y le encuentra parecidos personales e intelectuales con Valle Inclán como el efectismo y la teatralidad
[37]
.

No es que no puedan verse, porque se ven de vez en cuando y en ocasiones coinciden; por ejemplo en el Ateneo madrileño para recibir el abucheo de los comunistas que les acusan de haberse vendido a la burguesía y Baroja asegura que Unamuno fue más abucheado que él.

Un articulista atribuye a Unamuno la siguiente mordacidad: “Cuando pronuncia conferencias, Baroja se empeña en hablar de lo que no sabe: de astronomía, de metafísica, de matemáticas”; el guipuzcoano no se corta en la respuesta: “Eso de no hablar de lo que no entendía era muy privativo de Unamuno. Yo siempre he creído en la ciencia y en los científicos; él era el que no creía en ellos, y suponía, con una ciencia escasa y a veces nula, que él sabía de todo”
[38]. Cientificismos aparte, lo que no traga de Unamuno son su egotismo, su dogmatismo intransigente, el no aceptar réplicas ni colaboraciones, que en sus encuentros sólo hable él y, desde el punto de vista literario, su concepción de la novela.

En la narrativa de la Generación del 98 no hay hechuras más opuestas que la nivola de Unamuno y la novela abierta barojiana. En la nivola sobran las descripciones, paisajes y demás escollos narrativos, quedando “una novela en esqueleto”; su argumento se construye sobre preocupaciones fundamentales, el ser, el destino, la inmortalidad; tendrá resonancias bíblicas o del infierno de los pecados capitales, la envidia sobre todo; el diálogo será el nervio conductor y los personajes no serán trasuntos o imitaciones de la realidad sino entes de ficción, alter egos del autor; cuando Ricardo Gullón los estudia, titula su libro Autobiografías de Unamuno
[39].

En la novela de Baroja, paisaje y narración son esenciales para la creación impresionista de los personajes, la mayoría tomados del natural; sus argumentos tendrán que ver con los paradigmas de la lucha por la vida darwiniana y la cuestión de la voluntad de Schopenhauer; desde esas premisas negará casi todo de Unamuno: “Sus novelas son pesadas deliberadamente, no tienen interés psicológico, al menos general, ni dramático, ni folletinesco. Muchas veces parece que están escritas para molestar al lector, y, no sólo al lector amanerado y rutinario, sino a todos”[40],

Sin embargo, ¿hay algún otro motivo del antagonismo entre Baroja y Unamuno? Éste conoce a don Serafín Baroja, dueño y redactor único de un diario titulado Bai, Jauna, Bai donde publica cuanto se le ocurre: versos, estudios y disquisiciones; según Julio Caro, su abuelo recibía de cuando en cuando cartas censorias o aprobatorias de Unamuno. Baroja no comparte los gustos de su padre y generalmente fustiga a los escritores que le gustan o con los que don Serafín se relaciona. Es posible que Baroja creyera, como dice su sobrino, que Unamuno era de un tiempo anterior; lo sugiere Julio Caro cuando comenta “que hubiera sido más acertado asociarlo con “Clarín” y aun con la Pardo Bazán, que con mi tío, etc.”
[41].

De jóvenes, Baroja y Ramiro de Maeztu son muy amigos, pero a éste le da por pensar que Baroja le critica y no le hace justicia, y la amistad se enfría. Baroja casi no habla de la obra de Maeztu, pero lo hace de su personalidad; cuenta que tenía un impulso esquizofrénico y que “hacía extravagancias como comerse a veces la hoja de un periódico”
[42]
; asegura que, además, fue un desatado y un antipatriota de joven. En una visita, Baroja descubre que el hombre que presumía de nietzchano, tenía un ejemplar de Así hablaba Zaratustra, pero sólo estaban abiertas las primeras cuatro o cinco páginas. Nada comentará sobre el conservadurismo final del escritor.

Contemplemos ahora la historia de un desencuentro. El vasco dice: “Una persona con la que he convivido mucho tiempo, a pesar de estar muy pocas veces de acuerdo con él en cuestiones literarias, era Valle-Inclán”
[43]; pese a la convivencia, sobre todo en la etapa –corta- que Baroja vive la bohemia madrileña, no intiman. De alguna forma Valle se atribuye una superioridad que Baroja resiente y le induce a considerarse víctima del gallego. Valle es un actor-héroe en representación permanente y a Baroja le frustra que la atención de los tertulianos y de la crítica recaiga en el hombre que Francisco Lucientes llamó primer premio de las máscaras a pie. “Literariamente a mí se me reprochaban muchas cosas, y a él se le alababa incondicionalmente”[44], dice fastidiado. También le molesta que Valle tenga la simpatía del público y se le encuentre incluso bello. Si César Barja habla de “la noble, ascética y peregrina figura de Valle-Inclán”, Baroja le pinta diferente: “no era hombre de cara bonita, ni mucho menos; tenía restos de escrófula en el cuello. La nariz, un poco de alcuza; los ojos, turbios e inexpresivos; la barba, rala y deshilachada, y la cabeza piriforme, y, sin embargo, para muchos era algo como un gigante y hasta un Apolo”[45].

Le molesta que Valle alardee de ser independiente cuando casi siempre tiene sinecuras o sueldos del Estado sin ir jamás por la oficina; en algún momento estalla enfadado: “Valle-Inclán, a lo último, era un hombre que tenía un salvoconducto para hacer lo que le diera la gana”
[46]. Valle habla mal de todo el mundo y, naturalmente, de Baroja; su tertulia es la “tradicional murmuración maliciosa”[47]. Fue desagradecido con Ortega y su padre, por eso Baroja resiente que, mientras Ortega se muestra duro con él, no diga nada del gallego. Afirma que a Valle se le tenía miedo, y es que de alguna manera representa el arquetipo generacional: “entre la juventud literaria del tiempo no vi más que malas intenciones: la envidia y la tristeza del pequeño éxito ajeno, la acusación del plagio, la acusación de homosexualismo. Todo lo que pudiera denigrar al compañero”[48].

Baroja tiene un perro; Azorín le dedica el artículo Un recuerdo a Yock; escribe: “Yock, sí, es un fantaseador. Dice el refrán: Cual dueño, tal perro (...)Yock es el amigo de todos los hombres del 1898. Su espíritu de jovialidad y de independencia se ha cernido sobre toda la famosa generación. Para negarla habría que negar al propio Yock”
[49]. Cierto día, Valle visita a Baroja y al rato discuten; buscando argumentos defensivos, Baroja se sube a una silla coja para alcanzar un libro de un armario alto; en eso que vuelve la cabeza y ve que Valle-Inclán golpea con la punta del zapato en el hocico de Yock y que el perro se alejaba gimiendo. “Me pareció una cosa tan estúpida, que estuve a punto de insultar a Valle-Inclán, pero el equilibrio que tenía yo sobre la silla coja era tan difícil, que no permitía frases, y bajé y contuve mi desagrado, y dije que tenía que ir a trabajar”[50].

Baroja tampoco cree en la idea ni en el estilo novelesco de Valle Inclán porque sólo conduce a “obras amaneradas y sin valor”
[51]. Dice que Valle lee sus libros, pero no ocurre al revés debido a las premisas con las que están escritos. Tampoco le agradan sus novelas sobre la guerra carlista porque Valle jamás estuvo en el país vasco. Menos aún le gusta su sistema de escribir novelas: leer una obra anterior e imitarla y modificarla para producir la propia: “En el tiempo de mi juventud yo discutí bastante esta cuestión con Valle-Inclán y con Maeztu, que consideraban ese sistema de la lectura anterior como el mejor para producir una obra literaria. Valle-Inclán decía que tomar un episodio de la Biblia y darle un aire nuevo, para él era un ideal”[52]
.

Pese a las diferencias, Baroja dedica al gallego elogios impensables, que nunca hizo a otro escritor; dice que Valle-Inclán aspiraba a la gloria como nadie de ellos y le parecía muy bien su busca de la perfección en la obra. Y prosigue: “si hubiese vislumbrado un sistema literario, una forma nueva, aunque no la hubiesen estimado más de diez o doce personas, hubiera abandonado sus viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo, aun a riesgo de quedar en la miseria”
[53].

Baroja y Unamuno se encontrarían en la Estación del Norte madrileña meses antes de empezar la Guerra Civil; don Miguel exhorta a Baroja a continuar escribiendo “hasta el final, porque usted es un hombre de estilo”
[54], a diferencia de Valle Inclán, quien, en la opinión de Unamuno, sería más famoso por su vida que por su obra.



DIFERENCIAS CON LA NUEVA GENERACIÓN

De la Generación de 1.914 Baroja resiente su arrogancia y sentido de superioridad. En el fondo se repite lo sucedido entre la suya y la de Galdós; la diferencia estriba en que los jefes de filas de la nueva generación son pensadores mientras los literatos puros ocupan un lugar secundario hasta el advenimiento de la Generación de 1.927.

Baroja goza de su mayor prestigio cuando Ortega tiene dieciocho años y pasa por admirador suyo. El joven Ortega incumple las incitaciones generacionales; no es un parricida; al contrario, cultiva el trato de los hombres del 98 más importantes quienes, fascinados con el joven pensador, le hacen sitio y se entregan. En Juventud, egolatría (1.917) Baroja escribe: “Ortega y Gasset es para mí el viajero que ha hecho el viaje por las tierras de la cultura. Es un escalafón más alto al que es difícil llegar, y más difícil afianzarse en él (...) es un maestro que trae buenas nuevas, aquí desconocidas (...) única posibilidad de filósofo que he conocido, es para mí de los pocos españoles a quien escucho con interés”[55].
Son años en que les une la amistad. Baroja admira, además, su prosa y otras cosas que escasean entre sus compañeros de profesión: brillantez, posición y dinero. El automóvil potente de Ortega hace frecuentes excursiones y viajes literario-culturales por la geografía española en cualquier estación del año; amigos y asiduos, entre ellos Baroja, le acompañan. La amistad les lleva a frecuentarse en las casas; en verano Ortega viaja de Zumaya a Vera y se lleva al novelista por varios días. Baroja colabora en la primera época del semanario España fundado por su amigo. Entre ellos sólo se atisba una diferencia: Ortega no tiene simpatía por la manera insumisa de ser de Baroja y este tampoco por el carácter ambicioso y autoritario del pensador.

Sin embargo, cuando leemos las Memorias, la impresión que deja el relato de sus relaciones con Ortega es muy distinta a la de Juventud, Egolatría; es la impresión de antagonismo y no de amistad. Si Ortega dijo que Baroja habría necesitado fieros críticos, el vasco responde que él los hubiera necesitado más “porque un hombre que interviene en la política y aconseja medidas de carácter social, es más peligroso que el escritor que no aconseja nada práctico y que no hace más que comentar los hechos ante la conciencia individual”
[56]. Critica La rebelión de las masas porque las masas se han rebelado siempre que han podido y recuerda a Espartaco, los aldeanos de la Jacquería francesa, a Etienne Marcel , los Comuneros de Castilla y a los partidarios de la Comunne contra la República de Versailles.

En el tema político ambos protagonizan una posición paradójica curiosísima: el radical e impío Baroja defiende el orden establecido mientras Ortega, el conservador, dicta el final de la monarquía en España. Baroja piensa que Ortega no tiene “mucha intuición de los hechos políticos. Lo que tiene es el arte de flotar sobre la literatura y la política. Allá donde otros se ahogan, él flota”
[57]. Si Baroja negó que su generación hubiese influido en la política, ahora dirá algo tremendo a propósito de Ortega: “Lo único que pienso que ha influido últimamente en la política, principalmente por su forma literaria, ha sido la obra de Ortega y Gasset en la ideología del fascismo español”[58]
.

Tampoco le gusta la teoría orteguiana de la deshumanización del arte; le considera caprichoso y afirma: ”Yo creo en el talento literario de Ortega, pero en su intuición artística, musical y política no creo gran cosa”
[59]. Ortega escribe que Baroja no ha acertado nunca, y encuentra esta réplica: “es hombre de más cultura que intuición”.[60] Baroja lamenta que, si había considerado a Ortega como la última posibilidad de filosofo español, la posibilidad no ha tenido lugar y se haya quedado en escritor brillante. Critica que Ortega pronuncie una conferencia sobre las Consecuencias de la teoría de la relatividad de Einstein sin explicar antes la propia teoría o que dicte a sus alumnos sobre la Crítica de la razón práctica de Kant, porque se entiende, y no la Crítica de la razón pura que es lo fundamental en el filósofo. Su crítica se acerba recordando a los entusiastas que aguardan que el maestro escriba una obra madura y profunda al final: “Yo no recuerdo a ningún filósofo que haya escrito su obra importante en los linderos de la vejez”[61].

Baroja recoge en las Memorias su posicionamiento a favor de la novela abierta y porosa, los mismos que esgrimía en 1.925 frente a la posición orteguiana en favor de la novela cerrada, lenta y morosa; se niega a aceptar un tipo único de novela afirmando que dentro del género hay una gran variedad de especies y postula una novela permeable donde sea posible la aventura de inventar. Del mismo modo, aunque con razones más simplistas, defenderá el arte de Beethoven frente a las preferencias orteguianas por Debussy. Lo que se alza entre ellos es la vieja cuestión de una sensibilidad que da sello al estilo generacional de cada uno. Si los nietos se parecen a los abuelos, con Ortega habría regresado la elocuencia con nuevo ropaje, o así lo pensaba Baroja.

La brecha que se abre entre los dos surge de sus sensibilidades distintas hacia el arte, la literatura y la política, y no de sus maneras diferentes de ser y, las sensibilidades, son las que identifican a sus respectivas generaciones. Baroja tenía raíces bien afincadas en el siglo XIX, un siglo que Ortega consideraba periclitado en todos los sentidos.


Sucede que en 1.925 Baroja ha dejado de ser un hombre del tiempo para pasar a ser de su tiempo; que Gómez de la Serna lea unas cuartillas montado en un elefante le da lo mismo que si las hubiera leído subido a un asno. No sólo no le interesa la nueva literatura, tampoco la pintura: “Después de la moda del cubismo, yo perdí la poca afición que tenía por la pintura y no iba a ninguna exposición”
[62]. Además, Baroja creía que la pintura no tenía función social y era “un arte suntuario y un empleo de capital”[63].

Julio Caro dice que entre 1.928 y 1.931 se habla en su casa cada vez menos de Ortega, aunque la ruptura todavía no es total. El filósofo le dedica un ejemplar de la primera edición de sus Obras con estas palabras significativas: A Pío Baroja, viejo amigo infiel, con el cariño y la admiración imperturbables de Ortega. Marzo, 1.933. La caída de la Monarquía causará un distanciamiento mayor. Ortega no consigue que Baroja colabore en la segunda época de la revista España; según comentamos, Baroja prefiere la continuidad de la Monarquía porque representa la posibilidad de seguir escribiendo de una manera independiente y no ve salida al nuevo régimen dado el carácter de Azaña, Marcelino Domingo y demás artífices. La Guerra Civil les distanciará más aun cuando viven en París. Julio Caro dice: “Creo que en Madrid, de vuelta ya, no volvieron a verse. Mi tío rezongaba al hablar de Ortega y Ortega hablaba de mi tío como de un viejo amigo infiel.”
[64]
.

La relación que acabamos de comentar tiene una continuación más desabrida entre Baroja y Salvador de Madariaga. El gallego dice en su libro España que Costa, Ganivet, Ortega y Unamuno han sido los maestros de la Generación del 98. Baroja la replica citando en sus Memorias un artículo de Azorín, 1898: “Ninguno de los hombres citados fue maestro de los escritores del 1898. A Costa le teníamos por un político elocuente, y nosotros abominábamos de la oratoria y de la elocuencia. A Ganivet no le conocíamos; le leímos mucho después. Ortega no era maestro entonces; lo fue más tarde; tenía Ortega en 1898 la bella edad de quince años. En cuanto a Unamuno, no era entonces tampoco un maestro nuestro”
[65].

Madariaga, a diferencia de Ortega, es un parricida y trata a Baroja de la misma manera que éste trató a la generación anterior; cree que Baroja tiene ambiciones literarias y se ha equivocado; le molesta que el vasco se proclame archieuropeo porque su concepción de Europa se limita “a las regiones que se extienden entre los Pirineos y los Alpes”
[66]. Baroja tilda a Madariaga de escolástico, conceptuoso, poco inteligente, mientras Madariaga asegurará que en los escrito por Baroja no hay sonrisas. Baroja responderá que Madariaga no se entera, sobre todo cuando el gallego le acusa de tener una carencia total de sentido lírico, habla de la rudeza de su forma literaria, le acusa de cultivar el desaliño y cuidar el abandono y de renunciar a los medios más atractivos del arte de escribir. El viejo Baroja está fuera de sus casillas al escribir las páginas en las que resume las opiniones de su antagonista; se le ve impotente ante las descalificaciones; está claro que no puede con los gallegos; resignado, escribe: “Se ve que él es un valle-inclanesco, como gallego”[67]


LAS MEMORIAS Y EL HOMBRE

Las Memorias de don Pío Baroja constituyen, de alguna manera, una biografía de más de medio siglo de vida literaria española proyectándose sobre tres generaciones de escritores.

En el quinto volumen, titulado La intuición y el estilo, Baroja diserta largamente y de una manera familiar para el lector sobre los temas fundamentales de la novela; cuando pone ejemplos, saca a relucir nombres de los grandes escritores no hispanos y al hablar de ellos muestra haber sido un buen lector que ha perdido poco tiempo con las medianías. También deja constancia de una devoción sincera por nuestra mejor literatura desde los primitivos a Bécquer. Lee la literatura con una retina impresionista, distinta de la hoy bautizada como académica o profesional, y trasmite lo que piensa poniendo las cosas en su sitio. Si las historias de la literatura resaltan el blanco a él no se le escapa el negro. Decía su hermana Carmen: “mi hermano hubiera escrito algo muy romántico si no hubiera estado dotado de tanto espíritu crítico”[68]. Y Baroja escribió al concluir el primer tomo de las Memorias: “Yo creo que todo lo que he dicho es verdad; yo al menos lo tengo por tal; que me deje llevar por la simpatía o la antipatía no lo niego, pero creo que a todo el mundo le pasa lo mismo”[69]
. En sus Memorias hace lo que en sus novelas y otros escritos: la crítica de una realidad que no le gusta; ni la España ni la literatura de su época ni sus generaciones de hombres notables, pero deficientes.

A Baroja se le suele ver como un crítico impenitente, cáustico y malhumorado; sus íntimos y las personas que le conocieron bien tuvieron una opinión diferente. Existe un pasaje revelador que el vasco cuenta en sus Memorias y con él cerraré mi estudio. Principios de siglo en París; su amigo Antonio Machado y él presencian, con algún riesgo, las peleas entre partidarios y enemigos de Dreyfus y Zola. En el bistró que frecuentan para comer, una moza antiespañola dice que Baroja le parece un randa de las afueras y el joven que la acompaña añade que la cara del vasco le parece pesada y brutal. Antonio Machado interviene con estas palabras: “Si en este momento entrase aquí –dijo- un hombre con la misión de entregar un mensaje a quien tuviera el rostro más humano de todos los circunstantes, sin ninguna vacilación se lo daría a Baroja”. D. Pío añade: “La voz del poeta sonaba con un timbre tan sereno y su reposo revelaba tal ecuanimidad, que ni la muchacha ni el joven se aventuraron a insistir en sus apreciaciones mal intencionadas.
[70]

NOTAS

[1] Este trabajo es una versión abreviada –sobre todo en lo documental y para este blog- del estudio que sirvió para mi Lección Final del Curso 1997/98 en el Centro de Tortosa-UNED pronunciada el 15 de mayo de 1998. Ver el texto original: La Generacion de 1.898 según las Memorias de Don Pío Baroja, Centro de Tortosa UNED, Tortosa, 1999. Las citas de mi estudio provienen de los seis primeros volúmenes de las Memorias publicados por Biblioteca Nueva, Madrid, entre 1.944 y 1.949; del séptimo, Bagatelas de otoño edición conmemorativa del centenario del nacimiento del escritor, Caro Raggio, Madrid, 1.983; de Ayer y hoy y Aquí París, Caro Raggio, Madrid, 1998, y del volumen Vº de las Obras Completas, Madrid, 1946. Las citas precisarán el tomo y la paginación.
.[2] En el prólogo del primer volumen de las Memorias Baroja dice: “A mí se me ha ocurrido escribir unas Memorias ahora que no tengo memoria” I, p. 6.
[3] I, p. 8
[4] Helmut Demuth, Pío Baroja, das Weltbild in seinen werken, Hagen, 1.957. Baroja hizo un resumen en la IVª parte del primer volumen de las Memorias.
[5] Pío Caro Baroja, Guía de Pío Baroja, El mundo barojiano, Caro Raggio/Cátedra, Madrid, 1987, pp. 153-154.
[6] Julius Petersen, “Las generaciones literarias”, ensayo incluido en el libro de E. Ermantiger, J. Petersen y otros que lleva por título Filosofía de la ciencia literaria, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1.984, pp. 137-193 (1ª edición: Berlín, 1.930),
[7] III, p.247.
[8] II, p. 227.
[9] III, p. 28 y ss.; también le emparenta con el famoso bibliófilo D. Bartolomé José Gallardo a quien Baroja llama el José María El Tempranillo de las bibliotecas. III, p. 48.
[10] III, p. 249.[11] 
III, pp. 33-34
[12] IV, p. 78.
[13] II, p. 186.
[14] IV, p.81 
[15] III, p. 309.
[16] III, p. 208.
[17] III, p. 213.
[18] VI, pp.. 302/303.
[19] I, p. 122.
[20] III, p. 258.
[21] V, p. 274 
[22] Ibidem 
[23] IV, p. 173.
24] IV, p. 177.
[25] Pedro Laín Entralgo, La Generación del 98, Madrid, 1.945. Guillermo Díaz Plaja, Modernismo frente a 98, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1.951 
[26] Ricardo Gullón, La invención del 98 y otros ensayos, Gredos, Madrid, 1.969. Gullón no diferencia entre modernismo y noventayochismo entendiendo éste como parte de aquél, destacando la renovación estética que comporta, y relegando el factor regeneracionista.. Ver también su libro iones del modernismo, 2ª edcn. ampliada, Gredos, Madrid, 1.971. 
[27] Manuel Vázquez Montalbán habla con acierto de los tres Barojas resumidos con los que se encuentran los escolares del tiempo: “Uno era el Baroja nacionalizado por los textos de Formación del Espíritu Nacional. Otro, el Baroja denunciado por los manuales de literatura como “el impío don Pío”. Otro, el Baroja que pudo colocarse en nuestra conciencia empujado por algún profesor avanzado, con memoria barojiana anterior al diluvio” y se extiende sobre el tema en Barojiana, Taurus, Madrid, 1972, pp. 155-156. En esta obra colaboran también Juan Benet, Carlos Castilla del Pino, Salvador Clotas, Javier Martínez Palacio, Francisco Pérez Gutiérrez además de Manuel Vázquez Montalbán 
[28] IV, p. 166.
[29] I, pp. 187-188 .
[30] I, p. 259. 
[31] III, p. 6. .
[32] Ibidem. El joven Baroja no fue una excepción; intentó ser concejal de Madrid y más adelante diputado por Fraga. IV, p. 63.
[33] III, p. 6.
[34] III, pp. 223-224.
[35] III, p. 189.
[36] IV, p. 192.
[37] IV, p. 160.
[38] Ibidem.
[39] Ricardo Gullón, Autobiografías de Unamuno, Gredos, Madrid, 1.964. 
[40] III, pp. 189-190.
[41] Ibid, pp. 247-248. 
[42] III, p. 72. 
[43] III, p. 176.
[44] Ibidem.
[45] I, pp. 56-57.
[46] I, p. 56.
[47] III, p, 240. 
[48] III, p. 67.
[49] II, p. 409.
[50] I, pp. 62-63.
[51] I, p. 63 y V, pp. 307-309. 
[52] I, p. 147. 
[53] Ibidem.
[54] IV, p. 164. 
[55] O.C., V, pp. 205-206. Probablemente esas líneas son la respuesta agradecida a dos trabajos de Ortega, Ideas sobre Pío Baroja y Una primera vista sobre Baroja de 1.916, recogidos en El Espectador I. El primero de ellos puede leerse en mi antología crítica Pío Baroja, 2ª edcn., Taurus, Madrid, 1.979, pp. 53-89. 
[56] I, p. 198. 
[57] IV, p. 50. 
[58] IV, p. 20.
[59] I, p. 199.
[60] I, p. 200. 
[61] I, p. 207.
[62] IV, p. 212.
[63] IV, p. 213. 
[64] Julio Caro, Los Baroja, Taurus, Madrid, 1972, p. 443. Este libro merece la mayor credibilidad por la objetividad de su autor, capaz de guardar la mayor lealtad a su tío y de admirar y llegar a la amistad de hombres con los que Pío Baroja no se llevaba o dejó de llevarse, casos de Unamuno y de Ortega. 
[65] I, p. 176. 
[66] I, p. 260. 
[67] I, p. 266.
[68] I, p. 279.
[69] I, p. 318.
[70] III, p. 155. Julio Caro recuerda: que punto de terminar la Guerra Civil el viejo Baroja recibe en París una carta del sevillano en la que dice: “Siento la miseria de usted. Le veo paseando por los bulevares de París solo, con las botas rotas, el gabán raído”. Comenta Baroja: ”Ya era bastante que Antonio Machado tuviese compasión de mí, y que me lo manifestara cuando él se encontraba en una situación tan mala o peor que la mía”. Dirá que era muy amigo suyo: “Me entristeció su suerte y luego saber que había muerto abandonadoAquí París op. cit., pp. 85-86.