domingo, 3 de febrero de 2019



ANTORCHAS   HUMANAS


Anoche los amigos y yo terminamos morados de vino de la tierra y de sidra. Celebramos la Nochebuena, pero sin tiempo para cantar un villancico, sólo comer y beber; bueno, los niños sí cantaron en la habitación contigua y nos machacaron con las zambombas, cosa de Leocadia, mi mujer, y de las parejas de mis amigos por tenerlas apartadas y para vengarse de nosotros , seguro.

Fui tardísimo a la cama y alcancé un primer sueño ligero a causa del alcohol que llevaba encima. Después, harto de estar en vigilia, decidí levantarme y prepararme una infusión. Cuando acerqué el cazo para calentar el agua noté que, pese a estar apartado del fuego, una llamita pequeña y azul de apenas centímetros prendía mi camiseta de algodón y se extendía silenciosa y rápidamente por el pecho; no la sentía, sólo la veía crecer hasta que me ganó un miedo repentino y la sofoqué con un paño que encontré por allí; el susto fue morrocotudo.

Pensé que el incidente ocurrió porque mi cuerpo exudaba el alcohol de la víspera y de alguna manera atrajo al gas butano que salía del quemador. Nada comenté a Leocadia para evitarla un sobresalto y por acobardamiento mío. Se lo dije a mi amigo Eloy, el médico, y este me respondió tras escucharme y pensar su respuesta detenidamente: “Has sufrido un suceso de combustión espontánea humana.” Boquiabierto le pregunté “¿Y eso que es?”.

Entonces Eloy me contó la historia de una condesa italiana protagonista de un suceso increíble, famoso en la Europa de la primera mitad del siglo XVIII y después, tan sorprendente que el mismo Dickens lo recogió en uno de sus escritos; Eloy lo había leído en la Wikipedia. Quedé tan deslumbrado con esa historia que pensé en volver a contarla de alguna manera para El centinela del Bierzo, el periódico donde escribo; no me parece que se conozca el suceso acontecido a la condesa ni Dickens sea muy leído por estos andurriales ni que la gente husmee en la Wikipedia como hace Eloy dos horas cada día. Mi artículo será leído con interés, de seguro.

La condesa se llamaba Cornelia y estaba casada con el conde Francesco Bandi con quien tuvo siete hijos; Anna Teresa, una de ellas, sería la madre del Papa Pío VI nada menos. Pues bien, el 21 de marzo de 1731 —dice la Wikipedia-- Cornelia se encontró indispuesta después de cenar y se acostó. Llegó el día siguiente y, como no se levantaba a la hora habitual, la criada entró en su habitación con ánimo de despertarla, pero nada más atravesar el umbral de la habitación quedó pasmada al observar un montón de cenizas, más bien de hollín grasiento a poco más de un metro de la cama,  así como las piernas y parte de la cabeza de la Bondi intactas. Pese a su espanto y consternación supuso que la culpa de todo había sido un fuego, pero ni había rastro del mismo en la cama ni en el resto del mobiliario pese al testimonio de las cenizas. El suceso fue definido por los sabios de la época como un caso de combustión espontánea humana.

En la época de Cornelia, según la Wikipedia, ocurrieron como 200 incidentes similares de personas cuyos cuerpos ardieron sin aparente exposición a fuentes de calor externas, pero reducidas a cenizas mayormente y la racha llegó hasta el caso del irlandés Michael Faherty en 2010 y sumó después. El efecto mecha está en la  mayoría de los casos; la ropa o la tela que cubre el cuerpo empieza arder por efecto de una chispa o llama tenue, la grasa corporal se derrite y es absorbida por la misma ropa o tela ya hecha ceniza. Si el humo puede quitar el sentido, la llama puede arder horas carbonizando las partes del cuerpo vestidas, pero no actúa sobre las partes descubiertas. Reconozco que sudaba leyendo estas cosas.

Mi labor exploratoria surgía de mi deseo por redactar pronto el artículo para El centinela del Bierzo, pero mi exploración se contuvo cuando leí que la ingesta de alcohol era la causa principal de la combustión espontánea humana y se advertía contra los excesos peculiares de las Navidades debido a que el frío favorece la electricidad estática que origina meterse en el lecho a la hora de dormir, tampoco favorece un nivel bajo de humedad en el aire del cuarto  ayudando si tu piel está seca.

Pasaron unos meses, Leocadia seguía en la inopia. Nada la entretenía más que precipitar una gotita de aceite puro de argán o de rosa mosqueta en el tarro de su crema habitual mezclando los ingredientes con una espátula pequeña… Se pasaba horas en el tocador, bien al levantarse o para retocarse cuando llegaba de un paseo.

Pero una tarde ya de primavera llegó sobresaltada del paseo con amigas por la plaza mayor. “¡Ni te lo puedes imaginar!”, me dijo con voz de iluminada. “¡No puedes hacerte ni idea de lo que ha sucedido en Puente de Rey! ¡Y yo te lo  voy a contar!”

Un fuego inteligente de origen desconocido que venía del Alto de la Rapiña atravesando el castañar,  atacó por espacio de una hora a personas, animales, viviendas, cuadras, graneros, cobertizos y enseres en Puente de Rey sin que ninguno de sus veinticuatro habitantes sepa la razón de lo sufrido ni tampoco las autoridades de Villafranca del Bierzo o de Lebico que acudieron.

Una de las vecinas cuenta que una bola azul vino de los cielos prendiendo su delantal. Surgieron llamas imposibles de apagar, arrasando todo con una violencia desatada mientras más bolas caían con la velocidad del rayo originando desgracias parecidas. Se dice que las autoridades han pedido la ayuda de los científicos de las universidades leonesas para que desentrañen el enigma, pero la actualidad es el miedo sin explicación que sobrecoge a los paisanos del que son muestra las campanas de las iglesias que tañen con un ritmo frenético aunque nadie entiende por qué ni a qué llaman.”

El examen final de los científicos constata que lo sucedido no  tiene origen en actividad volcánica alguna ni se debe a trastornos geológicos que provocaran desprendimiento de materias en ignición, o gases inflamables. Tampoco fueron razón los fenómenos eléctricos ni la  ionización de la atmósfera y se descartan los efectos térmicos de radiaciones solares. En resumen, no hay un motivo al que atribuir los sucesos ocurridos y debe desecharse, por encima de todo, que fueran provocados por la mano del hombre. Los científicos confían que el suceso no se repita.

Días más tarde llegó un periódico de Madrid haciéndose eco del suceso, pero contando cosas sorprendentes como que la vecina alcanzada por la bola de fuego en el delantal salió por el aire flotando. Después llegaron más periódicos asegurando haberse divisado desde los Pirineos catalanes hasta Galicia una estela emborronada producida por un misil francés que se había salido del trayecto programado, pero en Tortosa la gente no se vio rastro de misil alguno sino aparatos cuyas luces se retaban como gallos de pelea en lo alto del firmamento. Y una anciana aseguró haber visto surgir una cruz en medio de la batalla.

Mi amigo Eloy, con su calma habitual, me dijo que estas cosas han sucedido muchas veces y se han explicado con características diferentes con anterioridad. Me recordó los fuegos fatuos que, según el diccionario de la Academia, provienen de la inflamación de ciertas materias que se elevan desde sustancias animales o vegetales en estado de putrefacción y producen pequeñas llamas a poca distancia del suelo en lugares pantanosos y en los cementerios, o el fuego de Santelmo que es sólo un meteoro de fuego que suele verse en los mástiles de las embarcaciones después de una tempestad debido a que la atmósfera está muy cargada de electricidad. “Todo eso se convierte en acontecimientos extraordinarios en la imaginación del pueblo”, concluyó.

Pero a mí lo que me ha dejado preocupado a más no poder es saber que el British Medical Journal ya informaba en 1841 sobre lo que llamaba las antorchas humanas sin duda imágenes de la combustión espontánea humana, refiriéndose a personas de carácter depresivo y, a menudo, alcohólicas por la trascendencia negativa que puede dar a mi artículo.
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