martes, 25 de abril de 2017

  



EXCURSIÓN A LA LOMA DE LOS ROBLES


El timbre de la puerta del piso perturbó su siesta. Aún sobresaltado, pretendió escuchar el bisbiseo entre Eulalia y el visitante, pero sólo pudo oír pasos que se dirigían hacia la salita del recibidor. Se incorporó y cuando se encaminaba hacia el perchero en busca de la bata elegante que usaba para recibir visitas, Eulalia abrió la puerta del despacho y dijo:

--Es tu amigo Ramón Ledesma. ¿Te ayudo con la bata? -- Eulalia se la extendió por detrás, le auxilió a pasar los brazos y le dio unas palmaditas cariñosas al terminar.-- ¿Le hago pasar?

--Desde luego.

Cuando Ramón entró se admiró  al ver las paredes del despacho forradas con estanterías llenas de libros. Enseguida los amigos se fundieron en un abrazo palmeándose las espaldas. Ramón se sentó en el pequeño sofá situado frente al escritorio e Ignacio en la butaquita de al lado.

--Chico, ¡qué lujo!

--¿Es que no tienes libros?

--Mi mujer me permite  unos doscientos, más algunos dedicados y los de valor. Dice que lo demás es morralla porque o bien  los leí, o no los leeré y sólo ocupan sitio.

--Puede que tenga razón --sonrió Ignacio preguntando luego-- ¿Y qué te trae por aquí?

--Pues verás, lo primero saludarte porque hacía tiempo que no nos veíamos, y lo segundo comentar una cuestión que me tiene intrigado. El otro día pasé por la Casa del Libro y vi tu último de narraciones. Lo compré y una vez en casa, al ojearlo, observé que uno de los relatos se titulaba Excursión a  la loma de los robles, el mismo título del cuento que  yo  incluí en mi libro Recuerdos, que es anterior al tuyo. Es más, cuando lo estuve leyendo me  pareció que salía de la misma fotografía que, probablemente, ambos tenemos de aquella vieja excursión a la loma que hicimos tú y Linda, yo y Karen; los cuatro estábamos recostados por parejas en un par de robles. Claro, entonces teníamos ventipocos años y ahora ya no cumplimos los cincuenta. Además, creo que tus descripciones y las mías se parecen muchísimo…

--Pero Ramón, habla de las semejanzas que quieras porque, efectivamente, ambos estuvimos en la loma de los Robles en la ocasión que aludes, pero tu cuento  y el mío son relatos distintos.

Ramón, que iba a proseguir, se quedó con la palabra en el aire, mirando para Ignacio entre descreído y asombrado.

--¿Cómo dices?- acertó a preguntar

--Que tu cuento y el mío se titulan igual y se parecen en algunas descripciones porque ni tú ni yo podíamos cambiar la realidad de la excursión, pero son distintos, completamente distintos. Tu historia se centra en que a ti te gustaba Karen y tú también a ella, pero aquel día íbais a pasar el examen de sus dos hermanos quienes, por cierto, se presentaron en la excursión  sin que nosotros les hubiéramos invitado, al menos yo. Te estuvieron examinando de cabo a rabo, de cómo te comportabas con ella tu proceder cuando comías, la manera de relacionarte con los demás, etc., etc.; tu relato da cuenta puntual de lo inseguro que estuviste a causa de la fraternal presencia y lo mal que lo pasaste mientras Linda, yo y la misma Karen  lo pasábamos genial, pero por razones distintas.

--Sí, pero…

--Déjame acabar. En mi cuento no hay ningún examen sino un relato de deseos, los míos pensando si Linda y yo íbamos a ir más lejos en nuestra relación, algo que parecía interesarle  a ella, pero no tanto a mí por mi carácter de no sujetarme a nadie. ¿Entiendes?

--Todo eso es cierto, pero también hablasteis de nosotros y en términos parecidos a lo que yo escribí.

--Mira, si lo que quieres decir es que yo te copié, pues  no. La fotografía es la misma, las palabras descriptivas se pueden parecer, el marco, incluso algunas frases, pero lo tuyo iba en serio y lo mío, no, y tampoco podías imaginar mis pensamientos mientras nosotros presumíamos que aprobarías el examen de los hermanos de Karen.

--Hombre, a ti no te iban los problemas; en aquella época sólo pensabas en llevar al huerto a cuantas ligabas.

--Eso no viene a cuento y poco me conoces, Ramón, poco me conoces. Tener a Linda era como tener un Mustang de 1964, preciosa, elegante, versátil, lúcida, espectacular y tema de conversación para los demás, pero el día de la famosa excursión yo ya estaba en guardia porque había tenido tres fallos conmigo.

--¿Fallos?

--Pues sí, no por su importancia, sino por ser indicativos de su carácter. Un par de meses antes de la excursión, cuando murió su abuela materna le di el pésame, mis palabras eran sinceras, pero Linda me salió con esto: “¿Y tú porqué ibas a sentirlo si no la conocías y ni sabes que lo que significaba para mí?” Me quedé sin respuesta, haciendo capiruchos en mi cerebro. --Y aleteó sus manos de manera expresiva--. La segunda ocurrió cuando Camilo José de Cela visitó nuestra universidad. Como el gallego estaba hasta las narices del cóctel que tenía lugar en la casa de la profesora Mirta, recordarás que nos arrastró al  jardín con los demás jóvenes españoles que estaban allí y nos pusimos a libar y cantar como cosacos. Cuando llegó la hora de irse,  Linda me preguntó intencionadamente: “¿Y por qué cantabais cosas que no sentíais? No veo el motivo ni la razón.” Pensé que igual estaba molesta porque la había abandonado entre  los que  libaban de pie en el living de la casa, pero ya me fastidió que no comprendiese que un puñado de españoles viviendo en USA podíamos pasarlo muy bien cantando A Rianxeira, Asturias patria querida o alguna jota navarra. Vamos, que me fastidió.

--Te entiendo.

--La tercera metedura de pata sucedió la primera vez que ella y yo, los dos solos,  fuimos a la loma de los robles. Se me ocurrió decirle que los montes cercanos se parecían a los que me habían enamorado del paisaje de Villafranca del Bierzo. Pues Linda se puso como una fiera: “Ya estamos con el me parece, el me recuerda a esto o lo otro de España, son cosas como las de allá, etc. ¡Cuándo se te meterá en la cabeza que son montañas de aquí, norteamericanas, y te gustan o no te gustan por lo que son, ¿te recuerdo yo a alguna chica de España también?” Le respondí que de ninguna de las maneras, pero por dentro me cabreé y mucho por su incomprensión a entender que uno ni se adapta inmediatamente a su nueva residencia ni deja de amar nunca los recuerdos de su patria, pero si algo me enervaba más fue su tendencia a criticarme  por esto o lo otro. 

--Mira, no pensaba que Linda fuera así.

--Que protestara no me hubiera enfadado, pero su tendencia a criticar sí; otro suceso  ocurrió a final del curso, cuando recibimos las notas por nuestros trabajos sobre la novela española del 98. La había ayudado muchísimo a escribir el suyo, pero el profe le puso una B y a mí una A-. El suyo y el mío trataban sobre Azorín, pero Linda no admitía razones por las cuales su  trabajo tuvo una nota inferior, aunque sólo fuese porque mi español era el de un nativo y, la verdad, sabía más de Azorín que ella, ¡hasta le vi una vez en el Ateneo de Madrid! Deduje que me estaba acusando de no  haberla ayudado lo suficiente o bien creía que el profesor, al fin y al cabo español también, prefería a los de su tierra.

--¿Y por eso rompiste con  Linda?

--Esos acontecimientos prepararon  el camino. Ella decidió viajar al extranjero con una amiga y sus cartas, llegadas de tarde en tarde y con detalles de amistades y de los encuentros que hacía por el camino, no contribuyeron a nuestra relación. Cuando volvió, estaba sustituida.

Ramón le miró sonriendo y al poco dijo:

--Y así  iniciaste tu carrera de relevos femeninos de 100, 200  o 400… -- provocando una carcajada hilarante de su amigo hasta que Ignacio  preguntó:

--¿Y qué me cuentas  de Karen?

--Sabías que nos casamos, ¿no? Pues, seguimos juntos. Pese al tiempo transcurrido continua siendo una preciosidad de cara y de cintura para arriba, o a mí me lo parece,  pero engordó. Lo peor no fue eso sino cuando aparecieron sus migrañas cuáqueras. Decía que en España era imposible frecuentar gente de sus ideas, a sus iguales. Y ahora regresa a Pensilvania cada año por periodos que a veces duran hasta siete meses a lo peor; el resto me lo dedica.—Y Ramón inclinó la cabeza haciendo una mueca.

--¿Y tú estás conforme?

--Pues sí, porque a pesar de todo nos llevamos y, quiero creer, que esos distanciamientos temporales ayudan; la verdad es que no pienso lo contrario.

--¿Y qué haces cuando estás de Rodríguez?

--Aprovecho para escribir.

--Ya.

Cayeron en un silencio largo. Ramón pensó que la visita había terminado, que nada más tenían que hablar. Pero su amigo le preguntó:

--¿No crees que de aquella famosa fotografía  queda sólo la imagen de cuando éramos jóvenes?

--Puede que sí. De todos modos –dijo Ramón pausadamente-- y como Cortázar recuerda en uno de sus relatos, “Nadie sabe nada de nadie, y no es una novedad.”
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