sábado, 4 de julio de 2015

Los cuentos bilingües de Christopher


EL TREN ARCO IRIS
Para Christopher Diego en su tercer cumpleaños

Christopher se había portado muy bien todo el día. Había ido al colegio sin rechistar, no había empujado a nadie, ni gritado, había comido y cenado  estupendamente sin dejar un guisante ni una mota de zanahoria en el plato, y tampoco había roto nada ni protestado cuando mamá le dijo:

--Es hora de dormir. Hay que ir a la cama.

Cogió la manta de cuadros blancos y verdes con la leyenda de El Zorro que Ita tejió para él cuando era muy pequeñín, dio a papá el libro que le gustaba para que se lo leyera antes de dormir y se tumbó en la cama sin rezongar.

Después de que mamá le besara y abrazara, papá, sentado en la silla de siempre a su lado, empezó a leer del libro naranja que tenía franjas verdes y granates en la portada.  Christopher no entendía la mayoría de las palabras, aunque se parecían a las que el Yayo de España decía cuando le visitaron; lo bueno era que,  dichas por papá y por la noche, le acurrucaban y disponían a dormir.

Tenía los ojos cerrados cuando la lectura dejó de oírse en la noche cerrada. Sin embargo, su imaginación no tardó en despertarse, le obligó a izarse y le llevó a una pradera maravillosa, llena de abedules y robles envueltos en una ligera capa de niebla  donde brillaba el ir y venir de las libélulas.

En la pradera había un camino estrecho que torcía a la izquierda. Christopher lo recorrió aprisa; a él siempre le gustaba correr, y llegó a lo que parecía el  andén de una estación colmada de niñas y niños de su edad, que hablaban  y daban brincos de expectación, mirando hacia una lucecita lejana que parecía venir hacia ellos a gran velocidad.

--¡Ya viene!  ¡Ya viene! –decían unos-- Sííííííííííííííí... – exclamaban otros mientras un hombrecillo de aspecto simpático se acercó a Christopher.

--Y tú jovencito, ¿vendrás con nosotros? – Christopher calló la respuesta al observar que el punto lejano cobraba el aspecto de la máquina de un tren; entonces preguntó a su vez:

--¿Es el Polar Express?

-- No jovencito –respondió el hombre que parecía un gnomo por mucho que lo disimulara -. Es el Tren Arco Iris al que sólo  suben los niños que se portaron bien durante el día de ayer. Así que estás aquí porque fuiste un  chico excelente y, como premio, pasarás unos ratos magníficos con nosotros.

El tren era larguísimo porque los vagones eran minúsculos y sólo cabían cuatro niños por unidad; se movían como góndolas al deslizarse sobre las vías y parecían estar hechos de cartón o de papel secante; además, cada uno era de un color distinto por lo que, el conjunto, sí  parecía un arco iris.

El hombrecito de la estación se puso un gorro, sacó una bandera y gritó:

--¡Todos a bordo!

Subieron y, de inmediato, el tren se deslizó suavemente por la pradera de abedules y robles mientras adquiría velocidad.

Los compañeros de Christopher eran Eva, una niña rubia de largas coletas y ojos verdes que iluminaban sus mejillas de nácar; Julián, un chico alto y delgado que parecía muy fuerte y quizás poco hablador; y Rafael, bajo, regordete y simpaticón, que sí parecía locuaz.

En seguida hicieron migas y se pusieron a jugar a las adivinanzas. Rafael preguntó a  Christopher:

--Un gallo pone un huevo en un tejado, ¿de qué lado cae? --Y como ninguno de ellos sabía la respuesta, Rafael, muy alborozado, descubrió: -- De ninguno. Los gallos no ponen huevos.

Entonces Christopher preguntó a Rafael:

--Dime, ¿por qué los perros llevan los huesos en la boca? - Y como Rafael no supiera contestar, le sorprendió riéndose a carcajadas-. Pues porque los perros no tienen bolsillos.

Mientras reían, Eva dijo que era su turno y lanzó su acertijo:

--Pequeña como una pera, alumbra la casa entera.

Rápido como un rayo Julián contestó:

--La bombilla. -- La niña sonrió diciendo:

--Os lo puse fácil.

Entonces Julián dijo que era el turno de su adivinanza:

--Sube llena y baja fría. Si no te das prisa, la sopa se enfría.-- Sus tres amigos respondieron a la vez:

--¡La cuchara!

No tardaron en llegar a una estación de color verde, hecho que los niños acogieron con exclamaciones de júbilo. Bajaron del tren y corrieron hacia  el recinto de un enorme parque infantil.

Christopher localizó y condujo a sus amigos a la estructura que más le gustaba; se escalaba por un panel de barrotes, seguías por un puente con suelo de madera  y otro de cuerdas, ambos con tejado,  y al final te deslizabas por un larguísimo tobogán. Estuvieron un buen rato subiendo, corriendo y deslizándose.

También fueron a los columpios, hicieron el caballito en  los juegos de muelle, compartieron los balancines, jugaron al escondite en las cabañas de troncos y hasta  subieron por una escalera vertical.

Tomándose un respiro, Rafael se acercó a un contenedor donde había cantidad de bolas de cristal coloreadas y preguntó a sus amigos si querían jugar a las canicas. Dijeron que sí aunque no sabían y Rafael extrajo del contenedor diez bolas para cada uno y luego dijo:

--Es un juego muy sencillo. Lo primero que vamos a hacer es un hoyo en la tierra de unos 10 centímetros de diámetro y cinco de profundidad al que llamaremos guáLuego trazaremos una línea a unos cinco metros distantes del hoyo.

Una vez hecho el hoyo y trazada la línea, Rafael prosiguió:

-- Ahora tenemos que sortear el orden de los tiradores. Pondremos una canica entre los dedos de una mano y la impulsaremos  con el pulgar desde el guá hasta la
línea que trazamos. La bola que quede más próxima a la línea será la de quien juegue primero y así sucesivamente. Si alguno  sobrepasa la línea, tirará el último, ¿entendido?

Se veía que Rafael tenía práctica porque su bola quedó casi pegada a la famosa línea. En segunda posición quedó Eva, Christopher en tercera y Julián el último. Entonces Rafael comentó:

--Ahora voy a disparar mi bola por primera vez hacia  una de las vuestras; si la golpeo tendré derecho a tirar una segunda vez y si vuelvo a dar a otra canica y  la distancia entre esta y la mía es superior a mi pie, podré tirar una tercera, una cuarta y, a la quinta vez, podré disparar directamente al hoyo y, si mi bola, entra en el guá ganaré la partida y vuestras bolas. Es decir, tengo cinco disparos para ganar, pero si fallo uno, el turno pasará a Eva y así sucesivamente.

--¡Muy complicado! -- grito Christopher, pero Rafael le replicó:

-- Tú observa y verás qué el juego es fácil.

Rafael, Eva y Julián dispararon sus bolas y quedó claro que el regordete se las sabía todas y nadie podría con él.  Pero al tercer juego, ¡oh sorpresa!,  Christopher resultó un tirador de primera y ganó las canicas de sus compañeros, no una, sino varias veces.

Se lo  estaban pasando de miedo cuando la máquina del tren emitió un pitido muy sonoro y los niños regresaron a sus vagones  muy felices.

Christopher, ya sentado y dando palmaditas de alegría, preguntó a Eva:

-- Y ahora, ¿adónde vamos?

Eva  respondió:

--No te lo podemos decir. El gnomo de  la estación nos advirtió que es la primera vez que viajas y todo debe resultarte divertidamente nuevo para que te sigas portando bien en casa y vengas más días  a disfrutar del Tren del Arco Iris.

Julián añadió:

--De hecho tampoco conocemos el itinerario porque el tren sigue rumbos insospechados y la estación que has visto por primera vez a lo mejor no la ves si vuelves, pero llegarás a una distinta con nuevas atracciones.

El tren volvió a detenerse y Christopher se sorprendió al ver que todos corrían en medio de una gran algarabía hacia lo que parecía un velódromo. Ya cerca de la pista, Julián le dijo que podía coger cualquier bicicleta que le gustara. Christopher torció el gesto al observar que ninguna tenía las rueditas  que ayudan a no caerse y, además,  parecían de carreras, pero Julián le animó:

--No te preocupes. Nunca te caerás de una de estas bicicletas aunque te subas a la más grande.

Christopher subió preocupado a una bicicleta bicolor que tenía muchas velocidades, pero en seguida observó que iba sola, que podía echar carreras a  sus amiguitos y a veces sobrepasarles  --si se dejaban--,  siguiendo una ruta en la que eran jaleados por un público sorprendente de duendes y hadas que les animaban.

Los amigos se dieron cuenta que habían ido lejos de la estación y que la máquina no tardaría en silbar, llamándoles. Entonces dejaron las bicis y Julián echó a correr como si tuviera alas en los pies hasta desaparecer en la lejanía. Eva  cogió a Christopher de la mano y fueron hacia un bosquecillo que tenía un gran claro en el medio y  dijo:

--Ahora vamos a correr aventuras entre los árboles.

Se acercaron a un roble gigante y, junto a Rafael, ascendieron por una escalera de madera  a la copa del tronco.  Christopher observó que había unas cuerdas tendidas entre el roble al que estaban subidos y otro bastante distante en cuya copa, ¡nueva sorpresa!, estaba Julián. Eva le dijo:

--. No te preocupes, Christopher. Irás como volando gracias a esta tirolina que te llevará  hasta donde está nuestro amigo. No temas a la velocidad porque Julián la controlará mediante un descensor.

Mientras Eva hablaba, Rafael  puso un casco naranja en la cabeza de Christopher así como un equipamiento en el que destacaba un arnés que unió mediante una cinta a la polea que le deslizaría entre las cuerdas. Luego le empujó y Christopher tuvo la sensación de que efectivamente volaba mientras los vencejos también surcaban el espacio no muy lejos de su cabeza y algunas mariposas monarca llenaban el aire dibujando bellísimas danzas. Llegó feliz y con el corazón palpitando hasta donde le esperaba su amigo quien le liberó del arnés  que le asía a la polea y le felicitó por su valentía dándole palmaditas en la espalda.

Tampoco tardaron en llegar Eva y Rafael que le preguntaron si estaba cansado. No sólo no lo estaba sino que, si por él fuera,  volvería al comienzo de la tirolina y bajaría de nuevo otra y más veces, pero le indicaron que deberían  estar atentos al tren.

Caminaron hacia una caseta próxima a la estación. Tenía un letrero muy grande que decía Caramelos y bombones. Había grandes sacos con caramelos de todas clases... gomosos, aromantes de frutas, en forma líquida o pastosa y hasta en polvo. Los había  de violeta, piruletas y chupa-chups... Rafael le dijo que cogiera tres cucuruchos y metiera los caramelos que le gustaran más. Christopher se llevó una enorme sorpresa al ver que los caramelos caían  como en un pozo sin fondo. Entonces Eva dijo:

-- Ahora iremos a la izquierda y terminaremos de llenar los cucuruchos con chocolatinas...

Christopher se quedó extasiado ante la nueva exhibición  de dulces. Sus manos se afanaban entre monedas de chocolate, napolitanas, bombones de trufa blanca, de naranja, macadamia y tiramisú y descubrieron las veintidós Perlas del Océano de Guylian, entre ellas llamaron su atención las estrellitas y los caballitos de mar, las conchas...

Terminaban de llenar sus cucuruchos y de meterlos en unas bolsas de tela que lucían la inscripción Tren Arco Iris cuando este silbó tres veces y la máquina arrojó al aire tres penachos de humo.

Corrieron hacia el andén y subieron a su vagón desplomándose en los asientos mientras los dedos se deslizaban perezosamente en las bolsas que acababan  de llenar. Enseguida se durmieron, cansadísimos como estaban. El tren rodaba aprisa entre dos hileras de viejos nogales que le flanqueaban y proporcionaban una sensación  de paz.

Christopher estaba profundamente dormido cuando su papá le acarició suavemente las mejillas y le dijo

--¡Nano! ¿Dormiste bien? ¿Soñaste con los angelitos?

Y mamá le besaba en las manos y también le decía

--¿Quieres desayunar? Hay que ir al colegio.

Los párpados de Christopher se despegaron despacio y sus ojos miraron lentamente a su alrededor.

Sonrió de ver a sus padres junto a él,  pero no tardó en  comprobar que estaba en su habitación y pensó que lo del Tren Arco Iris sólo había sido un sueño. 

Se incorporó para besar a sus padres y, justo  al echarles los brazos al cuello, observó que la bolsa de tela del Tren Arco Iris colgaba del brazo de una silla. Se levantó rápidamente y fue hacia ella; metió la mano y comprobó que allí estaban los caramelos y los chocolatinas...

Y tal como lo escribo, sucedió, así que...

colorín colorao
este cuento se ha acabao.




29 de abril de 2008 (Redacción original)
Texto del Yayo Javier Martínez Palacio

Versión  en Inglés de Ita Betty J. Curtis Inselmann

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