domingo, 20 de abril de 2014



 CAMILO JOSÉ CELA EN AUSTIN, TEXAS[i]

En la primavera de 1964 Camilo Jose Cela llegó a Austin invitado por la Universidad de Texas. Le esperaban Ricardo Gullón, Ramón Martínez López y Miguel Enguídanos entre otros amigos. Quiso reponerse de las excitaciones del vuelo en la cafetería del aeropuerto; Cela hablaba poco si no tenía delante un café aunque fuese chirle. Contó que habían aterrizado imprevistamente en Waco y, sin que el avión detuviera los motores y contra todas las leyes de la aviación, las azafatas abrieron una de las compuertas de salida permitiendo que una pasajera bellísima de atuendo tejano saltara sobre un caballo montándole a horcajadas mientras el nutrido y vociferante grupo que la esperaba disparaba sus revólveres al aire. Se trataba, ni más ni menos, del recibiendo local a Miss Texas. Cela no se había percatado de la compañía de aquella viajera, pero esas cosas pasaban viajando en  los bimotores lentos, pero estruendosos y apestando a gasolina de la Trans Texas Airways, la compañía que, entre nosotros bromeábamos como Azar del Aire. No sabríamos decir si lo sucedido ocurrió o fue un invento del escritor.

En Austin, Cela debía celebrar una reunión con los estudiantes graduados y pronunciar una conferencia. La reunión tuvo lugar en Batts Hall, el edificio del Departamento de lenguas Románicas también llamado de los murciélagos porque solíamos usar chaqueta y corbata, prendas inusitadas para el calor de Texas. Cela no se sintió a gusto ante aquella elite de los graduados tan serios y pertrechados de preguntas sofisticadas, pues, asumían que la literatura no guardaba secretos para un escritor de la grandeza del gallego. Un incidente ilustrará del calibre de  las preguntas  y cómo Cela se defendió del acoso. La señora Zimic, nieta del laureado poeta Robert Frost, le preguntó a Cela qué pensaba de la influencia de Simone de Beauvoir en Jean Paul Sartre a lo que Cela, a ceño fruncido y desafiante, contestó: “Señora, yo no  me meto en cuestiones personales”.

A Cela le iba ir de romería por los cafés, la tertulia amistosa, los paseos breves por el campus universitario o por Guadalupe Street y sólo la visita a la casa-museo de O ‘Henry –que en un principio quiso evitar-- pareció ensimismarle. Lo demás no parecía interesarle; prefería el paisaje humano y su fauna.

Justo en aquellos días se celebraba alguna de las numerosas  fiestas nacionales de Argentina.  Una  profesora brasileña muy femenina que tendía a celebrarlo todo, organizó un cóctel para conmemorarla. A Cela le estomagaba que se le considerara invitado de honor, departir a pie firme con un martini o una margarita en las manos y beberla a sorbitos mientras se hablaba de las bondades del tiempo y simplezas semejantes; pensaba que la función sería otra de festejarse genuinamente al país de los gauchos. Así que el descubrir el jardín de la casa, un velador y unas cuantas silla alrededor, arrastró a los pocos jóvenes que allí estábamos y montó lo que bautizó como El orfeón de la Asunción, lamentando que el ron y no el vino inspirase el repertorio.

Mientras en el interior de la casa la conversa seguía de etiqueta y el gramófono enlazaba nostalgias del pericón con las chichipendeiras o la bossa-nova, los del jardín íbamos de Santurce a Extremadura pasando por Asturias sin movernos de las sillas bajo uno de esos maravillosos ocasos de Texas. Durante un rato dejamos el cante e hicimos charla. A un compañero se le ocurrió preguntar a Cela sobre el tremendismo. Si no fuese porque estábamos de copas habría contestado muy molesto, pero Cela se limitó a decir que era un invento de los sacristanes de la crítica. Recordó una fiesta bien distinta a la nuestra en Barcelona, “de esas donde no se celebra nada y casi terminan en orgía”, dijo. Tenía sentada sobre sus rodillas a una cincuentena ligerita de ropa quien, en medio de vaivenes de lirio marchito, le espetó: “Hoy hace catorce años que mi único hijo se mató en un accidente de automóvil”. Y entonces Cela preguntó a mi compañero: “¿Cómo cuento yo eso en una novela? ¿Y me pregunta sobre el tremendismo? Hay que echar  agua a la vida para hacer literatura” Decidimos no ponernos serios y regresar al orfeón cantando el picante kyrie que le habían enseñado en Venezuela cuando fue para escribir el encargo de La catira  ”…con el kyrie, que kirie que kirie / con el kirie que kirie eleison / si me das con el dóminus vobis / yo te doy con el dominus tecum…”. Como si fuera una llamada de trompeta,  los de la fiesta vinieron en tropel al jardín con la intención de sumarse al jolgorio, pero fue entonces cuando Cela dio por terminado su papel en la fiesta.

De la conferencia no recuerdo casi nada. Alguna alusión a un abad trabucaire y excomulgador, alguna incursión escatológica por la intrahistoria de España. Lo que si recuerdo es su tono de voz, impresionante, su famosa ceja enguadañándose sobre la montura de las gafas  y a aquellas señoras encopetadas y estupefactas que se iban hundiendo en sus asientos como si estuviesen frente al mismo diablo u horrorizadas escuchando las trompetería pregonera del Juicio Final. El actor estuvo maravilloso y la ovación de gala. Era el Cela que querían ver, el tremendo Cela ejerciendo de español.

Pero al entrar en el avión de vuelta, Cela ya no era tan impotente. Dijo que se sentía como un niño asustado. Y Miguel Enguídanos se encargó de que las azafatas le tomaran a su cuidado. Abandonaba Texas y volaría  al Este, de universidad en universidad, continuando  un viaje que empezó en Madrid, cuando su esposa le llevó las alforjas y un bocadillo  al avión de Iberia, un viaje que contaría a su manera en Papeles de Son Armadans.

Pasó un tiempo. Varias universidades norteamericanas solicitarían el Nobel para Cela y, entre sus razones, alegaban “el protagonismo del hombre en una obra donde el individuo lucha contra un entorno hostil o indiferente” y también “que Camilo José Cela ha definido la novela como la sombra del hombre”. Es muy posible que los americanos le entendieran mejor o más atinadamente que nosotros. Otro tanto sucedió antes con Juan Ramón Jiménez.

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NOTA.:
[i] Actualización de mi artículo “Una estancia de Camilo José Cela en Tejas”, Diario Español de Tarragona, Año XLIV, nº 13.219, 24 de febrero de 1982, pág. 24.



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