lunes, 24 de octubre de 2016

Los cuentos bilingües de Christopher


 Christopher Diego en “La Mancha”


Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio

Apenas dormido, Christopher sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin sentido. 

Christopher no estaba asustado; miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para descansar y reponerse.

Visto lo visto, Christopher ni lo pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.

--¿De dónde vienes y adónde vas, pequeño? –interrogó con voz grave.

-- De Carolina del Norte - respondió Christopher.

-- Tierra ignorada en los libros de caballería, ¿Dónde queda?

-- Pues no lo sé, porque vengo de un sueño y ando perdido –respondió el niño

--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.

-- Soy hijo de Elizabeth y Ricardo.

--¡Notable dinastía! – aseguró el caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.

--Me confunde, señor; mis padres, Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo, se ven las alturas por ser tierra de montañas.

El gordinflón se hizo notar; mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:

-– Jovencito, este caballero es Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.

Christopher comió con apetito, pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos y preguntó por preguntar y hacer conversación:

--¿Y qué hacéis por aquí?

-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.

-- ¿El yelmo de quién...? – casi gritó Christopher.

--Mambrino era un rey moro –respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.

--Mi armadura, que era de mi bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:

--Pues yo te puedo prestar el mío si es que tienes pensado entrar en combate.

--¿Que tú, pequeño hombre de treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara de mucha extrañeza y preguntó:

-- Este yelmo no parece tener mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?

--De plástico --respondió Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi espada aterrorizo incluso a mis padres.

--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico arrascándose detrás de una oreja.

--¡Oh, seguro! -respondió el niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar sin matar.

Christopher también la sacó de la mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:

--¿Cómo te llamas?

--Christopher Diego.

--¿De dónde dijiste que vienes?

--De Carolina del Norte.

--Pues desde ahora te llamarás Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas. Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.

--No se preocupe, Don Alonso –-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.

Estaban en estas cuando Don Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies, miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después. 

El polvo que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:

--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que compuesto!

A medida que se aproximaba, Don Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras, enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.

Había también esqueletos que bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una canción ululante.

--¡Deteneos! – gritó Don Alonso colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!

Las máscaras se detuvieron sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de mujer:

--Mi Señor, ensayamos la Danza de la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.

--¿Y qué os proponéis con ella? —interrogó el caballero.

--Divertir a los aldeanos y que nos den pitanza y cobijo.

--¿Divertir llevándoles miedo?

--Con nuestras representaciones le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.

Estaba Don Alonso enfureciéndose y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran alegría:

--¡Halloween! ¡Halloween! ¡Halloween!

--¿Pero qué gritas? – preguntó Don Alonso.

--¡Es Halloween! ¡Una costumbre muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios, llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su casa.

--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras de agrado.

Al observar que la actitud de la comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y dijo:

--Proseguir vuestra aventura que la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.

Los comediantes agradecieron la buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:

--Muchas gracias pequeño amigo por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los aldeanos como nunca antes.

Christopher contestó mientras se quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:

--Señora, no dudéis en llamarme si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.

Y se despidieron todos con gran cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.



A la mañana siguiente, mientras Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la coraza y su espada.
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Los cuentos bilingües de Christopher


 Christopher Diego en “La Mancha”


Para Christopher Diego en su 4º cumpleaños
Del yayo Javier Martínez Palacio

Apenas dormido, Christopher sintió como si el sueño mismo le transportara a una llanura esteparia. Concluía octubre, hacía frío y, si había otro signo de vida, lo daba el aire haciendo correr ovillos de ramas y hojas secas que iban y venían en direcciones sin sentido. 

Christopher no estaba asustado; miraba a su alrededor. Nada por aquí, nada por allá, hasta que divisó a su espalda y en la lejanía, la extraña figura de un hombre que llevaba una pesada armadura medieval sin casco e iba sobre un caballo muy flaco que apenas podía caminar; a su lado marchaba un feliz campesino gordinflón, sobre un rocín cuyas alforjas rebosaban. Observó que los viajeros se arrimaban a unos peñascos y desmontaban --el hombre de la armadura no sin gran dificultad--, sin duda para descansar y reponerse.

Visto lo visto, Christopher ni lo pensó, y decidió correr y aproximarse. Cuando los alcanzó, el caballero acababa de quitarse la coraza y le miraba con sorpresa.

--¿De dónde vienes y adónde vas, pequeño? –interrogó con voz grave.

-- De Carolina del Norte - respondió Christopher.

-- Tierra ignorada en los libros de caballería, ¿Dónde queda?

-- Pues no lo sé, porque vengo de un sueño y ando perdido –respondió el niño

--¿Cómo Amadís? ¿Tienes algo en común con Amadís de Gaula?- indagó el caballero.

-- Soy hijo de Elizabeth y Ricardo.

--¡Notable dinastía! – aseguró el caballero mientras inclinaba la cabeza con respeto --. Ricardo fue un rey esforzado al que llamaban Corazón de León y Elizabeth una reina bellísima que estuvo por encima del bien y del mal. No tengo la menor duda; tu linaje debe de ser próximo al de Amadís, o bien, al de Palmerín de Inglaterra cuando menos.

--Me confunde, señor; mis padres, Elizabeth y Ricardo, así como yo, somos de Carolina del Norte –y estiró un brazo a su izquierda-, por allá lejos, muy lejos, un país del que, sobre todo, se ven las alturas por ser tierra de montañas.

El gordinflón se hizo notar; mientras le acercaba un tajo de queso y un pedazo de pan --viandas que había sacado de una de las alforjas que transportaba el rucio-- le dijo:

-– Jovencito, este caballero es Don Alonso, yo me llamo Sanchico y soy su escudero; para mí, tú serás el Nano.

Christopher comió con apetito, pero con un ojo fijo en la extraña apariencia del caballero de cara larga y estrechísima donde las guías del bigote, finas como lanzas, apuntaban rectas en direcciones opuestas. Se preguntó si estaría en buena compañía o si, por el contrario, estaría a merced de unos malandrines come-niños que, si llegaba a dormirse, no tardarían en rajarle y sacarle las entrañas. Apartó sus pensamientos y preguntó por preguntar y hacer conversación:

--¿Y qué hacéis por aquí?

-- Buscamos el Yelmo de Mambrino.

-- ¿El yelmo de quién...? – casi gritó Christopher.

--Mambrino era un rey moro –respondió Sanchico—que tenía un yelmo de oro que le hacía invulnerable a todo y que le arrebató Reinaldo de Montalbán en combate a muerte.

--Mi armadura, que era de mi bisabuelo –añadió Don Alonso- vale poco sin yelmo para proteger la cabeza y el rostro. El yelmo represente la vergüenza del caballero y con la espada le protege de todo mal de hombre o bestia, de la enfermedad o del hambre, por eso arrebaté el yelmo de Mambrino a un barbero facineroso que lo tenía robado, pero lo perdí... — y el caballero entró en un mutismo absoluto que ni Sanchico ni Christopher osaron perturbar, hasta que el Nano, pensándolo mucho, dijo:

--Pues yo te puedo prestar el mío si es que tienes pensado entrar en combate.

--¿Que tú, pequeño hombre de treinta y ocho pulgadas, tienes un yelmo? -- preguntó el caballero admirado. Y Christopher abrió su mochila y rebuscó hasta encontrarlo y se lo ofreció. El caballero lo asió admirándose de su calor dorado, aunque al palparlo puso cara de mucha extrañeza y preguntó:

-- Este yelmo no parece tener mucha consistencia. ¿Es de juguete? ¿De qué material está hecho?

--De plástico --respondió Christopher-, pero es muy fuerte y redondo en la parte del casco; parece poco resistente porque es moldeable y ajustable, pero cuando lo llevo y saco mi espada aterrorizo incluso a mis padres.

--¿Tan así?-. Interrogó Sanchico arrascándose detrás de una oreja.

--¡Oh, seguro! -respondió el niño-. Mi espada está hecha del mismo material y es recta y dura para castigar sin matar.

Christopher también la sacó de la mochila. Sus compañeros la contemplaron y después la probaron dando mandobles al viento. Luego trataron en vano de pinchar el suelo, pero Don Alonso sonrió al notar que se hundía fácilmente en el queso que Sanchico tenía a su vera con gran disgusto suyo. Después Don Alonso preguntó al Nano:

--¿Cómo te llamas?

--Christopher Diego.

--¿De dónde dijiste que vienes?

--De Carolina del Norte.

--Pues desde ahora te llamarás Christopher Diego de Las Carolinas y te armaré caballero en este mismo momento porque, no habiendo capilla por estos parajes, te excuso de velar las armas. Hinca una rodilla – el Nano así lo hizo y el caballero pronunció unos palabras muy raras; luego golpeó suavemente con la palma de su espada en los hombros, la espalda y la cabeza de Christopher para concluir advirtiendo--. Si quieres ser un gran caballero tendrás que conseguir el pañuelo de una dama que te lo regalará sólo después de haberla hecho un gran servicio.

--No se preocupe, Don Alonso –-dijo Christopher--. Mientras consigo el pañuelo rodearé mi cuello con un collar de luz. - Y sacándolo de la mochila se lo puso admirando a sus compañeros, bien que la iluminación pistacho brillante hizo que caballero y escudero se echaran para atrás mientras Don Alonso susurraba a su escudero que el Mago Frestón podría haber embrujado al joven hidalgo de Las Carolinas.

Estaban en estas cuando Don Alonso se apartó de humanos y víveres, y poniendo su mano derecha sobre las cejas para que el sol no le deslumbrara, afirmándose en las puntas de los pies, miró a lontananza. Vislumbró lo que parecía una comitiva gracias al polvo que levantaba aunque la distancia le impedía distinguir bien. Insatisfecho, se colocó la coraza, cogió el yelmo y la espada de Christopher, su lanza, y montó en su jamelgo el cual inició una especie de trote que se volvió galope en un santiamén para regresar al paso más pronto que tarde segundos después. 

El polvo que levantaban le hacía desaparecer a los ojos de Christopher y de Sanchico quienes se subieron precipitadamente al rucio y marcharon en pos mientras Sanchico gritaba con toda la potencia de sus pulmones:

--¡Mirad bien, mi Señor! ¡No acometáis una de esas aventuras que os tienen más bien desbaratado que compuesto!

A medida que se aproximaba, Don Alonso vio unas carretas a cuyo alrededor danzaban unas máscaras aterradoras, enanos que parecían demonios colorados con colas del color del fuego, sibilas viejas y jorobadas de aspecto monstruoso, zombis que llevaban la cabeza en sus manos con unas velas metidas en su interior iluminándolas.

Había también esqueletos que bufaban fuego y dejaban un rastro humeante y esqueletos encapuchados que portaban guadañas cuyas cuchillas en forma de arco de gran radio hendían el aire intimidando y atemorizando. Bailaban una danza extrañísima y entonaban una canción ululante.

--¡Deteneos! – gritó Don Alonso colocando su lanza en posición amenazadora - ¡Y dadme la razón del tropel!

Las máscaras se detuvieron sorprendidas y turbadas por la aparición del caballero y se arrimaron unas a otras componiendo un cuadro fantasmal del que sobresalió una voz joven de mujer:

--Mi Señor, ensayamos la Danza de la Muerte que representaremos en la primera aldea que encontremos.

--¿Y qué os proponéis con ella? —interrogó el caballero.

--Divertir a los aldeanos y que nos den pitanza y cobijo.

--¿Divertir llevándoles miedo?

--Con nuestras representaciones le gente se ríe, mi Señor, no hacemos mal a nadie sino divertir con nuestras máscaras y atuendos. Sacamos a bailar a las autoridades del lugar, al cura y a los labradores, y también a los alguaciles, a ricos y pobres para recordarles que los goces del mundo tienen su fin y hay que morir.

Estaba Don Alonso enfureciéndose y a punto de entrar a saco en la reunión cuando Christopher y Sanchico llegaron a su altura y el primero, divertido por cuanto veía, se puso a gritar con gran alegría:

--¡Halloween! ¡Halloween! ¡Halloween!

--¿Pero qué gritas? – preguntó Don Alonso.

--¡Es Halloween! ¡Una costumbre muy parecida que, en la tierra de donde vengo, celebramos la víspera del Día de Todos los Santos! También le llamamos la noche de las brujas –prosiguió Christopher--. Niños y niñas nos disfrazamos de duendes, fantasmas o demonios, llamamos en las casas de nuestros vecinos diciendo trick or treat que quiere decir truco o trato, o dulce o travesura, porque si no nos dan golosinas o dinero se supone que no aceptan el trato y algo malo les va a ocurrir, por ejemplo, les tiramos huevos u otras cosas contra la puerta o las ventanas de su casa.

--¡Qué bueno! ¡Qué idea tan simpática! –gritó la mujer que había hablado con anterioridad mientras las máscaras se movían cuchicheando entre ellas y moviendo sus cabezas dando muestras de agrado.

Al observar que la actitud de la comitiva no era afrentosa, Don Alonso se aplacó, puso la lanza en reposo y dijo:

--Proseguir vuestra aventura que la nuestra es encontrar el Yelmo de Mambrino.

Los comediantes agradecieron la buena disposición del caballero, le desearon suerte y antes de emprender camino, la joven que había hablado con anterioridad, se quitó un pañuelo del cuello y se lo entregó a Christopher diciendo:

--Muchas gracias pequeño amigo por dar una nuevo significado a nuestra danza que, de seguro, alborozará a los aldeanos como nunca antes.

Christopher contestó mientras se quitaba el collar de luz y se anudaba el pañuelo al cuello:

--Señora, no dudéis en llamarme si tenéis algún nuevo problema en vuestro viaje.

Y se despidieron todos con gran cortesía. Luego Don Alonso, Sanchico y Christopher regresaron al pedregal donde habían dejado las alforjas, comieron y se echaron a dormir.




A la mañana siguiente, mientras Christopher refería a sus padres el sueño que había tenido, se sorprendía al descubrir el pañuelo que la muchacha le había regalado junto a su yelmo, la coraza y su espada.
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ristopher´s bilingual stories


Christopher Diego in “La Mancha”


For Christopher Diego on his fourth birthday
Text by Javier Martínez Palacio
Translation by Betty Jean Curtis Inselmann


Just asleep, Christopher felt as if sleep itself were transporting him to an immense plain. October was almost at an end, it was cold and the only sign of life, if any, was provided by the wind chasing tumbleweeds, empty balls of dry leaves and branches, in all directions without rime or reason.

Christopher was not frightened; he glanced around. Nothing over here, nothing over there, until behind him, at a distance, he sighted the strange figure of a man wearing a heavy medieval suit of armor without a helmet, riding a very skinny horse which could barely trot; beside him was a stout peasant, happily mounted on a donkey with bulging saddlebags. He watched the travelers move close to a large boulder and dismount – the man in the suit of armor with great difficulty – no doubt to rest and recuperate.

Seeing this, Christopher did not hesitate, and he decided to run and get closer. When he reached them, the knight had just taken off his breastplate and was looking at him in amazement.

“Where do you come from and where are you going, little one?”, he questioned him in a solemn voice.

“From North Carolina”, responded Christopher.

“A land unheard of in the books of chivalry.” Where is it located?”

“Well, I don’t know because I come from a dream and I am a little lost,” responded the little boy.

“Like Amadís? Do you have something in common with Amadís de Gaula?” inquired the knight.

“I am the son of Elizabeth and Ricardo”.

“An outstanding dynasty!”, assured the knight as he bowed his head in respect.

“Richard was a brave king called Richard the Lion-hearted and Elizabeth a most beautiful queen who was above good and evil. I haven’t the slightest doubt; your lineage must be similar to that of Amadís, or at least that of Palmerín of England”.

“You are mistaken, sir, my parents, Elizabeth and Ricardo, as well as myself, are from North Carolina” – and he stretched an arm to his left – “way over there, very far away, a country whose high peaks are especially visible because it is a land of mountains”.

The stout peasant made his presence known; while he offered him a slice of cheese and a piece of bread, food --which he had taken out of one of the saddlebags the donkey transported-- he said to him:

“Young man, this gentleman is Don Alonso, my name is Sanchico and I am his squire; for me, you will be Nano.”

Christopher ate heartily, but with one eye fixed on the strange appearance of the knight with the extremely long, narrow face where the tips of his mustache, thin as fine lances, pointed straight out in opposite directions. He wondered if he was in good company or if, on the contrary, he was at the mercy of evil child-eaters who, if he should fall asleep, would waste no time in cutting him open and removing his intestines. He put aside these thoughts and inquired for the sake of asking and making conversation:

“And what are you doing here?”

“We are looking for Mambrino’s Helmet.”

“Whose helmet…?” Christopher almost shouted.

“Mambrino was a Moorish king”, responded Sanchico, “ who had a helmet of gold that protected him from all danger and Reinaldo de Montalbán snatched it away from him in a fight to the death”.

“My suit of armor, which belonged to my great grandfather”, added don Alonso, “is worth very little without a helmet to protect the head and face. The helmet represents the dignity of the knight and together with his sword protects him from all evil, be it from man or beast, from sickness or from hunger, which is why I snatched Mambrino’s helmet from a wicked barber who had stolen it, but I lost it…” and the knight fell into absolute silence which neither Sanchico nor Christopher dared disturb, until Nano, after a great deal of thought, said:

“Well, I can lend you mine if you plan to enter into combat.”

“Do you, small man of thirty eight inches, have a helmet?”, asked the knight in amazement. Whereon Christopher opened his backpack and searched around until he found the helmet and offered it to him. The knight grasped it admiring its golden color, although upon testing it he made a strange face and asked:

“This helmet doesn’t seem to be very solid. Is it a toy? What is it made of?”

“Plastic”, responded Christopher, “but it is very strong and the crown is rounded; it doesn’t seem very firm because it is flexible and adjustable, but when I wear it and take out my sword it terrorizes even my parents.”

“Is that so?”, questioned Sanchico scratching behind his ear.

“Oh, absolutely!”, responded the boy. My sword is made of the same material and it is straight and hard in order to punish without killing.”

Christopher also took it out of his backpack. His companions looked at it and then they tested it, holding it with both hands, and slashing the air; they tried in vain to sink it in the ground, but Don Alonso smiled when he noticed that it sank easily into the cheese that Sanchico had beside him, much to his annoyance. Later Don Alonso asked Nano:

“What is your name?”

“Christopher Diego.”

“Where did you say you come from?”

“From North Carolina.”

“Well, as of now you will be Christopher Diego from the Carolinas and I dub you knight from this very moment because, there being no chapel in this place, I excuse you from keeping watch over your weapons. Place one knee on the ground” – Nano did as he was told and the knight pronounced some very strange words; then he tapped Christopher softly on the shoulders, back and head with the side of his sword to finish by advising him. “If you want to be a great knight you will have to obtain a lady’s scarf who will give it to you only after performing a great service for her.”

“Do not worry, Don Alonso,” said Christopher. I will wear a necklace made of light around my neck until I get the scarf.

 And taking it from his backpack he put it around his neck to the amazement of his companions, although the bright pistachio light made the knight and his squire step back. Don Alonso whispered to his squire that the Wizard Frestón might have bewitched the young hidalgo from the Carolinas.


This was happening when Don Alonso moved away from humans and provisions, and placing his right hand over his eyebrows so that the sun would not blind him, standing on tip toe, he looked far off in the distance. He caught a glimpse of what seemed to be a procession because of the dust which it raised, although the distance made it difficult to distinguish clearly.

Dissatisfied, he put on his breastplate, took Christopher’s helmet and sword, his lance and mounted his wretched nag which broke into a kind of trot that instantly became a gallop only to return to a trot sooner than later, in mere seconds. The dust which they kicked up made them disappear to the eyes of Christopher and Sanchico who hastily climbed on the donkey and took off in pursuit, while Sanchico shouted out at the top of his lungs.

“Be careful my Lord! Do not undertake one of those adventures which leave you more battered than before you started.”

As he approached them, Don Alonso saw some long narrow wagons and some terrifying masks dancing around them, midgets who looked like red devils with tails the color of fire, monstrous, old, hunchbacked sibyls, zombies carrying their heads in their hands with candles inside illuminating them.

There were also skeletons that spurted fire leaving a smoky trail and hooded skeletons who carried scythes whose enormous blades in the shape of an arc split the air intimidating and terrorizing. They were dancing a very strange dance and singing a song which resembled the howling of the wind.

“Stop!”, shouted don Alonso placing his lance in a menacing position. “Now explain what this commotion is all about!”

The masks stopped, surprised and bewildered by the appearance of the knight and they clustered together forming a ghostly scene from which the voice of a young woman stood out above the rest:

“My Lord, we are rehearsing the Dance of Death which we will perform in the first small village we come to.”

“And what is your purpose in doing so?”

“To entertain the people of the village in return for food and shelter.”

“Amuse them by scaring them?”

“People laugh at our performances, my Lord, we harm no one, but instead we amuse with our masks and costumes. We invite all of the local authorities to dance, the priest and all of the farmers, as well as the sheriff, both the rich and the poor to remind them that the pleasures in this life come to an end and we must die.”

Don Alonso was becoming enraged and about to attack the group when Christopher and Sanchico reached his side and the first, amused by what he saw, began shouting happily:

“Halloween! Halloween! Halloween!”

“But what are you shouting?”, asked Don Alonso

“It’s Halloween! A very similar tradition which, in the land I come from, we celebrate the eve of All Saints Day! We also call it the night of the witches,” continued Christopher. “Boys and girls disguise themselves as goblins, ghosts or devils, and knock at the neighbor’s door calling out “trick or treat” which means sweets or mischief, because if they don’t offer us sweets or money, it is understood that they don’t want to cooperate and something unpleasant will happen to them; for example, we throw eggs or other things at the door or windows of their house.”

“Very good! What a great idea!,” shouted the woman who had spoken before while the masks milled around whispering to one another and nodding their heads in agreement.

Observing that the attitude of the group was not aggressive, don Alonso calmed down, placed his lance at rest and said:

“Proceed with your adventure, ours is to find Mambrino’s helmet.”

The actors were grateful for the kind disposition of the knight , they wished them luck and before undertaking their journey, the young woman who had spoken earlier, removed a scarf from her neck and handed it to Christopher saying:

“Many thanks little friend, for giving a new meaning to our dance which will surely delight the villagers as never before.”

Christopher answered while he removed the necklace of light and tied the scarf around his neck:
“Madam, do not hesitate to call me if should you have any further problems on your trip.”

And so they all said goodbye with great courtesy. Then Don Alonso, Sanchico and Christopher returned to the rocky ground where they had left the saddlebags, they ate and lay down to sleep.


The next morning, while Christopher was telling his parents about his dream, he was surprised to find the scarf the girl had given him next to his helmet, breastplate and sword.

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