domingo, 15 de diciembre de 2013



LAS MEMORIAS DE BENITO HORTELANO
DE LOS AÑOS 1820 A 1860 DEL S. XIX ESPAÑOL

En cierta ocasión visité el Museo del Ejército  cuando estaba ubicado en la proximidad  de la Real Academia de la Lengua. Me interesó  una peculiaridad de la sala dedicada al siglo XIX: las vitrinas que exhibían guerreras de generales en su mayoría desconocidos para mí. Seguro que hicieron gala de arrojo y valor reconocido en su vida militar, puede que los hechos de algunos perdieran lustre en manos de historiadores revisionistas y habría generales que, como decía Galdós, ganaban sus batallas en las antesalas palatinas. Con tiempo, identifiqué a la mayoría en los libros  de historia, en los Episodios de Galdós, las Memorias de un hombre de acción de Pío Baroja y también en las Memorias que voy a comentar.

Benito Hortelano escribió las suyas[i] para relatar su vida y trabajos como impresor y editor, pero también dejó testimonió del acontecer español que le tocó vivir así como su relación con  personajes notables de la escena pública en numerosas páginas.  Me interesaron sus puntos de vista sobre el discurrir histórico entre 1833 y 1860 tan plagado de generales activos aunque, a veces, yo recelara del cuento y, en otras, el relato me  pareciera chusco si no estuviese salpicado de traiciones y muertes. No obstante, respetaré el decir de Hortelano.

De Chinchón a Madrid

Benito nació en Chinchón el 3 de abril de 1819, hijo de familia labriega de buena hacienda. Era el pequeñín de 13 hermanos y no tardó en formarse en las faenas del campo.

Cierta noche salió a celebrar las fiestas del pueblo sin autorización del padre. Temiendo el castigo, escapó a Madrid para vivir con una hermana. Quiso trabajar en el comercio sin conseguirlo porque estaba acaparado por montañeses o vascos; estos empezaban de horteras y terminaban de dueños (los vizcaínos monopolizaban el comercio de géneros, ferretería y ultramarinos). Ante la imposibilidad de meter cabeza y mediando un cuñado bonachón regresó a la casa del padre y a trabajar con él.

En España los acontecimientos se presentaban alborotados. Moría Fernando VII en septiembre de 1833 y concluía el régimen absolutista establecido desde la invasión de la Santa Alianza en  1824. Se nombró regente a María Cristina durante la menor edad de Isabel IIª y lo primero que hizo fue llamar al partido liberal que desarmó a los 200.000 voluntarios realistas que defendían las ideas tradicionales --como los fueros-- frente al centralismo. La familia de Hortelano jamás fue realista. La gente de Chinchón, según él, destacaba por su afición a las ideas modernas.

La segunda aventura de Benito tampoco  fue patriótica. Al padre le habían requisado una cabalgadura y, junto a vecinos afectados, debía unirse al ejército del general Rodil acampado en los alrededores de Madrid. El motivo era  que D. Carlos Mª Isidro –-a quien tiempo atrás su hermano Fernando VII había desterrado por oponerse al restablecimiento de  la Ley Sálica— decidió levantarse contra la Regente juntando espadas con el infante D. Miguel de Portugal, quien tenía parecidas cuitas en su país. Benito observó el gentío del ejército acampado, pero también la falta de control. Así que  llegada una noche clara, escapó con el caballo del padre junto a  los convecinos llamados a servir de bagajeros, y nadie les echó en falta. Era julio de 1834 y las faenas de la  trilla se debían comenzar.

Benito tenía 15 años cuando se aprobó el Estatuto Real, un “paso intermedio  entre el absolutismo y la libertad”, una especie de transición decimonona que los liberales aceptaron. Pero junto al conflicto carlista apareció el cólera asiático o morbo que, según creencias de entonces, se transmitía de persona a persona por contagio. Además, Chinchón, sufrió una tormenta parecida a lo que hoy llamamos tornado que “aterró a los labradores, los que se apresuraron a encerrarse en el pueblo. A las cuatro de la tarde descargó con tal fuerza el huracán que la precedió, que arrasaba cuanto se le oponía; las mieses de las eras, las tejas de las casas, los árboles y paredes no muy sólidas; todo se lo llevó el viento, descargando un fuerte aguacero acompañado de algunos insectos que de las nubes se desprendían” (p. 31).

El cólera se llevó al padre, a una hermana y algunos parientes. Aunque Benito quedó mejorado por testamento y quería vivir  con el  hermano mayor y “más desfavorecido de la fortuna” (p. 33), el carácter insoportable de su cuñada le decidió irse a Madrid y vivir con otra hermana.

Trabajaría de aprendiz de sombrerero y a los 17 bregaría como sillero trabando amistad con José Martínez Palomares, protagonista de una historia que resulta ejemplo de las piruetas que la Ciencia suele dar en España.

Desmanes a cuenta del Estatuto Real

El texto elaborado por Francisco Martínez de la Rosa “ni halagaba a los liberales ni gustaba a los absolutistas, por lo que todos los partidos estaban descontentos. Los realistas decían que era un paso muy avanzado; los constitucionales que era un pastel, y por eso le llamaban al autor Rosita la Pastelera.” (p,50). Al grito ¡Constitución! se sublevaron por aquí y por allá destacando la revuelta liberal del teniente Cayetano Cordero.

El capitán general de Madrid, D. José Canterac, conocido por su heroísmo en las batallas del Perú, montó en cólera cuando conoció el acto del teniente. Asistido por algunos ordenanzas, el general se dirigió a la Casa de Correos --por entonces en la Puerta del Sol-- pensando que su prestigio y estrellas liquidarían el motín. El teniente Cordero le aguardaba con la guardia formada. Cuenta Hortelano que el general le afeó su conducta y le tiró de la charretera vociferando que no merecía llevarla. Entonces el teniente se dirigió a la guardia y gritó “¡Muchachos, fuego!” cayendo el general atravesado a balazos. Existen versiones diferentes, por ejemplo, que Canterac fue asesinado por civiles armados que estaban allí, pero en cualquier caso me quedo con estas líneas de Hortelano sobre los sublevados: “Los soldados fueron destinados al ejército del Norte, donde murieron casi todos como héroes. El teniente Cordero ha llegado después a general” (pp.51/52).

De cuitas de amor a la Sargentada

D. Domingo Fontán, director del Observatorio Astronómico de Madrid, era un cincuentón próximo a los sesenta años que estaba casado con una muchacha de dieciocho. Los celos le abrumaban más que las llamaradas del sol. Para evitarlos, propuso a una lavandera de su casa que fuese al Observatorio en calidad de ama de llaves y llevase con ella a su hijo José --amigo de Benito-- para que hiciese compañía a su joven esposa.

El Sr. Fontán se encariñó con el muchacho; le enseñó a leer y escribir, después matemáticas, física y astronomía y el manejo de los instrumentos del Observatorio. No tardó el director en celar del criado y discípulo. Estando un domingo sólo en el edificio se pegó un tiro. Dejó carta pidiendo que no se culpara a nadie y al Gobierno que no sacara la plaza de director del observatorio y la confiase al joven José Martínez Palomares, voluntad que se respetó. El amigo de Benito hizo después estudios universitarios, ganó oposiciones y se convirtió en catedrático y prócer de nuestra Ciencia.

Si la muerte de Fernando VII había impulsado la libertad de imprenta de manera meteórica, las imprentas se multiplicaron aunque padecieron escasez de operarios al ser oficio exigente y, por ello, bien pagado. Fue la ocasión que precisaba Benito. En 1836 inició el aprendizaje de un arte que aún se puede admirar en los impresos de la  época y que Hortelano ayudaría a florecer.

Las páginas donde Benito recuerda sus amores no son las mejores, pero sí interesan las relativas al encuentro de María Cristina con Fernando Muñoz.  Se hicieron dimes y diretes del suceso y Hortelano asumió la versión romántica. La viuda de Fernando VII había pasado el novenario de la muerte del rey y salió a distraerse al campo camino de Riofrío acompañada del Duque de Alagón y una escolta. Llegados al puerto de Guadarrama, el carruaje bajaba por una pendiente y aunque el hielo del camino estaba picado, las mulas se precipitaron sin afirmar sus patas. Muñoz, uno de los escoltas, se aproximó a la portezuela del coche, rompió los cristales con su mano, y sacó a Cristina de un brazo colocándola sobre su caballo, mientras coche y mulas se estrellaban. Del suceso salió una boda morganática y multitud de críos y parientes que tuvieron premio de nobleza. Muñoz, dicho sea, no se inmiscuyó en la política dedicándose  a los negocios con ojo de lince.

Mientras tanto el general Quesada quebrantaba cuanto podía la paciencia de los liberales originando tal descontento que provocó una nueva conspiración liberal. A las seis de la mañana del 15 de agosto de 1836, los sargentos Hidalgo y García subieron a la cámara de la reina Cristina que aún permanecía en el lecho –según Hortelano-- y la obligaron a reponer la Constitución de 1812, sustituir a Quesada por el progresista general Seoane y a las autoridades sospechosas de ser realistas por otras liberales.

El general Quesada se trasladó a  Chamartín, a dos leguas de la corte, ”donde esperaba las órdenes que reservadamente Cristina le había ofrecido mandar, contrarias a las que, en apariencia y forzada, se había visto obligada a comunicar.” (p. 56). Sin embargo, el escondite fue descubierto y el populacho dio cuenta del odiado general despedazándole y arrastrando sus miembros por doquier.

Llegó el año 1837 con Juan A. Mendizábal al frente de un gobierno que dispuso  la venta de bienes monacales y suprimió monasterios. Las Cortes elaboraron una Constitución nueva que pretendía conciliar los intereses de todos los partidos por lo que resultó menos democrática que La Pepa.

Hortelano pagó veinte duros y se libró de ingresar en el ejército, aunque se alistó voluntario en la Milicia Nacional incorporándose como fusilero para después ligarse a una compañía de zapadores. Esta decisión y la de hacerse impresor y editor de periódicos y biografías  le permitirían conocer de primera mano los sucesos históricos más relevantes  del siglo.

El agente Casini y los manejos de María Cristina

La casualidad hizo que Hortelano decidiese publicar en 1846 una serie de biografías vinculadas con una relación secreta que pertenecía al general D. Isidro Alaix que le sería devuelta una vez copiada por Hortelano. Por la misma supo --diez años después de lo acaecido-- cuanto se relacionaba con el príncipe Casini, agente secreto de Roma, personaje casi desconocido pese a llevar tiempo en la corte, pero que se enteró de la osadía de los famosos sargentos de La Granja por los mismos labios de María Cristina. 

Según los papeles de Alaix, a los pocos días de la sargentada, Casini partió de La Granja hacia Roma con instrucciones de la Regente para el Papa; pretendía acogerse a su protección, solicitaba su perdón y que levantara la excomunión que pesaba sobre ella por el matrimonio secreto con Muñoz, “estando dispuesta a obedecerle en todo lo que la ordenase.” (p. 58)

La respuesta del papado, consensuada  con las cortes de Viena, Berlín y San Petersburgo fue, en lo principal, que María Cristina debía renunciar a la Regencia y D. Carlos a sus pretensiones abdicando en su hijo Carlos Luis   quien matrimoniaría con Isabel IIª; además, se restablecerían los monasterios no demolidos reintegrándose a la Iglesia el importe de los bienes monacales vendidos, etc., etc. Cristina aceptó todo, con reservas respecto a la regencia, aunque ofrecía entregar  Madrid a las tropas de D. Carlos como garantía.

Resulta fácil imaginar las correrías que, a raíz de esto, los carlistas hicieron por todo el territorio nacional “sorprendiendo pueblos, saqueando ciudades desprevenidas y burlándose de las pequeñas fuerzas que se le  oponían, a mayor parte de Milicia Nacional” (p. 59) hasta llegar a pocas leguas de Madrid. Si alguien se oponía --caso de los generales Narváez y Diego León derrotando al carlista Gómez—se les destituía por permitirse actuar  sin tener órdenes.

La nación estaba sobresaltada y no se explicaba las causas de tanta algarada. Fue precisamente el ministro de la Guerra Alaix --sin  conocimiento de Cristina-- quien ordenó a Espartero que ”acabase de una vez con aquel escándalo, cosa que le fue bien fácil, y cayendo sobre Gómez lo desbarató, quitándole todos los robos, escapándose él con unos cuantos, con los que entró en las antiguas madrigueras.” (p. 60)

Ante esto, Cristina se vio obligada a cambiar de gobierno y, contra sus deseos, dejarlo en manos progresistas, pero al mismo tiempo decidió acelerar la entrada de D. Carlos en Madrid “cumpliendo la garantía que Cristina había prometido a las potencias que auxiliaban al Pretendiente” (p.61). Así, el carlista Zariategui salió para Castilla con su ejército tomando Segovia. Mientras, el gobierno progresista llamaba a Espartero para defender Madrid, objetivo que no contrariaba los planes de Cristina, pues de ese modo, aflojaba la presión que Espartero ejercía sobre los carlistas en el norte.  Aliviado, D. Carlos salió de su guarida, sometió Aragón y Cataluña y con Cabrera y otros generales  se dirigió a Madrid.

Mientras tanto, los agentes de Cristina iniciaban un nuevo amaño interpelando al ministro de la Guerra del momento, Seoane, sobre la escasez de pagas  recibidas por el ejército; el propósito era sembrar la división entre los militares llegando algunos a pedir satisfacción al propio ministro, el impetuoso  Seoane, quien aceptó batirse “con escándalo de la sociedad, pues el ministro pisoteó la ley que estaba llamado a guardar, y los jefes  cometieron un acto de insubordinación militar” (p.62).

Cristina aprovechó la escisión militar para nombrar ministro entre los suyos dedicándose  a halagar a Espartero para asociarle al golpe de estado que preparaba. Espartero salió para Segovia a fin de expulsar a Zariategui de la ciudad  persiguiendo a los carlistas por Aragón. La regente mientras tanto, creyéndose todopoderosa y haciendo lo que le gustaba, que era mandar, “se propuso engañar a D. Carlos, al Papa y a las Cortes que habían convenido el plan de casamiento de los Príncipes” (p. 63).

Sin embargo, D. Carlos se cansaba de aguardar órdenes de Cristina y se aproximaba a  Madrid con un ejército de unos cuarenta mil hombres. El 14 de octubre de 1837 levantó su cuartel general en Arganda, a cuatro leguas de una Capital cuya toma hubiera sido sencilla de haberse permitido a Cabrera el ataque que proponía. D. Carlos prefirió mandar emisarios a la Regente quien devolvió otros avisando que el plan de insurrección que debía estallar proclamando a D. Carlos no estaba ultimado. Al mismo tiempo Cristina enviaba correos a los generales  Espartero y Oráa para que cayesen sobre el Pretendiente, como así se hizo, debiendo regresar D. Carlos a su refugio vascongado.

El arriero de Bargota

En el año de 1848, Hortelano conoció en Madrid a D. Martín Echaure, más conocido como el arriero de Bargotacon motivo de haberle publicado sus memorias para presentarlas a las Cortes reclamando el cumplimiento de lo prometido por los generales Espartero y Maroto en recompensa de sus servicios y remuneración de la fortuna que por prestarlos había perdido en su ejercicio el arriero. La suma ofrecida fueron ocho millones de reales y un  título de Castilla” (p.65).

Se trataba de un hombre rústico, honrado, bienquisto por ambos bandos a los que avituallaba regularmente. Cierto día recibió carta del jefe político de Logroño rogando que le viera con motivo de una herencia. Una vez en la ciudad, le dijo que el asunto de la herencia era un  pretexto para llevarle a presencia de Espartero quien le hizo el siguiente  encargo: “es necesario que usted vaya al cuartel general de Maroto, y, con la franqueza propia de usted y con el estilo rústico con que usted le habla (…) le diga, de mi parte, que estoy cansado de la guerra civil; que si él, como lo creo, tiene los mismos sentimientos, podemos entendernos(pp. 66/67). Echaure acometió la misión y aunque también se habla de la posible medición del almirante inglés lord John Hay, ésta no desmerece la del arriero. El 31 de agosto de 1839 tuvo lugar el abrazo de Vergara entre Espartero y Maroto y, años más tarde,  Echaure recibió de las Cortes la insignificancia de veinte mil duros que ni compensaban sus desvelos ni la decisión de trasladarse a vivir en Madrid porque temía ser asesinado por los carlistas.

La malhadada Ley de Ayuntamientos

D. Evaristo Pérez Castro presentó un proyecto de Ley de Ayuntamientos que conmocionó al país. Pretendía recortar los bienes comunales y que el gobierno nombrase los alcaldes entre los concejales electos, levantando chispas en todas las ciudades, porque ningún rey ni gobernante se había atrevido a tanto con anterioridad. Se intentó que la Reina Gobernadora no sancionase la ley, pero la Gaceta de Madrid la publicó el 1 de septiembre de 1840.

La municipalidad de Madrid se reunió en sesión extraordinaria asistida por numeroso público y, según Hortelano, ”acordó firmar una protesta dirigida al trono, con las sacramentales frases  que han hecho temblar a los Monarcas de España. “Se  obedece, pero no se cumple(p.70). Cuando el jefe político apareció para hacerla cumplir se le arrestó y se posicionó a la Milicia Nacional por la ciudad ante la previsible acción de las guarniciones. Hortelano formaba en el batallón de cazadores que se había apoderado de las gradas de San Felipe el Real. La ciudad entera parecía un frente de resistencia. El capitán general Aldama vio su caballo derribado nada más entrar en la Plaza de la Villa y tardó poco en comprender que poco podía hacerse contra un pueblo levantado en armas.

Madrid envió emisarios a otros ayuntamientos y el pueblo barcelonés rodeó la casa de Espartero demandando su mediación. El general fue a ver a Cristina para abrirle los ojos sobre el estado de la nación, los malos consejeros que había tenido, pedirle el nombramiento de un ministro popular que disolviera las Cortes para que entrasen nuevos representantes y, por último, que derogara la ley conflictiva  hasta nuevo examen. Cristina decidió trasladarse a Valencia y, ante la falta de apoyos, abandonar la Regencia e irse a Italia. Se nombró una Regencia provisional de tres individuos, siendo su presidente Espartero. Hortelano, ufano de los servicios prestados, escribió: “En estas jornadas cumplí con mi deber como buen patriota, encontrándome en todos los puntos de peligro donde fui destinado, por cuyo servicio se me concedió la cruz titulada “1.º septiembre 1840(p. 72).

La caída de Espartero

Espartero vivió su gran momento tras la actuación frente al carlismo, después, su popularidad fue decayendo por las maquinaciones de Cristina para hurtarle el poder y por la división de los liberales en trinitarios –la regencia debía mantenerse con tres responsables- y unitarios – el poder para una sola persona. También se le censuraba porque “había elevado con mano pródiga a una porción de jóvenes que le habían servido de ayudantes durante la guerra(p.73) y  a los ayacuchos, compañeros de armas que habían luchado como él en las guerras de independencia suramericanas.

El 2 de octubre de 1841 O´Donnell se insurreccionó en Pamplona. Avisado Espartero del golpe por sargentos de la guarda real, estos recibieron órdenes de ir arrestando a jefes y oficiales a medida que entraban en el cuartel regio para reunirse con otros conspiradores. Los insurrectos pretendían devolver la regencia a Cristina; al frente estaban generales de la talla de Diego de León y De la Concha que fueron arrestados. Espartero mandó fusilar al primero porque el pueblo estaba harto de que los insurrectos se fueran de rositas con unos días de arresto. Hortelano asegura que Espartero intentó lo posible por evitar la ejecución, desmintiendo el fusilamiento de otros militares significados. De la Concha, según Hortelano, se refugió en la misma casa de Espartero.

Los instigadores de Cristina corrieron por Barcelona que Espartero apoyaba los textiles ingleses por encima de los catalanes y la ciudad se sublevó al punto de que el mismo Regente ordenó bombardearla (“A Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada 50 años” dicen que dijo). Meses después, ya en 1843, el oro de Cristina corría de mano en mano: “Así se vio con escándalo amalgamados para derribar la Regencia a carlistas y republicanos, retrógrados y progresistas, formando una Liga, que se llamó coalición, a la que legalmente era imposible deshacer(p.79). La prensa y las Cortes también se izaron contra Espartero. Sevilla se declaró en rebeldía, Valencia se puso al lado del general Narváez respaldando a Cristina. Sólo Madrid, Zaragoza y Cádiz resistieron.

Espartero salió para Valencia, pero se detuvo en Albacete ignorándose el motivo. En opinión de Hortelano, esa estancia permitió al general Azpiroz acercarse a la Corte mientras Narváez se aproximaba a Torrejón de Ardoz con siete mil hombres para afrontar, ante el general Seoane, una de las batallas más singulares que se han dado: duró unos quince minutos originando dos muertos y veinte heridos. Hortelano lo cuenta así: “al romper el fuego la línea de Seoane, los de Narváez, arma al brazo, con  lazos blancos en el brazo izquierdo, se mezclaron entre las filas contrarias, y en vez de ofender se abrazaban jefes y soldados al grito de “¡Viva la Reina., Viva la Constitución!”. Los soldados de Seoane creían que se les habían pasado los de Narváez, y los de éste estaban bien seguros que los pasados, sin saberlo, eran los de Seoane(pp. 81/82).

Capituló Seoane y Madrid comprendió la inutilidad de resistirse. La Milicia se dejó desarmar. Mientras, Espartero se dirigía a Sevilla ciudad que se le resistió. Viendo que parte de su ejército se le insurreccionaba al aproximarse el general Manuel de la Concha cambió de camino dirigiéndose  hacia  Cádiz y, al conocer el desastre de Torrejón de Ardoz, embarcó con sus fieles en un buque británico fondeado en el Puerto de Santa María y se dirigió al exilio en Inglaterra.

Un Hortelano fiel, dolorido por la derrota de su ídolo se expresa así: “De esta manera concluyó la Regencia de D. Baldomero Espartero, Duque de la Victoria y de Morella, el ídolo del pueblo español, el hombre honrado, el guerrero insigne, el pacificador de España, el que había salvado el trono constitucional de Isabel II y el magistrado que no se separó de la letra y espíritu de la ley en lo más mínimo, pudiendo haber conjurado la tormenta con sólo haber cerrado el libro de la Constitución por quince días; pero prefirió su caída a faltar a su juramento(p.84)

Pasando cuentas a los enemigos de Espartero

Hortelano pasó cuentas a quienes contribuyeron a la caída de Espartero. De Luis González Bravo --muy amigo suyo cuando el periodista era redactor de El Guirigay-- recuerda que desde este periódico llamó a Cristina “ilustre prostituta”, pero “tuvo la sinvergüenza de salir a esperar a Cristina el año 44 cuando volvió de la emigración después de la caída de Espartero, y fue el ministro que desarmó aquella Milicia Nacional por la cual se había encumbrado y el que abolió la libertad de imprenta y el que más la persiguió” (p. 73).

Hortelano había conocido a Nocedal como un demócrata rabioso, beligerante con la tiranía, pero tiempo después le definiría así: “ha sido en 1857 el ministro más déspota, retrógrado, realista y frailuno que ha tenido la nación(p.73).

Y se excedió con los catalanes al decir: “tienen la pretensión de ser los más demócratas de España; sin embargo, es el pueblo que menos ha hecho por la libertad, pues cuando ésta se les ha dado por los esfuerzos de las demás provincias, han abusado de ella, y so pretexto de tiranía, en medio de la libertad más amplia, han sido el origen para que se afirme y triunfe el despotismo(p.79). Más adelante se refirió a “Barcelona, que siempre está dispuesta a insurrecciones contra la libertad(p.80). Habló de los soldados del liberal Prim --descrito reiteradamente como hombre muy atento a los negocios—que secundaron a Narváez en la toma de Madrid de esta forma: “y las tribus, que otro nombre no merece, que capitaneaba Prim, compuestas de voluntarios catalanes y gente perdida, sacada de los presidios y de lo más soez que tiene Cataluña(p.82) y de su general: “Prim, el demócrata, el paladín de la democracia catalana, con otros patriotas catalanes también, como el entonces ministro de Hacienda Domenech, fueron los apóstatas que vendieron  al partido liberal(p.86).

Narváez

Después de conceptuar a Narváez como dictador absoluto le valoró de manera sorprendente: “Él dominó amigos y enemigos, se impuso a las Cortes y al trono y gobernó y fue árbitro de la nación cinco años seguidos, con pocos intervalos; poder raro en España, donde tan difícil es posesionarse del Poder por muchos meses, por más talento, audacia e intrepidez que tengan los ambiciosos” (p.83). Hortelano se admiraba de que nadie se hubiera mantenido en el poder como Narváez, bien que emitió su juicio sin tenerle la menor de las simpatías, sobre todo, porque el general jamás cumplía lo que prometía.

Hortelano confesó que su etapa de conspirador se inició justamente cuando Narváez desarmó la Milicia “empezando desde entonces las innumerables conjuraciones en que tomé parte para vengar la afrenta que Narváez nos había inferido y recuperar la libertad que por aquella revolución perdió España(Ibíd.)

El panorama de la España de Narváez según Hortelano era el siguiente: el gobierno progresista de D. Salustiano Olózaga se contrarrestaba con el hecho de que Narváez se reservara el poder militar y los reaccionarios dominaran las Cortes. Se cambiaron los capitanes generales por adictos a Cristina. Los jefes y oficiales que inspiraban desconfianza eran separados o trasladados de regimiento. Los soldados viejos, licenciados. Y se creó una policía secreta numerosa encargada de deportar o encarcelar a los hombres influyentes del partido progresista.


Reconoce Hortelano que Barcelona fue la primera en advertir que se marchaba de manera distinta a lo prometido tras la caída de Espartero. Barcelona, apoyándose en un manifiesto del general Serrano, se sublevó inútilmente durante cuatro meses hasta rendirse al general Prim, suceso que desaconsejó nuevos levantamientos que podían haberse producido.



Hortelano impresor 



Al alejarse de la política, Hortelano encauza sus preocupaciones hacia la vida familiar y profesional. El negocio de la impresión parecía sin límites, pero como había intrusismos, etc., se creó la Sociedad Tipográfica con más de dos mil miembros comprometidos a no trabajar por menos de veinticuatro reales diarios. Hortelano se avino con dos catalanes –Domingo Vila y Juan Manini- recién llegados a Madrid como promotores de un publicación nueva, Panorama español, que acogía los hechos de armas de la guerra civil ilustrándolos con grabados de madera y acero; la literatura y las artes recibieron un impulso grande con la publicación. En la redacción Hortelano trabó amistad con personajes como Villegas, Ribot, D. Pedro Mata y músicos como Espín o Iradier.


Después, pasó a trabajar en la imprenta de Tomás Aguado –especializada en temas religiosos—donde trabó amistad con Jaime Balmes, ya conocido por la publicación de El criterio. Balmes lanzaría El Pensamiento de la Nación, periódico que recogía sus escritos políticos y publicación del que se encargaría Hortelano hasta que regresó a la imprenta de Manini, quien se había rehabilitado “asociándose a él el general Prim, que por aquella época había ganado una fortuna en especulaciones bursátiles, como se enriquecieron todos los buenos campeones de la situación” (p. 95) , sociedad que duró poco: Prim había realizado algunas especulaciones que le comprometieron viéndose obligado a traspasar la imprenta.

Aprendiendo de Vila y Manini a lanzar publicaciones sin capital, Hortelano les imitó y, asociado a unos oportunistas, publicó la Biografía de Espartero escrita por Carlos Massa Sanguniti que obtuvo un éxito enorme debido a la popularidad que el general gozaba entre el pueblo. No tuvo la misma suerte con el Tratado de química aplicada a las artes del químico Dumas, aprendiendo para ediciones posteriores. En determinado momento dice: “Corría el año 46 y mi establecimiento volaba en crédito y mi casa era el centro de las ideas liberales y de las publicaciones literarias y políticas” (p. 103) .

El partido moderado se había dividido en puritanos y conservadores proponiéndose los primeros derrocar a Narváez utilizando como ariete el periódico El Universal.  Narváez quiso contraatacar acudiendo a Hortelano mediante Gertrudis Gómez de Avellaneda, comentando el impresor “que a la sazón era la favorita del general Narváez y la que, cual otra madame de Maintenon, disponía a su antojo de las cosas y de los hombres de alta política” (p. 106). Narváez no tenía inclinaciones  amorosas hacia la poetisa cubana sino la intencionalidad política de dar relevancia a mujeres cultas y literatas del tiempo para favorecer la idea de las posibilidades públicas femeninas y, con ello, la entronización de Isabel IIª.

El periódico que debía superar a El Universal no apareció porque los puritanos lograron sus propósitos y echaron a Narváez del poder, si bien, la publicación de ciertos folletos que tenían en el punto de mira a personajes principales de la Corte propició una fuerte multa a Hortelano y no sería el único tropiezo económico.  No se desanimó y entre sus proyectos estaba el de abrir caminos a la literatura: “Me acompañaba el orgullo de que la historia de mi país me dedicase una página como el iniciador y fundador de la novela española moderna” (p.121). Los mejores prosistas estaban aún por llegar, pero de todos modos  nadie puede arrebatar a Hortelano el prurito de ser el creador del concepto “La novela nacional”.

Hortelano se arruinó en 1848 encontrándose mal de la vista, pero protagonizará un suceso importante. Ese mismo año Espartero había regresado a España. Hortelano le visitó y, según cuenta, el general le reconoció en público por haberle conservado en la memoria del pueblo. Espartero visitó a Isabel IIª, pues la reina no podía olvidar al soldado que le guardó el trono, pero el recibimiento molestó a las huestes moderadas y en particular a Narváez temiendo que la reina entregara el poder al Duque. 



Espartero iba a presenciar una ópera invitado por la prima donna Varo Borio. Hortelano estaba en un café esperando el comienzo de la función cuando notó la concurrencia de caras sospechosas y de oficiales de paisano cuando estaba prohibido. Entonces un policía secreta progresista le pidió que avisara a Espartero de que no acudiera al teatro porque le iban a asesinar, revelación que Hortelano hizo llegar al general mediante un ayudante, así como a cuantos amigos encontró aireando que era necesario defender la casa de Espartero. Al día siguiente Espartero salió para Logroño donde permaneció retirado de la política hasta 1854.


Sobre las nocturnidades de Isabel IIª y la masonería

Admite Hortelano su curiosidad por la personalidad de Isabel IIª. Los comentarios de su prima Pepita,  antigua  camarera de la reina, modificaron  la opinión que tenía de la reina a favorable. Si algo le llamaba la atención fue el horario que tenía Isabel. Se levantaba y desayunaba a las tres de la tarde. A las cuatro paseaba por el Prado hasta el anochecer.  Comenzaba entonces sus clases de piano seguidas por las de arpa. Hacia las diez estudiaba  alemán –se dice que conocía otras lenguas importantes de Europa además del latín-- y a las once cenaba. Seguidamente estudiaba literatura con Ventura de la Vega. A medianoche se reunía con los ministros en Consejo durante una hora aunque en ocasiones importantes podía demorarse hasta bien entrada la madrugada. Luego firmaba los documentos que lo requerían. Después celebraba la reunión de confianza con sus maestros e invitados ad hoc, dando lugar a cantos, lectura de poesías… Sobre las tres de la mañana se servía una comida. A continuación Isabel solía leer los periódicos priorizando los de la oposición y riéndose de los gubernamentales por los halagos y deformaciones de la realidad que hacían. Sobre las siete de la mañana se iba a dormir (pp.137/140). ¿Debemos creer que  realmente era así? Nuestro memorialista comenta que la caída de Narváez liberó a la reina porque el ministerio de Salamanca-Pacheco dejó de imponerle trabas ganándose entonces las simpatías del pueblo.

Hortelano también habla de la masonería. Asegura que se instaló en España en 1820: “El Rey Fernando, como todos los personajes de aquella época, se hicieron masones, siendo Fernando el más caluroso defensor de esta institución. Al entrar los 100.000 franceses en España para derrocar la Constitución contaba la sociedad con 600.000 masones perfectamente organizados  y de acuerdo en todas las provincias” (p.145). El poder político de la masonería era nulo. Cuando los masones conspiraron contra los invasores de la Santa Alianza, desconocían que detrás de la ocupación estaba el propio monarca. Hortelano también perteneció a una logia.

En su vaivén de recuerdos, menciona la revolución de 1848 que se saldó con la victoria completa de Narváez, mostrando gozo por una ley sobre las contribuciones, conocida como El sistema tributario de D. Alejandro Mon, porque “el derrame  de los impuestos es muy conforme a la riqueza y perfectamente distribuida, según los capitales, mientras que por el sistema antiguo recala toda la carga sobre la agricultura y ganadería” (p. 161). La citada ley no fue motivo de insurrección, pero originó la ejecución de un oficial de sastre probablemente inocente.

Tal era la afición de los españoles --en especial de los madrileños-- a los alborotos, conspiraciones e insurrecciones que Hortelano asegura que Narváez fue el único capaz de escapar de la venganza popular, salvándose de los atentados y conservando la vida al explotar la revolución de 1854 gracias a que se encontraba fuera de España. Hortelano pensaba que estaba favorecido por la Providencia.



A Francia y la Argentina después

El 19 de julio de 1849 Hortelano sale para Francia a causa de las deudas que pesaban sobre su imprenta. Viaja  primero en diligencia y de Tours a París en “camino de hierro”. Tiene alegrías como la de encontrar a su amigo José Martínez Palomares que estaba en Francia de vacaciones universitarias, y también tristezas al comprobar la carestía de la vida que relata con lujo de detalles y bastante ingenio: “sólo diré, en conclusión, que hasta el aire que se respira hay que pagarlo” (p. 181).

No encontrando solución a sus problemas decide ir a la Argentina donde desembarca el 7 de enero de 1850. El bandazo que pegaría fue enorme; del liberalismo que le había inspirado el general Espartero a acomodarse con la tiranía del general argentino Rosas. Lo sorprendente es que el progresista Hortelano justificó a Rosas porque había sido elegido por el voto popular y porque “Rosas, a pesar de su poder dictatorial,  cada vez que terminaba el periodo gubernamental depositaba el mando en el Poder legislativo, como está mandado por las leyes” (p. 200). Innegablemente, a Hortelano le iba bien con Rosas hasta que tuvo que afrontar multitud de problemas por acometer negocios  con personas de poco fiar, aunque también se asoció con notables como Bartolomé Mitre, luego presidente argentino.

Las Memorias de Hortelano se hunden después en el relato de sus peripecias financieras y dejan de tener interés histórico. Se escribieron en 1860 y Espasa Calpe las publicó en 1936. Se alude a ellas raramente, pero al margen de ser cuestionables, resultan una fuente curiosa de gran interés. 


Sin proponérselo, Hortelano me aclaró la propiedad de algunas de las guerreras exhibidas en aquella sala del s. XIX del Museo del Ejército, pero también me robusteció la visión que muchos tenemos del cuadro de Goya que muestra la disputa a palos de dos personajes que se atizan desde el barro, retrato atinado y permanente del común de los españoles en cuanto a política se refiere.

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[i] Benito Hortelano, Memorias de Benito Hortelano, Espasa – Calpe S.A., Madrid, 1936, 294 páginas. Mis citas pertenecen a este libro.

 FELICES NAVIDADES Y AÑO NUEVO