sábado, 24 de noviembre de 2012


       HISTORIA DE MI PUEBLO ( y Cont. 5)

El violinista

Yendo hacia el río, muchas veces me detengo a escuchar una música extraña que sale de una casita situada cerca de la fuente de Larpeira. En la mañana industrial, entre los golpes de martillo y el desgañitarse de la fragua, el violín fantasma es una brisa nueva que se extiende por la vega y suceden milagros porque escuchándola he creído ver  las flores marchitas recobrar su hermosura y a los peces del río transformarse en alondras.

Conozco al violinista. Parece un hombre abstraído, tranquilo y serio a la vez, pero nadie todavía pudo averiguar de dónde procede ni quien es. En el pueblo dicen que fue seminarista,  que se salió por amores,  pero todavía anda  a golpes con la vocación. Como es rubio y apenas suele hablar, haciéndolo en un tono extraño, hay quien supone que es extranjero, que vino de Rusia o de Alemania cuando la Guerra Civil. Eso sí, puedes ver al violinista por las tardes actuando en la orquesta de la Pista.

Algunas veces se abre la puerta de su casa y, entonces, un perro negro, viejo, triste, sale con el hocico a un palmo del suelo y los ojos perdidos, tumbándose a la entrada. En otras asoma una niña que se sienta al lado del perro con un cuento en las manos. La niña es rubia también. A ninguna otra mujer se ha visto en la casa.

Un domingo, muy temprano–antes de empezar la misa— le vi rezar fervorosamente ante una imagen de la Virgen, la virgen de cabellos dorados que preside la capilla próxima al portón de la colegiata. Dicen que un día de tormenta,  en el que la piedra estuvo a punto de echar a perder la vendimia,  se le vio  delante de la misma Virgen interpretando con su violín una pieza extraña y maravillosa; algunos aseguran que le vieron llorar. Poco después la tormenta cesaba, pero nadie se atrevió a hablar de milagro. El arcipreste  recordaba que el violinista trabajaba en un local de diversión y que su música podía servir para cometer muchos pecados. Eso se lo dijo el arcipreste a muy pocas personas.

Hace unos días, al atardecer, fui a pasear por el camino largo que se pierde hacia Ribadeo. Le encontré donde no suele llegar la gente. Estaba sentado a la orilla del río, muy cerca de la carretera. Tenía los pies en el agua. Fumaba en una pipa negra. En la mano derecha tenía una caña de pescar y leía en lo que me pareció una biblia que sostenía con su izquierda. Le saludé al paso y él me respondió con esa voz extraña que tiene: “Dios le guarde”.


Los borrachos

Aquí hubo siempre apóstoles de Baco y cada generación tuvo al menos su rey. Ya dije que Lebico es tierra de vinos. Voy a hablar de los últimos dos borrachos más populares.

Pistón era un hombre bondadoso. Se llamaba Pistón como su perro. Nunca conoció a sus padres ni se le recuerda por otro nombre. ¿Beber? Empezó por un desaire. Quería ir a África, a la guerra, pero tenía los pies planos y le faltaba el dedo meñique en uno. Pistón fue rechazado y desesperó; pensó que ya nada heroico haría en la vida y trasladó su desventura al vino.

Sus hazañas más famosas acontecieron cuando sus borracheras alcanzaban un grado superlativo. Se acercaba al puente sobre el Burbia rodeado de curiosos, se sentaba donde la barandilla estaba rota, sobre el abismo, y lanzando los brazos al aire y balanceando los pies, empezaba a gritar: “¡Que se va el patito al agua!... ¡Que no se va!... ¡Qué se va el patito al agua!... ¡Que no se va!...” Y así alborotaba un rato hasta que llegaban los alguaciles y por las malas y a empujones, lo llevaban a dormir en  los calabozos del ayuntamiento.

Nunca ocurrió que el patito cayera al río; Pistón tenía una habilidad rara para mantenerse en el puente. Murió viejo, del delirium trémens que agarró celebrando que se había escapado del asilo donde mi abuelo --por entonces alcalde-- había mandado internarle.

***

 Cristobín era un hombre bueno, sentimental, borracho nacido en mil novecientos veinte. Tenía algo de poeta y, en resolución, temerario, pues,  juró amor eterno a una tal Enriqueta que tenía dinero, dote y una especie de hostal para forasteros donde la había conocido.

Enriqueta y Cristobín paseaban sus amores por el campo. Él le llevaba lilas y le recitaba poemas tan tiernos que, al día siguiente, andaban en boca de las señoritas casaderas del pueblo amigas de Enriqueta, aunque algunos versos fueran inconvenientes.

Mas sucedió que un gallego, cliente del hostal y resabido en amores, desenamoró y enamoró a Enriqueta sin mayor esfuerzo que echarle flores y hacerle arrumacos durante una pequeña ausencia de  Cristobín, quien a su regreso, haciéndose idea de lo ocurrido y sintiéndose más pobre y abandonado que nunca, se dio a la bebida.

Cuentan que muchas noches iba bajo la ventana del dormitorio de Enriqueta –que tan bien conocía—y allí improvisaba romances sobre los amores extraviados.

Cristobín trabajaba en la casa  de unos señores de la Bayona gallega. Cuidaba su huerta, de los animales del cobertizo y los del corral. Dormía en el pajar sin importarle los piojos.

Sucedió una noche de diciembre, esa noche tan fría como la Noche Vieja suele  ser en  Lebico. Cristobín murió medio enterrado en la nieve, helado y a la puerta del hostal de  Enriqueta. Por la mañana le encontraron con una expresión que sería del todo serena  si no fuera por una mueca pícara en los labios. A su lado encontraron escritos, casi medio borrados, estos versos:

Dejo mis carnes muertas
a la tierra
y mis pulgas a Enriqueta


El Tonto

Se llama Antón. Desconozco el motivo de llamarle así, mas,  parecido llaman a  casi todos los tontos de pueblo que he conocido; quizás porque San Antón es el Patrón de los animales y en los pueblos tratan a los tontos como animales.

Pero Antón, el de Lebico, no parece ningún animal. Es un hombre dulce y cariñoso que gusta de estar con los chiquillos y con los perros. Acostumbra a llevar las manos que parecen sarmientos en las caderas. Tiene los pies torcidos. Los ojos desviados. Apunta una calvicie prematura, porque Antón es joven. Pero su tez anacarada, su pelo claro y sus ojos azules le dan ese aspecto de tonto dulce y bondadoso. Antón no es como esos tontos de Castilla, malévolos, airados, que te escupen, te insultan y te tiran piedras entre carcajadas insanas. Antón camina silenciosamente, saluda, porque en este pueblo hasta los tontos saludan.

Alguna vez he oído que los niños le gritan; “¡María Dolores!” Y él, con su voz algo agallegada, responde; “¡Un boleiro!..” Los niños le quieren y juegan con él.

Dicen que le va a salir un rival en un muchacho que no quedó bien de una trepanación y va camino de hacerse tonto perdido y luego loco. Pero Antón es el verdadero rey; es el tonto bueno, con personalidad. Yo quiero mucho a Antón y le saludo. Él lo hace siempre. Creo que más que tonto es un ángel. Cuando le veo pasar por las calles, solitario, me entra una pena muy grande de su desgracia; pero también pienso que no es desgraciado y es querido, lo cual sería muy bello que nos ocurriese siempre a nosotros.

--¡María Dolores!…
--¡Un boleiro!...
 --¡María Dolores!…
--¡Un boleiro!...
--Un boleiro… un boleiro…
“¡Un boleiro!” repite mientras su voz  va derritiéndose en la lejanía y  el ocaso amortece en las paredes milenarias.


FIN de la SELECCN. de HISTORIA DE MI PUEBLO


viernes, 9 de noviembre de 2012




      HISTORIA DE MI PUEBLO (Cont.4)



LOS  DOCTORES
A la memoria de Antonio Pereira



Mi pueblo tiene dos médicos, el forense D. Niceto Bustamante y D. Pedro Cabeza de Cabra, eminencia muy popular que sólo pone mal los vendajes mientras que el forense famosea como un verdadero manitas aplicando apósitos y gasas.


Cada tarde,  D. Niceto frecuenta la plaza mayor acompañado de su mujer e hijas que, por altas, son conocidas como las torres del Bierzo. Hay paisanos que se aproximan al forense llevando la mano vigorosamente a la frente, haciendo el saludo militar, y D. Niceto responde elevando la suya al sombrero de ala ancha, americanísimo, que le cubre. Durante la guerra fue comandante cirujano en un tercio carlista y  echó  fama de coser --mejor que las heridas-- el Sagrado Corazón con el “¡Detente bala!” que tantas vidas salvó durante la contienda. Mi abuelo, que tiene mal diente para los carlistas, cuando le ve saludando comenta: “Ya está Bustamante pasando revista a su  tropa”.

La fama del médico Cabeza de Cabra le ha proporcionado muchísimos clientes, pero los apellidos han propiciado chirigotas de la mocería como esta: “Cabra no es egabrense ni por el monte anda huido / De Cabra no quiero el vendaje, pero sí la sangre que me ha perdido”. D. Pedro conoce  y en ocasiones escucha resignado la cuchufleta y otras peores. Se desquita algunos domingos, cuando los jugadores del Esparta de Villafranca o los de la Ponferradina trincan a los Atenienses de Lebico y futbolistas golpeados e  hinchas galardonados durante alguna trifulca en las gradas, visitan  su consulta. Se dice que el doctor les cura con sal muera y vinagre y, si se trata  de un chichón, poniendo un pataco[1] de diez céntimos sobre el tolondro  y sometiendo la moneda  a la presión máxima de los dedos nada piadosos del doctor.

Las muertes se avisan en mi pueblo con lentos redobles del campanón de la colegiata desde el fin de la Guerra Civil, pero no cuando el cadáver aparece en tierras de labranza o en la subida a Dragonte. Han sido y son muertes que se cuchichean, que muchas veces ni pasan por las manos del forense. Nadie sabe si se registran, aunque dicen que sí cuando se conoce el nombre y los apellidos del finado. Y no fue distinto el día en que el Sargento Doblillos llegó a la casa del Dr. Bustamante con la siguiente noticia:

--A la tía Avelina, la del alcalde de Pénez, le han hecho una raja monumental en el cuello.

--Pero, ¿está consciente? - peguntó el forense.

--¡Quiá! Tiene la cabeza separada del cuerpo – concretó el sargento.

El alcalde de Pénez --un poblacho contiguo a Pereje—era también el obrero que cuidaba la viña de mi abuelo. Cada mañana mi abuela le daba un capacho con la comida del día y dos botellas de vino que él devolvía vacías al anochecer, al regresar de la faena tras recorrer los siete kilómetros de vuelta que nos separan del viñedo.

El personaje se me agigantó tras el suceso de su tía y no porque aupara de tamaño, sino porque había jurado machacar al asesino, y hacen falta reaños para prometer tal cosa en estos tiempos de Franco.


Pero ¿quién había sido? Por de pronto, extendieron a la desgraciada Avelina sobre una mesa de roble para que el forense la examinara. La primera sorpresa  que tuvo el doctor fue que la extinta olía a espliego, fragancia disconforme con lo escrito acerca de los muertos en un libro de pastas azules sobre la práctica forense de su catedrático de Oviedo: “cadáver es una persona muerta que huele mal”. No; Avelina olía a espliego y eso no se podía discutir.

El forense miraba a la tía Avelina con ternura. Recorría con ojos avizores el tronco y las piernas, pero el cuerpo no le decía nada, no le hablaba como su colega de Villafranca del Bierzo aseguraba que las víctimas de un asesinato suelen hacer. Entonces se percató de que el corazón de la mujer latía y no débilmente. Sabía de sobra que la función glucogénica y la uropoyética persisten en el hígado horas después de la muerte y que el corazón de los decapitados continúa latiendo un cierto tiempo, si bien, el de Avelina repicaba tan veloz como pico de gallina sobre un copo de maíz. Pelillos a la mar; el forense concluyó que las funciones nerviosa, respiratoria y circulatoria estaban anuladas sin la menor de las dudas, deduciéndose que la tía Avelina había muerto, aunque sin hablarle. Tal decidido, juntó la cabeza al cuello de la difunta con mucha delicadeza.

No es lo corriente, pero quiso estar seguro del diagnóstico, así que D. Niceto  llamó a consulta a D. Pedro y el médico generalista también recorrió aquel cuerpo con ojos atentos, centímetro a centímetro, sin descubrir nada al pronto.

D. Pedro no era ajeno al método pericial y requirió las fotografías del lugar del crimen que el sargento Doblillos había puesto a disposición del forense. Se detuvo en una que delataba un mirar pasmado de la tía Avelina hacia un determinado lugar. En esa fotografía cabeza y cuerpo estaban en la misma disposición en la que fueron descubiertos y ¡oh sorpresa!, la mirada –advirtió D. Pedro-- se dirigía hacia alguien cuya presencia invisible delataba la huella que sobre el suelo dejó un calzado cuya forma y dimensiones se habían obtenido gracias a la fotografía métrica, ¿para qué indagar más?

--¿Averiguó algo Dr. Bustamante? – preguntó el sargento Doblillos.

--Mi colega y yo creemos que la mató un hombre cuyo calzado dejó una huella probatoria en esta fotografía.

--¡Apañados estamos! ¿El cuerpo no levanta sospechas? ¿No le dice nada?


--Como mucho, que la pobre ni se enteró. ¡Un hachazo limpio!

El sargento no quiso buscar zapatos que podían estar en el fondo del río Burbia y resolvió el enigma a su manera. A las seis de la tarde y cuando las campanas volvían a doblar, se reunió con los ocho hombres de Pénez –habiendo excluido  al alcalde por ser autoridad— que mandó traer en cuerda de presos y los llevó a un pradillo situado a  espaldas de la colegiata. Les puso en círculo y tras unas reflexiones acerca de la finada y el momento de su muerte preguntó si alguien quería confesar la autoría. Nadie habló ni chistó y Doblillos, la sangre subida a la cabeza,  empezó a repartir bofetones a dos manos y de carrillo en carrillo con  la destreza de un  pelotari. Iniciaba una de las tandas cuando Rafaelillo, el sobrino joven de la tía Avelina, se hincó de rodillas y rojo de vergüenza gritó el “¡Yo he sido!” revelador. Lo había hecho para heredar a la tía tras descubrir que era el único pariente de sangre y no el alcalde, tan sólo un sobrino político.

Aquélla tarde el Dr. Bustamente pasó revista a una tropa arracimaba a su alrededor en la plaza; todo el mundo quería conocer los detalles del suceso. El Dr. Cabeza de Cabra, a petición de su colega  se encargó a su manera de arreglar a la muerta para el velatorio.

Al alcalde pedáneo de Pénez no le fue posible machacar al pariente que unos meses después recibiría garrote vil, pero se consoló con la heredad de la Sra. Avelina y ya nunca más volvió a trabajar en la viña de mi abuelo.

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[1] Pataco:.Moneda cobriza, grande  y muy delgada de diez céntimos que aún circulaba en aquellos años por el Bierzo. Había otra más pequeña de cinco céntimos. Con un  pataco se compraba pequeños y deliciosos caramelos de malvavisco  --envueltos en papelines con grabados de escenas del Quijote--  en la antigüa y magnífica  confitería Ledo de la Plaza  de Villafranca del Bierzo.