lunes, 24 de septiembre de 2012



HISTORIA DE MI PUEBLO[i]

NOTA

Hace cincuenta años la editorial Aguilar de Madrid publicó “Historia de mi pueblo” , mi primer libro, en un volumen de su  colección Nova-Navis dedicada a escritores nuevos que Sara González Niza, José Luis Cañas y Jaime R. González compartieron conmigo.

En mi prólogo dije que pretendía mostrar “cómo el español se gasta en su tradición, y cree conservarla en un inútil esfuerzo individual” observación que, a mi juicio,  compartía parte de la juventud de entonces.

Destacaba que el subtitulo del libro, cuentos sincopados, proponía al lector “que piense  sin cansarse de leer, que guarde una impresión mejor que un argumento”. Me presenté como autor de cuentos casi carentes de acción, de situaciones comprimidas, personajes contemplativos apenas sin sangre. En realidad pretendía aproximarme –pienso que sin mucho éxito salvo en algunos de los cuentos finales-- a los parámetros de la música sincopada que Cristóbal Halffter hacía en aquellos días.

Mi  libro tuvo una efímera exposición social al ser motivo de una entrevista que Ricardo Fernández de la Reguera me hizo en el programa “Kilómetro Cero” de TVE cuando estaba en el Paseo de La Habana de Madrid. En la charla previa se me dijo que, si bien “Historia de mi pueblo” trascurría en el Bierzo, la entrevista se abriría al son de música de gaitas porque agradaría al director del ente quien, por supuesto, era gallego. También se me sugirió que, al referirme a las influencia que pesaban sobre mi, sustituyera las de Faulkner, Hemingway y Graham Greene por las de José Mª Pemán y otras plumas bendecidas de la época, algo a lo que me resistí.

He revisado y corregido el original de Historia de mi pueblo porque he decidido incluir en mi blog una selección de sus textos --incluyendo alguno nuevo-- para conmemorar el comienzo público de mi actividad preferida hace cinco décadas.


PRESENTACIÓN

A Antón que no es tonto, sino ángel

Situado más bien hacia Lugo que en León, mi pueblo es una villa del camino de Santiago. Mil años de historia y de peregrinos. Como “Posada de buen vino” fue celebrado por un escritor francés de la baja Edad Media que realizaba la ruta del santo. Hoy echan agua al vino y toman por vagabundo o loco al transeúnte con barba y concha en el bastón.

Si subimos por el camino de Viradoiro, observamos un hatajo de casas de tejado pizarroso, el valle –magnífico—y, además, un río que cruza la vega en meandros sinuosos. En la parte más alta del pueblo, el castillo preside  pareciendo un guardián achaparrado a puertas de la Historia. Al atardecer se llena de grajos soñolientos. Dentro del pueblo,  un ciprés milenario resulta el vecino más distinguido, aunque del ciprés cuentan historias de garduñas y serpientes.

En general, mi pueblo es como otro cualquiera de la mitad del siglo XX. Calles mal trazadas. Casas bajas, cuya altura no sobrepasa el medio metro de una a otra. Flores en los balcones. Perros vagabundos. Suciedad. Charcos. Barro. Y Plaza Mayor. Aconsejaría que se observasen las paredes. Encontraréis  escudos por doquier, a no ser que una resolución del Consejo Municipal mandara blanquearlas,  pues no teniendo mucho que hacer, tratan de cosas así.

Lo más importante de mi pueblo, como muchos de España, es que se apaga lentamente. Antaño tenía diez mil habitantes, banda municipal, periódico, e incluso se celebró alguna corrida de toros con la participación de Juan Belmonte. Si algún matao salía a palos siendo alcalde mi abuelo --que era muy mirado para ciertas cosas-- lo arreglaba mandado notas a los periódicos de León donde se podía leer no se qué de orejas y hasta de rabos. Hoy son dos mil los vecinos y no hay banda, ni periódico, ni se celebran corridas de toros aunque la gente se dé el mismo pote de antes, a los jóvenes les guste el rock y algunas nenas lleven peinados a lo torre de Babel.

Hace pocos días hablaba con uno de esos viejos y ennegrecidos aristócratas que lamentan la poca educación  de la gente y comentaba: “Fíjese que vino el cobrador de la luz y, como no tenía moneda suelta para pagarle, dio un portazo y se marchó. Quise decirle que mejor que el portazo sería decir “Perdone usted, volveré mañana”, pero seguramente ni me oyó ni me hubiese comprendido. El mismo señor me hablaba del problema de la invasión: “Ya no quedan señores. Se mueren y los hijos se van. Y el pueblo se va llenando de esos salvajes que vienen por la carretera de Viradoiro. Como diría mi padre, que en paz descanse, más boinas y menos chisteras. Esto se acaba. No hay vida. Este pueblo está cada mes más muerto”.

En otros tiempos me dio por leer algunos ensayos históricos. Recuerdo en palabras de un historiador alemán --o igual no lo era--  que muchas veces se necesita una invasión de bárbaros para salvar la raza, pero la invasión sólo será fértil si la raza a ser sometida se dispone a serlo y  los bárbaros a ser culturizados por los invadidos. No es muy probable que suceda en Lebico, que así se llama  mi pueblo. No habrá acuerdo entre los que están y los que vienen; tan solo una extraña convivencia. Pero opino que los invasores que vienen por Viradoiro tienen derecho a acercarse a la civilización. Al fin y al cabo, Lebico acopia un montón de ruinas históricas. Algo aprenderán. Por lo menos  tendrán luz, agua corriente, cine  e iglesia para sus pecados. Vienen, traen mujeres bonitas y serán  fuente de vida.

Otro de los males del pueblo es la escasa o ninguna ayuda que prestan los que marcharon de él. Y de Lebico han salido personajes de la vida nacional, pero suelen volver de paso, como mucho  a descansar o reponerse de las fatigas del cargo.

Voy a contaros una historia que, como historia de cada día, se compone de muchas historias chiquitas de este pueblo, pidiendo perdón adelantado a quienes se sientan heridos, pues en mi ánimo no hay otro deseo que lavar las heridas con un poquito de atención, la mejor medicina social de nuestro tiempo.

                                                                                       (Continuará)



[i]  Historia de mi pueblo, publicado hace 50 años en el tomo XV de la Colección Nova Navis de la Editorial Aguilar, Madrid, 1962, pp.121-291. El volumen incluía el libro El cántaro de Barro de Sara González Niza, Gente que casi vive de José Luis Cañas y Soledad de Jaime R.  González que contribuían o ofrecer un panorama de la época.

martes, 4 de septiembre de 2012




 
ALATRISTE


Gaspar me recomendó la lectura de El capitán Alatriste (1) de los Pérez Reverte, novela que yo presumía ajena a mis gustos literarios. Cedí a la sugerencia porque  cuando mi hijo tenía unos trece años sacó  de mi biblioteca el  Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio que leyó con agrado y, desde entonces,  fue convirtiéndose en un lector con criterio.

La excelencia de una novela histórica depende de la creación de un protagonista que invite al lector a compartir su tiempo y espacio. En principio, por ahí se encamina el éxito de Arturo Pérez Reverte con su Alatriste: haber construido un personaje creíble que nos traslada a la época de sus vivencias, que siente y padece como suponemos lo hacían los contemporáneos de su clase y condición convirtiéndose en su paradigma. Además, el autor  le relaciona con personajes como Quevedo o el conde-duque de Olivares que nos son familiares. De ellos conocemos determinados pasajes de sus vidas y no ignoramos que hicieron cosas conforme a un talante del que la historia se hace eco, pero se desconoce porqué las hicieron;  el acierto del novelista ha consistido en hacer creíbles los motivos en base a los antecedentes.

Contemplemos al protagonista principal. Alatriste se mueve por amistad o interés. La amistad le ayuda a consumir los ocios y también le aúpa sobre el perfil menos decoroso de su personalidad: protagonizar lances de fortuna como sicario al propósito de remediar sus necesidades diarias, si bien, los incidentes de ese tipo que protagoniza no menguan la simpatía del lector. Apostaríamos que  por un  motivo importante. 

Las aventuras de Alatriste ocurren en tiempos lejanos parangonables con los actuales.  En la época de Felipe IV desfallecían juntos el imperio y el ideario de los Austrias. En la actualidad decae el espíritu de la transición enredado –como acontecía en tiempos de Alatriste- en una crisis económica que tuvo una mise en escène premonitoria en 1993, tres años antes de publicarse la primera novela de la serie. Alatriste es un soldado de los tercios de Flandes mandados por Spínola que aún conserva ciertos ideales, pero vive de lo que salga como hoy algunos  millones de españoles. Las diferencias con Alatriste  son de imagen: los lugares por los que se mueve parecen otros, sus creencias y conocimientos semejan distintos, pero en realidad resultan familiares

La verosimilitud del espacio donde Alatriste se desenvuelve nace de la descripción ambiental. Se retrata Madrid como una población de 70.000 almas. En los barrios --que entonces se  llamaban cuarteles--  hay  400 tabernas “sin contar mancebías, garitos de juego y otros establecimiento públicos de moral relajada o equívoca”. Las tabernas son tan frecuentadas como las iglesias, aunque los hombres tiemblan ante la sola mención del Santo Oficio. Y nosotros, ¿no nos estremecimos ante secuelas posteriores y no tan lejanas del siniestro Oficio

Con Alatriste contemplamos qué se vende en los mercados callejeros, esquivamos las aguadas que vienen de los balcones, fisgamos los manjares y bebidas que Alatriste consume cuando entra en una taberna. Se trata de un espacio construido con imágenes verosímiles fáciles de apreciar, que enriquecen el texto y muestran cómo era el tiempo y el lugar donde vivía el protagonista. Así, la historia que presenta Pérez Reverte --con la ayuda de su hija Carlota, presentada como coautora-- abunda en detalles indicativos de que han documentado la época con rigor, pero sin apabullar al lector, pues la parafernalia cumple la función secundaria de actuar como herraje de la acción novelesca. 

La acción de la novela inicial de la serie se desarrolla en torno a la llegada de Carlos, príncipe de Gales, y de su amigo George Villiers –futuro duque de Buckingham—buscando una alianza con España mediante la boda del príncipe con la infanta María Ana. Se trata de un hecho histórico veraz que tuvo consecuencias posteriores, mas Pérez Reverte –digamos que con acierto enorme--  se centró en la vertiente romántica inicial del episodio porque le permitía concebir un vericueto de lances pugnantes y caballerescos con intervención de personajes históricos y de un Alatriste que emerge como héroe.

No se recomienda utilizar la primera persona para escribir una novela histórica salvo si se trata de diarios o cartas.  Y debe existir una buena razón si el narrador es, además, uno de los personajes porque desconfiamos del que lo sabe todo y además opina sobre el resto de los actores. El novelista debe tener una razón poderosa para que determinado personaje se ponga al frente de la narración, del porqué cuenta la historia y porqué esa historia debe obtener la estima del público. En Alatriste se da una respuesta convincente y, además, el narrador se catapulta desde la primera a otras historias creciendo como  personaje. Veamos.

Me llamo Íñigo.  Y mi nombre fue  lo primero que pronunció el capitán Alatriste la mañana en que lo soltaron de la vieja cárcel de Corte”… Ese hecho ocurría en el año veintidós o veintitrés del siglo XVII, coincidiendo con la llegada real de los nobles ingleses y la arribada al poder del conde-duque de Olivares.  El tiempo ha transcurrido desde entonces y ahora Íñigo se toma el trabajo de contar la vida del capitán. Enseguida descubrimos que Pérez Reverte emplea a Íñigo como narrador porque acrecienta la posibilidad de servirse de una omnisciencia verosímil y porque siendo Íñigo el primer devoto del héroe, resulta más fácil convencer al lector de que algo va a ocurrir y ocurre, manejando con sabiduría el  tiempo de las sorpresas. Y así el lector quede atrapado en un relato fijo en el protagonista en su 90%.

La novela histórica ha tenido autores notables, pero ¿qué diferencia a Pérez Reverte respecto de Galdós o Baroja por ejemplo? Galdós escribía sus Episodios nacionales con la finalidad de hacer didáctica de la historia; le importaban sus enseñanzas más que la transcripción veraz de los hechos. En sus Memorias de un hombre de acción Baroja parecía aferrarse meticulosamente a la historia, sin embargo,  la rescribía a su gusto y, no infrecuentemente, censuró en otros escritos la despreocupación por la exactitud de Galdós. Pérez Reverte no muestra la  afición por la historia cercana de los predecesores citados; en las novelas de Alatriste se retrata la historia lejana como un espejo reversible del presente.  

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1.- Arturo y Carlota Pérez-Reverte, El Capitán Alatriste, Alfaguara, Madrid, 1996. (Novela inicial de la serie)

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