viernes, 27 de agosto de 2010

Tú, ancho mar

Yo no sé esta llama
que devora el corazón
dejándole en cenizas;
no es morir de la materia.
que la llama flota
con sus mil figuras.
y tórnase ancho mar
donde el corazón navega.
Es el corazón alma al fin en rumbo,
que avanza sin horizontes
sumando las distancias, lejanía;
es el permanecer en sabiduría
de estar en un tiempo sin huida.
Es el corazón envuelto en llamas
el crepitar de la existencia madurándose…
Es el corazón una torre de perdiz
viendo su morir en la altura sin retorno
que, elevándose de ojos ciegos,
siente entrar el morir más puro
para seguir, sin confín, adonde ella espera.
¡Ay fuego revelador del amor!
¡Cuando dañas al enmortecer la sangre
y al purificar las sombras!
Allí esa llama devora,
allí nace y crece la vida
que entra a navegar el mar de plenitud.
Allì el caminar sin romería,
allí la delicia del pasar
por uno mismo y volver a pasar
por el ancho mar de ti derramada sin orillas.

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lunes, 9 de agosto de 2010


MI PADRE CUMPLIRÍA LOS CIEN AÑOS…


De haber vivido, mi padre cumpliría los cien años hoy lunes 9 de agosto. Fue el tercero de seis hermanos. Su madre, Amparo Vázquez Armesto de Arellano, era mujer de linaje, educación exquisita y serena y cuidada belleza. Su padre, el manchego Augusto Martínez Ramírez, procurador de los tribunales, alcalde de Villafranca del Bierzo varias veces, fundador y director de algunos de los primeros periódicos del Bierzo.

De la infancia y adolescencia de mi padre contaré dos anécdotas reveladoras.
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Estudiaba interno junto a su hermano en uno de los colegios religiosos de La Coruña. Cierto día, uno de los profesores regañaba severísimamente a su hermano Pepe, tanto, que terminó cogiéndole de las orejas, sacudiéndoselas y aupándole a pulso desde ellas. Mi padre, que contemplaba la escena, se disparó como una centella y propinó un puntapié tremendo al profesor en una de sus canillas obligándole a soltar a su víctima. Ambos hermanos fueron expulsados del colegio al día siguiente.
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La otra anécdota se relaciona con mi abuelo. En cierta época electoral debía llevar a León las actas de los resultados. En la estación fue detenido y desposeído de los escrutinios aunque, para dulcificar el acto, le llevaron a casa del gobernador civil invitado a comer con él. Lo que el gobernador desconocía es que mi padre y su hermano también habían viajado por separado en el tren de su padre, aunque en vagones de segunda y tercera, y que uno de ellos custodiaba las actas auténticas con la misión de entregarlas al juez correspondiente.

Mi padre cursó Derecho en la Universidad de Valladolid en tan sólo tres años. Al terminar era tan joven que no alcanzaba el requisito de la edad mínima para colegiarse.

Años después, una excursión lúdica a Biarritz y su casino le deparó fortuna y bancarrota; tuvo que pedir la ayuda de su padre para regresar. Y regresó a Madrid justo cuando estalló el alzamiento de julio de 1936.

La IIª República y Guerra Civil le proporcionaron alegrías y sustos. Fue apoderado o secretario de Alejandro Lerroux, Calvo Sotelo, del jurista Antonio Royo Villanova, algún trabajo hizo en las Cortes. Estando con Calvo Sotelo tuvo que refugiarse detrás de un armario para protegerse del lanzamiento de una bomba.

Su boda tuvo lugar en 1938 , pero el acontecimiento fue distinto al de sus padres, cuya ceremonia ofició el Nuncio de S.S. el Papa en Madrid. Mi madre vivía en la casa que tiene estrellas doradas en los balcones y está situada en los comienzos de la calle Príncipe de Vergara. Mi abuela materna alejó convenientemente a la criada e instaló con rapidez una capilla accidental en el comedor de la casa. Ofició don Isidoro, pariente de mi padre, quien había sido un monseñor principal en el Tribunal Eclesiástico de Madrid, aunque por entonces anduviese oculto.

El joven matrimonio no vivía para sustos. Al margen de las bombas de la aviación franquista en las proximidades de su estrenada vivienda, estaban los requerimientos para acudir al frente. Mi padre sufrió unas fiebres tifoideas que habían mermado su salud y desmejorado su aspecto considerablemente; cuando venían a buscarle, aclaraba que el buscado era su hermano Román – un nombre que, aun siendo su primero, papá jamás había utilizado aunque costara en sus papeles de identidad; añadía que Román no estaba en casa en aquel momento y que posiblemente ya se había ido al frente.
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Como la argucia no podía durar mucho --su aspecto físico mejoraba-- decidió buscar otro acomodo para huir de sobresaltos y se alistó como abogado de la CNT-FAI, avío que le deparó alguna aventura como la acontecida con Valentín González El Campesino. La CNT le encomendó la defensa de un afiliado que había sido apresado por el militante comunista. Mi padre se desplazó a Extremadura en un Rolls-Royce escoltado por compañeros motorizados que llevaban las cananas cruzadas sobre el pecho. Cuando El Campesino hizo el ademán de arrojar una bomba de mano para disolver al grupo que solicitaba la libertad de su correligionario, los motoristas le amenzaron con sus metralletas y torcieron la querella a su favor, pero podemos imaginar el susto sufrido por mi padre.

A mis abuelos les ganó la pena cuando escucharon por radio la noticia de que el jurista y ex ministro republicano Antonio Royo Villanova y su secretario –mi padre- habían sido hallados muertos en un pozo negro. Al concluir la Guerra Civil mi abuelo se encontró con Germán Gullón, notable amigo maragato que había sido Presidente de la Diputación de León en tiempos de la monarquía. Mi abuelo le confió el desastre acontecido a mi padre, pero don Germán le dijo gozoso: “Nada de eso ha ocurrido, Augusto. Tu hijo no sólo está vivo sino que de alguna manera somos parientes porque se ha casado con una hermana de la mujer de mi hijo Ricardo”.

Quizás la primera imagen de mi memoria sea mi llegada a Villafranca del Bierzo con mis padres, brazos rodeándome o abalanzándose sobre mi mientras mis ojos estaban puestos en las escenas de caza que ilustraban el papel de la pared interior de la amplia galería del caserón y en el enorme caballito-balancín de cartón –seguro que de mi primo Mariano- sobre el que deseaba auparme.

Al concluir la guerra mi padre fue depurado y las cosas le habrían ido mal si personas a las que había ayudado o defendido durante la contienda no hubiesen intervenido en su favor. Por estos motivos recuerdo el formidable abrazo que don Gaspar Bayón Chacón --jurista que fue mi catedrático de Derecho del Trabajo en la Complutense-- le dio al encontrarse en Segovia el día de mi jura de bandera.
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Carecer del marchamo de afecto al Régimen siendo abogado penalista no era muy propicio en el Madrid que iniciaba los años cuarenta. Papá entendió que debía hacer oposiciones si quería que su familia saliese adelante, pero todavía pasó un tiempo antes que se le permitiera opositar a juez comarcal, cargo que ejerció en Pozuelo del Rey, Arganda, Alcalá y otras localidades próximas a Madrid. Después opositó a la justicia municipal y tuvo suerte, pues, dos opositores que le antecedían solicitaron plazas en la periferia española y así obtuvo la única que había en la Capital, la del Juzgado nº 14, distrito Centro de Madrid; luego les llamarían Jueces de Distrito. Recibió dos cruces distinguidas de San Raimundo de Peñafort, sin embargo, su recuerdo profesional más emotivo fue el homenaje que le tributaron los abogados madrileños con motivo de la primera.
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En 1965 viajó a Texas para asistir a mi boda. Un tío carnal de mi mujer, Jake Inselmann --a cuya memoria se erigió el Jake Inselmann Baseball Stadium de San Antonio--, era el secretario de esta ciudad y favoreció el nombramiento de mi padre como Alcalde de La Ciudad de La Villita, el pintoresco enclave de sabor hispanomejicano que atesora la preciosa ciudad tejana y que sirve para honrar a ciudadanos ilustres. El nombramiento anterior al de mi padre fue concedido al astronauta Leroy Gordon Cooper.

Después de mi boda mis padres se desplazaron a Washington. Papá deseaba conocer la Corte Suprema y otras instancias de la justicia federal americana donde fue tratado con una hospitalidad y cordialidad de las que guardó siempre un recuerdo muy agradable.

Mi padre había ilusionado que yo continuara la relación familiar con las leyes, pero no era mi vocación. Cumplí con él haciendo la carrera de Derecho, pero una vez finalizada marché a Texas con mi tío Ricardo Gullón para dar campo a mi vocación literaria. Siempre pensé que para mi padre fui un desencanto notable, pero a su muerte mi primo carnal Germán Gullón me confió en carta entrañable lo complacido que papá estaba de ver cómo me había desenvuelto en la vida y las palabras de Germán me reconfortaron sobre manera.

Hizo algunos artículos y reseñas profesionales para la revista Pretor de su compañero Pedro Aragoneses, pero sus ilusiones fueron menguando a medida que se acercaba la jubilación… exceptuada su afición a los viajes que realizaba junto a mi madre a la mínima oportunidad.

Sin embargo, su amistad con el financiero y mecenas José Celma Prieto le deparó una ilusión postrera: la de colaborar como secretario del primer Premio Internacional Rey Juan Carlos de Economía con el que don José quería honrar al Rey. La organización fue laboriosa jugando el Banco de España un papel primordial desde el primer momento. Aquel premio inicial tuvo un jurado de honor encarnado por los rectores o representantes de las universidades históricas que tuvieron el patrocinio de la corona española como el Real Colegio de España de la Universidad de Bolonia, la Pontificia y Real Universidad de Santo Tomás de Filipinas o la Universidad de San Marcos de Lima, la más antigua de América. El premio se concedió el 20 de noviembre de 1981 en una ceremonia hermosísima que tuvo lugar en el Instituto de España de la calle San Bernardo. Mi padre disfrutó mucho en aquel empeño y aquel día.

Sólo unos meses después, en marzo de 1982, moría. Mi abuelo Augusto dejó el tabaco a sus cincuenta y pocos años y vivió noventa y dos; todos sus hijos, incluyendo mis tías Concha y Pilar --que viven y gozan de salud-- superaron o superan los noventa años. Mi padre sólo vivió setenta y uno. En vista de la genética familiar, sus hijos jamás imaginamos que viviría tan poco, él, siempre tan lleno de vitalidad, tan activo y amigo de ayudar. El tabaco pudo con él. Mi padre se llamaba Gaspar Martínez Vázquez. Yo siempre estuve orgulloso de ti. Te quise y te quiero, papá.
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